sábado, 26 de octubre de 2013

Asado gordo y choclos al rescoldo


Lucio V. Mansilla (1831-1913), militar y escritor argentino, es reconocido como uno de los mayores exponente de la llamada Generación del 80. Entre sus obras más importantes se encuentra Una excursión a los indios ranqueles,(1) donde expuso las experiencias obtenidas en la expedición que encaró en 1867 bajo directivas del Gobierno Nacional. La técnica utilizada para relatarlas es el uso de un estilo epistolar. Efectivamente, los capítulos tienen la forma de cartas dirigidas a un amigo, Santiago Arcos; pero sólo se representa en él un destinatario retórico, un recurso para justificar el estilo.
Lucio V. Mansilla está acampado junto a los toldos del cacique Baigorrita (el segundo en importancia, después de Mariano Rosas, entre los ranqueles), en Quenque, en el sur de la actual Provincia de La Pampa. ¿El motivo? Baigorrita le solicitó que fuera padrino de su hijo. Fue el primer bautismo cristiano entre los ranqueles. En la segunda noche de su campamento, comieron un asado de carne gorda y, como postre, choclos al rescoldo. Es interesante prestarle atención a esta técnica de cocción que fue rescatada recientemente por Francis Mallmann.(2)
El día había sido fecundo en impresiones. La tarde, esa hora dulce y melancólica, avanzaba. El fuego solar no quemaba ya. La brisa vespertina soplaba fresca, batiendo la grama frondosa, el verde y florido trébol, el oloroso poleo, y arrancándoles sus perfumes suaves y balsámicos a los campos, saturaba la atmósfera al pasar con aromáticas exhalaciones. Los ganados se retiraban pausadamente al aprisco.
Mi cuerpo tenía necesidad de reposo. Mi estómago pedía un asadito a la criolla. Teníamos una carne gorda, que sólo mirarla abría el apetito.
Mandé hacer un buen fogón, con asientos para todos. Proclamé cariñosamente a los asistentes para que trajeran leña gruesa de chañar y carda.(3)
Había una enramada llena de cueros viejos, de trebejos inútiles, de guascas y chala de maíz. Le eché el ojo, la mandé limpiar, y me dispuse a cenar como un príncipe, y a pasar una noche de perlas.
Mis pensamientos eran plácidos, como los del niño que alegre corre y juguetea, en tarde primaveral, por las avenidas acordonadas de arrayán del verde y pintado pensil.
Las penas andaban huidas, también ellas son veleidosas.
A veces suelo echarlas de menos.
El sol hundió su frente radiosa tras de las alturas de Quenque, augurando el limpio horizonte y el cielo despejado de nubes un nuevo hermoso día; las estrellas comenzaron a centellear tímidamente en el firmamento; las sombras nocturnas fueron envolviendo poco a poco en tinieblas el vasto y dilatado panorama del desierto, y cuando la noche extendió completamente su imponente sudario, el fogón ardía, rechinando al quemarse los gruesos troncos de amarillento caldén, chisporroteando alegre la endeble carda, como si festejara el poder del elemento destructor.
La rueda se había hecho sin orden en dos filas. Detrás de cada franciscano y de cada oficial había un asistente. El chusco Calixto Olazábal, atizaba el fuego, reparaba el asado, tomaba mate y soltaba dicharachos sin pararle la lengua un minuto.
A no haber estado allí los frailes, hubiera podido decirse que parecía un Vulcano jocoso entre las llamas rodeado de condenados; porque aquéllas, flameando al viento, chamuscaban su barba, siendo motivo de que hiciera toda clase de piruetas y gesticulaciones, lo que provocando la risa de los circunstantes completaba el cuadro.
Los ojos se me iban, viendo el apetitoso asado.
Pensaba en el pincel y en la paleta de Rembrandt, cuando una voz conocida, dijo detrás de mí, con acento respetuoso:
-¡Buenas noches, señores!
Era Juan de Dios San Martín.
-Buenas noches; siéntese, amigo, si gusta -le contesté.
/.../.
Mandé dar las órdenes correspondientes, y como Calixto gritara en ese momento, ¡ya está!, invité nuevamente al mensajero de mi compadre a que se sentara.
Aceptó, ocupó un puesto en la rueda, le entramos al asado, como se dice en la tierra, y mientras lo hacíamos desaparecer, se pusieron algunos choclos al rescoldo, para tener postre.
Una jauría de perros hambrientos había formado a nuestro alrededor una tercera fila. Viendo que no los trataban como los indios, nos empujaban, y a más de uno le sucedió le arrebataran la tira de carne que llevaba a la boca. La confianza de aquellos convidados de piedra de cuatro patas llegó a ser tan impertinente, que para que nos dejaran comer en paz hubo que tratarlos a la baqueta.
/.../.
Los choclos se cocieron y los comimos; se acabó la cena, siguió un rato más la conversación y luego cada cual pensó en hacer su cama.”
Notas y bibliografía:
(1) Mansilla; Lucio V.; Una Excursión a los Indios Ranqueles; cap. XXVI, 3° edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890, leído el 10 de setiembre de 2011 en Proyecto Biblioteca Digital Argentina, http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_00indice.html.
(2) 2010, Mallmann, Francis, Siete fuegos, mi cocina argentina, Buenos Aires, V&R, pp. 22.
(3) Mansilla explica qué es la carda de este modo:
A propósito de carda, no vayas a creer Santiago amigo, que me refiero al cardo, que no existe en la Pampa, propiamente hablando.
La carda se le parece algo, es más bien una especie de cactus, crece hasta tres varas y produce unas bellotas verdes granulentas, como la fruta mora, en las que, cuando están secas, se encuentra un gusanillo que es la crisálida del tábano.
La carda es un gran recurso en el campo. Su leña no es fuerte, pero arde admirablemente. Es como yesca, y las bellotas cuando se queman forman unos globulitos preciosos que parecen fuegos artificiales y distraen en sumo grado la imaginación.
Alrededor de un fogón de carda puede uno quedarse horas enteras entretenido, viendo al fuego devorar sin saciarse con pasmosa rapidez cuanta leña se le echa, brillar y desaparecer las bellotas incandescentes como juegos diamantinos.
La carda tiene otra virtud recóndita.
Cuando el caminante fatigado de cansancio y apurado por la sed, encuentra una carda frondosa, se detiene al pie de ella, como el árabe en el fresco oasis. Arranca el tallo, y en el alvéolo que queda entre las hojas encuentra siempre gotas de agua cristalina fresca y pura, que son el rocío de la noche guarecido allí contra los inclementes rayos del sol.”
En Mansilla; Lucio V.; Una Excursión a los Indios Ranqueles; cap. XLIII, 3° edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890, leído el 10 de setiembre de 2011 en Proyecto Biblioteca Digital Argentina, http://www.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_43.html)






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