Imagen (1)
Escena uno: Era el año de 1965. El vino con soda, y un cubito de hielo, era la bebida más refrescante en los días tórridos del verano porteño en que almorzábamos bajo la fresca sombra de las parras. Luego venía la siesta porque había que hacer la digestión y, dos horas y media después, nos íbamos a la pileta del Club Atlético Nueva Chicago. Cuando llegaba el invierno era el tiempo del asado después del acto escolar del 25 de Mayo (casi siempre hacía mucho frío y no llevábamos más abrigo que el guardapolvos blanco). ¡Qué festín, carne, ensalada y vino con soda! Mis padres se iban a dormir la siesta y la fiesta seguía porque mi tío nos daba un fondito de vino puro. Me encantaba ese sabor fuerte, casi intomable para un niño, de ese vino que tenía todo el gusto de una trasgresión, muy medida, claro está.
No recuerdo si un adulto lo expresó alguna vez con
claridad, pero había una idea, totalmente errónea, por cierto, que
sostenía que esa práctica provocaría un cuerpo acostumbrado que
impediría el alcoholismo en el futuro. Era algo así como la
inmunización que producen las vacunas a partir de provocar la
enfermedad en una escala adecuada para permitir la generación de los
anticuerpos necesarios para la salud. ¿Qué decía el médico de la
familia? Creo que nada. No sé si aprobaba la práctica; pero,
seguro, no la desalentaba.
Escena dos: Era el otoño de 1965. Mi tío Oscar vivía
en La Tablada,en el mismo sitio en que vive ahora. El fondo de su
casa lindaba con un terreno vacío que también era propiedad de la
familia en donde Oscar tenía su quinta. Este predio, a su vez,
lindaba con el fondo de la casa de un italiano que allí tenía su
gallinero. Hoy parecería una actitud sorprendente, pero mi tío y su
vecino habían acordado mantener puertas de comunicación entre los
tres terrenos. Esa conexión les daba seguridad en un barrio que
apenas entonces dejaba de ser un andurrial. Cuando los tomates
estaban maduros, mi tío le llevaba algunos a su vecino. En otras
ocasiones recibía huevos de parte del italiano. No había una cuenta
corriente y el intercambio no se medía, era surtido a partir del
afecto y la buena vecindad. Así, las mujeres intercambiaban pedazos
de torta o buñuelos que preparaban para recibir a sus maridos por la
tarde. En una ocasión, estaba yo de visita, sería un cumpleaños
porque los hijos del vecino estaban jugando con nosotros. De pronto
lo veo entrar al italiano. Llevaba un botellón en las manos.
Contenía un líquido misterioso. También llevaba un par de vasos.
“Venga, Oscar”, le dice a mi tío, “venga, tómese una copita
de este vino que yo mismo hice y que acabo de probar”. Allí mismo,
el italiano y el hijo del español compartieron un vinito con sabor
rústico y amable.
Escena tres: Mediados de los años sesenta. La
televisión comenzó a cambiar los hábitos de la población
suburbana y las costumbres rusticanas empezaron a marchar en
retirada. La vida moderna se hacía dueña de todo. En la casa de mi
tío Santiago, mis primos almorzaban cada tanto con Coca Cola. De
pronto, en la tele, apareció una publicidad extraña. Un señor
barbudo, en lo que parecía una corte medieval, se servía vino en
una copa de peltre que yo veía similar al cáliz de la misa. Tomaba
el vino con fruición y se chorreaba groseramente la barba. Una voz
en off repetía “Con vino es vida... la bebida de los pueblos
fuertes”. Pasaron muchos años para que me diera cuenta del sentido
de esa apelación... el vino en la mesa familiar, ese que yo creía
parte indisoluble de la vida, estaba en decadencia.
