17 y 18
de octubre de 2014
“Ay,
lunita tucumana,
tamborcito calchaquí,
compañera de los gauchos
en la senda del Tafí.
tamborcito calchaquí,
compañera de los gauchos
en la senda del Tafí.
...
”En
algo nos parecemos,
luna de la soledad,
yo voy andando y cantando
que es mi modo de alumbrar.”
luna de la soledad,
yo voy andando y cantando
que es mi modo de alumbrar.”
(Yupanqui,
Atahualpa, “Lunita tucumana”)
I
Una
amonestación proferida con justicia
Me
gusta planificar los viajes. Busco información, imagino qué quiero
encontrar, procuro no perderme nada de lo que me interesa (luego,
claro está, viene el momento de congeniar mi interés con el de
Haydée). Después el viaje dicta su verdadero itinerario, te
sorprende con cosas que no habías previsto y te lleva
indefectiblemente a la conclusión de que le hubieses dedicado más
días a cada lugar para tenerlo todo. La pretensión es vana, por
supuesto, no se puede tener todo lo que se desea de un viaje. ¿Cómo
dejar de enfrentar el atisbo de una frustración? Simplemente,
pensando que no se puede correr tras el viento y que lo que quedó
pendiente nos llevará a desear otro viaje por los parajes
maravillosos que vamos dejando atrás.
Las imágenes pertenecen al autor
Aunque
llevo siempre estas prevenciones en mi equipaje, esta vez me pasó
algo curioso. En los preparativos que hicimos con Haydée para
recorrer los Valles Calchaquíes, busqué información en las
oficinas de turismo de las casas de las provincias de Tucumán,
Catamarca y Salta. Una buena técnica de promoción turística es
preguntarle al viajero que ha decidido pasar sólo por unas horas por
un determinado sitio “¿Cómo no se va a quedar una noche en él?”.
Lo tomo como eso, como una buena técnica de marketing que
impacta sobre esa vana pretensión de la que hablé arriba... pero esta
vez tenían razón...
II
La
yunga nos conduce a un paraíso inesperado
Entre
las bellezas del paisaje tucumano, se encuentra ese monte subtropical
que se denomina yunga. Se asienta sobre las primeras estribaciones
orientales de las sierras precordilleranas argentinas, desde la
provincia de Tucumán hacia el norte, y se extiende hasta Bolivia.
Este monte cercano a la ciudad de San Miguel de Tucumán, quiero
imaginar, es el escenario propicio para que se considere a esta
provincia El Jardín de la República. Los folletos turísticos
señalan un recorrido por la yunga hacia el oeste y norte de la
capital provincial; pero nosotros planificamos ir primero al sur y
luego al oeste con destino a Cafayate. De modo que este jardín
quedaría para otro viaje... o tal vez para nuestro regreso, ya
previsto, desde la ciudad de Salta.
Pero
no, fue para éste, porque el cordón selvático sigue hacia el sur y
llega casi hasta la provincia de Catamarca.
Cuando
llegamos a la ciudad de Acheral y nos dirigimos hacia el oeste, sólo
estábamos prevenidos de que para llegar hasta Tafí del Valle, había
que ascender la Quebrada de Sosa (ese camino que Athualpa Yupanqui
hizo tantas veces a caballo acompañado por la lunita tucumana). Nos
preparamos para un ascenso que ofrece dificultades al conductor de la
llanura, pero nos encontramos, inesperadamente, con un paisaje verde
y relajante, con ese bosque chato y bello, con ese jardín
maravilloso que esperábamos recorrer en otro viaje.
Luego
de un intenso ir y venir, siempre subiendo, de pronto, el camino
propone una curva y la yunga desparece de golpe. Nos enfrentamos a un
paisaje árido que, sin embargo, deja entrever que un poco más
abajo, hay un valle fértil en el que la ciudad de Tafí del Valle se
despliega con plácido e insolente desparpajo. Estuvimos tres horas
en esta ciudad y la voz de la guía de turismo tucumana que me había
atendido en Buenos Aires empezó a resonar en mi mente como un
sonsonete: “¿Cómo no se va a quedar una noche en Tafí del
Valle?”
A
través de la avenida Perón por algo más de cinco cuadras,
trascurre el centro Tafí del Valle. Más allá y más acá los
barrios se vuelcan irregularmente por los suaves faldeos. Sólo
estuvimos tres horas en la ciudad, pero bastó para darnos cuenta de
su belleza, y de la del valle en la que se asienta. Los vecinos dicen
que no vimos lo mejor, que después de las primeras lluvias a finales
de la primavera, un verde intenso desborda el paisaje. El paisaje
propicio para transformar la ciudad en la villa veraniega predilecta
para huir, si se puede, del infernal verano que azota a la ciudad de
San Miguel de Tucumán.
Aleccionados
acerca de cómo llegar, nos dirigimos a La Banda en donde se
encuentra el Museo Histórico Capilla Jesuítica. Se trata de una
construcción de adobe que forma un cuadrado en el que dos de sus
alas fueron construidas por la Compañía de Jesús a principios del
siglo XVIII como asiento de la misión fundada en ese lugar en 1718.
