sábado, 29 de junio de 2013

El recetario de los bodegones porteños II - invierno

En invierno, casi que no dan ganas de salir de noche. El tiempo impío no nos deja disfrutar como es debido. Sin embargo, los bodegones siguieron cumpliendo funciones de nutrición durante esta etapa del año y han gozado de las preferencias del público.
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Ocurre que los trabajadores en los barrios de la ciudad han recurrido y recurren a ellos para restauran sus cuerpos durante el almuerzos. En todos los barrios hay bodegones que satisfacen ese menester. El estilo depende del barrio, de las ocupaciones de los parroquianos y de la evolución de los tiempos, claro está. No es lo mismo un bodegón para trabajadores de la construcción que para oficinistas o comerciantes. No es lo mismo un bodegón en estas primeras décadas del siglo XXI que los de los mediados del siglo pasado. Aquí es necesario subrayar que ese lugar en el Centro donde se pueden comer milanesas a la napolitana, pero además te ofrece ensaladas sofisticadas y sushi, sigue siendo un bodegón porteño.
Los que trabajamos en oficinas, públicas o privadas, en los barrios del centro de la Ciudad (Me refiero a San Nicolás y Monserrat, pero también a Recoleta, Balvanera y San Telmo) solemos guardar alguna disciplina alimentaria vinculada con las dietas (sea por cuidado estético, sea por prescripción médica) y los principios de la vida sana (poca azúcar y sal, nada de fritos, menos carne, más verduras). Buscamos una alimentación que nos compense esa vida rutinaria y sedentaria que llevamos en el trabajo. No siempre lo conseguimos... pero, en fin, este tema no es materia de este artículo.
Es así como llega el invierno y seguimos con nuestras ensaladas o nuestras porciones de tarta con poca masa que nos hacemos traer a nuestros escritorios y comemos en los bodegones del siglo XXI. En ambos sitios, estamos protegidos del clima riguroso por buenos sistemas de calefacción  por lo que la ropa de abrigo sólo se requiere en los momentos en que debemos  trasladarnos (de casa al trabajo, del trabajo al bodegón y el regreso) y no resulta imprescindible abandonar la “dieta sana” en aras de procurarnos una alimentación más calórica.
Con todo, vivimos una nostalgia de las comidas de invierno, sobre todo los varones. ¿Qué hacemos entonces? Elegimos algunos días para volver a esos platos. Salimos entonces con nuestros compañeros a comer pucheros o guisos de lentejas (a lo sumo una vez por semana, claro está). Pero ¿adónde vamos? Quedan aún muchos lugares para comer puchero en Buenos Aires, además de los más famosos que se sirven cerca de la Avenida de Mayo en el barrio de Monserrat (los más reconocidos son, por supuesto, los de El Globo, El Imparcial y el Hispano). Muchos de los bodegones que preparaban estos platos, se han ido perdiendo o transformando porque no ha logrado superar el término de la segunda generación de las familias creadoras en la persistencia en el negocio y el oficio. Pero muchos otros están allí para dar alimento a nuestra nostalgia de los fríos que hoy no sufrimos.
De modo que si buscamos bien, podemos encontrar callos (mondongo a la española), fabada (como es obvio, el Centro Asturiano es número puesto), busecas y caracoles... y, por qué no, canelones a la rossini.
La nostalgia de los tiempos pasados no es privativa de algunos momentos de nuestro presente. Recuerdo que, hace cuarenta años, solíamos reunirnos con algunos amigos en el local de don Mendoza en la calle Franco entre Helguera y Cuenca, en el barrio  de Villa Pueyrredón.
El boliche tenía un salón no muy grande y una trastienda con mesas, luego seguía un patio en el que estaba la vivienda del propietario (dos habitaciones, una para el matrimonio Mendoza y otra para el hijo, el baño familiar que era usado por los parroquianos, y la cocina del boliche, a un costado un pasillo que conducía a los fondos). Era un lugar onírico. Nosotros leíamos a Leopoldo Marechal, el lugar nos parecía como salido de Megafón o la Guerra.(1) Tomábamos nuestro vino, charlábamos, y aparecía un paisano vestido con bombachas batarazas y alpargatas (en esa época, en la Ciudad sólo se veían personas vestidas así entre los trabajadores de Mercado de Haciendas en el barrio de Mataderos). El hombre saludaba con respeto, entraba como quien va al baño, pero no salía. Con el correr de los días descubrí que el pasillo misterioso conducía a una parrilla y a un tinglado con dos canchas de bochas en las que jugaba este paisano que veíamos entrar con otros contertulios. Entre tanto, el hijo de don Mendoza tocaba la batería en su cuarto, soñando con pertenecer a las bandas de rock and roll que se multiplicaban en Villa Pueyrredón.  
Nuestro disfrute era reunirnos en la trastienda del bodegón por la tardecita y tomarnos una botella de vino, invariablemente blanco, invariablemente de mesa (no sólo porque nuestros bolsillos adolescentes languidecían, sino porque don Mendoza no tenía otra cosa) y un algo sólido para picar. Generalmente el hombre nos ofrecía, a un precio módico, algo que le había sobrado del mediodía. Una tardecita de invierno fue memorable. Hacía frío de verdad. Llegamos hasta el boliche, pedimos nuestro vino y nos trajo, sin preguntar, un plato de buseca que había preparado para ese mediodía. 
Notas y bibliografía:

(1) 1970, Marechal, Leopoldo, Megafón o la Guerra, Buenos Aires, Sudamericana.

