“Farb y Armelagos definen una “cocina”
como una estructura que incluye cuatro elementos: 1) un limitado número de
alimentos seleccionados de entre los que ofrece el medio (por capacidad de
acceso y utilización de energía); 2) el modo característico de preparar esos
alimentos (cortados, asados, cocidos, hervidos, fritos, etc.); 3) el principio
o los principios de condimentación tradicional del alimento base de cada
conjunto social; y 4) la adopción de un conjunto de reglas relativas al
“status” simbólico de los alimentos, el número de comidas diarias, que los
alimentos se consuman individualmente o en grupo, etc. Las cocinas, así
consideradas, pueden tener varias dimensiones (étnica, nacional y/o regional,
etc.).”(Marcelo Álvarez (1))
VI Productos
consagrados.
Una cocina con identidad se puede
describir a partir de la identificación de un conjunto de productos disponibles
y de una serie de saberes socialmente constituidos relacionados con la
producción y conservación de esos productos y con su preparación a partir de
técnicas de cocción y combinación de ellos (esto incluye, por cierto, las
bebidas que acompañan y los condimentos que se usan).
Las imágenes pertenecen al autor
A su vez, un alta cocina, supone un refinamiento
tanto en la calidad de los productos como en la creatividad y libertad
aplicadas al desarrollo de los saberes estrictamente culinarios. Reservamos a
estos saberes enriquecidos el rango de ser condición suficiente para acceder a
la alta gastronomía; pero asignamos la condición necesaria a la calidad del
producto y a las técnicas de su elaboración y conservación porque,
parafraseando a Santi Santamaría, ni el mejor cocinero del mundo sacará de una
olla lo que no haya puesto previamente en ella(2).
En este artículo, dedicaré algunas
reflexiones a explorar el asunto de la calidad de los productos en el Valle
Calchaquí, y en especial a los que están consagrados en los grandes mercados
urbanos de La Argentina, es decir,
vinos, quesos, ajíes molidos y pimentones... también agregaré unos
párrafos a mi obsesión, el charqui.
La fama de los vinos
del valle Calchaquí atraviesa el mercado de Buenos Aires y llega a muchos
rincones del mundo. Hay un sector de consumidores, entre los que me incluyo,
que profesamos un amor casi insano por estos caldos. Hemos vivido años buscando en non plus
ultra del torrontés, vino único sobre la faz de la tierra, y también de sus
tintos salvajes, pero entrañables. “Vino salteño, macho sin dueño” dice Horacio
Guaraní(3), y razón no le falta. Somos una cofradía de amantes de la tierra, la
poesía y los vinos de Salta. Pero no estamos solos. Los expertos en apreciación
sensorial han descubierto la ubicuidad del torrontés como gran acompañante de
las más diversas culinarias, desde la cocina regional salteña hasta las más
exquisitas variantes del sushi oriental. Es una oportunidad para los vinos
salteños que la tarea de estos profesionales, hayan trasladado el gusto
subjetivo a la objetividad fundada de sus asertos.
Con todo, en Buenos Aires, aún tenemos una
visión limitada de los vinos del Valle. Limitada a Cafayate y, más
recientemente, a Molinos y su entorno territorial. Pero los vinos del Valle
reconocen un recorrido muy amplio en la Provincia de Salta desde Payogasta
hasta Tolombón. Además, el Valle se extiende hacia el sur, cruzando las
fronteras provinciales. De este modo, encontramos muy buenos vinos en Colalao
del Valle (Provincia de Tucumán) y Santa María de Yocavil (Provincia de
Catamarca). Los tintos de San Pedro de Yacochuya y Finca Humanao estaban entre
mis vinos favoritos hasta el viaje que hicimos con Haydée al Valle en octubre
de 2014. Agrego, ahora, los tintos de Viñas de Payogasta y los blancos de Chico
Zozzi de Colalao del Valle.
Llegamos hasta el Valle Calchaquí a través
de la bellísima ciudad de Tafí del Valle. Tenía un registro difuso acerca de la
existencia de un queso típico del lugar. Conocía el relato legendario de una
creación de los jesuitas en la misión que allí fundaron en el siglo XVII y de
la conservación de su receta en secreto por una serie de familias locales.
