2022, junio
11 a 20
Los cuidados por la pandemia del COVID han trastocado muchas cosas. Es
cierto que redujeron considerablemente la cantidad de casos fatales; pero
también lo es que hemos perdido contacto con actividades que solíamos realizar
con frecuencia.
En lo particular, hasta la aparición de las vacunas, en casa hemos
vivido casi encerrados. Luego fuimos asomando la cabeza en esporádicos
encuentros familiares y amicales que, afortunadamente, se han tornado cada vez
más frecuentes. Sin embargo, nos faltaba rencontrarnos con la posibilidad de
hacer algún viaje.
Este modesto recorrido por algunas ciudades importantes de la Provincia
de Buenos Aires fue una compensación largamente anhelada. Hablo de modesto
recorrido porque Haydée y yo no hicimos otra cosa que expandir los encuentros
familiares más allá de las fronteras de la Ciudad de Buenos Aires.
Efectivamente solo fuimos a Mar del Plata, Olavarría y Nueve de Julio a
reencontrarnos con parientes y amigos… y sin embargo, si se lo piensa bien,
pued que no haya sido tan modesta la andadura.
Intentaré ensayar unas pocas notas que relaten las experiencias vividas,
yendo más allá de lo personal.
I Mar del Plata
En la muy galana costa que Juan de Garay alcanzara en 1580, nos
esperaban los sobrinos de Haydée y la querida amiga María Inés Pacenza que el
lector recuerda por haber compartido con nosotros las recetas familiares de
confituras navideñas calabresas. (1)
El frío fue particularmente intenso, pero el sol frente al mar nos
reconfortó de manera amigable. El primer día recorrimos las playas desde los
lobos marinos de Fioravanti hasta los primeros balnearios de La Perla. El
segundo, recorrimos la Avenida Colón desde la calle Entre Ríos, en donde nos
alojábamos, hasta la Avenida Patricio Peralta Ramos.
De tan habitual, el monumento al lobo marino nos parece casi una
obviedad, un lugar común, casi un ornamento intrascendente. Sin embargo, hay
que detenerse frente a él, rodearlo y mirarlo desde todos los ángulos para
darnos cuenta de que estamos frente a una obra notable de un artista de genial
singularidad. No es el único lugar en el que don José Fioravanti dejó su
huella. Sin un listado exhaustivo, no podemos dejar de admirar su labor en el Monumento
a la Bandera en la ciudad de Rosario y la estatua ecuestre y monumento de Simón
Bolívar en el Parque Rivadavia de la Ciudad de Buenos Aires.
Esta escultura erigida en simétrica armonía con los majestuosos
edificios diseñados por Alejandro Bustillo (Casino y Hotel Provincial) nos da
la dimensión de un patrimonio mágico que es necesario preservar. Sin embargo,
me paré frente al conjunto y no pude dejar de sentir otra cosa. Además del
valor patrimonial, este conjunto monumental es el signo identitario de una
ciudad bella y única, a la que siempre quiero volver.
Efectivamente, todo es bello en ese recorrido,
estética y sentimentalmente; pero siempre hay algo que lo afea y le da
terrenidad que preocupa y asusta. Algunas áreas de los edificios monumentales y
el solado de la rambla exhiben un deterioro perceptible… Además, la higiene
urbana brilla por su ausencia.
La segunda caminata, por la Avenida Colón, tuvo un objetivo
intrascendente en sí mismo. Caminar por una de las avenidas más importantes de
la ciudad y llegar a Tío Curzio para tomar algo frente a la hermosa vista de
Playa Varese. Los ascensos y descensos por la Avenida proporcionan sano
ejercicio y la vista frente al café, regocijo.
Sin embargo, a poco de llegar, abandonamos la recta de nuestra andadura.
Así fue que recorrimos las dos manzanas delimitadas por las calles Alvear,
Moreno, Viamonte y la propia Avenida Colón. Allí hay una importante
concentración de edificios declarados “Bienes Patrimoniales” por la
Municipalidad de General Pueyrredón (Ordenanza N° 15.728) y por distintas norma
de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos.