sábado, 22 de junio de 2013

Merluza en salsa verde

Dos libros alumbraron mi vocación por la indagación gastronómica. Los sabores de la patria de Víctor Ego Ductor e Historias del comer de Mikel Corcuera. El primero indaga sobre el origen y el desarrollo de la cocina Argentina.(1) El segundo, recoge los aportes de la cocina vasca contemporánea.(2) En rigor, el volumen reúne una serie de artículos periodísticos publicados en el diario El País (edición del País Vasco) entre 1997 y 2003.
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Sólo conocía por cocina vasca los platos que se comen en los restaurantes argentinos. No sabría, hasta que me sumergí en las páginas de Corcuera que esa cocina que yo conocía, aún la de aquellos restaurantes que se asumen como cultores de la cocina vasca (Taberna vasca, Iñaki, Lurac bat, Rincón Vasco de Mar del Plata, etc.), es una cocina más argentina que vasca.
Ya sabemos que las cosas cambian y que los platos de cocina vasca de los restaurantes argentinos pueden resultar de un punto de partida, de un momento particular en que la inmigración trajo sus recetas y que luego, ambas tradiciones vascas evolucionaron de distintas maneras porque fueron sometidas a distintos intercambios con entornos bien diferenciados. Esto provocó una inevitable argentinización de la cocina vasca en nuestros restaurantes.
Desde este punto de vista, el libro de Corcuera representó un mundo de descubrimientos. Uno de los artículos que más atrajo fue “Merluza en su salsa”.(3) Comienza recordando que años atrás (hay que tener en cuenta que el artículo fue publicado en noviembre de 1998) se preguntó en una radio de la eukalherria cuál era, en opinión de los oyentes, el mejor plato de la cocina tradicional vasca. La merluza en salsa verde arrasó con más de la mitad de los sufragios emitidos (alrededor de 7000). Lo seguían, a considerable distancia, el bacalao al pilpil, las angulas y los txipirones. El bacalao a la vizcaína ocupó un discreto sexto puesto, a pesar de ser el plato de la cocina vasca más conocido fuera de España. Fue leer este artículo y sentir una fuerte atracción por este plato que yo desconocía.
¿Qué me atrajo de plato? A simple vista, y con sólo leer la receta, aparecía dotado de dos atributos que me encantan en la cocina: la sencillez y la sutileza. A partir de allí, y hasta que estuve en el País Vasco, he probado este plato en varias oportunidades. Los que más me impresionaron fueron los del restaurante Damblée de Rivadavia y Sánchez de Bustamante y Sagardi de San Telmo. En el Rincón Vasco de Mar del Plata (Juan B. Justo y Entre Ríos) comí abadejo en salsa koskera que es una evolución de la salsa verde. Pero esa es otra historia. Veamos la receta.     
Merluza en salsa verde
Fuente (fecha)
Inspirada en la receta merluza koskera del sitio Euroresidentes (4) y en la receta de Apicius(5), en las fechas indicadas en cada cita.
Ingredientes
1 kg de merluza cortada en postas de 2 cm de espesor.
16 almejas.
8 espárragos verdes.
2 huevos.
1 diente de ajo picado finito.
Media cebolla cortada en doble ciselado.
Media taza de perejil picado.
Harina c/n.
Aceite de oliva extra virgen c/n.
Medio vaso de vino blanco seco.
Fumé de pescado c/n.
Sal.
Preparación
1.- Hervir los huevos y reservar (fríos y pelados).
2.- Cocinar los espárragos y reservar.
3.- En una sartén, sellar el pescado, previamente salado y enharinado (no debe cocinarse del todo). Apartarlo y reservar.
4.- Rehogar la cebolla en el aceite en que se sellaron las postas de merluza.
5.- Agregar las almejas y el vino blanco. Se tapa para que las almejas se abran. Cuando se abren, se retira del fuego, se apartan las que no se abrieron y se quita una valva a las demás. Volver la sartén al fuego.
6.- Se agrega el fumé, el ajo y el perejil. Se deja espesar la salsa por poco tiempo, moviendo la sartén para que ligue bien.
7.- Se agregan la merluza y se apaga el fuego. El calor terminará la cocción.
8.- Se sirve la merluza agregando en el plato, medio huevo duro, y dos espárragos.  
La primera noticia que se tiene de la merluza en salsa verde, nos dice Cocuera, es de 1723 (en una carta de doña Plácida de Larrea a una amiga). El plato consistía en cocinar la merluza en una emulsión formada por el aceite de oliva, los jugos que el pescado va largando, ajo y perejil. En el siglo XX se ha enriquecido el plato espesando la salsa con harina y agregando espárragos, huevos y arvejas (este último desarrollo es el que recibe la denominación de salsa koskera). Finalmente, en la segunda mitad del siglo XX, se han agregado invariablemente almejas y, en algunos casos, kokotxas. 
Corcuera recomienda, reitero que en 1998, dos restaurantes en donde se puede comer la mejor merluza en salsa verde de Donosti / San Sebastián. Uno es el inaccesible Arzak (hay que reservar mesa con muchos días de anticipación) y el otro es Txomin en el barrio de Ondarreta, en el extremo Oeste de la ciudad. Esta última, pude probarla. No sé cómo sería este plato en ese sitio hace quince años, se que ahora es sublime.  
Notas y referencias:
(1) 1998, Ducrot, Víctor Ego, Los sabores de la patria, Buenos Aires, Grupo Editorial Norma. 2008, 2° edición corregida y aumentada.
(2) 2003, Corcuera, Mikel, Historias del comer, Gipuzcoa, Keiñu.
(3) Idem, pp. 21-23.


