sábado, 28 de diciembre de 2019

Indagaciones en torno del tuco Parte IV: Una teoría sobre las salsas de la restauración porteña


Aclaración previa: Desde 2015 empezamos a intercambiar ideas con Adriana De Caria acerca de la cocina italiana en La Argentina, una fuerte afinidad en nuestras búsquedas nos acercó y provocó una catarata de correos electrónicos y comunicaciones diversas. En 2017, quedé impactado por un artículo maravilloso que Adriana publicó sobre la salsa scarparo. (1) Este artículo de la Instigadora fue incitante para mí. Finalmente, en julio de 2017, le propuse que indagáramos sobre el origen del tuco porteño, sobre su receta estabilizada y sobre las influencias que confluyeron en ella. Anduvimos hurgando ideas y materiales hasta que llegamos a ciertas conclusiones. Adriana ya expuso algunas, las más significativas, claro está, en su artículo. (2) A mí se me ocurrió escribir una síntesis sistemática de nuestras búsquedas y nuestros hallazgos. Produje algunos textos que le envié por correo-e y Adriana fue corrigiendo y completando. Aquí la síntesis de nuestro intercambio.
Fecha: 27 de julio de 2018
De: Mario Aiscurri
Asunto: Conclusiones
Querida amiga:
Me he impuesto formular algunas conclusiones sobre el tuco porteño, pero antes quise volver a tu artículo sobre la salsa scarparo porque juzgo que contiene las claves para entender el tuco. (Ver nota (1))
 Las imágenes pertenecen a los autores

Allí decís “que la scarparo es bien argentina; lástima que nadie se ponga de acuerdo acerca de qué es y qué lleva. La salsa scarparo, así, es una impostora que padece trastorno de personalidad múltiple causada por su crisis de identidad: no logré encontrar dos recetas que sean iguales.”
Acaso, ¿no nos pasó eso con el tuco? Las experiencias con ambas salsas, me permiten ensayar una teoría general de las salsas porteñas: no tienen, salvo algunos pocos casos particulares, recetas estabilizadas. (3) Dos condiciones lo impiden: las salsas mutan de modo permanente y las denominaciones se desplazan de un lado a otro refiriendo a fórmulas distintas. Como decís en relación con la scarparo, “no son pocos los líos que se originan en los restaurantes cuando un pide confiado la scarparo que tiene en mente y le traen otra totalmente deiferente.”
Esto no sólo impacta sobre las salsas que se han creado en La Argentina (scarparo, tuco, etc.), sino también ocurre con las que tienen referencia en recetas italianas claramente identificables (carbonara, pesto, boloñesa, etc.). Tal vez las únicas recetas estables sean el estofado, porque no es una salsa en sentido estricto, aunque se pueda usar como tal con la pasta, y la parisienne, porque ha caído en desuso, como todo o casi todo lo que lleve salsa blanca.
¿Cuáles son las posibles causas? Descartemos las modificaciones que se producen de casa en casa porque este atributo es compartido por todas las recetas de las historias humanas sobre el planeta. De todos modos, esas diferencias sólo impactan en la estabilidad de las recetas a lo largo de muchos años. Pienso en cosas mucho más contundentes.
Me parece que una de ellas se cifra en el intercambio entre las distintas tradiciones de las colectividades de inmigrantes, tanto en las casas de familia como en la restauración. Es de Perogrullo descubrir ahora que, durante muchos años, las recetas italianas fueron cocinadas por restauradores gallegos. Ya hemos hecho referencia a ello en otras reflexiones.
Hay una segunda condición que debemos considerar que hemos tratado de soslayo y no hemos apreciado su centralidad. El marketing intuitivo de los restauradores porteños, sean ellos gallegos o tanos. Una modificación fortuita o planificada puede resultar en una propuesta exitosa. Luego viene la imitación y la generalización de una tendencia, tan inestable como la predecesora.
