Aromas y sabores de ese
rincón de Mataderos
Siempre he cocinado. Pero, la
sensación de cierto dominio sobre las técnicas es más reciente.
¿Cómo empezó todo? Simplemente buscando el camino de regreso a la
cocina de la infancia.
Hace algunos años, ocho o diez
tal vez, empecé con la obsesión de recuperar el sabor perdido de un
plato rústico que hacía mi vieja. Ella lo llamaba minestrum de
verduras. Empecé rehogando en orden distintas verduras para luego
agregarles un poco de agua, sal gruesa y servirlas cuando estuvieran
cocidas. Recuerdo que, en un principio, utilicé algunos productos
que hoy juzgo improbables en la cacerola de mi vieja y con otros que
indudablemente estaban en aquella receta. Ponía cebolla cortada en
pluma, zanahorias rayadas y morrones (verde y rojo) cortados en
juliana. Como nunca estaba satisfecho con el resultado, fui agregando
otros elementos. Primero, legumbres, básicamente arvejas o
garbanzos; en otra oportunidad agregué papas, cocidas aparte,
agregándolas poco antes de servir; finalmente se me ocurrió poner
un puñado de fideos (de esos que antes llamábamos mostacholes y
ahora pennes). Ningún sabor me conformó hasta que agregué chorizo
colorado a esas últimas combinaciones. ¿Era ese el gusto exacto del
minestrum que ella preparaba? No lo sé, pero a mí me parecía que
sí, que ese plato tenía el sabor entrañable de la cocina de la
infancia...
La búsqueda fue bastante torpe
porque descuidó otras comidas que preparaba sin rodearla de la
mística con que me empeñaba en una búsqueda ilusoria. Suele pasar
con el carácter sobreactuado de los rituales, no vemos ese objeto de
la realidad que tenemos frente a nuestros ojos porque creemos que
buscamos otra cosa en lugares misteriosos. Mientras ensayaba por ahí
con el minestrum, cada tanto preparaba unos bifes a la criolla. Si
tengo que pensarlo ahora, los bifes a la criolla que hago, se parecen
mucho más a los recuerdos de la cocina de mi vieja, que mi ensayos
estériles con la sopa de verduras. Además, el minestrum me gustaba
poco en aquellos lejanos días de la niñez, en cambio, los bifes a
la criolla me encantaban. Cuando pude reconocer esta cercanía,
advertí el sinsentido de esa búsqueda obsesiva y me dediqué a
otras aproximaciones más relajadas. Ya no era necesario encontrar
ese sabor preciso que mi memoria era incapaz de reconocer. Con una
aproximación que me diera gusto reproducir en el presente, estaría
muy bien, además de experimentar el placer de introducir pequeñas
modificaciones personales o de encarar recetas similares, pero
encontradas en otras evoluciones, en otras identidades.
Las experiencias me llevaron por
caminos diversos, pero jamás dejé de caminar... jamás dejé de
buscar. Ahora, ya con una mínima madurez técnica en las manos, y
habiéndome quitado una mochila innecesaria, me propongo esta
exploración que parte de esa cocina de la infancia y se proyecta en
un recorrido por el comer de los porteños en los años sesenta del
siglo XX.
Mi vieja era una gran
planificadora. Todo era orden en su cocina. Lunes, miércoles y
viernes al mediodía había puchero; sábados, medio día y noche,
milanesas con puré y domingos, pasta asciutta con estofado de carne.
Del puchero surgía el caldo para la sopa de todas las comidas.
Siempre había sopa. Lo que no puedo recordar es cómo preparaba el
caldo para las comidas del domingo. El puchero era casi siempre con
falda; pero cada tanto había uno con rabo y, excepcionalmente, con
gallina (gallina de verdad, casi siempre proveniente de un gallinero
cercano que pertenecía a la familia o a un vecino). El estofado del
domingo era de carne, generalmente carnaza o roast beef, muy
excepcionalmente de pollo. Lo preparaba en una larga cocción en una
olla de hierro fundido de uso exclusivo para este menester. Llevaba
invariablemente mucho tomate para usar como tuco y salchichas que
hacían la delicia de los niños.
El resto de las comidas incluían
carne vacuna grillada o en guisos y comidas de cuchara o pescados en
frituras con guarniciones varias. El pollo fue accesible, por su
precio, recién a mediados de los años sesenta.