Escena cuatro: Verano de 2007. En una pequeña vinoteca
de Palermo, había una cata de vinos de una bodega moderna. Los vinos
eran probados por los asistentes bajo la dirección de un somellier
que hablaba en esos términos que edulcoran los oídos de los
“amantes del vino”. Una joven que estaba allí presente,
reconoció en uno de los vinos “ciruelas maduras en nariz,
mermelada de ciruelas en boca...” y se quedó tan satisfecha por su
aseveración como el resto de los presentes. Me dije esa mujer sabe
lo que toma. Reforcé mi impresión cuando unos minutos después
comentó que estaba haciendo un curso de cata de té y que iba a
empezar otro de cata de agua mineral. Me dije esa mujer sabe lo que
toma, pero no toma vino.
El somellier presentó el último vino, alertándonos
para que prestáramos mucha atención a su complejidad aromática.
Así lo hicimos... me pareció maravillosos experimentar el juego de
esos aromas y sabores en mi boca... era un vino verdaderamente
complejo. Sin embargo, la intervención de uno de los asistentes me
dejó perplejo. El hombre no había hecho cursos de cata de nada,
simplemente se había pasado la vida tomando vinos con la comida como
yo. Probó el vino y exclamó sorprendido “...y esto, ¿con qué se
come?” Me perturbaron sus modales. Es que no estaba haciendo alarde
de conocedor de maridajes, y usó una expresión vulgar, de esas que
usábamos en el barrio, pero que ahora están fuera de uso. Cuando
había algo cuya utilidad no comprendíamos demasiado, qué sé yo,
la regla de tres compuesta, solíamos decir “...y esto, ¿con qué
se come?” Lo cierto es que la expresión me pareció fuera de
lugar, cómo es que alguien que ha tomado vinos toda su vida, no
podía apreciar esa maravilla. Decidí comprar una botella. ¡Qué
clavo! Me tuve que tomar el vino copa por copa como aperitivo porque
no podía combinarlo con ninguna comida sin que sintiera desagrado.
Entonces comprendí que la reacción de mi vecino de catas encerraba
una literalidad mayor, y más auténtica, que la chabacanería que
había atribuido a su exabrupto.
Es verdad que los vinos argentinos del siglo XXI pueden
ser maravillosos, no todos claro está, pero sí la mayoría de
ellos. Pero también es verdad que ha dejado de ser una bebida sólo
concebida para el consumo entrañable en la cocina de nuestros
hogares, se ha transformado en un objeto de culto de una renovada
tilinguería. ¿Cómo se llegó hasta aquí? Muy bien no lo sé, pero
intentaré reconstruir algunos hitos que me parecen importantes.
Ya en la adolescencia, la costumbre familiar del vino en
la mesa permitió que algunos gustos que nos dábamos con los amigos
siguiera dando prioridad al vino sobre la cerveza. Fue ahí, cuando
alguna pretensión de refinamientos nos fue ganando y provocando
nuestro alejamiento del vino común, que a poco empezó a presentarse
en tetrabrick, un envase insólito. En esa época, los primeros años
setenta, cuando empezamos a separar la soda de los vino, a mis amigos
y a mí nos atraía más tomar vino blanco que tinto. Fue cuando se
puso de moda entre nosotros el torrontés (“Vino salteño, / macho
sin dueño”). Esta moda era acompañada por el disfrute de la
música de proyección folklórica del noroeste argentino y el
descubrimiento de las comidas regionales. El locro y el torrontés
eran la base de nuestros banquetes.
Imagen (2)
Esa supremacía duró poco en nuestro ámbito social
porque empezaron a aparecer en nuestras mesas tintos de agradables
sensaciones. Con Don Valentín Lacrado y Bianchi 1887 a la cabeza,
destronaron a los vinos blancos y el torrontés pasó a ser, en mi
caso, un vino de culto al que volvía, y vuelvo, “como se vuelve al
primer amor”. También aparecieron por entonces otros tintos
apetecibles. Los vinos de Navarro Correa y Finca Flichman hicieron
época en los encuentros con los amigos ya casi a fines de los años
setenta.
Imagen (3)
Según mi apreciación, modesta e incompetente
apreciación, fue en ese momento cuando comenzó la evolución que
nos trajo hasta aquí. Quiero subrayar el impacto que dos jóvenes
bodegueros produjeron y que juzgo hechos significativos en esta
historia, sobre todo a partir de mis preferencias personales de hoy.