Finalmente, hay una cuestión que ha sido muy estudiada, en relación con los hábitos alimentarios generados por la vida moderna (tal vez debamos decir “posmoderna”) que, en la cocina, puede sintetizarse en cocciones más rápida y comidas más livianas. La falta de tiempo para cocinar y el cuidado del cuerpo y la salud son imperativos de nuestra época.
Ahora bien, en el caso del tuco, este comportamiento es mucho más agudo e inasible. Concuerdo plenamente con tu idea de que la palabra tiene un origen genovés y que designaba a un estofado que llevaba salsa de tomates en una larga cocción. Sin embargo, la escasa presencia de ella en recetarios y cartas de restaurantes en contraste con la propia experiencia de cada uno de nosotros, me permite afirmar que el tuco porteño no existe y no ha existido nunca. (4)
No es como la salsa scarparo. Vos pudiste seguir sus mutaciones y, a pesar de la inestabilidad de la receta, pudiste recoger fórmulas reconocibles. En el caso del tuco, pareciera que la palabra se ha usado para designar diversas preparaciones que van desde un estofado o una boloñesa hasta una simple salsa de tomates. En ese sentido, el tuco del restaurante Albamonte de Chacarita que te provocó desconcierto, confirma la hipótesis que estoy exponiendo ahora. (5)
Sin embargo, el tuco ha estado siempre en nuestras vidas. ¿Dónde? En nuestras cocinas y en la de muchos restaurantes porteños. Siempre nos ha gustado comer fideos con tuco y seguiremos haciéndolo aunque la carta diga que comemos salsa fileto o ragú boloñés.
La seguimos, besos, Mario.
Fecha: 27 de julio de 2018
De: Adriana De Caria
Asunto: RE: Conclusiones
Querido Mario,
Creo que este corolario resume, redondea y pone en palabras claras las ideas y desconciertos que fuimos madurando.
Mi perplejidad comenzó no sólo con la Scarparo, sino, como bien decís, con un montón de otras salsas repertorio de bodegones y restaurantes de otras décadas, con una identidad solamente nominal, pero no fáctica.
En este cierre perfecto encuentro un poco de sosiego, y digo un poco, porque “el expediente ñoquis” me sigue carcomiendo (o, mejor, encendiendo). Sin embargo, me encantará tomar estas palabras tuyas como un firme punto de cierre y, al tiempo este texto es un fantástico hito de partida para lo que vendrá.
Que no todo ha sido dicho!
Un abrazo, muchas gracias, Adriana
Notas y referencias:
(1) 2017, De Caria Adriana, “Salsa Scarparo – una que (no) sepamos todos”, en La Instigadora Culinaria, leído el 26 de julio de 2018 en https://lainstigadoraculinaria.wordpress.com/2017/02/21/salsa-scarparo-una-que-no-sepamos-todos/.
(2) 2018, De Caria, Adriana, “Tuco Argentino”, en La Instigadora Culinaria, leído en https://lainstigadoraculinaria.wordpress.com/2018/07/11/tuco-argentino/ el 28 de diciembre de 2019.
(3) 2019, De Caria, Adriana y Aiscurri, Mario, “Indagaciones en torno del tuco. Parte I: Incitación para la Instigadora”, en El Recopilador de sabores entrañables, leído el 23 de marzo de 2019 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2019/03/indagaciones-en-torno-del-tuco-parte-i.html
(4) 2019, De Caria, Adriana y Aiscurri, Mario, “Indagaciones en torno del tuco. Parte III: Las cartas de los restaurantes porteños”, en El Recopilador de sabores entrañables, leído el 2 de noviembre de 2019 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2019/09/indagaciones-en-torno-del-tuco-parte.html.
