Lucio
V. Mansilla (1831-1913), militar y escritor argentino, es reconocido
como uno de los mayores exponente de la llamada Generación del 80.
Entre sus obras más importantes se encuentra Una
excursión a los indios ranqueles,(1)
donde expuso las experiencias obtenidas en la expedición que encaró
en 1867 bajo directivas del Gobierno Nacional. La técnica utilizada
para relatarlas es el uso de un estilo epistolar.
Efectivamente, los capítulos tienen la forma de cartas dirigidas a
un amigo, Santiago Arcos; pero sólo se representa en él un
destinatario retórico, un recurso para justificar el estilo.
Lucio V. Mansilla está acampado junto a los toldos del
cacique Baigorrita (el segundo en importancia, después de Mariano
Rosas, entre los ranqueles), en Quenque, en el sur de la actual
Provincia de La Pampa. ¿El motivo? Baigorrita le solicitó que fuera
padrino de su hijo. Fue el primer bautismo cristiano entre los
ranqueles. En la segunda noche de su campamento, comieron un asado de
carne gorda y, como postre, choclos al rescoldo. Es interesante
prestarle atención a esta técnica de cocción que fue rescatada
recientemente por Francis Mallmann.(2)
“El
día había sido fecundo en impresiones. La tarde, esa hora dulce y
melancólica, avanzaba. El fuego solar no quemaba ya. La brisa
vespertina soplaba fresca, batiendo la grama frondosa, el verde y
florido trébol, el oloroso poleo, y arrancándoles sus perfumes
suaves y balsámicos a los campos, saturaba la atmósfera al pasar
con aromáticas exhalaciones. Los ganados se retiraban pausadamente
al aprisco.
“Mi
cuerpo tenía necesidad de reposo. Mi estómago pedía un asadito a
la criolla. Teníamos una carne gorda, que sólo mirarla abría el
apetito.
“Mandé
hacer un buen fogón, con asientos para todos. Proclamé
cariñosamente a los asistentes para que trajeran leña gruesa de
chañar y carda.(3)
“Había
una enramada llena de cueros viejos, de trebejos inútiles, de
guascas y chala de maíz. Le eché el ojo, la mandé limpiar, y me
dispuse a cenar como un príncipe, y a pasar una noche de perlas.
“Mis
pensamientos eran plácidos, como los del niño que alegre corre y
juguetea, en tarde primaveral, por las avenidas acordonadas de
arrayán del verde y pintado pensil.
“Las
penas andaban huidas, también ellas son veleidosas.
“A
veces suelo echarlas de menos.
“El
sol hundió su frente radiosa tras de las alturas de Quenque,
augurando el limpio horizonte y el cielo despejado de nubes un nuevo
hermoso día; las estrellas comenzaron a centellear tímidamente en
el firmamento; las sombras nocturnas fueron envolviendo poco a poco
en tinieblas el vasto y dilatado panorama del desierto, y cuando la
noche extendió completamente su imponente sudario, el fogón ardía,
rechinando al quemarse los gruesos troncos de amarillento caldén,
chisporroteando alegre la endeble carda, como si festejara el poder
del elemento destructor.
“La
rueda se había hecho sin orden en dos filas. Detrás de cada
franciscano y de cada oficial había un asistente. El chusco Calixto
Olazábal, atizaba el fuego, reparaba el asado, tomaba mate y soltaba
dicharachos sin pararle la lengua un minuto.
“A
no haber estado allí los frailes, hubiera podido decirse que parecía
un Vulcano jocoso entre las llamas rodeado de condenados; porque
aquéllas, flameando al viento, chamuscaban su barba, siendo motivo
de que hiciera toda clase de piruetas y gesticulaciones, lo que
provocando la risa de los circunstantes completaba el cuadro.
“Los
ojos se me iban, viendo el apetitoso asado.
“Pensaba
en el pincel y en la paleta de Rembrandt, cuando una voz conocida,
dijo detrás de mí, con acento respetuoso:
“-¡Buenas
noches, señores!
“Era
Juan de Dios San Martín.
“-Buenas
noches; siéntese, amigo, si gusta -le contesté.
“/.../.
“Mandé
dar las órdenes correspondientes, y como Calixto gritara en ese
momento, ¡ya está!, invité nuevamente al mensajero de mi compadre
a que se sentara.
“Aceptó,
ocupó un puesto en la rueda, le entramos al asado, como se dice en
la tierra, y mientras lo hacíamos desaparecer, se pusieron algunos
choclos al rescoldo, para tener postre.
“Una
jauría de perros hambrientos había formado a nuestro alrededor una
tercera fila. Viendo que no los trataban como los indios, nos
empujaban, y a más de uno le sucedió le arrebataran la tira de
carne que llevaba a la boca. La confianza de aquellos convidados de
piedra de cuatro patas llegó a ser tan impertinente, que para que
nos dejaran comer en paz hubo que tratarlos a la baqueta.
“/.../.
“Los
choclos se cocieron y los comimos; se acabó la cena, siguió un rato
más la conversación y luego cada cual pensó en hacer su cama.”
Notas
y bibliografía:
(1)
Mansilla;
Lucio V.; Una
Excursión a los Indios Ranqueles;
cap. XXVI, 3° edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890,
leído el 10 de setiembre de 2011 en Proyecto Biblioteca Digital
Argentina,
http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_00indice.html.
(2) 2010, Mallmann,
Francis, Siete fuegos, mi cocina argentina, Buenos Aires, V&R,
pp. 22.
(3)
Mansilla explica qué es la carda de este modo:
“A
propósito de carda, no vayas a creer Santiago amigo, que me
refiero al cardo, que no existe en la Pampa, propiamente
hablando.
“La
carda se le parece algo, es más bien una especie de cactus, crece
hasta tres varas y produce unas bellotas verdes granulentas, como la
fruta mora, en las que, cuando están secas, se encuentra un
gusanillo que es la crisálida del tábano.
“La
carda es un gran recurso en el campo. Su leña no es fuerte, pero
arde admirablemente. Es como yesca, y las bellotas cuando se queman
forman unos globulitos preciosos que parecen fuegos artificiales y
distraen en sumo grado la imaginación.
“Alrededor
de un fogón de carda puede uno quedarse horas enteras entretenido,
viendo al fuego devorar sin saciarse con pasmosa rapidez cuanta leña
se le echa, brillar y desaparecer las bellotas incandescentes como
juegos diamantinos.
“La
carda tiene otra virtud recóndita.
“Cuando
el caminante fatigado de cansancio y apurado por la sed, encuentra
una carda frondosa, se detiene al pie de ella, como el árabe en el
fresco oasis. Arranca el tallo, y en el alvéolo que queda entre las
hojas encuentra siempre gotas de agua cristalina fresca y pura, que
son el rocío de la noche guarecido allí contra los inclementes
rayos del sol.”
En
Mansilla; Lucio V.;
Una
Excursión a los Indios Ranqueles;
cap. XLIII, 3° edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890,
leído el 10 de setiembre de 2011 en Proyecto Biblioteca Digital
Argentina,
http://www.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_43.html)
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