sábado, 26 de septiembre de 2015

Santa María de Yocavil II: Pimentón y vino

18 y 19 de octubre de 2014
“Cuando paso en mi burro
para las viñas, pensando voy
en tomar un traguito
y a Lampacito después me voy.


”Al pasar de los años
me fui muy lejos, lejos de vos.
No importa la distancia
siempre te llevo en el corazón.”
...
”Recuerdo yo, cuando era niña
vidala y chaya me iba cantando para la viña.
Nunca te olvidaré
Santa María de mi niñez.”
(Palacios, Margarita, “Recuerdos de mis valles”)
Este artículo tiene una primera parte que recomiendo releer.
III Santa María linda
En la oficina de turismo, Luis nos recibió con un “¿Cuántos días, se van a quedar?”. Le expliqué que sólo unas horas. “¿Cómo no se van a quedar esta noche que hay un festival para el Día de la Madre?”
 Las imágenes pertenecen al autor
Le expliqué que teníamos que volver a Cafayate. Respondió con solvencia todas mis preguntas. Nos indicó un par de sitios para almorzar; nos dio la dirección del Molino Herrero y de su comercio de producto dietéticos (Especies San Rafael), donde podíamos conseguir el aceite de nuez por el que pregunté y pimentones del Valle de Yocavil, y, además, el vino que hacen los agustinos en Santa María (se llama Priorato) y agregó que no dejáramos de pasar por el Telar de Suriana cuando nos fuéramos para Cafayate.
Como para que se quedara tranquilo con que nos íbamos a ir muy enriquecidos de Santa María, le conté que habíamos estado con Vicente Cruz en Cerro Pintado y que, como nos habían informado que no se podía acceder a Fuerte Quemado, nos íbamos más que satisfechos con lo que habíamos visto y con lo que pensábamos comprar en Molino Herrero. “¿Quién le dijo que no se puede acceder a Fuerte Quemado?, replicó, Llamen a este muchacho, es un guía muy bueno que, quizás los pueda llevar mañana, aunque sea el Día de la Madre...”. Me extendió la tarjeta,  llamamos al otro Luis, el guía, y ahí no más arreglamos para subir a La Ventanita al día siguiente. La Ventanita es, en realidad, una intihuatana (en quichua quiere decir algo así como lugar en donde se ata el sol o amarradero del sol). Se trata de construcciones ceremoniales que pueden verse en toda la extensión del Tihuantisuyo (territorio bajo imperio de los Incas).
El resto del día lo insumimos en ir a almorzar, tomar mate en la plaza a la espera de que se hiciera la hora para ir a Molino Herrero y pasar por el Telar Suriana. Sobre la vista al local de Especias San Rafael hablo en otro artículo.
La experiencia en el Telar Suriana fue un viaje en el tiempo. En uno de los extremos de la ciudad, hay una casa, detrás de ella hay unos corrales en donde la familia cría caballos. En un rincón hay una especie de tinglado. La construcción es algo primitiva, en ella puedo evocar, como serían los lugares de trabajo artesanal (básicamente indumentaria y alfarería) que se disponían regularmente en patios específicos en los asentamientos diaguitas. Debajo de ese alero, estaban una señora entrada en años, tejía en un telar primitivo y un joven que al vernos, dejó su propia tarea de tejidos y nos condujo a la sala en que se exponían para su venta los productos del trabajo familiar. Nos contó cómo se obtenían los colores. Algunos eran naturales, otros elaborados por ellos a partir de distintos productos naturales (la cáscara de la cebolla, por ejemplo) y otros sobre preparados con anilinas compradas en el mercado. Haydée compró una capita de un diseño muy original. Está  tejida en lana de llama y, por ello, lleva colores naturales. Pregunté quién hacía los diseños. “Mi hermana, contestó, es trabajadora social, pero colabora con la familia.”
Nos fuimos de Santa María más que henchido de emociones, pero nos esperaban aún más al día siguiente.
IV Fuerte Quemado, una intiwuatana en el Valle Calchaquí
El domingo, a las 10 de la mañana nos estábamos encontrando con  nuestro guía, en la plaza de Santa María.
Luis es joven, pero ya se lo nota experto en su trabajo de guía. Además de una formación encomiable que recibió en Santa María, es inquieto y curioso, lo que le permite alimentar constantemente su acervo de conocimientos. Su vida está poblada de andanzas aventureras en la montaña y frondosas lectura. La charla fue afable y no decayó en todo el recorrido que nos llevó más de 4 horas. Cuidadoso en la información, tanto en los detalles como en las conceptualizaciones más complejas, admitía interrupciones y respondía con solvencia la mayoría de las preguntas, en tanto que no dudaba en manifestar su ignorancia cuando no podía hacerlo. De entrada, nos hizo la aclaración, “no esperen en mí un 'guía casette'”. Si van a Catamarca, no tengan duda en buscarlo(1), no se van a arrepentir.