No dejamos de admirar la belleza de cada uno de esos edificios. Una
admiración frustrada a medias por el éxito de la vocación destructiva que en
Mar del Plata se enseñorea como en cualquier otra ciudad del país. ¿Están los
edificios? Sí ¿Están preservados? En distinto grado, pero también… pero les han
restado del paisaje urbano que conformaron cuando fueron levantados. Cada uno
ellos está rodeado por inmensas moles de los edificios modernos que no sólo
invaden el paisaje, sino que también se erigen como amenaza. El restaurante Tío
Curzio, por ejemplo, exhibe con orgullo su condición de edificio patrimonial, pero,
a sus espaldas, se levanta una torre de más de veinte pisos.
La historia no es nueva, claro está. En los años sesenta, se
construyeron las primeras torres que destruyeron la armonía generada por los
edificios que Alejandro Bustillo había construido treinta años antes.
Pero uno puede mirar las cosas al revés y compensar la amargura por la
destrucción de ese paisaje urbano patrimonial, por la contemplación de los
edificios protegidos, algunos de ellos con excelente grado de conservación. Durante
la caminata, empezamos por el impresionante chalet que sirve de sede del Museo Municipal
Juan Carlos Castagnino (Alvear y Colón), edificio conocido como Villa Ortíz
Basualdo. Bajando por Alvear se encuentran, entre otros, la Villa Blaquier
(Alvear y Bolívar), la Villa Kelmis (Alvear y Moreno), conocido también como
Chateau Frontenac y, volviendo por Viamonte, la Villa Normandy (en la esquina
de esta calle con la Avenida Colón).
Disfrutando el paseo llegamos a Tío
Curzio, donde tomamos café balconeando sobre Playa Varese y observando, lo que
ya habíamos visto en el día anterior, varios barcos de pesca de gran porte
anclados a pocos metros de la costa. ¿Qué estarían pescando? No pudimos
saberlo.
Ya he publicado unas notas sobre la cocina de restauración marplatense,
(2) de modo que no llamará la atención del lector que nuestros encuentros con
los afectos hayan tenido como escenario la mesa de algunos restaurantes siempre
recomendables de la ciudad. Allí la celebración de la unión con los afectos
suele ser un ritual impecable.
Empezamos por Once y Veinte, casi en el extremo del barrio de La Perla.
Se trata de un restaurante pequeño, bien puesto y sin pretensiones de lujo y
gourmandise. Allí es donde Nani, su cocinero propietario, ofrece platos
tradicionales hechos con delicadeza y buen gusto (lo que mi amigo Pancho Ramos
suele denominar cocina honesta). Efectivamente comí la mejor lengua a la
vinagreta de mi vida (bien cocida, bien cortada y condimentada con moderación y
frescura).
Con María Inés comimos en un restaurante de Playa Grande, sobre la calle
Alem, Biko. En el mismo tipo de cocina que Once y Veinte, pero con ciertas
pretensiones de modernidad en el estilo y el diseño del local y los platos, sin
que por ello pierda autenticidad. Comí unos deliciosos malfatis acompañados por
una salsa fileto genuina (los filetes de tomate enteros se percibían en la
salsa con delicada presencia, cocidos pero no desechos, sin estridencias de
acidez natural o dulzura ficticia). Como despedida, tomamos una copa de una muy
buena sidra seca de Río Negro. El infrecuente nombre que alude a las luchas
civiles contra al apartheid sudafricano, esa invocación y el origen rionegrino
de los propietarios hicieron el resto.
Como Mar del Plata no es sólo pasta, sino también pescados y mariscos,
fuimos por ellos en el restaurante del Club de Pescadores. Allí disfrutamos de
la abigarrada algarabía de una parrillada de pescados y mariscos. No todo
estaba súper bien en ella, pero los puntos destacados y la vista de la Playa
Bristol compensaban algún que otro defecto. Desde el punto de vista del
servicio hubo una sola falla, el plato con agua tibia y limón para comer con la
más entera libertad tuve que pedirlo.
La apoteosis de nuestras comidas fue en uno de los restaurantes de pesca
que más me gusta frecuentar cuando visitamos la ciudad, Lo de Tata. Me gusta la
sencillez con que te sirven la pesca del día. El pescado es fresco de verdad y
sólo lleva un grillado leve que lo cocina en un punto justo, viene siempre
acompañado con papas al natural y espinacas salteadas.