sábado, 15 de junio de 2013

Andando por las capitales vascas

2 a 7 de junio de 2012
I Llegar a Donostia y enamorarse de la ciudad fue un solo acto... San Sebastián es bella por donde la mires. Sí, sí, aún desde los andenes de la Renfe, y sin otra perspectiva, ya se la ve bella. 
Era sábado, era de madrugada. ¿Cómo desplazarse en una ciudad que no conocés, que recién se despierta? ¿Cómo desplazarse en una ciudad como ésta que recién empieza su tránsito del sueño a la ensoñación en la que habita todos los días?
Todo es lentitud, el taxi que hemos solicitado se demora... No nos importa demasiado, ya respiramos el ritmo lento y sensual que nos acompañará en estos días.
Por fin llega nuestro coche. Para llegar al hotel tenemos que cruzar toda la ciudad. Cruzamos el Urumea, sé que me equivoco, pero imagino que lo que veo a unos quinientos metros es la fachada imponente del Hotel de María Cristina; sé que estoy soñando despierto y me imagino que estoy recorriendo de punta a punta la Bahía de la Concha... no, no sueño, estoy aquí recorriendo una ciudad que es bella por donde la mires. 
Ya con los pies en la tierra e instalados, volvemos andando hacia el centro de la Ciudad. Es maravilloso percibir que San Sebastián se levanta orgullosa de ser diferente, de conservar el glamour que otras ciudades balnearias han perdido... casi no se ven construcciones modernosas de hierro y vidrio.
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 Glamour, orden, limpieza... una ciudad  ideal. Será porque hay mucho dinero aquí, será porque hay una manera de ser de los donostiarras que se obligan a mantener esta ciudad en un estilo muy definido de belleza, será por la escala humana en que está construida. En verdad, no sé por qué será, pero todo parece aquí muy ordenado: el diseño del paisaje urbano (la disposición y altura uniforme en los edificios, la veredas amplias, la red de bicisendas dispuesta sobre la aceras y no sobre las calles), sus servicios de información (señalética y semaforización), su servicio de transporte (los colectivos con abundante información sobre trayectos y paradas, los taxis que no yiran (debe uno buscarlos en sus paradas o requerirlos por teléfono)). No, no, no, todo está demasiado ordenado como para atribuirlo a la escala humana.
Desde cualquier punto de la Bahía de la Concha, digamos por ejemplo desde el palacio Miramar, la playa puede verse como un diseño urbano homogéneo que se relaciona distendidamente con el mar sin opacarlo. Me recuerda a como era Mar del Plata antes de que se construyeran esas inmensas torres que hieren la vista con su disrupción.    
¿Cómo nos hemos guiado para recorrer la ciudad? En principio contábamos con un número de la revista Traveler Condé Nast, publicada bajo el título Euskadi un paso por delante.(1) Enteramente dedicada al País Vasco, cuenta con mucha información sobre las ciudades, los paisajes y la vida rural y urbana de ésta comunidad española. De modo que contábamos allí con mucha información sobre San Sebastián. Llevaba además algunas recomendaciones apuntadas de las críticas gastronómicas que Mikel Corcuera ha publicado en el diario El País del País Vasco.(2) Finalmente contamos con la descripción de la ciudad, hecha ya sobre un plano, por la conserje del hotel y con las recomendaciones de una vendedora de un negocio de recuerdos locales (adicionalmente me enseñó a calarme una chapela que le compré, desestimando la manera francesa de usarlas).
De modo que cuando llegamos, ya sabíamos que esa ciudad era un paraíso gastronómico. Los bares de tapas exhiben una colección maravillosa de platos en miniatura, porque cada pincho es un plato de alta cocina que se devora en tres bocados. Nos demoramos más de una vez en estos bares, donde comíamos un par de pinchos cada uno, alguna ración de pulpo y un par de vasos de txacolí. Recuerdo un pintxo memorable de bacalao ajoarriero que comimos en el bar Alarar en la parte vieja de la ciudad.
En Ondarreta, barrio adentro, hay un restaurante. Se llama Txomin. Llevábamos el dato sobre el prestigio de su merluza en salsa verde (plato nacional de los vascos).(3) Allí fuimos. Se trata de una receta sencilla que exige un producto muy fresco y manejo sutil de los fuegos para que se exprese en un abanico de delicados matices. En ese sentido, se parece a otros de similar complejidad como la tortilla de papas. Dos cosas obtuve de nuestra visita a Txomin: la sensación de haber comido un plato sublime y la dificultad del txacolí para bancarse una comida entera (buen vino para tapas y gamberro, muy pobre para comer en un restaurante de enjundia).
Disfrutamos todo lo que pudimos de esta ciudad y de su gastronomía. Pero hay una mesa tendida a la que me fue imposible acceder, a pesar de las puertas entreabiertas. Si uno va andando las calles de la parte vieja de la ciudad, cada tanto ve un portal entornado desde donde se pueden ver mesas servidas en su interior y hombres comiendo en ellas. Afuera, en el frente apenas se ve un nombre (v. g., Zubi Gain) sin la expresión jatetxea (restaurante en euskera)... a veces hay un número, tal vez referido al año de fundación. Es la vieja tradición de sociedades gastronómicas vascas de hombres que se juntan para cocinar y compartir la mesa. Ellas han existido en Donosti desde el siglo XIX. En un principio, eran comedores comunitarios de trabajadores rurales precariamente trasladados a la ciudad en busca de oportunidades laborales. Fue sólo a partir de las últimas décadas que algunas de estas sociedades permiten el acceso de las mujeres a las mesas, aunque no a los fuegos, en días y horarios restringidos. Reflexiono sobre el sentido de este gesto machista. Pareciera que los varones tenemos un mayor acceso a la idea de la cocina como placer. Me parece, no tengo certeza, que el lugar del placer para las mujeres gira más en torno de la repostería. Creo que los varones vascos sienten, en estos lugares, el mismo placer que los argentinos sentimos frente a la parrilla que tenemos en el jardín o el quincho (¡uy! casi escribo kintxo).         
Con Haydée nos gusta recorrer de arriba abajo las calles de las ciudades o pueblos que visitamos. Anduvimos la parte vieja de San Sebastián (en realidad, no tan vieja porque salvo un par de iglesias, los edificios más antiguos datan de 1820). En nuestro recorrido dimos con la Plaza de la Constitución. Ella tiene la particularidad de llevar numerados todos los departamentos que se erigen sobre los soportales neoclásicos. Esto se debe a que los balcones servían de palcos cuando en la plaza se tenían ferias taurinas. Esa misma plaza nos depararía una sorpresa, una fiesta riojana en San Sebastián. Puestos con productos regionales y cantores de jotas y pasacalles me transportaron a la tierra de los abuelos, anticipando etapas en el trayecto de mi viaje y en la emoción de encontrarme en contacto físico con las raíces.
Si vemos la ciudad y su paisaje, ¿qué nos gustó más de Donosti además de la inigualable Bahía de la Concha? En primer lugar, la maravillosa escultura “El peine del viento” de Eduardo Chillida. Está ubicada en el extremo oeste de la ciudad, allí mismo donde el monte Igueldo se entierra en el mar formando leves acantilados. Impresiona su monumentalidad, su conexión con las fuerzas naturales de la montaña, el mar y el viento y su  belleza humana.
En el otro extremo de la ciudad, la calle Prim se despliega en construcciones modernistas (más art nouveau parisino que modernismo catalán) del primer ensanche. Frentes iluminados por pinturas y cerámicas, puertas y balcones ornados con volutas de hierro y la originalidad del color de la piedra con que están construidas (provenientes de la antiguas canteras del monte Igueldo). Este barrio representa el glamour de la ciudad como ninguno. Aquí no hay odiosos edificios vidriados que la igualan a todas las ciudades del mundo, quitándoles la identidad, identidad que San Sebastián se niega a entregar con terquedad vasca. Para ver como la globalización logra alguna tímida victoria hay que andar unos metros hacia el Urumea, cruzar el río frente al Hotel María Cristina y enfrentarse con el desangelado edificio del Centro Internacional de la Cultura Contemporánea en el barrio Gros.
Claro que también subimos a los cerros, al Monte Urgull sobre el que se recuesta el puerto y la parte vieja y al Igeldo, en el otro extremo de la ciudad. Desde ambos puede percibirse el paisaje íntegro de la ciudad y la forma de la bahía y su justificada denominación. Hay una leyenda urbana en San Sebastián. Dice que cuando Dios decidió crear el paraíso realizó primero una maqueta. Dice que después del pecado de Adán y Eva, un Dios furioso no sólo expulsó a los antepasados del paraíso, sino que también destruyó el Edén. Sin embargo, vaya a saber por qué causa, no destruyó la maqueta, la dejó donde la había ensayado, frente a la Bahía de la Concha.  
   