Antes de subir al yacimiento arqueológico, recorrimos el bello pueblo de Fuerte Quemado que está atravesado, como tantos otros, por la Ruta Nacional 40. Nos detuvimos en la Iglesia. Luis nos hizo poner la atención en la fachada y nos explicó que la torre y el portalón que cierra la capilla eran del siglo XVIII. No pudimos observar el detalle de la puerta, ni tampoco el interior de la capilla porque se estaba celebrando la Misa. Sin embargo, Luis se las ingenió para ingresar en la sacristía y traer un objeto preciado, la llave que cierra la iglesia. Era enorme y en un estado de conservación encomiable. No puedo asegurar que fuera la original, parecía demasiado nueva; aunque con la devoción por la limpieza que suele haber en algunas sacristías, nunca se sabe. Lo que sí puedo afirmar es que el sistema de cerradura es verdaderamente antiguo.
Seguimos camino y, antes de entrar en el yacimiento, nos mostró La Ventanita desde la ruta. Ese objeto, esa construcción, es símbolo de la ciudad de Santa María y suele estar representado en souvenires, folletos turísticos y afiches publicitarios. Es más, vimos una casa en la ciudad en la que el dueño había reproducido la intihuatana local en el acceso a su casa.
La Ventanita era nuestra meta. Cuando llegamos a la entrada, casi sobre el límite con la Provincia de Tucumán, Luis nos enfrentó a una infografía. Nos advirtió que el sendero no era sencillo y que tenía tramos con una inclinación pronunciada. Dijimos que llegaríamos hasta donde nos diera el cuero. Allí nos explicó también qué era lo que íbamos a ver. Recorrió, en una breve relación, las cuatro intervenciones que tiene el lugar: la de la comunidad diaguita originaria del Valle Calchaquí, la de la dominación del Imperio de los Incas, la de los paisanos pastores y la de la Universidad Nacional de Catamarca.
Según la información que maneja, las primeras construcciones se hicieron alrededor del año 850 de nuestra era. La intervención de los Incas es de alrededor del año 1500 y no se caracterizó por reemplazar lo existente, sino por ampliar construcciones y agregar tecnología (v. g., los morteros de observación astronómica). Aunque no pudimos apreciarlo con precisión, nos contó que en algunos sectores, los paisanos reconstruyeron algunas pircas con la finalidad de utilizar los espacios como corrales. La Universidad Nacional de Catamarca, por su parte, se limitó a reconstruir las pircas en un pequeño sector, en la parte llana del asentamiento. Para ello, se procedió a la limpieza y remoción de piedras dispersas que fueron utilizadas para reconstruir las pircas hasta una cierta altura. Esta reconstrucción respetó la estructura original de cada espacio y se hizo de modo de que pudiera diferenciarse de la pirca original tal y como se había conservado. Las pircas originales estaban construidas con argamasa, la reconstrucción de la Universidad omitió utilizar esta técnica de ex profeso, de modo que la diferencia se percibe a simple vista. Por otra parte, Luis nos ratificó que, a diferencia de este lugar, en Cerro Pintado, no ha habido reconstrucción alguna como nos había dicho Vicente Cruz en el día anterior.
En el recorrido por las áreas reconstruidas, nuestro guía nos enseñó a distinguir los distintos locales destinados a viviendas, patios de producción artesanal que me evocaron la disposición del Telar de Suriana, silos, áreas de morteros comunitarios y calzadas de vigilancia. Luego emprendimos el ascenso y, desde lo alto pudimos observar espacios similares en áreas que no estaban reconstruidas y se veían difusamente. Precisamente podíamos distinguirlos gracias al aprendizaje realizado en el primer tramo. Arriba pudimos ver los dos pucarás que se conservan, los muros de contención para deslaves y los morteros de observación astronómica. Desde un punto elevado, vimos el Cerro Pintado al sur y el faldeo sobre el que se asienta la ciudad de los Quilmes hacia el norte. “Ven, dijo Luis, los pueblos estaban a tiro de señales de humo.”
El ascenso se fue haciendo más complicado, pero Haydée y yo lo practicamos sin dificultad. Cada tanto, Luis preguntaba si queríamos seguir. Esto nos anunciaba que, en el siguiente tramo, de la senda tendría alguna complicación. Nuestro cuerpo aguantó, pero no nuestra cabeza. No previmos cubrirnos del sol y temimos una insolación. Llegamos hasta el patio ceremonial. A poco más de doscientos metros hacia adelante, estaba la Ventanita. Nos pareció suficiente lo vivido y decidimos regresar.
Regresamos a Cafayate con una sensación de renovación y plenitud espiritual... Santa María linda, quiero, queremos volver.
Notas y referencias:
(1) Leído en http://aotrekkingcatamarca.blogspot.com.ar/, el 12 de noviembre de 2014.