(4) 2019, De Caria, Adriana y Aiscurri, Mario, “Indagaciones en torno del tuco. Parte II: Yendo de la cocina de la casa a la academia”, en El Recopilador de sabores entrañables, leído el 2 de noviembre de 2019 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2019/06/indagaciones-en-torno-del-tuco-parte-ii.html

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Lucio V. Mansilla: las comidas de la infancia en Buenos Aires de 1840


José Luis Busaniche fue un notable historiador argentino. Nació en Santa Fe de la Veracruz, capital de la Provincia de Santa Fe, en 1892 y falleció en San Isidro, Provincia de Buenos Aires, en 1959. Sus obras más importantes están relacionadas con los bloqueos franco – británicos de 1838 y 1843, el papel que jugó la Provincia de Santa Fe en esas circunstancias, el Gobierno de Juan Manuel de Rosas y la construcción del federalismo argentino. En 1938 publica un libro de lecturas históricas argentinas que reedita en 1959 con el título de Estampas del Pasado. (1) Este libro ha servido de inspiración para la sección “Rescoldos del Pasado” de El Recopilador He rescatado varios textos de la colección, reproduciendo las prolijas referencias de Busaniche.
Lucio V. Mansilla. Los fragmentos que se transcriben a continuación pertenecen al libro Mis Memorias (editado en París en 1904). Tengo un ejemplar digitalizado, pero aquí tomé los fragmentos publicados por Busaniche. (2) Sumario: Repertorio de ingredientes y preparaciones que los Mansilla comían a mediados de los años treinta y principios de los cuarenta del siglo XIX en Buenos Aires. Horarios exóticos de almuerzo y cena. Composición del puchero familiar. Algunas cosas que no quedan claras: ¿qué diferencia había entre pasteles y empanadas?; los bistec de carne fritos en grasa, una vieja receta española, ¿no son, acaso, una preparación que facilitó el ingreso de las milanesas en los hogares porteños algunos años después?; chatasca, ¿una preparación con charqui en Buenos Aires?; cuando habla de pan con manteca, ¿se refiere manteca de cerdo o mantequilla de leche?; en materia de pescados, menciona productos de acceso razonable (pesca del río y bacalao), pero ¿cómo serían las sardinas que solía comer como entremés antes de la cena?; ¿Cómo sería la receta de sopa de arroz a la valenciana?
Las comidas de la infancia en Buenos Aires
“La hora de almorzar llegaba. En la casa había campanillas de alambre. Sonaba la del comedor; una vez, a esta hora; dos, con intervalos, a la de comer. Corríamos con mi hermano dándonos la mano. Las viandas eran pocas, pero asaz variadas: puchero, de carne o de gallina, con zapallo, arroz y acelgas, siempre, algunas veces con papas y choclos (coles, ¡ni el olor!), fariña o quibebe de ordenanza, y pasteles, de los que vendían las negras o negros pasteleros yendo de casa en casa de los marchantes con el tablero cubierto con una bayeta entre un pedazo de género de algodón, nada albo, para conservar el calor de la factura. Pero sabían bien. Empanadas rara vez. Eran muy pesadas. Por otra parte, para tenerlas buenas había que ir al interior. No era comida del litoral, excepto Santa Fe. Las famosas eran las cordobesas, las sanjuaninas, las tucumanas, lo mismo que la rica cazuela, por la proximidad de Chile, era mendocina. Cuando no había puchero, había bistec, carne frita con grasa con un poco de tomate y de cebollas. Y cuando no había bistec, había huevos revueltos y carne fiambre o chatasca, y de cuando en cuando jamón, y generalmente alguna fruta de estación y queso criollo. Café con leche para los grandes, té con ídem para los chicos, con poco pan y manteca, y mazamorra.