Las carnes ofrecían algunas
variedades; pero el centro lo ocupaban los bifes anchos (a veces
angostos, muy rara vez con el lomo) o churrascos de cuadril grillados
en una plancha y acompañados con puré o ensaladas. Lo del bife con
lomo era un alarde de gasto que mi madre hacía cuando podía por
recomendación del médico de la familia (no entiendo como,
existiendo siempre este corte, mucho argentinos lo han descubierto
muy recientemente en el t-bone de la cocina norteamericana). Otros de
sus platos frecuentes eran las albóndigas que, al mediodía
preparaba en unas salsa, una especie de estofado con papas, y a la
noche como hamburguesas. En realidad, la vieja no las denominaba así,
ni tampoco bismarck, sino simplemente albóndigas, aunque las
achataba y las grillaba en la plancha (tengo un bago recuerdo de la
delicia que representaba el ajo dorado en mi madre agregaba bien
picado en la carne). Alternaba estas comidas con filetes de merluza
fritos a la romana. En Semana Santa, era habitual que hubiera
bacalao. No recuerdo como lo hacía, pero creo que era en una salsa
que la vieja llamaba portuguesa que también usaba para los bifes.
Los guisos y las comidas de
cuchara eran más frecuentes en invierno. Se destacaba el minestrum
de mi obsesión, pero también había guiso de lentejas y un potaje
que simplemente llamaba guiso (obviamente, llevaba más carne que
minestrum). Un lugar importante tenían otras preparaciones con carne
picada. El pastel de papas y las empanadas, para estas últimas creo
que compraba tapas en la panadería. Lo que me fastidiaba es que
ambos rellenos contenían pasas de uva. También recuerdo que había
lugar para la polenta.
Las guarniciones solían ser
ensaladas de lechuga, tomate y cebolla; arroz; papas al natural, en
puré o fritas (menos frecuentes). En verano preparaba una ensalada
fría de porotos y cebolla. Otras variantes de ensaladas que solía
llevar a la mesa eran las de hinojos, pepino o zanahorias rayadas
cada una preparado a solas con una vinagreta (vinagre y aceite
mezcla). La ensalada rusa, siempre con mayonesa casera, se reservaba
par las celebraciones. Del mismo modo ocurría con el pollo y los
ravioles (mi madre no amasaba y se compraban en fábricas de pasta
cuando estas aparecieron en el barrio) que eran consideradas comidas
de lujo. Otro plato exquisito que preparaba de tanto en tanto, eran
los niños envueltos; pero su descarte de la lista de los platos más
habituales no se debía al lujo que representan, sino a la
complejidad de su elaboración. También preparaba tomates y
zapallitos rellenos. Los primeros, sólo en las fiestas que era
cuando batía mayonesa (la mayonesa industrial llegó muy tardíamente
a nuestra mesa). Los zapallitos, en cambio, eran una comida frecuente
en el verano. Lo rellenaba con su propia pulpa mezclada con carne
picada, pan mojado en leche y pan rayado.
He dicho que la vieja no amasaba.
Bueno, la afirmación no es rigurosamente cierta. Se mandaba sus
bizcochuelos para las tortas de cumpleaños y, de tanto en tanto, le
entraba a los ñoquis. Cuando la industria alimentaria produjo los
preparados para bizcochuelos, cortó por la más fácil y se dedicó
a ellos con un empeño que no ponía en otros producto de la misma
procedencia, como por ejemplo, las sopas instantáneas o la mostaza.
Sus habilidades culinarias se
completaban con algunas conservas como dulce de zapallo (con los
trozos de zapallos curados en cal viva) y escabeches de berenjenas o
de carne de caza menor (liebres y perdices), cuando las había.
Como digo una cosa, digo la otra.
La vieja retaceaba los huevos fritos a los niños de la casa por
prescripción médica. Pero en la casa de mi abuela Agustina, en la
chacra en que vivía en 12 de Octubre, Partido de 9 de Julio, tenía
una compensación.
Asumo como desafío pendiente dar
con la preparación de los bocadillos de acelga que mi vieja también
preparaba como guarnición para algunas comidas.
Los recuerdos de la cocina
familiar no se limitan a mi madre. Mis tías y mi abuela tenía
particularidades muy atractivas.
Mi tía Ñata y mi tía Maruca
amasaban. La primera preparaba un fileto memorable (de aspecto
desleído, pero de un sabor increíble) y, de tanto en tanto,
preparaba ravioles con rellenos hoy exóticos, como los de seso. La
otra, también era una maestra con las pastas, pero su plato más
apreciado era unos escalopes de ternera que ella llamaba marineras
que incluyo en otra parte. Era un placer verlas estirar la masa,
luego enrollarla y cortar los tagliatelle (nosotros los denominábamos
castizamente: tallarines) con una cuchilla afilada y verlos salir
parejitos. Ambas aceptaron con gusto la incorporación de la máquina
Pastalinda entre los utensilios de su cocina. A su vez, mi tía Nena
aportaba las novedades de la industria alimentaria: cubitos de caldo,
aderezos y salamines milaneses industrializados. Las picadas de los
domingos en su casa, antes del almuerzo, eran memorables.