Cachi adentro 'el corazón I: El encanto del Valle

20 a 23 de octubre de 2014
 “En tu viejo brazo se quedó el ayer,
rescoldo del alma arisca que se fue,
el tiempo en tus manos solas,
quedó tendido sobre la luz,
sangre resaca de la mañana,
llorando siglos a la voz del sol.”
(Petrocelli, Ariel, “El Antigal”)
I Camino a Cachi. Tribulaciones del camino.
El lunes nos levantamos bastante temprano. Habíamos programado el día de modo tal que los 170 km que separan Cafayate de Cachi fueran llevaderos. Esto suponía demorarnos unos cuantos minutos en San Carlos y almorzar en Angastaco, tratando de quedar holgados en tiempo por si queríamos detenernos en algún otro lugar. Pero el hombre propone y el camino que tiene sus vueltas, dispone.

 Las imágenes pertenecen al autor
Llegamos a San Carlos, recorrimos la plaza, la bella plaza colonial de San Carlos, entramos en la iglesia, caminamos debajo de los soportales neoclásicos de la Municipalidad (¿será una construcción del siglo XVIII como prometen los anuncios turísticos?), recorrimos el local de objetos artesanales. Cuando volvimos a tomar la ruta (la ubicua Ruta nacional 40), anduvimos un par de cuadras por la calle San Martín que nos transportó al pasado en que San Carlos era la ciudad más importante del Valle...
El tiempo fue muy escaso allí... nos fuimos, pero anotamos el lugar para  volver en el próximo viaje que hagamos al noroeste argentino... mientras levantamos este registro, entrecerramos los ojos y soñamos con demorarnos bajo la recova de un bar de la plaza tomando una botella de Me Echó la Burra, una cervecita que hacen en los arrabales de esta ciudad que quiso alguna vez ser la capital de la provincia de Salta.        
El día estaba espléndido. Atravesábamos uno a uno los parajes del Departamento San Carlos en el Bajo Valle Calchaquí. Nos detuvimos a tomar fotos en La Merced y Payogastilla. Dejamos atrás Santa Rosa, y nos aprestábamos para atravesar la Cuesta de las Flechas, uno de los paisajes más extraños y bellos de todo el recorrido. Pasamos el cementerio, dimos un giro a la derecha y allí vimos, casi de golpe, como el auto tomaba una temperatura inusitada y echaba vapor por el capot. Nos detuvimos, intentamos una comunicación telefónica y nada... no había señal para telefonía celular en ese rincón del camino...
Primero sorpresa, luego angustia, finalmente serenidad... retomamos, con algún riesgo, el camino, volviendo hacia el paraje Santa Rosa donde pedimos ayuda en un conjunto de casas... Allí mismo vimos, ¿cómo decía Antonio Machado?, ¡Ah, sí! “en todas partes he visto... buenas gentes que vive, laboran, pasan y sueñan”... En una de las casas, había una familia almorzando bajo el alero. El más joven se paró y se dirigió hacia nosotros. Nos ofreció todo lo que necesitábamos, señal para comunicarnos y sombra para esperar el auxilio del Automóvil Club Argentino.
Cuando tuvimos todo resuelto, y nos dispusimos a esperar, los hombres se retiraron a descansar para volver al trabajo en una hora más y la dueña de casa, se sentó con nosotros. Estuvimos charlando largamente sobre las cosas de la vida con doña Olga. Las casi dos horas de espera se hicieron instantes fugaces. Entre charla y charla, la señora nos mostró la bodega de su hijo, nos hizo probar sus vinos y terminamos comprando un par de botellas de un mistela rosado que estaba exquisito. ¿La marca? Walter Espinoza, que así se llama el joven que nos asistió.        
Por fortuna, el mecánico del Automóvil Club pudo resolver el problema que teníamos. Seguimos viaje. Almorzamos, como habíamos previsto, en Angastaco, pero a las cinco de la tarde... Sentimos que era mucho el tiempo que habíamos ganado bajo el alero de esa casa humilde en el paraje Santa Rosa junto a la Ruta Nacional 40.      
II Luces y sombras de una ciudad maravillosa.
Llegamos a Cachi cuando anochecía. De modo que dejamos los recorridos para el día siguiente.
En nuestro primer día en Cachi, fuimos a Puerta de la Paya, a Piedra del Molino, almorzamos en Payogasta y recorrimos la ciudad a la tardecita.
Nuestro paseo nos condujo a la plaza y a recorrer las ocho o diez manzanas que la rodean. La plaza es bonita, como casi todas en el Valle. Pero en esta se destaca una iglesia verdaderamente barroca. Sencilla y bella en su austeridad. Es muy original el cielo raso de cardón (no es el único que vimos en Cachi).  Apenas si pudimos recorrerla en su interior porque no quisimos fastidiar con una presencia ruidosa a las señoras que rezaban el rosario.

Cruzamos la plaza y fuimos hasta la oficina de información turística. Pudimos arrancarles algo de información con cuenta gotas a los empleados municipales que allí estaban. Nos sugirieron que fuéramos al museo que estaría abierto por una hora y media más. Ingresamos y, a poco de iniciar la vista, nos enteramos que el director había dispuesto un cambio de horario... prácticamente nos echaron en la mitad del recorrido.
El museo está ubicado en una casa precedida por una recova y, en ángulo recto con la iglesia, se dispone sobre una plaza seca de una gran belleza. La parte de la colección que pudimos ver es excelente. Uno de los mejores museos que visitamos en todo el recorrido. No pudimos saber la historia del edificio en que se aloja.    
En torno de la plaza, las calles despliegan una cuadrícula renacentista, como en todas las ciudades que conservan la impronta española de su fundación. En una de las calles laterales, algunos bares ofrecen refrescos a los viajeros. Estos  locales disponen de mesas y sillas bajo sombrillas en la acera de la plaza en tanto que disponen de otras mesas que se ubican sobre la vereda estrecha. Estas últimas no están orientadas hacia la mesa que  las acompaña, sino hacia la calzada (recuerdan los bares mexicanos de las películas del lejano oeste por su estilo y los bares de París por la orientación de las sillas).
Tomamos una cerveza en uno de estos bares mientras llegaba la noche. Desde este lugar privilegiado, pudimos ver cómo se encendían las luminarias, faroles de estilo colonial. Estábamos relajados disfrutando de la placidez de la hora, del no hacer nada y de presenciar la magia con que Cachi transita hacia una noche apacible.  
Desde nuestro puesto de vigía, también pudimos ver la uniformidad de los carteles que anunciaban cada negocio, todos ellos hechos de hierro forjado. Es maravilloso ver como hasta el logo del Banco Macro (institución financiera de fuerte presencia en las provincias de Tucumán y Salta) estaba construido con ese mismo diseño de hierro forjado. Las casas particulares y los comercios siguen el mismo estilo predominante en el Valle que nos hace sentir que estamos en el siglo XVIII. La ciudad, nos habían avisado, tiene encanto... pudimos verificarlo.
En el otro lado de la plaza, se abre una diagonal que conduce hacia un alto en el que se ubica la hostería del ACA. Un edificio de estilo colonial español que pareciera ocupar el lugar de “la sala” (término que se usa en el Valle para designar al edificio principal de una gran estancia).
Cachi es una ciudad bella y bastante homogénea en su sencillez, salvo por dos edificios que se ubican en la diagonal. Una gomería que ocupa un edificio de hormigón sin terminar que, además, sobrepasa la media de elevación del resto de las construcciones, y un locutorio que luce, o mejor dicho desluce, una iluminación de tubos fluorescentes en la puerta de acceso. En un negocio de artesanías, a un par de cuadras de la plaza, nos cuentan que la lucha del pueblo y las autoridades por mantener el estilo es denodada contra los patrocinadores de una modernidad que no aporta el menor rastro de belleza. A propósito, la calidad de las artesanías es una nota destacada en Cachi. La obra de  artesanos con nombre y apellido es fácil de encontrar en ella, mucho más que en Cafayate, por ejemplo.
No pudimos hacernos una idea muy precisa de la gastronomía local, porque siempre almorzamos fuera de Cachi. Pero baste con decir aquí que en el restaurante Viracocha comimos muy bien y que la oferta de la hostería del ACA es más que razonable. De todas maneras, dedico algunos comentarios más en un artículo específico sobre la gastronomía del Valle.  
En nuestro segundo día en Cachi, fuimos hasta la Poma y en el último,  fuimos hasta La Paila y volvimos a Payogasta donde almorzamos con Alejandro Alonso. 


sábado, 19 de septiembre de 2015

Santa María de Yocavil I: Tierra y pedregal

18 y 19 de octubre de 2014
“Santa María linda,
ay, tus mujeres qué bellas son,
que bailando la cueca
ponen donaire y el corazón.
...