”La comida comenzaba con la sopa (solía haber entremés de aceitunas, sardinas y salchichón) de pan tostado o no, o de fideos, o de arroz a la valenciana. Pescado (al que mi padre era aficionado como yo ahora), casi siempre. Era mi padre diestro en comerlo, como un gato. Con las bogas, que no eran tan gordas como las de Santa Fe, decía, se deleitaba. Si no había pescado fresco, había bacalao. Seguía el asado de vaca o de cordero y la ensalada de lechuga o de escarola o de papas o de pepinos, lo que mi abuela Agustina a todo prefería, aunque indigestos, a pesar de sus años; guiso de garbanzos o de porotos, y con más frecuencia de lentejas, muy alimenticias, decían, con huevos escalfados a veces, o albóndigas, o locro o sesos, o molleja, asada o guisada (el plato preferido de mi tío Juan Manuel), patitas de cordero o de chancho o mondongo o humita o pastel de choclo (cosa-papa).
”El postre eran fritos de papas con huevo y harina, polvoreados con azúcar molida, o tortilla ídem con acelgas, cosa inocente, o dulces diversos que se compraban en las casas especialistas del barrio; allá iba la dulcera de una disparada, siendo la más acreditada la de Zelaya. En estos dulces no andaban las manos improlijas de confiteros fumadores, sino manos esmeradas. Como a la hora del almuerzo, había fruta, café nunca ni té. A las ocho y media o nueve, se tomaba lo uno o lo otro. Se almorzaba a las ocho y media o nueve y se comía a las cuatro y media o cinco habitualmente. Entre una y otra colación había algún tentempié, y el mate, va sin decirlo. Había una razón principal para comer temprano, siendo la hora normal las cuatro; que la luz de las casas era poquísima: velas de sebo, de molde, o esperma (después dijeron estearina), lámparas o quinqué (de lo más melancólico diría Espronceda) alimentados con aceite bastante feo de calidad, y olor, por consiguiente. Un utensilio indispensable, entonces, por eso, que ahora se ve poquísimo, eran las despabiladoras, que en las casas ricas las tenían de plata maciza con su correspondiente platillo. De esa escasez de luz viene la costumbre de estar en verano casi en tinieblas, sin más luminaria que la luna. El 25 de mayo y el 9 de julio se ponían candilejas de barro cocido en el cordón de la azotea y en las ventanas y balcones. Éstas eran alimentadas con grasa de potro y una mecha de trapo. Tenían la forma de una taza común, chata, y constituían parte de la preocupación del dueño de casa para que las hubiera en abundancia durante las fiestas. El combustible era también escaso. Raras eran las casas con chimeneas. El calientapiés con brasas de carbón vegetal era el gran recurso. Se vivía tiritando de frío. Y era creencia, que persiste, que el fuego no es sano. En algunas casas, el calientapiés para la cama era un “pelado”, raza de perro que se ha extinguido. El pelado hacía su turno y no pocas disputas ocasionaba.
”Pero como lo prometido es deuda, vengamos a lo que se podía comer antes de la irrupción internacional: carne de vaca, chancho, de carnero, lechones, conejos, mulitas y peludos; carne con cuero y matambre arrollado; gallinas y pollos, patos caseros y silvestres, gansos, gallinetas y pavas, perdices, chorlitos y becasinas, pichones de lechuza y de loro (bocado de cardenal); huevos (de gallina, naturalmente) y los finísimos de perdiz y teruteru; pescados: desde el pacú, que ya no se ve, hasta el pejerrey, y del sábalo no hay que hablar; porotos, habas, maní, fariña, fideos, sémola, arvejas, chauchas, garbanzos, lentejas, espinacas, coles, nabos, zanahorias, papas, zapallos, berenjenas, alcauciles, pepinos, tomates, cebollas, pimientos, lechugas varias (zapallitos tiernos para el carnaval gritaban los vendedores), quesillos y quesos, siendo los más reputados los de Goya y Tafí, y los de Holanda, genuinos entonces; frutas de no pocas clases: higos, uvas, guindas, frutillas, damascos, peras, pelones, melones, sandías, ciruelas, nísperos, naranjas, bananas (escasas).
