sábado, 26 de enero de 2013

La bebida de los pueblos fuertes

Tomo vino en las comidas desde que tengo recuerdos. La botella de vino Toro era infaltable en la mesa familiar, siempre acomodada junto al sifón de soda.
 
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Escena uno: Era el año de 1965. El vino con soda, y un cubito de hielo, era la bebida más refrescante en los días tórridos del verano porteño en que almorzábamos bajo la fresca sombra de las parras. Luego venía la siesta porque había que hacer la digestión y, dos horas y media después, nos íbamos a la pileta del Club Atlético Nueva Chicago. Cuando llegaba el invierno era el tiempo del asado después del acto escolar del 25 de Mayo (casi siempre hacía mucho frío y no llevábamos más abrigo que el guardapolvos blanco). ¡Qué festín, carne, ensalada y vino con soda! Mis padres se iban a dormir la siesta y la fiesta seguía porque mi tío nos daba un fondito de vino puro. Me encantaba ese sabor fuerte, casi intomable para un niño, de ese vino que tenía todo el gusto de una trasgresión, muy medida, claro está.
No recuerdo si un adulto lo expresó alguna vez con claridad, pero había una idea, totalmente errónea, por cierto, que sostenía que esa práctica provocaría un cuerpo acostumbrado que impediría el alcoholismo en el futuro. Era algo así como la inmunización que producen las vacunas a partir de provocar la enfermedad en una escala adecuada para permitir la generación de los anticuerpos necesarios para la salud. ¿Qué decía el médico de la familia? Creo que nada. No sé si aprobaba la práctica; pero, seguro, no la desalentaba.
Escena dos: Era el otoño de 1965. Mi tío Oscar vivía en La Tablada,en el mismo sitio en que vive ahora. El fondo de su casa lindaba con un terreno vacío que también era propiedad de la familia en donde Oscar tenía su quinta. Este predio, a su vez, lindaba con el fondo de la casa de un italiano que allí tenía su gallinero. Hoy parecería una actitud sorprendente, pero mi tío y su vecino habían acordado mantener puertas de comunicación entre los tres terrenos. Esa conexión les daba seguridad en un barrio que apenas entonces dejaba de ser un andurrial. Cuando los tomates estaban maduros, mi tío le llevaba algunos a su vecino. En otras ocasiones recibía huevos de parte del italiano. No había una cuenta corriente y el intercambio no se medía, era surtido a partir del afecto y la buena vecindad. Así, las mujeres intercambiaban pedazos de torta o buñuelos que preparaban para recibir a sus maridos por la tarde. En una ocasión, estaba yo de visita, sería un cumpleaños porque los hijos del vecino estaban jugando con nosotros. De pronto lo veo entrar al italiano. Llevaba un botellón en las manos. Contenía un líquido misterioso. También llevaba un par de vasos. “Venga, Oscar”, le dice a mi tío, “venga, tómese una copita de este vino que yo mismo hice y que acabo de probar”. Allí mismo, el italiano y el hijo del español compartieron un vinito con sabor rústico y amable.
Escena tres: Mediados de los años sesenta. La televisión comenzó a cambiar los hábitos de la población suburbana y las costumbres rusticanas empezaron a marchar en retirada. La vida moderna se hacía dueña de todo. En la casa de mi tío Santiago, mis primos almorzaban cada tanto con Coca Cola. De pronto, en la tele, apareció una publicidad extraña. Un señor barbudo, en lo que parecía una corte medieval, se servía vino en una copa de peltre que yo veía similar al cáliz de la misa. Tomaba el vino con fruición y se chorreaba groseramente la barba. Una voz en off repetía “Con vino es vida... la bebida de los pueblos fuertes”. Pasaron muchos años para que me diera cuenta del sentido de esa apelación... el vino en la mesa familiar, ese que yo creía parte indisoluble de la vida, estaba en decadencia.