”Recuerdo yo, cuando era niña
vidala y chaya me iba cantando para la viña.
Nunca te olvidaré
Santa María de mi niñez.”
(Palacios, Margarita, “Recuerdos de mis valles”)
I Una provincia hospitalaria
Apenas si me asomé por la ventana para espiar Catamarca. Tenía deudas pendientes con esa provincia argentina, jamás había pisado su suelo. Santa María, en el extremo sur del Valle Calchaquí era una oportunidad para saldarla... Fui a pagar... pero ahora debo más que antes. Es que esta tierra enamora y sus gentes sólo anhelan que la conozcas y que te sientas bien en ella... Tendré que volver.
Las imágenes pertenecen al autor 
Ya me había pasado en Buenos Aires. La información de turismo de la Casa de la Provincia parecía amateur al lado del despliegue de las de Tucumán y Salta. Y, sin embargo, doña Rosa, nacida en Monte Quemado, me atendió con dulzura y me hizo sentir que si iba a Catamarca, estaría como en el patio de mi casa... y así fue, no más. En la oficinas turísticas de distintas localidades de Tucumán y Salta recibí mucha información (buena, regular y mala también) y fui atenido muchas veces con deferencia, y otras con desidia. Pero, en la oficina de información turística que está en la plaza de Santa María, Luis no sólo nos propuso que nos quedáramos más tiempo en la ciudad... sino que lo consiguió. Usó la misma técnica que doña Rosa en Buenos Aires: encantar con Catamarca al interlocutor.       
II Las Mojarras y el Cerro Pintado
Hay dos maneras de llegar a Santa María desde Cafayate. Una es abandonar la Ruta Nacional 40 poco después de Quilmes y cruzar por Amaicha del Valle. La otra es seguir por la 40, dejando el camino de asfalto. La primera vez fuimos por allí.
Son unos 20 km de ripio que nos conducen, por la margen izquierda del Río Santa María, la ciudad está cruzando un puente, en la otra margen. Por ese camino que aparenta desolación, se abandona la provincia de Tucumán y se accede a Catamarca a través del pequeño municipio de Fuerte Quemado. Allí  hay un importante yacimiento arqueológico que culmina en un sitio que llaman La Ventanita. Llevábamos la información de que allí no se podía acceder. De modo que decidimos seguir de largo y llegar hasta un  objetivo más accesible en Las Mojarras, un barrio de Santa María que está antes de cruzar el puente.
Atravesamos el antiguo, humilde y silencioso pueblo de Fuerte Quemado, un lugar maravilloso, por cierto. Los faldeos de la Sierra del Cajón que, en Tucumán estaban a cierta distancia del camino, se nos acercaron en una especie de angostura del camino. A poco de andar 5 km más, dimos con Las Mojarras. Teníamos que buscar a don Vicente Cruz. Llevábamos señas de que vivía en frente de la escuela y de que era el encargado de guiarnos por el yacimiento  arqueológico de Cerro Pintado.
Llegamos hasta la escuela y, luego de preguntar, encontramos la casa de don Vicente. Nos recibió su hermano y nos dijo “recién acaba de subir, venga que le aviso que los espere”. Pasamos al patio trasero. Allí mismo empieza el sendero que sube al cerro. Nuestro guía había comenzado el recorrido con una pareja de jóvenes santafecinos que llevaban años afincados en Catamarca. Llevaban un niño de dos años del que estaban orgullosos porque era su primer hijo y porque era catamarqueño. Luego de andar agitadamente unos 200 metros, no unimos a la excursión.
La experiencia fue notable. Vicente matizaba sus explicaciones sobre lo que íbamos viendo con relatos familiares y reflexiones religiosas. Sobre el faldeo y hasta la cima se desplegaban las ruinas de un pueblo que, según su relato, era asiento de los indios yocaviles (imaginé una parcialidad de los indios diaguitas). El hombre desconocía la antigüedad del asentamiento, pero yo la estimé en alrededor de mil años. El lugar había sido ocupado por los ejércitos de los Incas, primero, y desalojado de españoles al término de las guerras calchaquíes, a finales del siglo XVII.
Lo curioso de este yacimiento es que, a diferencia de otras ciudades calchaquíes, la fortaleza defensiva (pucará) está por debajo de la ciudad. Desde arriba puede observarse perfectamente el Valle. Hacia el norte, la dicha angostura que conduce a Fuerte Quemado. A simple vista, en la misma dirección, el cerro en donde se encuentra La Ventanita. Hacia el sur, una nueva angostura que conduce al puente. En frente nuestro, hasta llegar al río, una prolija sucesión de parcelas sembradas.
Cada tanto nos detenemos para no cansarnos demasiado. Vicente usa esos momentos para dar sus explicaciones. Pero, en una de las paradas, me abstraigo de sus palabras, miro el valle y me imagino cómo sería la vida hace 800 o 900 años. Imagino que las parcelas eran mucho más pequeñas y que donde no había campos de cultivo, había un monte piedemontano. Imagino hombres y mujeres preparando la tierra y luego sembrando. Imagino hombres cazando en el monte y guerreando para defender el territorio. Imagino mujeres recolectando frutos del monte, cosechando y moliendo harinas en los morteros comunitarios. Imagino hombres construyendo vasijas de barro... Imagino, imagino y las palabras del capítulo 3 del Eclesiastés que había leído en la noche anterior en la catedral de Cafayate, vibraban ferozmente en mi corazón... Me sentí pleno porque nada de lo humano me resultaba ajeno en ese momento... De pronto, Haydée me tendió la mano y seguimos caminando.
Llegamos a la cima. Un patio ceremonial se abrió ante nuestros ojos. Los jóvenes que nos acompañaban le enseñaban a su hijo el amor a la tierra en que había nacido. Apartado del patio, en el lugar más alejado de la ciudad en la cima, hay una construcción cuadrangular pequeña, una verdadera originalidad de ese asentamiento. Vicente nos contó que los arqueólogos no se ponían de acuerdo sobre su finalidad. No sabían si era un depósito, una cárcel o la sede de los rituales secretos del chamán... dejamos el misterio y emprendimos el descenso.
Debo confesar que, salvo en los primeros doscientos metros, no nos faltó el aire ni nos venció el cansancio. Don Vicente con conocimiento y prudencia hacía las pausas necesarias para que estuviéramos bien. En una de ellas nos contó que era nacido y criado en Las Mojarras y que había estudiado en la escuela, muy bien conservada, por cierto, que había sido construida durante los gobiernos del General Perón. Recordaba, por ejemplo que, siendo muy niño, no había puente para acceder a Santa María. En una oportunidad, estaba enfermo y su padre lo llevó en andas, cruzando el río a pie. Su padre había muerto hacía pocos días y él lo recordaba con afecto. Nos contó muchas cosas de su vida; pero la que más nos impresionó fue el relato de qué aprendió acerca de los indios diaguitas cuando era niño. Las maestras le explicaban, siguiendo los manuales; pero él no logró conectar, en esas enseñanzas, lo que las maestras le explicaban con lo que él veía en sus juegos en las laderas de Cerro Pintado.
Volvimos a su casa y nos pidió que firmáramos el libro de visitas. El tramo  del sendero más cercano a su casa está señalizados con carteles que él mismo confeccionó y arreglado con piedras que trae con una carretilla desde el otro lado de la montaña. Nos aseguró que la única intervención moderna que tiene el asentamiento es el sendero que se construyó hace 22 años, que el resto está sin tocar.
Nos despedimos de Vicente y decidimos llegar a Santa María, conmovidos y satisfechos por la experiencia, por ese contacto tan vital con el pasado...


