El lector consecuente sabe que me gusta recorrer la Ciudad,
la mía, con una mirada como de turista, de viajero extranjero. Traigo a la
memoria, por ejemplo, una serie de artículos sobre algunos barrios de Buenos
Aires que publiqué en 2015 y la serie dedicada a la Feria de Mataderos que
publiqué ese mismo año para certificar el aserto. (1) (2) En ellos, mostré
como, a pesar del esfuerzo homogeneizador de la corporación municipal, algunos distritos
mantenían hace diez años, y aún mantienen, signos de identidades diferenciadas.
En los últimos meses de 2022 y primeros de 2023 comencé algunos
recorridos que me llevaron a tres sitios a los que accedí en mi infancia con
alguna frecuencia por razones diversas. Mis objetivos fueron contemplar el paso
del tiempo, casi sesenta años, y ver los restos pervivientes, en una suerte de
arqueología monumentalista, tratando de ejercer la forma de mirar de la que
hablé arriba.
Para darle un toque de sabor a esas andaduras, combiné los
recorridos con algunas experiencias gastronómicas puntuales. También me serví
del transporte público para completar los circuitos con una ritualidad
familiar.
Hay un par de sitios más que no
visité en esta oportunidad, alguno cuya transformación es por todos conocida, a
ellos dedicaré el epílogo de estas notas.
I La estación Buenos Aires
2 de noviembre de 2022
Debo reconocer que mi vocación por recorrer la ciudad como
un turista nació de los paseos que mis hermanos y yo hicimos en la infancia con
nuestro tío Alfonso. Más allá de las experiencias que recojo en estas notas,
los lugares a donde fuimos entonces eran bien diversos. Salíamos de la apacible
vida pueblerina del barrio de Mataderos, en los años sesenta del siglo XX, y,
por ejemplo, tomábamos el colectivo 155 y quedábamos inmersos en la vorágine de
la Avenida Corriente, en el Centro de la Ciudad, en pleno barrio de San
Nicolás. Hoy me pregunto si tenía que hacer algún esfuerzo, en esos paseos, por
ejercitar la mirada del turista o si realmente era una especie de extranjero en
los lugares adonde íbamos.
En fin, les propongo ahora sumergirnos, en un primer tour,
en la Estación Buenos Aires, terminal, durante mucho tiempo, de la línea de
trenes Belgrano Sur. He ido tres veces hasta ella. La primera como a los diez u
once años. No recuerdo cómo llegamos hasta ella, si, por ejemplo, fuimos o
volvimos en el tren que nos dejaba en Ciudad Madero. La estación Buenos Aires
era un lugar mítico en mi cabeza y, cuando por fin llegué a ella, se mostró con
una magia inesperada.
¿Cómo se fue construyendo ese lugar mítico en mi bocho? Uno
de los paseos favoritos con tío Alfonso era caminar por las vías que salían del
Mercado de Hacienda hacia el sur. Íbamos desde Avenida Eva Perón (entonces se
llamaba Avenida del Trabajo) hasta General Paz.
Si tomábamos el ferrocarril de trocha ancha (nunca supe si
pertenecía a la línea Roca o la Sarmiento), el camino era más corto y terminaba
detrás de la fábrica de Pirelli a pocos metros del cruce con la General Paz con
la Avenida Intendente Crovara. Sí íbamos por el Belgrano Sur llegábamos hasta
la estación Madero. Un día me vi sorprendido porque, poco antes de llegar a
ésta, las vías por las que andábamos se juntaban con otras de ignota
procedencia.
Entonces se me ocurrió preguntar de dónde venían esas vías
que aparecían de golpe. El tío simplemente dijo, de estación Buenos Aires. Su
respuesta aumentó mi sorpresa porque yo ya conocía algunos trenes que venían de
allí. Por ejemplo, cuando íbamos a la chacra de mis abuelos en la Estación 12
de Octubre (Partido de Nueve de Julio), tomábamos el tren en la estación
Tapiales, allí me enteré que esos trenes que tomábamos salían de la mismísima
Estación Buenos Aires.
Aunque, me costó bastante tiempo componer un esquema geográfico
en mi mente que uniera las estaciones de Madero y Tapiales, y ambas con la
mítica cabecera; pensé entonces que esa estación debía ser muy importante como
la de Retiro que ya conocía de otros paseos.
No sé cómo, ni por qué, pero lo cierto es que un día tío
Alfonso nos llevó hasta allí. El contraste con mi idea previa fue impresionante.
La estación Buenos Aires no era un edificio monumental. Me encontré frente a
una construcción con techos de chapa que parecía más una casa de estilo inglés que
una estación terminal de ferrocarril. Cierto es que mis ojos la veían muy
grande para parecer una casa; pero, también, muy pequeña para ser una estación
terminal de la envergadura que esperaba. Con todo, me pareció un lugar mágico,
ubicado en un lugar que me resultó ignoto al principio, como si estuviera en
otra ciudad. Sin embargo, desde los andenes pude ver los mástiles de la cancha
de Huracán que había conocido hacía algún tiempo. Gracias a ese estadio pude
integrar ese lugar a mi conocimiento de la Ciudad.