Nos quedó pendiente darle una
revancha a la Trattoria Napolitana de la familia Véspoli. La última vez que
comimos allí (hace como cinco años) fue una experiencia fallida, producto
quizás de una mala noche en la cocina.
II Olavarría
En Olavarría, el ritmo fue diferente. Hicimos un par de paseos, sí; pero
comimos siempre en las casas de mi tía y de mis primos, a excepción de los
desayunos que tomamos en el Café de Vega.
La primera mañana de nuestra estadía se presentó fría, pero muy soleada.
Como no había viento, incitaba a caminar. No tuvimos mejor idea que recorrer el
Parque Mitre por ambas riberas del Arroyo Tapalqué. Sobre la calle Hornos hay
un pequeño embalse, muy bello por cierto. No todas las calles que transcurren
perpendiculares al arroyo tienen paso vehicular, lo cual es una bendición para
los viandantes. El resto de las arterias que lo cruzan, comunican las dos
riberas a través de puentes peatonales colgantes.
El Parque es bello y limpio, las riberas están muy bien cuidadas y
arboladas. Sólo vivimos un incidente muy desagradable. Una cuadrilla,
supuestamente municipal, estaba podando un eucaliptus añoso de una manera
salvaje. Una vecina muy enojada nos pidió que fuéramos sus testigos. Increpó
duramente a los podadores quienes dijeron pertenecer, efectivamente, a la
organización municipal y haber hecho cursos de poda allí mismo, dando el nombre
que les impartió la funcionaria municipal que los había enviado para realizar
esa tarea. Expongo una foto que da cuenta.
Me quedé pensando, tal vez rodeado de prejuicio de porteño. ¿Cómo es que
una ciudad que está en el medio del campo tenga tan mala relación con la
naturaleza? Bueno, pensé, Olavarría se piensa a sí misma como ciudad agraria,
pero también como ciudad minera. Tal vez, la incesante extracción que esta
actividad supone… Pero, no, la mala relación con la naturaleza puede aparecer
en todos lados. Me acordé que la última vez que estuve en la estación Doce de
Octubre (Partido de Nueve de Julio), había un basural a cielo abierto de por lo
menos una hectárea de extensión a poco más de cien metros de la traza urbana
del pueblo que tiene 300 habitantes y está rodeado de chacras y estancias.
Me quedé viendo como los empleados
municipales se llevaban una camioneta llena de leña que vaya a saber a dónde depositarían…
como cuando remueven los adoquines de alguna calle de Buenos Aires, pensé.
El día siguiente amaneció con una niebla impenetrable y un aire mucho
más destemplado, nuestra caminata fue mucho más modesta, recorrimos los
edificios del centro cívico (la iglesia, el palacio municipal, el Banco de la
Nación Argentina y el teatro municipal).
Me impactó el fuerte contraste que se percibe en la iglesia. Tiene una
fachada con evocaciones neoclásicas y una puerta lateral modernísima, al igual que
su interior, las naves y el vitral que se encuentra detrás del altar,
reemplazando el retablo.
De lo poco que recorrimos, vimos otros edificios de interés como el café
de Vega y la fábrica de fideos Aitala. Edificios más que centenarios ubicados
en dos esquinas consecutivas por la calle Coronel Suárez (esquinas Vicente
López y Alsina, respectivamente). El primero ocupa una parte del edificio que
supo ser un almacén de ramos generales. El segundo, siempre fue una fábrica de
pastas secas.
Hay mucho más. Incluso un detalle
que embellece la ciudad pujante y moderna con animada vida nocturna: la fuerte
tendencia a la conservación de los edificios de estilo italianizante con
ladrillos a la vista.
He dicho que salvo los desayunos en el Café Vega, hemos comido siempre
en la casa de tía Mari y de mis primos. Tres noches en casa de la tía. ¿Quién
cocinó? Ustedes lo saben muy bien, mi prima Nancy. (3)
La primera noche hizo empanadas fritas. Cuando llegamos estaba haciendo aún las tapas. Me encanta verla cocinar. Se mueve con seguridad y ligereza y conversa como si no estuviera haciendo nada. Hizo cinco docenas de empanadas para ocho que éramos a la mesa. Empezó a armarlas y, cuando se quedó sin el relleno de carne, se sumergió en la heladera y sacó un relleno de verduras, seguramente la sobra de una pascualina o de unos canelones que habría hecho en los días anteriores. Se terminó este relleno, buscó jamón y queso y siguió haciendo empanadas. Finalmente, hizo un par de docenas más de empanadas pequeñas que rellenó de dulce de membrillo.