Brindamos por Cafayate

17 a 19 de octubre de 2014
“Arenosa, arenosita
Mi tierra cafayateña
El que bebe de su vino
Gana sueño y pierde pena.
...
”Arena, arenita
Arena, tapa mi huella
Para que en las vendimias
Mi vida yo vuelva a verla.”
(Castilla, Manuel J., “La Arenosa”)
I Intensos cambios en esta ciudad
Arribamos a Cafayate hacia la tardecita. El curso que tomó nuestro viaje en esos días se encaprichó con que viviéramos casi exclusivamente de noche en esta ciudad. Nos instalamos en el hotel y nos fuimos al Museo del Vino con tiempo suficiente para recorrerlo.
Las imágenes pertenecen al autor 
El primer impacto fue muy favorable. La ciudad es pequeña, pero tiene más conciencia de su valor patrimonial que San Miguel de Tucumán. Se sabe dueña de unos vinos notables, de una gastronomía más que razonable y del encanto del Valle que se expresa en música folklórica en todos lados (incluso en un bar de tragos modernoso). No todo es bueno y homogéneo en la ciudad, pero ha crecido en atractivo desde la última vez que estuvimos allí en 2006.
Uno de los cambios más importantes es que Cafayate dejó de dormir la siesta para atender a los turistas. Hoy tanto los comercios de la plaza como el museo están abiertos de manera continua desde la mañana a la noche.
En 2006, llegamos a Cafayate poco antes del mediodía. Recorrimos la ciudad, fuimos a la bodega Domingo Hermanos y se nos hizo la hora de almorzar. Luego de tomar nuestras viandas salimos a la calle y encontramos todo cerrado, serían las 14 y 30 horas. En información turística nos habían dicho que el museo estaría abierto, de modo que allí fuimos. Efectivamente estaba abierto. A poco de entrar había un escritorio y sobre él se disponían una radio que estaba encendida, un libro de visitas, un bolígrafo y un talonario con los bonos para la entrada... pero no había nadie para atendernos. Recorrimos las instalaciones, poco más de veinte minutos, y nadie vino a cobrarnos. Tuvimos que esperar a que la ciudad despertara, como a las cinco de la tarde, en el único bar abierto, poco antes de emprender nuestro regreso a la ciudad de Salta.
Ahora el museo tiene personal que lo atiende en horario corrido y los negocios de la plaza abren desde las 10 de la mañana a las 10 de la noche. En aquel viaje no pudimos ni entrar en la catedral porque estuvo cerrada todo el tiempo de nuestra visita (fue un día viernes de octubre).  
El museo está ubicado en el predio en que desarrollaba sus actividades la desaparecida Bodega Encantada de la familia Coll. En nuestra visita anterior se reducía a un galpón en el que se habían acumulado, con algunas escasas infografías, objetos y maquinarias vinculadas con la industria del vino. El predio tenía un gran playón y en un rincón se disponían las viejas piletas de fermentación que no estaban habilitadas a los visitantes. 
Hoy, el Museo de la Vid y el Vino ha sido refaccionado enteramente. Sobre el playón se construyó un pabellón nuevo, la sala uno que está dedicada al cultivo de la vid. Las piletas de fermentación sirven de pasaje a la sala dedicada al vino, ubicada sobre el galpón que constituía el viejo museo. Nuevas tecnologías audiovisuales nos introducen en esta industria en un recorrido lleno de poesía que complementa la información profusa expuesta en el recorrido. Se inician con la cueca La Arenosa de Manuel Castilla y Gustavo Leguizamón (puede escucharse una versión maravillosa de esta canción mientras se inicia el recorrido) y termina con el Soneto del vino de Jorge Luis Borges (“¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa / conjunción de los astros, en qué secreto día / que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa / y singular idea de inventar la alegría?”).      
Volvimos a la plaza de noche. Era viernes y todo era bullicio en ella. Nos sorprendió ver abierta la catedral. Fue una invitación a entrar. También nos sorprendió ver colas de fieles frente a los confesionarios (luego sabríamos que el sábado por la tardecita tendría lugar una ceremonia de las Confirmaciones). Estábamos relajados después de una jornada intensa. Recorreríamos los puestos de artesanías e iríamos a comer en esa ciudad que, a pesar del bullicio, sentíamos apacible.
La catedral nos confirmó en ese sentimiento, la vimos sencillamente hermosa. En un altar lateral, había una Biblia abierta en el capítulo 3 del Eclesiastés. Lo leí en voz alta. Sé que es casi imposible que Haydée se conmueva con las escrituras y a mí, en contadas ocasiones. Pero este fue, desde siempre, uno de mis pasajes favoritos porque sentí vibrar esas palabras como verdades indiscutibles a lo largo de mi vida. Rechazar la vanidad porque perseguirla es como correr detrás del viento y disfrutar el momento porque todo tiene un tiempo bajo el sol. En un ritual íntimo, le di al pasaje un sentido oracular... lo sentí como un mensaje que daba sentido a lo que estaba viviendo en este viaje. De modo que fui, en la mejor compañía, a disfrutar de un buen plato y de un buen vinito y a prepararme para el contacto con la madre tierra que esperaba alcanzar en Santa María de Yocavil el día siguiente.           
II Las noches en Cafayate
Decía arriba que no todo es bueno y homogéneo en la ciudad. ¿Qué lugar del mundo lo es? Aunque no me crean, también vi algunas cosas feas en París, empezando por la Tour de Montparnasse.
En Cafayate, no nos gustaron mucho las artesanías. En rigor, no nos parecieron muy artesanales, sino más bien el producto de una industria mala y barata. El sábado vimos a una tejedora de verdad en Santa María (en el Telar de Suriana) y, por la noche, no podíamos creer lo berreta que eran los ponchos que nos ofrecían. Es un dato positivo que la ciudad no duerma la siesta para ofrecerse a los turistas, pero no está tan bueno la ausencia de autenticidad en la mayoría de los productos que están a la venta. 
En cuanto a los restaurantes, la oferta es despareja. Los hay muy buenos, pero algunos con escasa predisposición a la cocina regional. Con todo, ya hablaré con más detalle en otro artículo, pude disfrutar de un “tamal de chicoana” en el restaurante Orujo, a 50 metros de la Plaza. En mi ignorancia, pregunté de qué se trataba. Me dijeron que eran típicos de la ciudad de Chicoana en el Valle de Lerma y que su característica era que estaban hechos con charqui... ¡Por fin algo de la comida regional que no ha llegado aún a Buenos Aires... estaban muy buenos y me dieron ganas de comer tamales de chicoana en Chicoana...!   
Las noches del viernes y el sábado nos mal acostumbraron en Cafayate. El domingo todo fue diferente. Los principales restaurantes estaban cerrados. Terminamos comiendo empanadas en Las Chuecas, local que nos dejó la imagen de una propuesta fraudulenta, en otra parte cuento por qué. Pero no nos preocupamos demasiado, lo explicamos por tratarse del Día de la Madre (no sé si era cierto o si nos traicionó el encanto con que nos tenía sometido la Hermosa como la calificó Horacio Guarany). Además estábamos pensando en una comida rápida porque al día siguiente tendríamos que salir temprano hacia el norte del Valle.  