”Cuando caía granizo en abundancia, se recogía una buena cantidad y se hacían helados de leche y huevo con canela o con vainilla. Todos movíamos el cilindro por turno. Agréguese a esto las conservas alimenticias y todo lo que se me haya quedado en el tintero, y concluyendo con las pasas, los orejones, las nueces, las avellanas, y la pastelería de choclo y harina y los dulces, se verá si dije o no mal cuando aseguré que nuestros abuelos, siendo frugales, comían bien y de lo aconsejado por la moderna higiene.
”Vino se tomaba muy poco en la mesa de mis padres. Mi madre jamás en vida lo bebió, le repugnaba. Mi padre, aunque muy fuerte (tanto, que nunca se había embriagado) tomaba muy poco. El vino que de diario se tomaba, se compraba mandando el botellón, en la esquina de San Pío si era carlón, y en el almacén del jorobado si era priorato; lo cual no quiere decir que no hubiera vinos embotellados en casa. Sí, los había. Algunos estaban enterrados (es muy bueno) en el último patio, que, al efecto, tenía un espacio sin enladrillar. Pero eran para cuando repicaban fuerte: algún santo, el 25 de mayo y el 9 de julio en que había sala plena de convidados de rango. Ese día, nosotros, los muchachos, no teníamos lugar en la mesa, sólo lo había para mi madre, que a los postres se levantaba.” (3)
Notas y Bibliografía: 
(1) 1959, Busaniche, José Luis, Estampas del pasado, lecturas de historia argentina, Tomo II, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
(2) Mansilla, Lucio V., Mis memorias, sin referencias específicas en Busaniche, José Luis, Op. Cit., Tomo II.
(3) Busaniche, José Luis, Op. Cit., Tomo II pp. 111-114.

Los indios patagones y la carne de ñandú (1869)


José Luis Busaniche fue un notable historiador argentino. Nació en Santa Fe de la Veracruz, capital de la Provincia de Santa Fe, en 1892 y falleció en San Isidro, Provincia de Buenos Aires, en 1959. Sus obras más importantes están relacionadas con los bloqueos franco – británicos de 1838 y 1843, el papel que jugó la Provincia de Santa Fe en esas circunstancias, el Gobierno de Juan Manuel de Rosas y la construcción del federalismo argentino. En 1938 publica un libro de lecturas históricas argentinas que reedita en 1959 con el título de Estampas del Pasado. (1) Este libro ha servido de inspiración para la sección “Rescoldos del Pasado” de El Recopilador He rescatado varios textos de la colección, reproduciendo las prolijas referencias de Busaniche.
G. Ch. Musters. Viajero inglés. Llegó a la Patagonia desde Malvinas, realizó una larga excursión y escribió el libro Vida entre los Patagones. Hay una edición en castellano publicada por la Universidad Nacional de La Plata en 1911. El texto relaciona el aprovechamiento comercial y nutricional del avestruz patagónico por aborígenes y blancos, señalando la preferencia de los primeros por el sabor de su carne y de sus huevos.