Nunca había probado ese queso, ni tenía idea del estado actual de su
elaboración. Por fortuna, pudimos adquirir una horma que trajimos a Buenos
Aires. Aún ignoro dónde se puede conseguir este queso en nuestra ciudad, pero
valdría la pena que pudiéramos acceder a él.
Cuando salimos de Cachi hacia la ciudad de
Salta, poco antes de llegar a la impresionante Cuesta del Obispo, hay un camino
que se abre hacia el sur. El cartel indica que por allí se puede llegar hasta
Amblayo. Desconocíamos la existencia de esta localidad, me pareció interesante
registrarla como sitio de interés para un próximo viaje. Luego me enteré que
sólo se puede acceder con una camioneta de potencia en las cuatro ruedas o a
caballo en excursiones que se organizan desde la ciudad de El Carril en el
Valle de Lema. En la ciudad de Salta probé el queso que allí se elabora. Es muy
interesante... tanto como la intriga por saber cómo hacían los productores de
Amblayo para hacerlo llegar a la capital de la provincia en cantidades
suficientes como para tener un nombre entre los consumidores.
Desde hace unos años, tenía conocimiento
de las bondades de los pimentones y ajíes molidos del Valle Calchaquí. Me los
había hecho probar Ernesto Oldenburg en su restaurante de puertas cerrada 12
Servilletas del barrio de Belgrano. Habíamos tenido una cena deliciosa con
Haydée en la casa de Ernesto y Carolina. Se lo comenté a mi huésped. Me
respondió que la maravilla la había logrado el pimentón de Cachi, que había
escrito un artículo sobre el tema para una revista de Buenos Aires y que, para
ello, tuvo que recorrer todos los rincones de la pequeña ciudad en busca de esa
gema y traer una buena proporción para Buenos Aires. Fue a la cocina y me trajo
unos frascos para que oliera. Descubrí, entonces, un mundo desconocido. Volví a
casa con ellos porque Ernesto tuvo la amabilidad de obsequiármelos.
Cuando preparábamos con Haydée nuestro
viaje de octubre de 2014, leímos que también había excelentes pimentones y ajíes
molidos en Santa María de Yocavil. De modo que regresamos a Buenos Aires con
una gran provisión de estos productos adquiridos en Santa María y en Cachi. En
la ciudad de Salta, tuve oportunidad de charlar sobre estos ajíes molidos y
pimentones con Daniel Fernández (ingeniero tucumano que trabaja en el INTA en
Salta). Daniel me contó que había un par de problemas técnicos que impedían
estabilizar su calidad: la selección de las semillas y el método de secado.
Abajo hablo un poco más de estos temas, pero aquí quiero subrayar que, a pesar
de estas dificultades, el producto que traje me deja más que satisfecho cada
vez que condimento las comidas cotidianas.
Finalmente, debo reconocer que tengo un
comportamiento obsesivo con un tema: el charqui. Es que estamos en una época en
donde se valoran algunos métodos de conservación ancestrales como piezas claves
el el refinamiento y la alta cocina. Los ejemplos más claros son el sushi y el
gravlax. En ese sentido, vengo pensando, desde hace algún tiempo, que hay lugar
para el charqui (y también para el chuño) en ese limbo. De modo que en este
viaje, no sólo busqué la presencia del charqui en la restauración del Valle,
sino también en Buenos Aires. Si bien los juzgo insuficientes, los hallazgos
fueron promisorios: Tamales de chicoana comidos frente a la misma plaza de
Chicoana, Empanadas de charqui en la Casona del Molino en Salta y Cazuela de
charqui en el restaurante Almacén Secreto Club en el barrio de Colegiales en
Buenos Aires. Pero, de esos temas, hablo en otros artículos.
VII
Productos con identidad de origen reconocida en Buenos Aires. Problemas para
establecer la trazabilidad.
Me he preguntado por las condiciones en
que se puede reconocer la identidad de estos productos en el mercado de Buenos
Aires y por la medida en que, esa identidad, lleve también una cierta garantía
de calidad. Dicho de otro modo, me he preguntado acerca de cómo asegurar su
trazabilidad y, adicionalmente, si para lograrlo, vale la pena intentar el
desarrollo de denominaciones de origen controlada. Estas cuestiones me las he
ido planteando desde hace varios años, y no solo en relación con el Valle
Calchaquí.