Tres noches estuvimos en Cafayate, pero la atracción que nos produjo Santa María de Yocavil, nos impidió recorrer los alrededores (estoy pensando en El Divisadero o en San Pedro de Yacochuya) o disfrutar de un atardecer en la plaza de San Carlos... pero ya estábamos habituándonos a las sorpresas que el andar los caminos del Valle nos iban deparando. 

sábado, 12 de septiembre de 2015

Georges Clemenceau en La Argentina del Centenario (1910): Guanaco, avestruz y armadillo en la Pampa

Georges Clemenceau (1841-1929) fue una de las figura políticas más importantes de la Tercera República francesa. Fue presidente del Consejo de Ministros entre 1906 y 1909 y volvió a serlo en 1917 en los momentos más críticos de la Gran Guerra. Fue uno de los ilustres invitados a las celebraciones del centenario de la Revolución de Mayo. Como consecuencia de ello visitó La Argentina en 1910, realizando escalas en la República Oriental del Uruguay y la República Federativa del Brasil. Las impresiones recogidas en el viaje fueron publicada por L'Illustration.(1)     
Guanaco, avestruz y armadillo en la Pampa
“/.../. Se encuentran a veces pequeños bosques donde canta el hornero y el cardenal o arrulla la paloma.
“Porque el campo está habitado por una población de animales corredores y voladores, cuya primera cualidad debe ser la de no ser difíciles con respecto al abrigo. Los jardines y los parques de las estancias ofrecen un natural refugio a todo el pueblo alado de cantadores, que el hombre, quizás suavizado por su aislamiento en aquel desierto, no ha espantado todavía.
”El guanaco (más pequeño que la llama y mayor que la vicuña) ha sido ya rechazado bien lejos de Buenos Aires. El avestruz gris era antes abundante pero ha sido diezmado por el lazo del gaucho que, a riesgo de recibir una coz que puede abrirle el vientre, se precipita sobre la bestia que se debate bajo la presión de la cuerda cruel y, después de haberle arrancado sus mejores plumas, le devuelve la libertad. El avestruz verdaderamente “salvaje” ha desaparecido de la pampa. Se ven grupos desde la vía férrea, pero están cercadas por las extensas alambradas y viven en estado de bestias apriscas. No se espere de mí una enumeración de todos los animales que bullen sobre o bajo el suelo del campo. Nada tengo que decir del “perro del prado”, sistemáticamente destruido a causa de sus estragos. Citaré solamente el armadillo, pequeño animal de hocico apuntado, intermediario entre el lagarto y la tortuga, de la que ha tomado la coraza. En todas partes abre agujeros parecidos a los orificios de nuestras madrigueras.
”El gaucho tiene al armadillo como un manjar estimable, alegando que tiene el gusto del marrano. Para estar más seguro de obtener el gusto del puerco, quizás sería mejor contar con el puerco mismo, conocido vulgarmente con el nombre de “cochino criollo”, amable gorrinillo negro que juega con los niños en las pequeñas charcas fangosas de los alrededores de los ranchos.”(2)          
Notas y Bibliografía: 
(1) 1986, Clemenceau, Georges, Notas de Viaje por América del Sur, Buenos Aires, Hyspamérica, traducido por Miguel Ruiz.
(2) Ídem, pag. 130. 