Los patagones y el consumo de carne de ñandú
“Los avestruces patagónicos son muy ligeros de pies y corren con las alas apretadas, mientras que las demás especies abren invariablemente las suyas. Los primeros siguen también una línea recta en su carrera, salvo cuando dejan el nido, en cuya ocasión, probablemente para que no se les siga el rastro, corren dando rodeos. Su plumaje, es decir las plumas de sus alas, son objetos de comercio que en Buenos Aires obtiene actualmente el precio de su peso, poco más o menos, la libra. Creo que se aprovecha también el tuétano de los huesos de sus patas para hacer pomada, y en un tiempo, si todavía no lo es, fue muy apreciado en Buenos Aires. Para el indio esta ave es inestimable por muchas razones. Además de suministrarle su alimento más favorito, con los tendones de las patas le facilita correas para boleadoras; el cuero sirve de bolsa de sal o de tabaco, las plumas se cambian por tabaco y otros artículos; la grasa del pecho y del lomo, una vez refinada, se guarda en sacos formados con la piel que se saca en primavera, cuando las hembras, como todos los animales patagónicos, excepto el puma, están flacos; la carne es más nutritiva y más sabrosa para los indios que la de cualquier otro animal de su país, y los huevos constituyen un artículo de consumo principal durante los meses de setiembre, octubre y noviembre. /…/ Estas aves, aunque no son palmípedas, pueden nadar lo bastante bien para pasar el río. En invierno no es raro que los indios arreen a los avestruces haciéndolos entrar en el agua, donde el río les humedece las patas y la corriente los echa a la orilla; se les captura entonces fácilmente porque no pueden moverse. Cuando hay nevada se les toma también sin dificultad, porque, al parecer, les perturba la vista el reflejo de la nieve blanca, e indudablemente el plumaje saturado se les hace más pesado. /../. En esa época (se refiere al momento posterior a la puesta de sus huevos), las hembras empiezan a cobrar carne, lo que es una afortunada previsión de la naturaleza para los indios, que no pueden subsistir con carne magra. Cuando la hembras están flacas se las mata para sacarles la piel, abandonando la carne; cosen estas pieles los indios y hacen mantas que venden en las colonias. /…/. El pollo del Rhea (ñandú) no llega a su plumaje o tamaño completo sino en el segundo año, y los indios no lo persiguen nunca a menos de que el alimento esté realmente escaso. Los huevos se comen en toda condición: frescos o pasados, porque los indios no hacen mucha diferencia entre el pollo que no ha salido del huevo y el guanaco nonato. /…/.” (2)
Notas y Bibliografía: 
(1) 1959, Busaniche, José Luis, Estampas del pasado, lecturas de historia argentina, Tomo II, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
(2) Busaniche, José Luis, Op. Cit., Tomo II pp. 156-160.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Milano y Venezia, encantos y desencantos


3 a 9 de octubre de 2018
Nos encanta volver a lugares que amamos. Venecia es uno de ellos. Pongo aquí algunas impresiones del último viaje que hicimos por esos lares… pero antes, algo sobre Milano.
I Milano, lo nuevo y lo viejo en la ciudad del diseño
Dos veces habíamos estado en Milano, pero nunca habíamos salido de los andenes de Milano Centrale… ni siquiera pudimos imaginar el edificio imponente que la misma estación ferroviaria ocupa.
 
  Las imágenes pertenecen al autor

De modo que cuando el servicio de TGV francés arribó, con tres horas de retraso, a la estación Porta Garibaldi, todo era nuevo y sorprendente… la desastrosa impuntualidad del servicio de trenes y la estación soterrada que no conocimos en nuestras experiencias anteriores.
Adicionalmente, cuando salimos a la superficie, no encontramos en medio de una ciudad global, grandes torres de vidrio, hierro y hormigón nos embargó una sensación confusa. ¿Acaso es esto lo que queda de la gran ciudad que llegó a tener estatus de capital imperial de la antigua Roma y es famosa en el mundo por su buen gusto y diseño de indumentaria?
Era muy tarde, comimos en el hotel al que llegamos en un taxi (por suerte pude hacerle entender al tachero que era simpatizante de Nueva Chicago, comparando al equipo de Mataderos con la Sassuolo, el vedrinegro lombardo)… decidimos dejar la exploración de la ciudad para el día siguiente, seguros de que todo se volvería algo más inteligible.
La luz del día y la superación del fastidio por la incompetencia de los servicios ferroviarios franceses nos permitió una mirada distinta… pudimos ver la ciudad con otros ojos.
Decidimos volver a Porta Garibaldi para ver de qué se trataban los edificios que vimos la noche anterior. Andábamos, por cierto, con algún prejuicio que, luego, se vio confirmado. Con Haydée conversábamos y nos decíamos, si es verdad que estamos en la capital del diseño, el barrio de torres modernas con que las ciudades intentan parecerse unas a otras debe ser diferente, debe provocar la paradojal sensación de no parecerse a ninguna otra ciudad en el mundo.