II ¿Se puede conocer una ciudad en cinco horas? ¿Podés conocer la ciudad en la que viviste toda la vida?
Bilbao no estaba en el recorrido previsto. Pero debido a las insistentes recomendaciones de algún miembro de la familia, nos pareció interesante desviarnos unos pocos kilómetros del trayecto previsto y llegarnos hasta allí, antes de dirigirnos a Vitoria Gasteiz donde teníamos hotel reservado para esa noche.
Esta ciudad tiene para mí la clara sonoridad de los recuerdos de la infancia. Berlín, París y Bilbao recuerdan juegos, rondas, canciones y relatos de la infancia... aún siento la voz de mi abuelo que, luego de contarnos algo, concluía con un “Colorín, colorado, en Pontevedra como en Bilbao, este cuento se ha terminao”   
Llevábamos nuestra guía Treveler y la información carretera obtenida de la Internet. No sabíamos cómo íbamos a hacer, ¿dónde dejar el auto? ¿cómo acceder al centro? Paramos en una caseta de peajes y pregunté a la cobradora... ella dijo, simplemente, detrás de esa curva está Bilbao. Seguí incrédulo, porque nada hacía suponer que allí, tan cerca, había una ciudad tan importante. Era una curva y una pequeña cuesta que nos depositó directamente sobre la ría de Bilbao a la altura en donde se levanta el museo Gugenheim. Todo se simplificó de golpe, estábamos prácticamente sobre el centro de la ciudad, había un estacionamiento y una oficina de turismo. La gran ciudad, después lo supe, extendía sus arrabales río abajo.
Andando las calles, recorrimos los tres sectores que nos indicaron en la oficina de turismo: la ciudad vieja, el centro y la ribera nueva sobre la cual está el Gugenheim. El contraste no podía ser mayor. Si San Sebastián siente orgullo porque es bella, homogénea, afrancesada y glamorosa; Bilbao parece lo contrario, multitudinaria, cosmopolita, nerviosa... y con una fuerte tendencia a la modernización del paisaje urbano que ha descuidado mucho la preservación de edificios que tenían valor arquitectónico. Más que modernización, diría que es el escenario de permanentes ensayos de deconstrucciones posmodernistas. Frente al calmo silencio donostiarra, Bilbao exhibe su bullicio.
Fue sólo un paso, miramos la ciudad como quien aprecia una pincelada en una tela impresionista. Pero algo nos sorprendió en sus calles. La amabilidad de las personas. En el término de esas cinco horas, varios se nos acercaron a formular recomendaciones cuando nos veían desplegando el plano de la ciudad. Más personas que en el resto del viaje tomado en su conjunto.         
III Tenía un compromiso con Juan, el gerente de la Vinoteca Rubio. Debía llevarle una botella de torrontés San Pedro de Yacochuya que vinimos cargando desde La Argentina. De modo que, ni bien llegamos a Vitoria Gasteiz. Me dirigí al local en la calle Domingo Beltrán (bordea el casco histórico por el oeste como a una distancia de 200 metros). El barrio nos pareció chato, casi sombrío (era de día, pero la tarde ya estaba muy avanzada), casi frío, casi aburrido.
Juan nos recibió con delicado afecto en el local de la vinoteca, elegante y provista de excelentes productos (le compré un patxarán Navarro para los padres de Sonia que resultó buenísimo). De su amabilidad probamos el torrontés riojano que produce Abel Mendoza en San Vicente de la Sonsierra, cerca de Haro en La Rioja, a la vez que le entregué la botella salteña que prometió degustar con don Abel una vez que los ajetreos del viaje se hubiesen calmado en su contenido.  
Juan es riojano, su mujer también. Antes de partir, le pregunté cómo era vivir en esa ciudad. Me habló de una población fría y racional que vive de puertas adentro sin exhibir desbordes festivos. Los vitorianos, dijo Juan, son muy reservados, pero cuando te abren su puerta, se entregan en amistades profundas y comprometidas. La vida en bares de tapas al caer la noche, es una costumbre muy reciente y poco extendida en la ciudad, no lleva más de diez años.
No percibí entonces como iban a repercutir esas palabras en nuestro espíritu en cada paso que diéramos por Vitoria en los días que siguieron. Esa misma noche fuimos hasta la Plaza de la Virgen Blanca, la recorrimos e hicimos lo propio con la Plaza Nueva. La ciudad estaba iluminada como para una profusa vida nocturna, pero los bares estaban vacíos. Era martes, claro está, pero la noche apenas había caído.
Vitoria Gasteiz es una mina difícil de conquistar. Pero a medida que caminás por sus veredas y superás las primeras impresiones, la cosa cambia... es ella la que empieza a conquistarte, y por el estómago. No hay demasiados bares de tapas, pero hay buenos restaurantes.
En el restaurante Arkaupe, disfrutamos de un buen ambiente y de excelente atención. Allí comí un plato de inspiración popular, pero de notable ejecución académica: carrillera de cerdo con puré. Las carrilleras estaban salseadas con una reducción de vino tinto y asociadas a un puré de papas casi líquido (una espuma de papas) que se exponía sobre el plato con notable expresión plástica. Los sabores eran suaves, casi sutiles, complejos y equilibrados... esta fue la primera noche y la primera impresión favorable en esta ciudad. En el restaurante Sagartoki, un par de noches después, comí unas anchoas asadas y tomé sidra bien tirada.        
En la primera mañana en Vitoria Gasteiz, decidimos que teníamos que ver si se justificaba estar tres días en esta ciudad. Empezamos a recorrerla, primero en una caminata hasta el museo de naipes de Heraclio Fournier, luego en pertinaces circunvalaciones, tratando de asir la forma de avellana que el casco histórico exhibe en los planos de la ciudad que hemos consultado.
Tuvimos una primera impresión de desagrado. Las calles peatonales del casco histórico llenas de vehículos, la mayoría camionetas que circulaban a velocidades insólitas para el lugar. Está bien que todos los rincones de la ciudad deban ser abastecidos, pero tanta profusión de tránsito por calles peatonales... y yo que me imaginaba que el irreverente falta de respeto a la peatonalización era una cuestión de porteños. En el resto del viaje vería que la irrupción de vehículos sobre las peatonales, es bastante frecuente en España.
Pasado el mediodía, descubrimos que la ciudad tiene un ritmo que le es propio. Pronto vimos un cierto orden emergía en Vitoria Gasteiz, el tránsito de vehículos por el casco histórico sólo se producía por la mañana; de modo que, cuando salimos del museo ya teníamos el casco viejo a disposición para transitarlo a nuestro gusto. Fue entonces que la ciudad empezó a cambiar su rostro, a tornarse más amable. Fue entonces que empezamos a descubrir los rincones maravillosos que tiene, sus historias y sus personajes... El Celedón nos saludaba con una sonrisa bronceada desde su pedestal en el atrio de la Virgen Blanca y, con él, la ciudad empezó a abrirnos puertas y ventanas.
Empezamos a recorrer las iglesias, llamativamente cerradas. Descontamos que así debía ocurrir con la catedral de Santa María que aún está en proceso de restauración; pero en el resto, como veríamos también en otras regiones de España, ver los templos cerrados sólo parece atribuible a una crisis vocacional en la clerecía. Recorrimos también bares y plazas y los hermosos soportales de los Arquillos. Vitoria Gasteiz es una ciudad bella a la que cuesta acceder como una mina difícil que, al final vale la pena conquistar... hasta donde te deja, claro está.  
       