Estas ideas fueron surgiendo de las
contrariedades que he vivido como consumidor. Alguna vez compré ajíes secos en
la dietética Polti (en el Barrio de Belgrano) para ensayar esas recetas de La
Rioja española que llevan pimientos choriceros. Pregunté por el origen del
producto que había visto en el mercado de San Miguel en Salta en el año 2006;
pero los empleados del local manifestaron su más pura ignorancia. He dejado de
comprar en Polti porque es excelente la dietética que tengo a la vuelta de casa
(Av. Elcano entre Martínez y Delgado). El negocio es atendido por sus
propietarios y tiene productos de excelente calidad. Cuando pregunto por el
origen de un producto que me agrada, me responden que el proveedor lo trae de
tal o cuál provincia. Es poco, pero es mucho más que vender sin saber qué es lo
que se vende.
En el mercado boliviano de Liniers y en
los negocios que venden productos regionales en la Feria de Mataderos, también
me encontré con identificaciones genéricas muy amplias, como si las provincias
de Jujuy o Catamarca, por ejemplo, fueran territorios pequeños y
geográficamente homogéneos.
La imposición del
envasado en origen a los vinos, desde hace ya muchos años, dio garantía de
trazabilidad e indicios para evaluar la calidad a los productos de esta
industria. De modo que, si nos traemos algunas botellas de buen vinito, por más
pequeña que sea la bodega, tenemos asegurada la identificación del origen.
Pero, ¿qué ocurre en los otros? En el caso
de los quesos, debo confesar mi ignorancia en relación a dónde conseguirlos en
Buenos Aires. Tengo la impresión que, por el nivel de producción, los quesos de
Amblayo, no llegan más allá de algunos mercados de la capital provincial (sé
que se venden, por ejemplo, en el Mercado de San Miguel). Con relación a los
quesos de Tafí del Valle, no sé si llegan a San Miguel de Tucumán. Ambas
producciones tienen un fuerte reconocimiento local. Sé del respaldo del Gobierno Nacional,
Provincial, y de la misma embajada del Japón, hacia la producción de quesos en
Amblayo(4) y pude percibir la pujanza de las estancias en Tafí del Valle(5). De
modo que, no me sorprendería que llegaran en poco tiempo a Buenos Aires con su
correspondiente garantía de su originalidad, si es que se aseguran un envasado
adecuado.
Con todo, el hueso más duro de roer, está
relacionado con la producción de pimentones y ajíes molidos. ¿Sería importante
que La Argentina pudiera competir en materia de pimentones con España? No lo
sé. Pero sí estoy seguro que sería muy importante que pudiéramos exportar la
originalidad del ají molido. Yo mismo he visto como en España preparan
chimichurris que algunos le llaman salsa argentina, sin ají molido (gran
homenaje a nuestra salsa, pero con un resultado desangelado). En nuestro último
viaje por Europa, en 2012, le dejé un frasco de este ají molido a Renzo
Simonatto. Renzo en un buen amigo que viven en el límite entre el Veneto y el
Friule en el norte de Italia. El aroma del ají molido le resultó adictivo, no
pudo desprender la nariz del frasco por un largo rato. Creo que el contraste
entre ambas imágenes fortalecen mi aserto en la oportunidad que nos ofrece este
producto.
Daniel Fernández,
sabio ingeniero del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), me ha
dado noticias sobre las dificultades para establecer una adecuada trazabilidad
de estos productos y para garantizar una calidad estable.
La identidad el productor se pierde por la
alta concentración de la compra y comercialización de los mismos. Tres grandes
empresas acaparan la compra y su posterior comercialización en los centros
urbanos, ellas acuerdan entre sí el precio que están dispuestos a pagar. Esta
concentración se manifiesta desde el momento en que el producto, ya seco, sales
de las fincas, en el cuello de botella que supone la existencia de pocos
molinos. En el Valle Calchaquí sólo hay tres, en Santa María (Molino Herrero),
en San Carlos y un tercero creado recientemente en Cachi. Finalmente, los
acopiadores venden masivamente los productos que son envasados en sus plantas
cercanas a los centros urbanos de consumo. El pimentón que se compra en las
góndolas del supermercado no sólo ha perdido la calidad originaria en la
inflación de su peso, producto de su procesamiento industrial, sino que también
ha perdido todas las señas de su origen concreto.