Escena cuatro: Verano de 2007. En una pequeña vinoteca de Palermo, había una cata de vinos de una bodega moderna. Los vinos eran probados por los asistentes bajo la dirección de un somellier que hablaba en esos términos que edulcoran los oídos de los “amantes del vino”. Una joven que estaba allí presente, reconoció en uno de los vinos “ciruelas maduras en nariz, mermelada de ciruelas en boca...” y se quedó tan satisfecha por su aseveración como el resto de los presentes. Me dije esa mujer sabe lo que toma. Reforcé mi impresión cuando unos minutos después comentó que estaba haciendo un curso de cata de té y que iba a empezar otro de cata de agua mineral. Me dije esa mujer sabe lo que toma, pero no toma vino.
El somellier presentó el último vino, alertándonos para que prestáramos mucha atención a su complejidad aromática. Así lo hicimos... me pareció maravillosos experimentar el juego de esos aromas y sabores en mi boca... era un vino verdaderamente complejo. Sin embargo, la intervención de uno de los asistentes me dejó perplejo. El hombre no había hecho cursos de cata de nada, simplemente se había pasado la vida tomando vinos con la comida como yo. Probó el vino y exclamó sorprendido “...y esto, ¿con qué se come?” Me perturbaron sus modales. Es que no estaba haciendo alarde de conocedor de maridajes, y usó una expresión vulgar, de esas que usábamos en el barrio, pero que ahora están fuera de uso. Cuando había algo cuya utilidad no comprendíamos demasiado, qué sé yo, la regla de tres compuesta, solíamos decir “...y esto, ¿con qué se come?” Lo cierto es que la expresión me pareció fuera de lugar, cómo es que alguien que ha tomado vinos toda su vida, no podía apreciar esa maravilla. Decidí comprar una botella. ¡Qué clavo! Me tuve que tomar el vino copa por copa como aperitivo porque no podía combinarlo con ninguna comida sin que sintiera desagrado. Entonces comprendí que la reacción de mi vecino de catas encerraba una literalidad mayor, y más auténtica, que la chabacanería que había atribuido a su exabrupto.
Es verdad que los vinos argentinos del siglo XXI pueden ser maravillosos, no todos claro está, pero sí la mayoría de ellos. Pero también es verdad que ha dejado de ser una bebida sólo concebida para el consumo entrañable en la cocina de nuestros hogares, se ha transformado en un objeto de culto de una renovada tilinguería. ¿Cómo se llegó hasta aquí? Muy bien no lo sé, pero intentaré reconstruir algunos hitos que me parecen importantes.
Ya en la adolescencia, la costumbre familiar del vino en la mesa permitió que algunos gustos que nos dábamos con los amigos siguiera dando prioridad al vino sobre la cerveza. Fue ahí, cuando alguna pretensión de refinamientos nos fue ganando y provocando nuestro alejamiento del vino común, que a poco empezó a presentarse en tetrabrick, un envase insólito. En esa época, los primeros años setenta, cuando empezamos a separar la soda de los vino, a mis amigos y a mí nos atraía más tomar vino blanco que tinto. Fue cuando se puso de moda entre nosotros el torrontés (“Vino salteño, / macho sin dueño”). Esta moda era acompañada por el disfrute de la música de proyección folklórica del noroeste argentino y el descubrimiento de las comidas regionales. El locro y el torrontés eran la base de nuestros banquetes.
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Esa supremacía duró poco en nuestro ámbito social porque empezaron a aparecer en nuestras mesas tintos de agradables sensaciones. Con Don Valentín Lacrado y Bianchi 1887 a la cabeza, destronaron a los vinos blancos y el torrontés pasó a ser, en mi caso, un vino de culto al que volvía, y vuelvo, “como se vuelve al primer amor”. También aparecieron por entonces otros tintos apetecibles. Los vinos de Navarro Correa y Finca Flichman hicieron época en los encuentros con los amigos ya casi a fines de los años setenta.