sábado, 5 de septiembre de 2015

La cocina como patrimonio (in)tangible IX

Sumario: Artículo de Gloria Sanmartino: restaurantes étnicos en Buenos Aires los restaurantes peruanos y la peruanidad – el prejuicio porteño sobre los restaurantes peruanos en El Abasto –  Artículo de Dardo Arbide y ot.: cambios en el área metropolitana de Buenos Aires en la última década del siglo XX – el espacio de la comida – cambios en la familia y en la comida – nuevos lugares de esparcimiento en la Ciudad. 
El sebiche no es el sushi. Los restaurantes peruanos en Buenos Aires (Gloria Sanmartino)(1):
 Las imágenes pertenecen al autor 
El artículo fue publicado en 2005. Recoge reflexiones sobre experiencias de principios del siglo XXI referidas al impacto de la inmigración peruana en Buenos Aires, la profusión de restaurantes y los prejuicios de los porteños frente a esta cocina “étnica”. Con posterioridad se produjo la moda de la cocina peruana en Occidente. Sería interesante que la autora volviera sobre el tema para ver cómo impactó ese fenómeno sobre los porteños. ¿Cómo explicar la rutilante y efímera vida de Astrid y Gastón en nuestra capital? En fin, limitémonos a la reseña de este artículo que tiene diez años y mucha tela para cortar.       
Aportes y argumentos: La autora parte de la idea de que los restaurantes de la colectividades son restaurantes étnicos; señalando dos etapas de su desarrollo en Buenos Aires: los tradicionales del siglo XX (italianos, españoles, franceses y árabes) y los nuevos del siglo XXI (chinos, japoneses, armenios, polacos, rusos, griegos, mexicanos, hindúes, mongoles y vietnamitas). Los tradicionales estaban destinados a satisfacer las necesidades de los inmigrantes. Los nuevos son consecuencia de la globalización que promueve el acceso a sabores diferentes.
Los restaurantes peruanos se expresan con signos visibles de “peruanidad”, tanto en la oferta de comidas como en la música que se escucha en ellos, en las decoraciones y los canales de televisión que se ven. Se caracterizan por la presencia casi exclusiva de paisanos y por una notable ausencia de argentinos supuestamente abiertos a la cocina étnica. Frente a esta realidad, la autora se pregunta ¿qué papel juega la comida en estos “mitigadores de nostalgias”? y ¿qué significa la ausencia de argentinos en estos locales?
A la primera responde que los restaurantes peruanos están pensados para peruanos. Revalorizan la peruanidad que los diferencia de los argentinos y de las otras colectividades que los miran con prejuicio. A la segunda, se responde que el prejuicio de los argentinos se basa en la idea de que los inmigrantes de 1880 eran portadores de civilización (la idea es falaz, pero eficaz) y los inmigrantes del siglo XXI, especialmente los hispanoamericanos, son vistos como no civilizados.    
Recoge una pequeña lista de los platos que se repiten en todos los restaurantes peruanos (sebiche, papas a la huancaína, ají de gallina, carapulcra, chicharrón de pollo, etc.). Distingue las regiones culinarias del Perú. La selva poco representada en los restaurante de Buenos Aires, las sierras de tradición indo hispánica cuyo plato emblemático son las papas a la huancaína y el mar cuyo plato emblemático es el cebiche. Estos dos platos, concluye, son los que atraviesan la patrimonialidad gastronómica(a) de la peruanidad en Buenos Aires.
Siguiendo a Bourdieu, sostiene que el hábito alimentario(b) que se forma en la infancia es lo que encuentran los peruanos en sus restaurantes de Buenos Aires. Los hábitos alimentarios son los últimos que desaparecen en un proceso de asimilación total a la nueva tierra, duran más, incluso, que los hábitos religiosos(c).
Frente a esta identificación, encuentra una contradicción en los porteños que rechazan el cebiche porque se trata de comer pescado crudo, hecho que se considera incivilizado, en tanto que admiten el sushi, también basado en pescado crudo, que se considera un plato sofisticado y distinguido. La autora sostiene que esta contradicción es la expresión del prejuicio anti-peruano de los porteños. Refuerza su idea citando en el artículo “la invasión silenciosa”, publicado en la revista La Primera de la Semana del 4 de abril de 2000. Allí se dice que las calles de El Abasto tienen el olor penetrante de los puestos de comida callejera de Lima, donde los peruanos comen de parado en puestitos improvisados sobre los que utilizan ollas oxidadas. Cuando la autora realiza este señalamiento, no se habían puesto de moda los puestos de cocina callejera en las principales ciudades del mundo.    
Apoyatura erudita: se trascriben a continuación las citas de interés rescatadas del texto ordenadas por su ocurrencia en el mismo.  
(a) 1999, González Turmo, I., “Alimentación y patrimonio: ayer y hoy”, en Actas del VIII Congreso de Antropología, Santiago de Compostela, vol. 7.
(b) 1996, Bourdieu, Pierre, Cosas dichas, s/l, Gesida.
(c) 1982, Calvo, en 1995, Fischler, C., El (h)omnívoro, Barcelona, Anagrama.
Crítica:  No ensaya una diferenciación entre los restaurantes étnicos y los de las colectividades.
La autora describe el sentido de peruanidad que transmiten los restaurantes. Del mismo modo que en los años sesenta, las cantinas del Abasto exudaban italianidad para los italianos y sus descendientes. Una cocina étnica es otra cosa. Es un lugar propicio para el enriquecimiento del capital cultural de un viajero que accede a otras culturas sin moverse de su ciudad. Un restaurante étnico es siempre una referencia a una cultura ajena a un exotismo. En el restaurante de  una colectividad siempre habrá elementos reconocibles, familiares e, incluso, mestizajes y criollidades. En sentido inverso, la autora tampoco cierra la idea de que la función de los restaurantes peruanos hoy es similar a la de las cantinas italianas de hace 50 años.
Agrego una opinión personal que induce a otro debate, pero me parece pertinente para señalar al paso: recuerdo cuando aparecieron los restaurantes salteños en Buenos Aires a fines de los sesenta. Para mí, y para muchos porteños, eran más exóticos que las cantinas de La Boca o El Abasto.
Finalmente digo que el texto contiene algunas citas desmañadas. Cita, por ejemplo, un texto de una revista La Primera de la Semana que no figura en la bibliografía(2), siendo crucial como soporte erudito de las ideas de la autora.          
Fuentes citadas por mí en la crítica:
(1) 2005 Sanmartino, Gloria, “El sebiche no es el sushi. Los restaurantes peruanos en Buenos Aires” en AAVV, La cocina como patrimonio (in)tangible, Primeras jornadas de patrimonio gastronómico, Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 191-198.