En 1977 el economista (formado en la escuela de Chicago) Nicolás
Catena Zapata lanzó al mercado el cabernet sauvignon Saint Felicien
que venía con una maravillosa etiqueta amarilla que rodeaba toda la
botella y que reproducía un dibujo de Carlos Alonso con una
representación de la vendimia (esa etiqueta fue repetida, pero con
fondo blanco y en tamaño normal por el vino Saint Felicien que la
bodega Catena Zapata presentó en ocasión del Bicentenario, el Saint
Felicien Tributo).
Imagen (4)
Once años después, Arnaldo Etchart (empresario más
ligado a las corrientes desarrollistas que dirigían su mirada
principalmente hacia el mercado interno) produjo su Arnaldo B. Este
vino tuvo la particularidad de ser el primero que contó con el
asesoramiento de Michel Roland quien puso toda la experiencia
adquirida en Francia para desarrollar este vino en Salta.
Imagen (5)
Lo demás fue una producción sustitutiva. En la medida
que el mercado interno sigue cayendo, la vitivinicultura argentina
empezó a dirigir su interés hacia la exportación, la industria
debió indagar acerca de las preferencias de los mercados
internacionales. Esa reconversión supuso la incorporación de
tecnología en los años noventa y el desarrollo de capacidades
productivas en los profesionales y los trabajadores del sector. El
resultado es la maravillosa oferta de vinos con que La Argentina
cuenta.
Imagen (6)
Me he puesto en el centro del recorrido porque no he
querido abandonar mi lugar de consumidor (la cueca dice: “Los que
elaboran vinos / son productores / y los que los tomamos, /
consumidores”). Los vinos no los pruebo, los tomo... y casi siempre
en las comidas. Dicho esto, pregunto, retóricamente, claro está:
¿Qué vinos me gustan a mí? Desde luego, todos. Haydée dice que
para mí no hay vinos malos. Algo de razón tiene porque siempre
encuentro algo para terminar con placer cada copa que me sirvo (salvo
en una oportunidad en que el vino tenía el olor de una zapatilla
sucia). Sin embargo, tengo mis predilecciones a la hora de tomarlos,
a saber:
- Siempre empiezo por una copa de vino blanco; si es torrontés salteño, mejor.
- Me gusta variar. Por ejemplo, después de un vino moderno, muy concentrado, de color casi negro y cargado de aromas ahumados de barrica bordalesa tostada, me encanta abrir algún vino viejito de López o Weinert, añejados en toneles de 20.000 litros, con su color a tejas y paladar envuelto y aterciopelado.
- Me gusta el tono regional de los vinos salteños en general y los frecuento intensamente. Además de los vinos que Arnaldo Etchart produce en Yacochuya, me encantan los vinos de Colomé y de Raúl Dávalos de Tacuil.
- Me gustan los vinos de la DOC Malbec de Luján de Cuyo.
- Me gustan el estilo de los vinos de algunas bodegas más que de otras, pero no voy a dar nombres porque no es una preferencia estable.
- Me gustan las sorpresas del camino, como aquel vinito que tomé en ese bodegón de Berceo (en La Rioja española), mientras curaba el frío que hacía afuera con patatas a la riojana y miraba por la ventana la Sierra de la Cogolla toda nevada en los primeros días de la primavera de 2007, meditando en el acierto de los versos de Gonzalo que sostenía que escribir en el idioma del pueblo vale un vaso de buen vino (que ese mismo pueblo elabora, claro está).
- En la misma línea, me gustan ciertas combinaciones regionales como el torrontés y las empanadas de Salta... y si es en Salta, mejor.
Sea como sea, debo terminar con una confidencia, nunca
entré en el mundo del vino, simplemente porque el vino es una pieza
central de mi mundo desde que existo. Por eso celebro, con esta copa
que ven en mi mano, que la Presidenta de la Nación Cristina Fernández,
reconociendo esa centralidad de vino en la cultural nacional, haya
declarado el vino como bebida nacional de los argentinos.
Referencias de imágenes:
No hay comentarios:
Publicar un comentario