Para las noches siguientes, hizo sus famosos sorrentinos con estofado y
una bondiola con cebolla y cerveza negra. (4) En mi modesta opinión, esta
última era una carbonada flamenca cuya receta encontró por la internet. La acompañó
con verduras horneadas y saltadas en un disco de arado, cocinadas por separado
que luego mezcló en el disco. De postre. Los sorrentinos recibieron una
creación personal hecha con flanes y frutas. La coronación final fue un
tiramisú delicioso que coronó la bondiola a la cerveza negra.
Mis primos se lucieron con sendas parrilladas. Carlos con asado de tira,
chorizos y morrones asados rellenos de queso que preparó Raquel, su esposa.
Luis con asado de cerdo en el que destacó un matambre a la pizza. Teresa su
esposa, que es española, preparó una tortilla a mi pedido (aduje que me la
había prometido hacía casi veinte años, lo cual era cierto). Ella suele
preparar una tortilla más a la manera argentina; pero esta vez siguió la receta
de su madre, con papas confitadas. He comido en España tortillas de este
estilo, pero me parece que ésta fue la mejor.
Todas las comidas fueron preparadas
con abundante presencia de vegetales. De modo que la carga no era tan intensa
como aparece en la descripción. Tomamos buenos vinos que mis primos adquirieron
en distintos lugares (Saldungaray, Las Grutas, General Alvear y San Rafael en
Mendoza, etc.)… y el pan, tan importante en la mesa familiar, fue galleta de
puño en casa de tía Mari y de Carlos y galleta trincha en casa de Luis.
Había prometido reducir las cuestiones estrictamente personales al
mínimo. Sin embargo, ¿qué es un viaje? Contemplar de paisajes urbanos y rurales
y disfrutar de la buena mesa. Pero, sería impropio reducir la buena mesa a un
plato de comida bien elaborado que despierte nuestros sentidos. Para
despertarlos definitivamente es necesario contar con comensales que alimenten
nuestro apetito de comunicación y afecto.
En nuestros viajes, Haydée y yo disfrutamos solos de la comensalía, pero
a veces, sólo a veces. El contexto de comer con la familia y los amigos es una
de nuestras elecciones predilectas al planificar un viaje. Esta vez no sólo no
fue la excepción, sino el centro de nuestro recorrido.
En esta etapa en Olavarría, las comidas con los primos Aiscurri se
transformaron en una suerte de celebración, en un ritual propiciatorio que hizo
circular el afecto que nos sentimos, intenso y profundo, desde que éramos niños
y nos encontrábamos dos fines de semana al año, uno en Dudignac y otro en Doce
de Octubre.
Quizás debamos estas celebraciones a
nuestros padres que disfrutaban de ellas cuando ellos eran jóvenes y nosotros
pequeños. Por eso salimos de Olavarría con la certeza de que otro tanto nos iba
a ocurrir en Nueve de Julio con tía Chocha Aiscurri, la hermana menor de
nuestros padres, y los primos Arizcurre que tanto queremos.
Lo cierto es que, durante tres días,
Olavarría volvió a ser Dudignac.
III Nueve de julio
Siempre he sentido que la inconmensurable llanura bonaerense era el
paisaje más placentero que podía disfrutar. Cada vez que tomaba unas
vacaciones, o emprendía un simple viaje de pocos días, que comenzaba en auto, alcanzaba
con llegar al campo en la Provincia de Buenos Aires para sentirme relajado. Ese
verde inconmensurable, homogéneo y llano me producía un efecto sedante que me
permitía dejar de lado la agresividad cotidiana que viví siempre en la gran
ciudad.