IV Las capitales vascas son muy diferentes entre sí. Sus paisajes urbanos, sus habitantes y sus ritmos de vida son muy diversos en sí y también lo es su relación con los visitantes.
San Sebastián se ofrece a sí misma como una fruta madura, fresca, dulce y jugosa. La ciudad es para el disfrute, el ritmo de vida de sus habitantes no resulta tan indiferente como el nuestro para ellos. En la ciudad hay lugar para todos y nadie se choca. Escuchás hablar en euskera sin que ello interfiera la comunicación en aquellos espacios vinculados con los servicios a los turistas. La ciudad parece vivir del ocio y el placer... creo que es por eso que su ritmo vital está atravesado por un trato indiferente hacia el visitante que te permite disfrutar sin sobresaltos porque todo lo que la ciudad tiene para darte está al alcance del la mano.
Bilbao, en cambio, vive en un ritmo nervioso de gran capital. Caminamos  entre las aglomeraciones de personas en el centro que van de un lugar a otro tratando de cumplir a tiempo con sus obligaciones. Recorrer las calles céntricas de esta ciudad es como andar por el centro de Buenos Aires al mediodía de una jornada laboral (la escala es mucho menor, pero el modo es similar). Es una gran urbe con transportes metropolitanos desarrollados en la escala de la demanda, con una contaminación visual de publicidad y escaparates acorde, con una irrespetuosa intromisión de construcciones de vidrio que algunas veces, pocas, la embellecen y otras, las más, la igualan a las ciudades de la aldea global quitándole personalidad.
Vitoria Gasteiz juega al misterio. Por la mañana parece una urbe ajetreada, con un tránsito enloquecido en el centro medieval y en las grandes avenidas, por la tarde los cafés se pueblan de parroquianos, por las noches las calles están desiertas (hablo de los día laborables). En lo profundo, es una ciudad que no se muestra tan fácilmente y es necesario descubrirla como a una mujer que se valora a sí misma en demasía... Vitoria Gasteiz tal vez sea esa mujer... pero habrá que volver a ella (Dios quiera que la primera semana de algún mes de agosto) para descubrirla en la plenitud de sus esencias.         
Notas y referencias:
(1) 2010, AAVV, Euskadi un paso por delante, en Traveler Condé Nast, N° 61, España, Ediciones Condé Nast SA, mayo-junio/2010.
(2) Cocuera, Mikel, Historias del comer, Gipuzkoa, Keiñu, 2003.
(3) Idem, pp. 23.

(4) 2010, AAVV, Op. Cit., pp. 81. 

Concolorcorvo: huertas en Buenos Aires (1773)

José Luis Busaniche fue un notable historiador argentino. Nació en Santa Fe de la Veracruz, capital de la Provincia de Santa Fe, en 1892 y falleció en San Isidro, Provincia de Buenos Aires, en 1959. Sus obras más importantes están relacionadas con los bloqueos franco – británicos de 1838 y 1843, el papel que jugó la Provincia de Santa Fe en esas circunstancias, el Gobierno de Juan Manuel de Rosas y la construcción del federalismo argentino. En 1938 publica un libro de lecturas históricas argentinas que reedita en 1959 con el título de Estampas del Pasado.(1) Este libro ha servido de inspiración para la sección “Rescoldos del Pasado” de El Recopilador He rescatado varios textos de la colección, reproduciendo parte de las prolija referencias de Busaniche.    
Concolorcorvo, pseudónimo de Calixto Bustamante Carlos Inca, nació en Cuzco. Publicó el libro El lazarillo de ciegos caminantes, en 1773 con pie de imprenta de Gijón. En el que describe un viaje de Buenos Aires a Lima por el Tucumán a mediados del siglo XVIII.(2) 
Desarrollo de la horticultura en Buenos Aires(3)
“Esta ciudad (se refiere a Buenos Aires) está situada al oeste del gran Río de la Plata, y me parece se puede contar por la cuarta del gran gobierno del Perú, dando el primer lugar a Lima, el segundo al Cuzco, el tercero a Santiago de Chile y a ésta el cuarto. /.../. La de mi asunto se adelantó muchísimo en extensión y edificios desde el año 1749, que estuve en ella. Entonces no sabían el nombre de quintas, ni conocían más frutas que los duraznos. Hoy no hay hombre de medianas conveniencias que no tenga su quinta con variedad de frutas, verduras y flores, que promovieron algunos hortelanos europeos, con el principal fin de criar bosques de duraznos, que sirven para leña, de que carecía en extremo la ciudad, sirviéndose por lo común de cardos, de que abunda la campaña, con notable fastidio de los cocineros, que toleraban su mucho humo; pero ya al presente se conduce a la ciudad mucha leña en rajas, que traen las lanchas de la parte occidental del Paraná, y muchas carretas que entran de los montezuelos de las Conchas. /.../. Algunas tienen grandes y coposas parras en sus patios y traspatios (se refiere a las casas), que aseguran los habitantes, así europeos como criollos, que producen muchas y buenas uvas. Este adorno es únicamente propio de las casas de campaña, y aún de estas se desterró de los colonos pulidos, por la multitud de animalitos perjudiciales que se crían en ellas y se comunican a las casas.”
Notas y Bibliografía: 
(1) 1959, Busaniche, José Luis, Estampas del pasado, lecturas de historia argentina, Buenos Aires, Hyspamérica.
(2) 1773, Concolorcorvo, El lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Aires hasta Lima, Editorial de la Junta de Historia y Numismática, Buenos Aires, 1908.