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Según mi apreciación, modesta e incompetente apreciación, fue en ese momento cuando comenzó la evolución que nos trajo hasta aquí. Quiero subrayar el impacto que dos jóvenes bodegueros produjeron y que juzgo hechos significativos en esta historia, sobre todo a partir de mis preferencias personales de hoy. En 1977 el economista (formado en la escuela de Chicago) Nicolás Catena Zapata lanzó al mercado el cabernet sauvignon Saint Felicien que venía con una maravillosa etiqueta amarilla que rodeaba toda la botella y que reproducía un dibujo de Carlos Alonso con una representación de la vendimia (esa etiqueta fue repetida, pero con fondo blanco y en tamaño normal por el vino Saint Felicien que la bodega Catena Zapata presentó en ocasión del Bicentenario, el Saint Felicien Tributo).
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Once años después, Arnaldo Etchart (empresario más ligado a las corrientes desarrollistas que dirigían su mirada principalmente hacia el mercado interno) produjo su Arnaldo B. Este vino tuvo la particularidad de ser el primero que contó con el asesoramiento de Michel Roland quien puso toda la experiencia adquirida en Francia para desarrollar este vino en Salta.
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Lo demás fue una producción sustitutiva. En la medida que el mercado interno sigue cayendo, la vitivinicultura argentina empezó a dirigir su interés hacia la exportación, la industria debió indagar acerca de las preferencias de los mercados internacionales. Esa reconversión supuso la incorporación de tecnología en los años noventa y el desarrollo de capacidades productivas en los profesionales y los trabajadores del sector. El resultado es la maravillosa oferta de vinos con que La Argentina cuenta.
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Me he puesto en el centro del recorrido porque no he querido abandonar mi lugar de consumidor (la cueca dice: “Los que elaboran vinos / son productores / y los que los tomamos, / consumidores”). Los vinos no los pruebo, los tomo... y casi siempre en las comidas. Dicho esto, pregunto, retóricamente, claro está: ¿Qué vinos me gustan a mí? Desde luego, todos. Haydée dice que para mí no hay vinos malos. Algo de razón tiene porque siempre encuentro algo para terminar con placer cada copa que me sirvo (salvo en una oportunidad en que el vino tenía el olor de una zapatilla sucia). Sin embargo, tengo mis predilecciones a la hora de tomarlos, a saber:
  • Siempre empiezo por una copa de vino blanco; si es torrontés salteño, mejor.
  • Me gusta variar. Por ejemplo, después de un vino moderno, muy concentrado, de color casi negro y cargado de aromas ahumados de barrica bordalesa tostada, me encanta abrir algún vino viejito de López o Weinert, añejados en toneles de 20.000 litros, con su color a tejas y paladar envuelto y aterciopelado.
  • Me gusta el tono regional de los vinos salteños en general y los frecuento intensamente. Además de los vinos que Arnaldo Etchart produce en Yacochuya, me encantan los vinos de Colomé y de Raúl Dávalos de Tacuil.
  • Me gustan los vinos de la DOC Malbec de Luján de Cuyo.
  • Me gustan el estilo de los vinos de algunas bodegas más que de otras, pero no voy a dar nombres porque no es una preferencia estable.
  • Me gustan las sorpresas del camino, como aquel vinito que tomé en ese bodegón de Berceo (en La Rioja española), mientras curaba el frío que hacía afuera con patatas a la riojana y miraba por la ventana la Sierra de la Cogolla toda nevada en los primeros días de la primavera de 2007, meditando en el acierto de los versos de Gonzalo que sostenía que escribir en el idioma del pueblo vale un vaso de buen vino (que ese mismo pueblo elabora, claro está).
  • En la misma línea, me gustan ciertas combinaciones regionales como el torrontés y las empanadas de Salta... y si es en Salta, mejor.
Sea como sea, debo terminar con una confidencia, nunca entré en el mundo del vino, simplemente porque el vino es una pieza central de mi mundo desde que existo. Por eso celebro, con esta copa que ven en mi mano, que la Presidenta de la Nación Cristina Fernández, reconociendo esa centralidad de vino en la cultural nacional, haya declarado el vino como bebida nacional de los argentinos.
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