¿Dije verde inconmensurable, homogéneo y llano? El lector me objetará
que esa monotonía no es digna de ser contemplada como el Cerro de los Siete
Colores y las Cataratas del Iguazú, por solo mencionar dos sitios de nuestro
bello, largo y trajinado país. Responderé a esa objeción diciendo que sobre
gustos no hay disputas y que solo hablo de sensaciones personales que quiero
compartir. También debo decir en favor de mi gusto que tal homogeneidad y monotonía
no existen.
De Mar del Plata hasta Nueve de Julio hay quinientos kilómetros.
Trescientos hasta Olavarría y dos cientos más hasta El Nueve. Quienes recorran
el circuito de la Ruta Nacional 226 y la Ruta Provincial 65 apreciarán que ambos
trayectos son bien diferentes. En Mar del Plata, el mar matiza la monotonía de
la llanura y, por lo menos desde Mar del Plata hasta Tandil, la planicie es
interrumpida por bellas serranías que vuelven a aparecer a pocos kilómetros de
llegar a Olavarría.
En ningún caso, estas serranías interrumpen abruptamente la llanura
feraz. Tal es así que Olavarría que debió su desarrollo principalmente a la
producción de cemento, se concibe a la vez como ciudad agropecuaria y minera.
En el camino a Nueve de Julio la
llanura es casi enteramente plana, casi sin lomadas siquiera.
La continuidad de nuestro viaje tuvo a la galleta de campo como protagonista.
Tía Chocha nos esperaba en su casa con una enorme galleta que consiguió en una
panadería del pueblo, el enorme pueblo que, en mi corazón, es la Ciudad de
Nueve de Julio.
Esta vez no hubo caminatas, sólo desfrute de las comidas familiares con Tía Chocha (dos cenas) y los primos Arizcurre (dos almuerzos).
Tía Chocha venía diciendo, en nuestras charlas telefónicas, que la
última vez que estuvimos con ella no me había atendido bien, cosa que no fue
así, por cierto. Pero, ¿qué era para mi tía atenderme bien? “Antes hacía
empanadas, ahora, ni eso”. De modo que esa primera noche, en la cocina de la
calle Mendoza, había empanadas fritas que ella misma preparó con la asistencia
de su hija, mi prima Cecilia.
Esas empanadas fueron tan memorables como las que había servido mi prima
Nancy; pero con una diferencia. Las empanadas de Nancy son muy buenas porque
hace las tapas con las recetas de tía Chocha que ya publiqué en El Recopilador de sabores entrañables.
(5) En realidad, Nancy, mi primo Carlos y yo usamos esas recetas que difieren
un poco según se trate de empanadas fritas u horneadas. De modo que estaba
frente a una bandeja de humeantes empanadas auténticamente originales.
Esa noche, en casa de Tía Chocha,
las empanadas volvieron a ser un manjar de regalo, tal como las concibieron los
hispano magrebíes hace más de setecientos años. (6)
Julio Arizcurre y su familia nos recibieron con su habitual hospitalidad,
y más que ello, afectuoso compañerismo. Ni bien llegamos a casa de tía Chocha,
llamé a Julio por teléfono y, a los cinco minutos estaba con Norma en esa
cocina compartiendo la charla en torno del mate (que está vez, por razones
sanitarias, aún no nos atrevimos a compartir físicamente).
Al día siguiente, Julio y Norma nos recibieron en su bella casa, en uno
de los bordes de la ciudad. Asado y ensaladas en abundancia. Fuimos con Chocha
y compartimos la mesa con el padre de Norma, don Becho (Carlos Rodríguez).
También estaba mi prima Susana Arizcurre, hermana de Julio.
La charla nos llevó a La Rioja Española y a las carreras de karting de
la Provincia de Buenos Aires.
Norma contó que había ido a verlos un primo suyo, Edgardo Rodríguez, y
nos mostró un libro autobiográfico que hablaba de su familia. La obra
profusamente documentada, además de ilustrada con una gran colección de imágenes
y fotografías, exponía las memorias de Edgardo, a la sazón arquitecto que
reside en el barrio de Belgrano.
El arquitecto Rodríguez arrancaba su relato con la historia de sus
abuelos que nacieron en Anguiano (sí, sí, en La Rioja Española). Fue
maravilloso para todos, especialmente para Norma descubrir Anguiano. Conté del
famoso baile con zancos, diciendo que podían entrar en YouTube para ver ese
espectáculo imperdible. Ni lerdo ni perezoso, Julio encendió el televisor que
presidía la sala, buscó y encontró unas escenas maravillosas de Anguiano y sus
bailarines. Aproveché para pedirle que mostrara imágenes de la Villa de Igea,
en donde nacieron los hermanos de apellido Aiscurri y Arizcurre, es decir,
nuestros abuelos.