(3) Busaniche, José Luis, Op. Cit., pp. 106

sábado, 8 de junio de 2013

La cocina de las familias francesas

En la práctica, mis recopilaciones de sabores están siempre ligadas al hecho particular, casi único, casi pegado a una sola receta o a un grupo reducido de ellas. Mis recopilaciones son eso, recopilaciones. No pretenden ser análisis científico de un proceso social o de una situación cultural determinada. Consisten, simplemente, en estar en una cocina, conversando con un cocinero en particular para luego recoger esa experiencia. Por cierto, desde mis recopilaciones, y por simple expediente de una inducción incompleta, no se puede arribar a generalizaciones válidas acerca de las características de una determinada culinaria, de su tradición y de configuración actual. En primer lugar, porque se trata de un número poco significativo de casos. En segundo lugar, porque no recopilo lo que busco, sino lo que encuentro. Sin embargo, no puedo resistirme a efectuar algún tipo de generalización que tendrá la validez acotada a los a casos que observo a pesar de la pomposidad del título del artículo que las reúne.
Estoy dispuesto a aprovechar la generosa libertad que ofrece el género literario del ensayo para vincular el hecho culinario en tres o cuatro casos que tuve oportunidad de vivir de cerca en Francia con la tendencias que los analistas describen, los medios difunden y yo mismo puedo percibir.   
I Isabel Muslera y su marido Jean Louis Daniel viven en Ille sur Tet a 25 kilómetros de Perpignan en el sur de Francia. Isabel nació en La Argentina, pero se radicó en Francia hace muchos años. Jean Louis nació en Bretaña, en el norte de Francia, pero como vivió algunos años en Jerez de la Frontera, Andalucía, habla un castellano con un fuerte acento andaluz que expresa con gracia hasta en el gesto de sus manos que hablan como que baila cante flamenco. En Jerez ha dejado de ser Jean Louis, sus amigos lo llaman Juanito. Que en los últimos años haya pasado largas temporadas laborales en Córcega, no representa un dato menor.
Isabel tiene gustos muy simples. Prefiere la comida hecha sobre la base de vegetales frescos y frutas, pero sin rechazar enteramente las carnes. El Pays Catalane es una zona de gran producción de frutas, por ello, cuando llega el verano, se siente vivir en el paraíso. De los productos de la industria alimentaria, elige los que llevan el sello que identifica su condición de alimentos orgánicos (llamados “biológicos” o simplemente “bío” en Francia). Después de tantos años en las tierras galas, no desdeña, completar su alimentación con buenos quesos.  
 Las imágenes son propiedad del autor
Jean Louis, por su parte, tiene gustos más complejos y refinados. Como buen gourmet, intuitivo y autodidacta, cocina y lo hace muy bien. No sólo prepara la comida de todos los días, también se aventura en el camino de las conservas (he probado una terrina de jabalí salvaje que un amigo suyo cazó en Córcega, una mermelada de higos y unos duraznos en almíbar). Cuando le pregunté cómo aprendió a cocinar, su respuesta me sorprendió en su obviedad. Lo hacía por gusto. Empezó torpemente, pero fue mejorando sus técnicas con la ayuda de recetarios y programas de televisión. Sus búsquedas están orientadas hacia la cocina popular francesa y española. Hemos comido distintos tipos de carnes con diversas guarniciones (recuerdo especialmente un solomillo de cerdo horneado acompañado con unas zanahorias confitadas con cebollas y especias y con repollitos de bruselas saltados en manteca, toda una explosión de maravillosos sabores) y, aunque estábamos ya en primavera avanzada, nos agasajo con el plato nacional del Languedoc, la cassoulet. 
Jean Louis cuida mucho el producto que lleva a la cacerola. En el momento de comprar, prefiere el contacto directo con los productores o la simple mediatización del mercado antes que el supermercado. Busca siempre lo mejor, aún cuando deba recurrir a los productos de la industria. En este caso, en Francia hay productos que llevan etiquetas que a él le resultan confiables porque le aseguran la calidad de lo que compra.         
En materia de vinos es amante de los vinos de Jerez y de los buenos vinos tintos franceses, en espacial, de los de Burdeos. Esta vez descorchó un par de botellas de vino de Córcega que me sorprendieron por su complejidad aromática. Cuando estos vinos se acabaron, y los que aporté yo también, puso un vino local de mesa. Lo compra a granel en una cooperativa de productores en Ille sur Tet (debe llevar un bidón para comprarlo, ignoro la razón, aunque no he visto en Francia oferta de vinos envasados en damajuana). Este vino de mesa es, por supuesto, más que digno y da gusto tomarlo porque nos pone en contacto con la tierra y el pequeño productor. Estos vinos se parecen a los tradicionales vinos de mesa argentinos tan difíciles de conseguir en el presente.
Jean Louis profirió, durante una de las sobremesas, una añorante exaltación de los vinos andaluces (olorosos de Jerez, finos del Puerto de Santa María y manzanillas de San Lucar de Barrameda) y de la tierra andaluza. Esos vinos sólo se pueden tomar en su lugar de origen, dijo, si uno se los lleva a más de 15 kilómetros de distancia, pierden sus propiedades y se desnaturalizan. Cuando los toma allí, concluyó, el alto grado de alcohol natural que tienen, ni se siente. Entonces le pregunté por cuánto de ese grado era natural y cuánto producto del encabezado. Juanito replicó con énfasis en que, en el vino andaluz, todo era natural y no se le agrega alcohol como a los vinos de Porto. Tomé debida nota del comentario.  