Los productores, en algunos casos han
intentado alternativas. Se organizan en cooperativas, algunas incluso poseen
equipamiento para la molienda, otras recurren a los molinos mencionados, pero
venden su producto ya terminado. Sin embargo, no pueden discutir demasiado el
precio ni garantizar su presencia en los grandes mercados debido al peso enorme
de ese cartel de compradores que ya he mencionado. Tampoco pueden imponer la
identificación del origen de sus pimentones y ajíes molidos por el costo que
ello supondría(6).
Pero, para Daniel el problema comienza antes, en las dificultades
que hay para garantizar una calidad estable. Le doy la palabra, porque es clara
e ilustrativa del asunto:
“/.../. El principal problema a solucionar actualmente es el de
calidad, como alimento y de producto. Allí surge una de tus preguntas. Si te
fijas en las fotos del documento te darás cuenta rápidamente. El pimiento
original utilizado era de la variedad trompa de elefante, que los productores
multiplicaron sin hacer recambio de semilla y se comenzó a degenerar, por
decirlo de alguna manera. ¿Cuál fue el principal problema? Aumentó el picor. La variedad original es la
misma pero se desvirtuó, hoy existe otras variedades que se trabajaron para
reducir la pungencia, pero si toman la misma costumbre en unos años se volverán
picosas. El otro problema está en el secado, la mayoría todavía lo hace tirado
en el suelo (hay fotos) con lo cual por los vientos se llena de tierra, corre
el riesgo de pudrirse e incluso andan animales, principalmente cabras, que
pueden hacer estragos en el secadero. Hay métodos que sortean este problema,
pero por una cuestión de costo, y la falta de un reconocimiento por mejor
calidad por parte de los productores, no son adoptados. En esto no hay
diferencia en calidad. Además los compradores luego estiran el producto, allí
sí encontraras diferencia entre el que compraste en Cachi o Santa María con el
que podes conseguir en Buenos Aires /.../. Las características del suelo, a
diferencia con la vid, por ejemplo, y el secado no modifican el gusto. El
problema está como te comenté en la falta de recambio de semilla que lleva a
modificar por ejemplo el color y el picor.”(7)
Me he dado en pensar que hay circuitos
alternativos que alimentan las dietéticas (algunas de ellas son grandes
cadenas) y los mercados de Liniers (boliviano) y del Bajo Belgrano (chino). Sin
embargo, cuando concurrí al mercado boliviano tuve la impresión, al percibir
que el producto no variaba de local en local, que no deben ser muchos
proveedores. Ya hablé de la trazabilidad genérica, en el mejor de los casos de
los productos que allí se ofrecen. Estimo que, lo único que nos garantizan es
que el producto es puro, sin los aditamentos con que la industria del envasado
engorda la producción. También creo que, la dietética de Elcano, donde suelo
comprar está fuera de todos estos circuitos. La dueña me cuenta que el pimentón
se lo trae un señor directamente de Catamarca, aunque no puede identificar de
qué rincón de aquella provincia.
Creo que los esfuerzos del INTA llegarán a
buen puerto. Pero creo que hay que tener cuidado. ¿Cuál debe ser el standard de
calidad? Porque si creemos que nuestros pimentones deben acercarse a la calidad
de los españoles, estamos perdidos. Creo que debemos trabajar en estabilizar
una calidad sobre la base se preservar la identidad del gusto. Sólo así
podremos tener buenos chimichurris en La Argentina y, si somos inteligentes, en
España, también.
Finalmente, unos pocos párrafos al tema
del charqui. El encargado de la Hostería de ACA en Cachi, asegura que el
charqui es un producto caro y que esa es la razón por la que no lo usan en la
cocina del establecimiento. Lo desmiente, parcialmente, el hecho de que comí
productos con charqui en varios restaurantes (uno que se llama Orujo en
Cafayate, otro cuyo nombre no registré frente a la plaza de Chicoana y en la
Casona del Molino en la ciudad de Salta). Pero hay que tener en cuenta que el
público que asiste a esos restaurantes puede ser diverso del que utiliza las
instalaciones del ACA. De hecho me refirió que han tenido que sacar productos
típicos de la carta porque el huésped de la hostería se inclina,
mayoritariamente hacia el bife con papas fritas. De modo que ya no ofrecen
carne de llama grillada y limitan el uso de este producto a unos sorrentinos.