La charla siguió amable y Julio aprovechó para mostrarnos algunas
carreras de karting en las que sus hijos, Gustavo y Fernando, participan. A los
postres se sumó mi primo Jorge Arizcurre, gran campeón de ciclismo
nuevejuliense.
Siempre recuerdo que cuando iba a ver a mis abuelos, ya adolescente, me
gustaba leer el diario del pueblo. En él aparecían las hazañas de un Jorge que
tenía un apellido parecido al mío. Si preguntaba quién era, y Chocha decía que
era un primo, un nieto del tío Juanito. Si preguntaba por las diferencias de
apellido, contaba que mi abuelo y su hermano Juan había traído esos apellidos
diferentes desde España. Años después pude entender que los apellidos de mi
abuelo, y los de sus hermanos y hermanas, diferían según la parroquia en la que
habían sido bautizados.
Al día siguiente, el almuerzo consistió en un lechón frío,
impecablemente asado por Julio.
Nos despedimos de la familia Arizcurre
prometiendo volver a vernos, como seguramente ocurrirá.
La última noche de nuestro viaje cenamos en casa de tía Chocha. Había
pollo al horno con papas que la tía preparó a medias con su hija Cecilia quien,
a su vez, hizo unos canelones de verdura. Sólo comí canelones y abrí la galleta
ampulosa… ¡Qué placer hundirme en la textura levemente astringente de esa miga
delicada y sabrosa! No hay otro pan que se le parezca, lo puedo asegurar.
Después de comer, tía Chocha trajo algunas fotos que me remontaron a la
infancia y la juventud, mientras yo seguía pellizcando la miga de esa galleta
que se ofrecía sensual sobre la mesa… a la postre, no supe si eran las fotos o
esa miga las que me transportaban al pasado.
Finalmente, la tía sacó un documento antiguo de su caja de fotos. Era un
manuscrito que tenía más de cien años. Me pidió que esa noche descifrara el
contenido. Sencillamente era una certificada del acta de nacimiento de mi
abuela Agustina fechada en 1913. ¿Pero cómo? ¿No era que mi abuela, nacida en
1901 había llegado con su familia en 1908? “No, querido, primero vino mi abuelo
y luego su esposa con los cuatro hijos mayores… mi madre siempre decía que
había llegado a La Argentina con doce años.”
Ese papel me incitó a retomar una búsqueda que empecé hace casi treinta
años, cuando quería registrar el rumbo de los igeanos en La Argentina… pero,
no. Ya hacía muchos años que esa búsqueda había perdido sentido en mi espíritu,
y no sólo por los impedimentos materiales (entre otros, la ímproba tarea de
recuperar los documentos escritos en esa época), sino porque también había
perdido el deseo de hacerlo.
Efectivamente, cuando estuve por primera vez en La Rioja Española, pude
hablar con el párroco de Igea, a la sazón, Don Víctor. El amable cura me señaló
la biblioteca que había en su despacho. En ella se conservaban los libros con
las actas de bautismo de los niños nacidos en la Villa desde 1547 y me dijo,
“están a tu disposición, busca lo que quieras”. “No, le respondí, sólo quiero
saber cómo viven los riojanos hoy”.
Es que efectivamente sentí que el ciclo de mis búsquedas se había
completado cuando anduve las calles de Igea por primera vez… Ahora que evoco
esos momentos, me doy a pensar si el ritual de esa noche en la cocina de Tía
Chocha fue realmente sumergirme en el pasado o, si era simplemente una manera
de reconocerme a mí mismo en esas fotos y en la miga de la galleta.
Al día siguiente, salimos del Nueve,
con los abundantes restos de la galleta, y frutos del limonero de Norma y del
Naranjo de tía Chocha, poniendo fin a nuestro recorrido por el país de la
galleta… por supuesto que le devolví el documento a la tía y prometí volver,
cosa que haré como lo he hecho siempre.