Mi abuela, en el campo, cocinaba
con un sabor muy especial. En mi fantasía mítica, un algo
importante de ese sabor era aportado por la cocina económica que
funcionaba enteramente a leña. Lo cierto es que los huevos fritos
con tocino que preparaba en esa cocina y servía en una sartencita
individual eran una compensación enorme de la restricción materna.
Era un placer desayunar en esa cocina, sobre todo cuando hacía frío.
El tazón enorme con leche recién ordeñada, la manteca y el chorizo
seco caseros y la galleta trincha (único pan que puede ser
denominado con justicia “pan de campo” en La Argentina)
configuran un complejo escenario de aromas y sabores, en el calorcito
ambiental de la cocina que retengo en la memoria.
Todavía en la primera mitad de
los noventa, había en la calle Esmeralda, en el Centro de la Ciudad
de Buenos Aires, un viejo local de la cadena de lecherías de La
Martona. Allí servían huevos fritos en tocino en unas sartencitas
muy parecidas a la de mi abuela. Yo disfrutaba el reencuentro con
aquellos sabores; pero el supuesto de un exceso de colesterol que esa
comida debía provocar en el trajín de la vida urbana moderna,
tornaron extemporáneo ese plato en ese sitio... pronto cerró.
Mis abuelos eran españoles, de La
Rioja. Doña Agustina y don Eugenio hacían honor a la tradición de
la huerta riojana. Voy a hacer pizza, decía mi abuela, y preparaba
un engrudo chirle sobre una asadera con harina leudante. Luego
marchaba a la huerta y recogía unos tomates muy maduros y los
cortaba, usando la manos izquierda como tabla suspendida en el aire
sobre la asadera. Cuando todo iba al horno, los jugos del tomate
penetraban la masa antes de que ésta terminara de cocinarse y el
plato emergente era una extraña exquisitez.
Con las conservas, su maestría
era extraordinaria. Aprovechaba todo el cerdo, cuando sacrificaban
uno para hacer las facturas: sus chorizos secos eran memorables; pero
también había morcilla (sobre todo morcilla dulce, también llamada
morcilla vasca) y queso de chancho con todos los recortes de carnes y
cartílagos que podía reunir. Preparaba quesos, dulce de leche,
dulces varios (en especial con zapallo curado en cal viva) y
escabeches con carne de caza menor o con berenjenas.
Para los hombres que casi nunca
cocinaban, estaba reservado el asado. Hablaré de ello in extenso en
los comentarios de las recetas. Mi viejo practicaba una única
excepción. Preparaba las mejores natillas con canela de las que
tengo memoria.
Chorizos secos y natilla, parte
fundamental de la herencia riojana, configuran texturas y sabores
recordables que busco recuperar en cada oportunidad. Con respecto a
los primeros, tengo un enemigo poderoso, la cultura de la comida
light que presiona sobre la composición del relleno con el agregado
de carne vacuna, aún en las producciones caseras. Es muy difícil
encontrar chorizos secos, condimentados a la manera española, que
estén preparados enteramente con cerdo.
Algunas cosas más siempre había
en la memoria del país de origen de mis abuelos. Hay un plato
característico en la cocina riojana que tenía algún reflejo en la
comida familiar: la cazuela de conejo con caracoles. Nunca recuerdo
haber probado esa combinación; pero sí recuerdo el placer que le
daba a mi abuelo comer caracoles (sobre todo porque no se trataba de
una comida frecuente). En mis recuerdos de la infancia, tengo la
imagen del conejo más como animal doméstico que como presa para
nuestras viandas. Cada tanto aparecía un conejo en una jaula, venía
con una voracidad desmesurada, con un crecimiento perceptible por su
rapidez y con la broma sádica de algún tío: “lo engordamos un
poco más y... a la cacerola”. No recuerdo haber comido conejo en
mi infancia. Sí he comido liebre, como ya he dicho, en escabeche,
pero también en cazuela. Recuerdo con placer que la carne se parecía
a la del pollo, pero era más oscura y tenía un gustito salvaje que
me encantaba (era toda una celebración encontrar algún perdigón en
el plato).
Ya comiendo en restaurantes, hay
un plato que me recuerda poderosamente la cocina de mi madre y de mi
abuela, las costillas de cerdo a la riojana, también atacadas por la
moda light que induce a los cocineros a reemplazar el tocino por
jamón cocido. Esa combinación del cerdo, con panceta incluida, el
huevo y las papas fritas, las verduras y las legumbres es uno de los
platos de restaurante en que más palpo la cocina familiar.
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