Entonces recordé que cuando Giovanni Buttò nos recibió en su casa de Bevazzana, muy cerca de Bibione en el Véneto, mientras Elide, su esposa, servía unos vinos dulces para acompañar un salame y unas porciones de budín a media tarde (su il pomeriggio); sostuvo con firmeza y autoridad que los vinos de Marsala desarrollaban altos grados alcohólico por sí mismos y que no se les agregaba alcohol de vino.
Antes de estas charlas siempre pensé que los vinos de Jeréz y Marsala tenían un proceso de elaboración similar a los de Porto. Uno tiene que estar siempre dispuesto a aprender lo nuevo.  
II En nuestro último día en el Pays Catalane fuimos a la casa de Sandra y de su marido Antonine (Sandra es la hija de Isabel y Jean Louis). Les encanta recibir y agasajar amigos, pero la invitación era a comer una picadita porque ambos tendrían que madrugar al día siguiente y nosotros ya nos íbamos del Pays Catalane.
Lo cierto es que la picadita no fue tal. A Antonine le gusta cocinar comida japonesa. De modo que a la suma de fiambres, quesos, embutidos, bocaditos de copetín y diversos dips, se agregaron brochetas de pollo y pato grillados (marinados en una salsa que combinaba teriyaki, mirin y salsa de soja), piezas de sushi (rolls y sashimi), unos bocadillos cocidos al vapor y unos deliciosos nems.
Jean Louis, más clásico y europeo en sus gustos culinarios, no sólo disfrutó de la comida, sino que también formuló comentarios laudatorios acerca de las habilidades culinarias de su yerno.     
Esta predilección de los jóvenes por la comida japonesa es coherente con la percepción que tuve en París acerca de la comida étnica. Allí vi muchos restaurantes de comida oriental (básicamente vietnamita y japonesa) y escasa presencia de la comida hispanoamericana.
III Osvaldo Muslera y su esposa Nadine viven en Saint Maló, Bretaña. Nadine es bretona, pero con Osvaldo vivieron muchos años seducidos por el fervor de París. Ahora encontraron refugio y calma en esta ciudad de apasionada historia en la Costa Esmeralda. Esta ciudad se levanta en escala humana (poco menos de 50.000 habitantes) y es muy vivible.
Ambos cultivaron una vocación gourmet que ponen en juego en cada una de sus elecciones, incluso en la fruta con que cenan a diario. Les gustan los buenos restaurantes, elegir los mejores productos de la industria agro alimentaria, tomar los mejores vinos y destilados y disfrutar de la oferta de productos de la zona. En los días que estuvimos allí, pudimos disfrutar de ostras de Cancale, cordero pre-salé del Mont Saint Michel y vinos de Medoc y Sancerre.
Osvaldo tiene experiencia en servicios gastronómicos y sabe muy bien cómo conducir una buena comida tanto en su casa como en un buen restaurante. El dispositivo de la vajilla sobre la mesa de su casa y una adecuada interpretación de las cartas de los restaurantes resultaron aprendizajes iniciáticos para mí.
Nadine ejerce el oficio de cocinera en su casa y, aunque no lo hace a la manera tradicional, dispone de recetarios que fue compilando con los años. Tiene una compilación pequeña de recetas a las que siempre recurre y una colección amplia, abigarrada pero ordenada prolijamente, que consulta cada vez que quiere tomar una idea o salirse de una duda cuando tiene que agasajar a alguien. Osvaldo cocina ocasionalmente cuando la necesidad lo requiere.
También ellos consumen productos biológicos y cultivan una vida de alimentación sana. El despliegue que hicieron durante nuestra visita no forma parte de su dieta habitual (cordero pre-salé del Mont Saint Michel, ostras de Cancale), sino del deseo de agasajarnos.
Nadine me abrió la puerta al conocimiento de la cocina bretona, en la que  la leche local y la manteca salada ocupan un papel significativo. En la ciudad amurallada hay una fábrica histórica de manteca salada, a la que Nadine concurre a proveerse de este producto esencial en esa cocina. Con todo, sus gustos culinarios son más amplios, se despliegan en el marco de la cocina nacional francesa, más que en los márgenes de la cocina local.           
IV Hugo Muslera cocina a diario para su familia (su mujer, los hijos de ambos, las novias y los amigos de los hijos y Jackie, su mayordomo), es decir, cocina para muchos. No tiene ninguna pretensión gourmet en sus gustos y, sin embargo, tiene siempre productos de primera calidad y exhibe un gusto refinado en la combinación de los productos con que cocina.
El momento del aperitivo es básico en la jornada. Los servía en la cocina. Disfrutamos allí de una copa de vino blanco, unas lajas de jamón crudo (tiene una pata de prosciuto di Parma sobre la mesada... se lamentaba por no poder ofrecernos un auténtico San Daniele) y pan. Luego, ya en el comedor, siempre había una entrada (un día ensaladas, otro crepes de trucha y caviar, etc.), un plato principal (lasaña, bifes a la criolla, etc.), quesos (en su casa conocí los quesos inigualables de Normandía, en especial el queso de Livarot y el de Pont Leveque) y postre (casi siempre comprado). Los vinos, siempre de Burdeos o del Valle del Loire.
Resuelve los problemas que se le presentan en la cocina más con la flexibilidad del sentido práctico que con la rigidez del dogma. No tuvo tiempo para preparar la salsa blanca para las lasañas, las rellenó con crema de leche; no tenía ají molido para los bifes a la criolla, usó un condimento de la India que tenía a mano.