Nuestro hotel estaba ubicado en la calle Finochiaro Aprile, más o menos a mitad de camino entre Piazza Repubblica y Corso Buenos Aires. De modo que, para acercarnos al barrio moderno, tuvimos que atravesar esa plaza. Al llegar a ella, tres cosas me sorprendieron.
Primero fue la vista de un edificio de dimensiones monumentales que se veía rematando el trayecto de la Avenida Pisani que atraviesa la plaza, como a unos 500 metros de donde estábamos ubicados y que no esperaba encontrar allí. Luego sabría, en realidad al día siguiente cuando tuve que seguir viaje, que se trataba de la estación de trenes Milano Centrale.
El segundo, que el desarrollo urbanístico moderno que pretendíamos reconocer comenzaba casi ahí mismo, como a unos cien metros más allá sobre la dirección y el sentido de nuestra andadura y, finalmente, que por allí transitan tranvías en servicio tan antiguos como los de Lisboa.
Desde el cruce del Viale della Liberzione y la Vía Galileo Galilei hasta Porta Garibaldi se extiende el barrio que se había transformado en nuestro objetivo de reconocimiento. Pareciera que, en este nuevo centro, el diseño moderno se enorgullece de estar inserto en el entorno de la ciudad neo clásica. El punto culminante del barrio es la Piazza Gae Aulenti, a poco más de 50 metros de Porta Garibaldi.
Cruzar el nuevo barrio, darle la espalda al primer edificio de grandes dimensiones y ver pasar los tranvías sobre una calle que conserva pavimento de adoquines en perfecto estado de conservación es una sensación especial, un equilibrio que lamentablemente no podemos ver en Buenos Aires… y me atrevería decir que tampoco en Madrid, Barcelona o París (por ejemplo, en lo personal, pocas construcciones me parecen más feas y desubicada que la pirámide del Louvre).
Esa sensación inicial sumada a la imagen de la fuente en la Piazza Gae Aulenti permitió alimentar de certeza nuestro prejuicio, Milán es una ciudad única… No tengo conocimientos técnicos para sostener esa afirmación; pero nuestra mirada subjetiva de viajeros curiosos así lo percibió: este barrio que intenta que la ciudad se parezca al resto de las grandes ciudades del mundo, logra lo contrario.
Terminamos la mañana en la Piazza del Duomo y la Galeria Vittorio Emanuele II. Nuestra larga caminata por la Vía Alessandro Manzoni no hizo otra cosa que confirmar esa visión de la ciudad… y, por la tarde, la recorrida del Corso Buenos Aires, también.
II Volver a Venecia
Sí, sí, otra vez en Venecia. Esta vez recorrimos los lugares habituales de los sestieri de San Marco y San Polo. Los embarcaderos de San Marco, el mercado de Rialto y todas esas calles atestadas de turistas. Volvimos a los sitios apacibles de Castello y Dorsoduro que son menos concurridos por la masa de turistas. Fuimos a nuestros restaurantes predilectos sobre la calle Frezaria (Querubino y Osteria San Marco). Descubrimos un restaurante maravilloso llamado Estro en el límite tripartito entre Dorsoduro, San Polo y Santa Croce… todo bello, todo reconocible, todo amigable.
Tomamos sptiz de Aperol en bares al atardecer. Disfrutando de Venecia bajo la lluvia. Es decir, hicimos lo habitual; pero el sábado nos propusimos otro recorrido… nos internamos en el sestiere de Cannaregio, buscando el Ghetto di Venezia.
Todo va bien, cuando se camina por la Strada Nuova y la calle del Pistor, los turistas vienen y van por ellas con fruición, no tan histérica como en San Marco y Rialto, sino pertinaz y relajada, la vía es larga y hay que caminarla. Ahora bien, cuando uno se aparta de esas calles, el paisaje urbano cambia casi abrutamente; pero no en el mismo sentido que en Castello y Dorsoduro, donde los barrios cuidados parecen tener una profusa cantidad de habitantes.