Los cambios de los lugares de comida (Dardo Arbide, Guillermo Marra y Sebastián Tavormina)(1):
Aportes y argumentos: Los autores retoman el análisis sobre las transformaciones en la vida familiar y en la comida cotidiana ya ensayado en otra ponencias de estas jornadas de patrimonio gastronómico(2), pero sólo mencionan marginalmente el espacio de lo privado y lo enfocan desde la perspectiva de la nueva definición del espacio público urbano.
En ese sentido, describen las transformaciones del espacio urbano a partir de los cambios socio económicos producidos por la estabilidad de la moneda y la apertura económica en la última década del siglo XX. Parten de dos supuestos básicos: uno) pensar la ciudad como una red de espacios/lugares que se modifican continuamente por la inversión en equipamiento urbano y por la adquisición de nuevos usos y dos) la idea de que el acto de comer es mucho más complejo que garantizar la supervivencia biológica, para ello siguen la idea de que el comensalismo es fundamental en el establecimiento y mantenimiento de los vínculos sociales(a).
Los autores ven un cambio en la idea de esparcimiento. En la primera mitad del siglo XX, consistía básicamente en ir al teatro o al cine y comer en restaurantes cercanos a las salas. En la última década del siglo, el esparcimiento se se asocia a las comidas y a las compras. De modo que para comprender estos comportamientos es necesario ensayar una antropología del consumo(b). Describen aquí las nuevas categoría de consumidores que aparecen como consecuencia de las transformaciones sociales apuntadas: el aumento de los hogares unipersonales y de las mujeres jefas de hogar que genera un estilo de consumo práctico y acotado a satisface las necesidades básicas; la atención que se presta en la actualidad a las demandas de consumo de niños y jóvenes que siempre se ven atraídos por lo que está de moda; las pareja en que los dos trabajan y no tienen hijos que tienen capacidad de consumo, pero con poco tiempo para ejercerlo y los turistas que visitan la ciudad.   
A partir de esta clasificación, realizan dos descripciones sobre el consumo  de productos alimentarios: una asociada a la modalidad de los locales (puestos en los centros de transferencia (básicamente las terminales ferroviarias), puestos callejeros, pizzerías y delivery, estaciones de servicio y cafés que se transforman en confiterías) y otra a los espacios de la ciudad en dónde se han desarrollado (Recoleta, El Abasto, Puerto Madero, San Telmo, Palermo Viejo y Las Cañitas). En ambos casos  aportan información sobre las dimensiones del consumo en términos de oferta (v. g., cantidad de locales) y rentabilidad (v. g., consideración del alcance monetario del negocio).   
En relación con las áreas de la ciudad puede que el artículo esté desactualizado. Es que los autores realizan un análisis de la última década del siglo XX y lo exponen en estas jornadas que se realizaron en 2005. Sin embargo, dan cuenta de las transformaciones permanentes que estos espacios sufren aún en estrecho espacio temporal de una década.
Finalmente arriban a las siguientes conclusiones:
·   La apertura económica abrió camino a los cambios en la cocina argentina. El acceso a ideas gastronómicas y productos foráneos, el aumento de la capacidad de consumo y la generación de una élite ampliada dispuesta a consumir estas novedades los hicieron posibles(c).    
·   La comida es un pasatiempo que carece de ingenuidad porque lo que se come en estas circunstancias, alimenta el estatus social de los consumidores(d).
·   Toman el caso de Puerto Madero como paradigmático para describir las evoluciones en el consumo. En un primer momento, en el extremo norte del barrio se establecieron restaurantes caros para una clientela selecta. Luego, en la zona central, se instalaron locales más accesibles para la clase media. Finalmente, en el segmento sur se instalaron una sede universitaria, un complejo de cines y locales de fast food. En el devenir, el público masivo fue reemplazando a los clientes de los locales más caros. Este desplazamiento de un sector social acomodado a otros es casi una constante de estos lugares de consumo masivo, donde, de todas maneras, los locales  conservan el prestigio que le otorgara la clientela original y que el nuevo cliente adquiere consumiendo en ellos.       
Apoyatura erudita: se trascriben a continuación las citas de interés rescatadas del texto, ordenadas por su ocurrencia en el mismo.  
(a) 1995, Godoy, Jack, Cocina, cuisine y clase. Estudio de sociología comparada, Barcelona, Gesida.
(b) 1990, Douglas, Mary, El mundo de los bienes. Hacia una antropología del consumo, México, Grijalbo.
(c) 1977, Freeman, M. y Sung, en Chang, K. C. (comp.), Food in chinese culture, New York, s/pie editorial.
(d) 1995, Shack, Doroty N., “El gusto: determinaciones sociales y culturales de las preferencias alimentarias”, en Contreras, Jesús (comp.), Alimentación y cultura. Necesidades, gustos y costumbres, Barcelona, Universitat de Barcelona.
Crítica:  El texto es descriptivo y ajustado a la visión que me he podido formar sombre el tema.
Formulo dos objeciones, una técnica y otra teórica. Por un lado, las cifras que los autores ofrecen sobre las dimensiones dimensiones del negocio, se exponen sin dar cuenta de las fuentes de donde los datos fueron tomados. Es más, mencionan en el texto un escrito de J. Castro del que toman las variaciones de PBI, ingreso per capita y consumo de la década de los noventa del siglo XX sin que pueda identificarse de qué se trata ni en la bibliografía ni en cita a pie. Por otra parte no ensayan ninguna interpretación sobre el carácter simbólico de la adquisición de prestigio y estatus del consumo masivo en Puerto Madero  
Fuentes citadas por mí en la crítica:
(1) 2005 Arbide, Dardo, Marra, Guillermo y Tavormina, Sebastián, “Los cambios en los lugares de Comida” en AAVV, La cocina como patrimonio (in)tangible, Primeras jornadas de patrimonio gastronómico, Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 199-209.
(2) 2005, Borrás, Graciela, “Cambio de hábitos alimentarios en Mar del Plata” en AAVV, La cocina como patrimonio (in)tangible, Primeras jornadas de patrimonio gastronómico, Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 151-168.