Dos detalles que denotan una actitud cuidadosa por hacer las cosas bien en la ejecución de los bifes a la criolla: usó carne de entraña porque es difícil conseguir un corte más adecuado en ese rincón de Francia y las papas las cocinó aparte. No es fácil cocinar para tantas personas... Hugo resuelve la dificultad con solvencia.  

sábado, 1 de junio de 2013

Bifes a la criolla con arroz yamaní

Desde que publiqué en El Recopilador de sabores mi receta de bifes a la criolla, ocurrieron cosas muy interesantes. Siempre creí que esa receta no tenía secretos y que era tan sencilla y simple que todos las practicarían del mismo modo.(1) 
El comentario que formuló Mónica Libertino me hizo ver las cosas como son en realidad. Esta es la receta que ella practica “Hola Mario, muy interesante lo que estás haciendo. Como amante de la cocina casera y rescatista también de las recetas familiares y de aquéllas que he comido en mis andanzas por el interior del país, quería contribuir a estos bifes a la criolla, uno de mis preferidos que mi madre me hacía en ocasiones especiales y que hoy sigo haciendo en casa. La carne la cambio por churrasquitos finos de roast beef y además de los ingredientes que nombraste, agrego, todo por supuesto en capas y en rodajas de 1 cm, batata, calabaza, zapallito redondo y choclo fresco (en rodajas o desgranado), todo rociado por un buen caldo de verduras y pimienta entera en granos.”(2) 
Las apreciaciones de Mónica me hicieron comprender lo obvio, hay tantas recetas como cocineros para preparar aún los platos más sencillos. Es obvio, también, que, cuando los aportes personales introducen demasiadas modificaciones o cuando son unas pocas, pero cualitativamente significativas (¿qué se yo? Cuando se cambia la técnica de cocción del producto principal o la combinación de condimentos); estaremos en presencia de un nuevo plato. 
Con todo, la receta de María Eva introduce una vuelta de tuerca que no me esperaba: el arroz yamaní. ¿Qué hace esta mujer introduciendo elementos que no pertenecen a la tradición culinaria argentina? ¿No pertenecen? ¿Quién determina cuáles son los productos que forman parte de esa tradición y cuáles no?
Se me ocurren algunas respuestas a esa pregunta que no me dejan satisfecho como, por ejemplo, que quiénes pueden ejercer esas determinaciones son los gobiernos, los académicos especializados en esos temas o los cocineros que están en la vanguardia de las tendencias en boga.
No, no, no, los únicos que son capaces de determinarlos son las personas que diariamente procuran sus propios alimentos. En este sentido, entonces, María Eva está perfectamente ubicada en lo más puro de la tradición  culinaria argentina. En su cocina, no sólo adapta la receta a sus propios gustos personales como hace Mónica, sino que además se apropia de productos como el arroz yamaní y lo incorpora a uno de los platos que  mayor reputación de criollidad posee.(3)      
Bifes a la criolla con arroz yamaní
Fuente (fecha)
María Eva Álvarez(4)
Ingredientes
Casi siempre compro 800 a un 1 kilo de carne de nalga o cuadrada para dos (lo que sobra  que es bastante lo freezo y se lo doy a Titino con sus benditos fideos.
Un morrón rojo y uno verde.
2 cebolla moradas medianas.
4 tomates grandes.
2 zanahorias grandes
Arvejas freezadas a gusto y piacere.
500 g de arroz yamaní (comprado en la dietética).
Preparación
1.- La carne que elijo depende de lo que tenga la carnicería, siempre pido carne para cacerola, nalga o cuadrada, son los únicos cortes que me funcionan dejando que se cocinen como mínimo 40 minutos sino queda muy dura la carne y, si es otro corte, con tanto tiempo en la olla, queda seca. Las verduras las compro en la verdulería.
2.- Corto las cebollas, intentando que sea un corte finito (nuca me queda!) y las pongo en una olla con una cucharada  de aceite natura caliente hasta que las mismas quedan transparente
3.- Luego agrego los ajíes, las zanahorias, los tomates cortados a la marchanta y ahí pongo la carne cortada como para milanesa y la tapo con todo el contenido. Con el fuego bajo lo dejo que se cocine 40 minutos mínimo. Cada tanto revuelvo un poco, pero siempre tapando la carne con todo el contenido.
4.- El único condimento que le pongo es sal y voy rectificando cada tanto. Uso sólo ese condimento para que sea una comida tranquila de semana que no te caiga pesada y no la repitas.
5.- De acompañamiento uso arroz yamaní hervido con sal. El uso del mismo en vez de papa es porque es una manera de incorporar arroz en las comidas ya que sino en la familia de otra manera no lo comen y además me parece más natural y menos pesado que la papa.
Comentarios
María Eva encabeza la receta diciendo: “Voy a tratar de ser lo más precisa posible porque la receta es muy a ojo.”
Notas y referencias:
(2)  2011, Libertino, Mónica comentario realizado en idem 
(3) 2005 Álvarez, Marcelo, “La cocina como patrimonio (in)tangible” en AAVV, La cocina como patrimonio (in)tangible, Primeras jornadas de patrimonio gastronómico, Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 21.
(4) Correo-e de María Eva del 13 de agosto de 2012.


Relleno para empanadas de María Eva

Publiqué en El Recopilador de sabores mi receta de empanadas criollas. Esta receta, como muchas otras, tienen tantas variantes como cocineros.(1) 
En esta receta, el dato significativo está en el uso del saborizador, como un aprovechamiento de un producto de la industria agro alimentaria con un sentido práctico, permite ganar tiempo. En este caso, el cuidado que pone en el producto descansa en la confianza que la marca le transmite.        
Relleno para empanadas de María Eva
Fuente (fecha)
María Eva Álvarez(2)
Ingredientes
Compro carne picada premium siempre a ojo y siempre tengo que volver por más carne porque cuando hago empanadas son para freezar sí o sí porque es una vez cada tanto que me tomo el trabajito!!!
Con los errores de comprar poco aprendí un poco y compro 1 kilo de carne picada premium.
4cebollas
3morrones rojos
2 tomates grandes
2 packs de aceitunas sin carozo cortadas
5 huevos
Saborizador Knor el que tenga puede ser de verdura, albahaca, panceta, etc.
Preparación
1.- Corto todas las verduras y las pongo en una olla profunda con una cucharada de aceite. Lo primero que pongo es la cebolla, cuando esta transparente pongo todas las demás y a eso le agrego la carne picada. Sazono
2.- Dejo que se cocinen con la olla tapada 20 minutos, hasta ver cuánto jugo me queda, nunca queda mucho.
3.- Ahí le pongo un sobre de saborizador y le agrego agua tapando toda la carne.
4.- Después de 10 minutos pruebo el sabor, si le falta le pongo un poco más de saborizador, si es mínimo lo que siento que le falta  le agrego un poco de sal, destapo la olla para que se evaporen los jugos.
5.- Una vez que la carne está super cocinada y se evaporó el jugo, le agrego las aceitunas.
6.- Dejo 5 minutos más y ahí sí, ya lo saco del fuego y le agrego el huevo.
7.- Ahora sí, a esperar que se enfríe el relleno y a repulgar!!!
Comentarios
Jamás se me ocurriría usar saborizador para hacer el relleno de las empandas; pero puedo asegurarles que las empanadas de María Eva son riquísimas. ¿También habrá un arte en el uso de estos productos en la cocina? No lo puedo afirmar con argumentos racionales, pero sí con el gusto por el resultado.  
Notas y referencias:
(1) La receta fue Publicada el 14 de diciembre de 2011. Esta es la URL http://elrecopiladordesabores.blogspot.com.ar/2011/12/empanadas-criollas_09.html
(2) Correo-e de María Eva del 30 de agosto de 2012.