Cannaregio, por las callejas que anduvimos, parece ser un tanto más desangelado, el deterioro de los edificios está más acentuado y muchos de ellos parecen estar vacíos. Nos surgió una gran duda, ¿el barrio es realmente así o esta sensación que tuvimos estaba relacionada, simplemente, con el hecho de que estábamos allí en el mediodía de un sábado?
La señalética urbana nos indicó que estábamos en el área del Ghetto. Una sensación de pobreza y reclusión parecían adueñarse de las calles, había poca gente en ellas. Sólo vimos algunos judíos vestidos a la manera ortodoxa que dialogaban en la plaza que se abre en la Calle del Ghetto Viejo, cerca de la sinagoga y pocos turistas que parecía haber perdido el rumbo… y un grupo de jóvenes que recorría el barrio con un guía o profesor.
La mayoría de los negocios estaban cerrados. Algunas luces encendidas dejaban entrever que muchos de ellos eran viejas tiendas de barrio sin el glamour de los locales de áreas más turísticas de la ciudad. Otros encerraban expresiones artísticas no ausentes de refinamiento, como si se tratara de la expansión de atelieres de artistas locales.
Era sábado y reinaba un gran silencio en el Ghetto… imaginé que seguramente la población se había recogido en sus hogares cumpliendo con los preceptos del sabath… tal vez, ello explique la primera impresión que nos provocó llegar a este sitio de la ciudad que parecía vacío, mostrando paredes desnudas y desconchadas que se exhibían como dando testimonio de que allí se vivieron injustas y penosas exclusiones sociales…
Esa nueva impresión se nos hizo una certeza razonable. Llenos de sobrecogimiento abandonamos el Ghetto con la promesa de volver, alguna vez, en un día de semana.
III Murano
El último día en la Laguna Veneta lo pasamos en Murano.
En un viaje anterior, nos gustó la ubicación del hotel LaGare Venezia. En el centro de la isla de Murano. Esta vez nos pareció una buena idea pasarnos una noche allí y así lo hicimos.
Murano es una pequeña isla industrial cargada de una larga historia en torno del desarrollo, producción y mejoramiento continuo del cristal que lleva su nombre. La exposición permanente del museo dedicado al producto es verdaderamente instructiva y, para quienes disfrutamos de las maravillas de diseño en torno del cristal, un placer imperdible. Allí, los objetos que se exhiben están grávidos de historicidad… unos puede imaginarse a burgueses y artesanos buscando las variantes que les permitan ventajas competitivas en relación con los cristales de Bohemia.
Durante el día, la isla se encuentra en plena actividad productiva y comercial y se puede caminar por ella acompañado por gran cantidad de turistas que van hasta allí por algunas horas con la finalidad de chusmear y, quizás, comprar algo que, de todas maneras, resultará difícil de transportar. Hay restaurantes más que razonables (me encantan las sarde in saor que ofrecen en la Trattoria Ai Frati), artistas callejeros y, cuando está presente, más sol que en Venecia.
Al atardecer la ciudad se recoge. Si el día está bueno, es sumamente placentero caminar por las calles casi desiertas. En ese momento, la Laguna Veneta tiene otra dimensión. Una paz tierna y exótica llena el corazón en un sitio en donde casi todo lo que se ve es pura creación humana, salvo el agua, claro está.
Por la noche no queda más que cenar en el hotel e irse a dormir. Pensando que en la multitudinaria Venecia, ocurre algo parecido después de las once de la noche, no está mal imaginar que sería muy disfrutable alojarse, en futuras estadías, en Murano e ir y volver en la lancha colectiva a Venecia y, por qué no, a Burano y Torcello… Lido es otro plan, hay demasiados autos.
¡Ah! Las tendenciosas exhibiciones de los maestros cristaleros en una de las fábricas son también un espectáculo imperdible… para los que somos torpes con las manos, el accionar de estos trabajadores parece poseer una magia incomprensible.