En Buenos Aires he comido platos con
charqui en dos restaurantes. En Miriam, restaurante boliviano del barrio de
Liniers (Ibarrola entre José León Suárez y Montiel), y en Almacén Secreto Club,
restaurante de puertas cerradas en el barrio de Colegiales. En ambos casos
pregunté por el origen del producto.
En Almacén Secreto me aseguraron que lo
traían de Salta. En Miriam,
me dijeron que lo preparaban ellos, me explicaron que primero sancochan la
carne y luego las maceran con limón y la vuelve a cocinar hasta que se seca.
Con este procedimiento se obtiene un producto que es parecido al charqui salado
y secado al sol que se elabora en Bolivia. Lo hacen así, me aseguran, porque no
siempre cuentan con charqui auténtico. No hay una falla en este procedimiento
porque ésta es también una fórmula tradicional para preparar este plato (el
diplomático, gourmet y escritor chileno José Eyzaguirre(8) da una receta muy
parecida, en el tratamiento de las carnes, para su charquicán).
Me pregunto si es posible fabricar charqui
en Buenos Aires. Juan Carlos Martelli asegura que sí, que él mismo probó con la
receta de su madre, Olga Morón de Martelli (desde luego que la transcribe).
También incluye en su libro una receta de Gustavo “Cuchi” Leguizamón, la misma
que usaba para prepararlo en la Ciudad de Salta. A su vez, doña Petrona publica
una receta que mantiene a lo largo de las distintas ediciones de su libro(9).
No afirma nada acerca de si es posible o no prepararlo en Buenos Aires, pero
allí se encuentra estampada una fórmula que no habla de condiciones climáticas
especiales, en un libro que se ha vendido profusamente en esa ciudad(10).
Recetas aparte, he
imaginado una máquina para preparar charqui en Buenos Aires. ¿Será difícil y
caro construir un cubo de vidrio que puede cerrarse herméticamente y que, en su
interior el aire esté acondicionado de acuerdo con la temperatura y la humedad
adecuada a la faena? Con una máquina de estas, ubicada en azotea soleada de
nuestra ciudad, ¿cuánto charqui se podría producir? ¿Cuánto tiempo llevaría
amortizar la instalación?
Notas y referencias:
(1) 2005 Álvarez, Marcelo, “La cocina como
patrimonio (in)tangible” en AAVV, La cocina como patrimonio (in)tangible,
Primeras jornadas de patrimonio gastronómico, Buenos Aires, Gobierno de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 87-106, 2002, 1º edición. El texto citado
es: 1985, Farb, P. y Armelagos, G., Anthropologie des coutumes alimentaires,
París, Denöel.
(2) 2008,
Santamaria, Santi, La cocina al desnudo, Madrid, Grupo Planeta Hoy.
(3) 1969(c), Guaraní, Horacio (autor) e Isella, César
(compositor), “Padre del carnaval”
(4)
Leído en http://www.eltribuno.info/us-100-mil-dolares-la-cooperativa-n381990 el 5 de enero de 2015.
(6) 2014, Fernández, Daniel, correo-e a Mario
Aiscurri, 7 de noviembre.
(7) Ídem. Daniel hace referencias al Sistema de
Soporte de la Decisión (SSD) de los Valles Calchaquíes en el que él mismo
participó. Leído el 5 de enero de 2015 en http://appweb.inta.gov.ar/w3/prorenoa/ssd_vc/.
(8) 1946,
Eyzaguirre, José, El libro del buen comer, Buenos Aires, Editorial Saber
Vivir, 1946, 2° edición, pag. 305.
(9) 1991, Martelli, Juan
Carlos y Spinosa, Beatriz, El libro de la cocina criolla, Buenos Aires,
Edicol, pp. 36-39.
(10) 1934,
Gandulfo, Petrona C. de, El libro de doña Petrona, Buenos Aires, 1940,
edición 11°, pag 215 y 2010, edición 102º, pag. 391.
No hay comentarios:
Publicar un comentario