Los
padres fueron expulsados de América Española en 1767. En 1830, la
propiedad fue adquirida por la familia Frías Silva. El pater
familiae (no he podido recoger su nombre, pero conjeturo que debió
tratarse de don José Frías Silva), hacia 1890, decidió que usaría
el edificio como casco de su estancia y ordenó completar la
vivienda, siguiendo el estilo y la técnica de construcción
original. Una pequeña diferencia permite reconocer los distintos
tramos de la construcción en el ancho de las paredes. Mientras los
jesuitas las levantaron con 80 centímetros de espesor, Frías Silva
creyó que con 40 era suficiente.
Una
guía experta nos condujo por el museo con exposiciones claras. La
colección es escueta pero ilustra claramente la historia de la
ciudad desde hace uno 2500 años. Las primeras salas están dedicadas
a los pueblos originarios. Una pequeña colección de cerámica
permite identificar con claridad las tres etapas culturales que se
sucedieron en el valle: los primeros asentamientos neolíticos, la
cerámica de la cultura de Santa María (diaguitas) y la influencia
del Imperio de los Incas. Las salas siguientes están dedicadas al
período de presencia de los jesuitas. Se destaca la capilla que
tiene un pequeño sector en el que todavía se conserva el piso
original de ladrillos. En el último tramo, se expone parte del
mobiliario de los Frías Silva, adquirido hacia fines del siglo XIX.
Este museo es un lugar de gran interés para los visitantes.
El
relato que escuchamos nos da cuenta de la existencia de las estancias
en Tafí del Valle. De las principales familias que, emparentadas
entre sí, adquirieron la propiedad de la los jesuitas (Frías Silva,
Chenaut, Zavaleta); del desarrollo actual de la ganadería en el
valle y de los famosos quesos del Tafí que se siguen haciendo en las
estancias con la receta “secreta” de los jesuitas.
Pedí
que me asesorara sobre dónde podía comprar los quesos y me dijo que
en las estancias; pero que si no tenía tiempo podía ir hasta un
pequeño negocio que está sobre la Avenida Perón. Hasta allí nos
dirigimos y pudimos comprar y traer a Buenos Aires un queso de la
Estancia de las Carreras propiedad de la familia Frías Silva. Lo de
la receta secreta de los jesuitas tiene todos los visos de una
leyenda urbana, pero no quiero adelantar un prejuicio porque bien
puede ser cierto... además de darle un atractivo especial a este
queso excelente. En otro artículo cuento algo más sobre este queso
que estaba verdaderamente delicioso.
III
El
Abra del Infiernillo nos abre la puerta al Valle Calchaquí
Aún
nos faltaba un tramo complejo de camino para llegar a Cafayate, el
Abra del Infiernillo. Se sube rápidamente a los cerros. No sabría
decir si atraviesa el cordón del Aconquija o las Cumbres Calchaquíes
o si se trata de un paso entre ambos. Lo cierto es que del otro lado
están los Valles Calchaquíes y la ciudad de Amaicha.
El
paisaje es bellísimo y contrastante con la yunga. El suelo es árido
y pedregoso. Aquí dominan el churqui, la jarilla, la brea y la
solemne imponencia del cardón. El ser humano ha adaptado su hábitat
a este paisaje, de modo que aunque hay muchas viviendas que se
construyen con hormigón y ladrillo hueco; se pueden ver otras,
algunas muy modernas por cierto, construidas con piedras con clara
influencia indígena o construidas con el muy hispánico adobe,
cuando no una combinación de ambos...
Un
detalle significativo, además de esos datos nos dan la bienvenida al
reino de la tierra madre y del culto católico mariano, las apachetas
que empiezan a verse regularmente a lo largo del camino. Se trata de
pequeños altares improvisados donde los viajeros agregan una piedra
a una pila de ellas que ya están dispuestas. En este acto piden algo
a la tierra madre y prometen un sacrificio propiciatorio
(generalmente piden por salud y trabajo a cambio de abandonar algún
vicio mundano).
Llegamos
demasiado tarde a Amaicha como para quedarnos allí. Decidimos pasar
de largo porque queríamos llegar a Cafayate de día. Imaginé que,
en contra posición con Tafí, nos íbamos a encontrar con un lugar
muy pobre y, sin embargo... si bien, Amaicha carece del glamour de
una ciudad de veraneo, pero, por lo que vimos por la ruta, es una
ciudad en crecimiento (en los días siguientes, atravesamos el centro
varias veces y esta imagen no varió).
Se
ven construcciones particulares de viviendas y edificios en los que
se mezclan las tres técnicas constructivas que veríamos a lo largo
de todo el Valle Calchaquí: piedra, adobe y ladrillos. Vimos
también, en las viviendas más alejadas, paneles para aprovechar la
luz solar en la generación de energía.
Lo
que verdaderamente nos sorprendió fue la cantidad de carteles con
leyendas que declaraban el orgullo y la felicidad de pertenecer a la
comunidad nativa de Amaicha del Valle.
Finalmente,
por la tardecita llegamos a la arenosa y bella Cafayate.
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