¿El país de la galleta? Sí. Siempre los viajes comienzan cuando
empezamos a planificarlos. Llamé a mi primo Luis Aiscurri en abril para su
cumpleaños y le conté que iríamos. Aproveché para contarle también de mi
exploración sobre la galleta de campo en Suipacha. Brevemente le conté las
diferencias que había entre la galleta de puño, la galleta trincha y la galleta
de piso. (7) Con atrevimiento le pregunté si se conseguían galletas en
Olavarría. “No sé, me dijo, pero voy a buscar.”
En Mar del Plata, siempre hay buen pan, pero nunca comí galleta. De modo
que no esperaba encontrarme con ellas. Sin embargo, en el desayuno del hotel
había unos hojaldres de grasa que, en la Ciudad de Buenos Aires, solemos
denominar “libritos” y, en Córdoba llaman “crioios”. No era galleta, pero sí su
primo hermano. Fue el único pan que comí en esos desayunos que tomamos en esos
días.
En Olavarría, la picada que sirvió mi prima Nancy, como entrada a sus
empandas fritas, estaba acompañada por un pan con forma de bollo. Cuando probé
su miga, dije “Uppps, pero si esto es galleta de puño”. Esa galleta nos
acompañó en todas las comidas, pero en casa de Luis no estaba sola, había
también panes criollos, es decir, galleta tricha… de modo que mis primos me
agasajaron con galletas que pusieron sobre la mesa sin alarde de ello, casi en
silencio.
En el final, esa galleta enorme que
consiguió tía Chocha y que traje a la Ciudad de Buenos Aires, no sin antes haber
compartido, haber dejado una parte en Nueve de Julio.
Los viajes tienen tres momentos
culminantes, cuando decidimos hacerlos y los planificamos, cuando hacemos la
andadura y cuando regresamos felices a casa. En mi caso particular, me gusta
registrarlos en notas simples y sencillas como éstas.
Notas y referencias
(1) 2020, Aiscurri, Mario, “Cannariculi, chichiriquiata y cellepiene,
dulces calabreses de Navidad”, en El
Recopilador de sabores entrañables, leído en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2020/07/cannariculi-chichiriquiata-y-cellepiene.html
el 25 de junio de 2021.
(2) 2020, Aiscurri, Mario, “Ochenta leguas al sur, sobre una galana
costa, Mar del Plata cocina”, en El
Recopilador de sabores entrañables, leído en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2022/04/ochenta-leguas-al-sur-sobre-una-galana.html
el 25 de junio de 2021.
(3) 2014, Aiscurri, Mario, “Las mujeres de hoy en la cocina III – Nancy
Aiscurri”, en El Recopilador de sabores
entrañables, leído en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2014/03/las-mujeres-de-hoy-en-la-cocina-iii.html
el 26 de junio de 2022.
(4) 2014, Aiscurri, Mario, “Sorrentinos de Nancy Aiscurri”, en El Recopilador de sabores entrañables,
leído el 1° de julio de 2022 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2014/03/sorrentinos-de-nancy-aiscurri.html.
(5) 2012, Aiscurri, Mario, “Tapas para empanadas”, en El Recopilador de sabores entrañables,
leído el 27 de junio de 2022, en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2012/05/tapas-para-empanadas.html
y 2021, Aiscurri, Mario, “La tía Chocha y la receta de mis empanadas –
Revisión”, en ídem, leído el 28 de junio de 2022 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2021/10/la-tia-chocha-y-la-receta-de-mis.html.
(6) 2017, Abad Alegría, Francisco, En
busca de lo auténtico (Raíces de nuestra cocina tradicional), Gijón, Trea
S. L., pp. 221-223.
(7) 2022, Aiscurri, Mario, “La galleta, auténtico pan de
campo en las llanuras argentinas, entre mi magdalena de Proust y el patrimonio
alimentario bonaerense (Parte I)”, en El
Recopilador de sabores entrañables, leído el 15 de octubre de 2022 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2022/07/la-galleta-autentico-pan-de-campo-en.html
y “… (Parte II)” en ídem, leído en ídem en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2022/07/la-galleta-autentico-pan-de-campo-en_30.html.
Hermosa cronica !!!
ResponderEliminarGracias, Raúl
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