Conservé la magia de ese edificio en mi memoria de tal forma
que treinta años después decidí hacer una nueva visita. Pude enterarme que la
línea 59 tenía su terminal en el playón de la estación misma. Me monté en él y
allí fui. Mi visión fue nuevamente mágica. A principios de los noventa buscaba
aquellos rincones de la Ciudad que se conservaban restaurados casi como habían
sido construidos muchos años antes (por ejemplo la estación Yrigoyen del
Ferrocarril Roca que Pino Solanas había retratado en su película Sur). La estación Buenos Aires fue uno
de ellos. El 59 paraba efectivamente en el playón de adoquines y la estación
estaba impecable, bien pintada, coqueta. ¡Qué buena idea resultó esa visita!
Con esos antecedentes y con la expectativa de revivir la
magia, con Haydée tomamos el 59, rumbo a la estación… habían vuelto a pasar
treinta años.
Llegando ya, el colectivo encaró una recta. De pronto
advertí que nos habíamos pasado. Dobló a la izquierda y llegó a su nueva
terminal, muy cerca de la villa 21 – 24 (una de la más viejas de Buenos Aires,
comenzó a formarse en los años setenta del siglo XIX). Pregunté al conductor
por esa parada y me dijo dos cosas, que ya no tenían la terminal en el playón y
que la estación ya no funcionaba.
Desanduvimos el camino y llegamos hasta ella. El escenario
no dejó de sorprenderme, habían puesto mi lugar mágico en prisión.
¿Estoy exagerando? Sí, claro.
En primer lugar, no tenía ninguna expectativa de recuperar la
magia de ese lugar, como había ocurrido en los años noventa. En las últimas
décadas, diría que especialmente en lo que va del siglo XXI, la Ciudad ha ido
perdiendo esos lugares mágicos que yo amaba, esos que afirmaban la identidad
local diferenciada de los barrios. De modo que hemos visto desarrollar una
imagen urbana homogénea para toda la ciudad, transformando los sitios de
interés patrimonial en escenografías para turistas más amantes de lo verosímil
que de lo verdadero, y los espacios vacantes en esos mismos barrios, levantando
edificios que nadie habita. El caso más evidente para mí era el de La Boca.
Pero, cuando llegué, yo ya sabía cuatro cosas de la Estación
Buenos Aires, a saber: que en parte de los terrenos colaterales del ferrocarril
se habían construido edificios de departamentos, que se estaba construyendo un
viaducto elevado entre estación Sáenz y Buenos Aires, que viejos galpones y
baldíos se habían reconvertido en grandes instalaciones de logística y que la
villa seguía estando donde siempre estuvo pero crecida en altos como todas las
villas de la ciudad.
Lo único que no sabía es que el viaducto no desembocaba en
la vieja estación Buenos Aires.
Cuando llegamos, vimos que el edificio ferroviario y el
playón de adoquines parecían estar intactos, pero con un sistema de vallados
que impedían el acceso a los mismos. El playón, donde antes tenía su terminal
la línea 59, parecía destinado a un estacionamiento. Sobre la barrera metálica
que impedía el acceso, había un dibujo de la nueva estación Buenos Aires, ahora
elevada, que se estaba construyendo a varias cuadras de allí (aún ignoro el
grado de avance de la obra) y la promesa de que ese ramal del Ferrocarril
Belgrano Sur llegaría hasta la Estación Constitución.
De pronto abrieron el portón para que saliera un vehículo y
pude tomar algunas fotografía. Pedí permiso para entrar y tomar otras vistas
con mayor cercanía, pero no me autorizaron. El custodio me aseguró que el
playón y la estación seguían siendo propiedad del Ferrocarril y que ese
conjunto se iba a conservar tal cual estaba.
“Ojalá” pensé para mí. Encontré
lo que esperaba hallar y la excursión sirvió como una breve despedida para ese
lugar que seguiría siendo mágico solo en mi corazón.
Montamos nuevamente en el colectivo de la línea 59 y
cruzamos la ciudad hacia nuestro próximo objetivo, la pizzería Burgio, a pocos
metros de la esquina de Cabildo y Monroe.
Había dejado de ir hace ya unos cinco o seis años porque la
pizza se había vuelto incomible. Luego estuvo tres o cuatro años cerrado hasta
que un joven emprendedor gastronómico decidió recuperarla. Ahora estaba sentado
a una mesa y la veía casi intacta en su decoración sesentista, en la que
destaca el azulejado del salón principal que simula un mosaico veneciano de
proporciones surrealistas. El único detalle es el reemplazo de las mesas en el
pequeño salón de entrada por barras para comer al paso. El letrero con
caracteres de plástico removibles sobre un fondo de felpa negro con las
indicaciones del menú está intacto. La atención es esmerada y, lo fundamental,
la pizza que no es la mejor pizza porteña de la Ciudad, pero es muy buena, llegando
a ser una de las mejores.
A diferencia de la estación
Buenos Aires, Burgio tiene con qué mostrarse como un espacio urbano que sigue
siendo muy parecido a lo que era. Afortunadamente no ha entrado en una
decadencia degradante ni ha sido “restaurado” desde la vocación simuladora que
ordena nuestro presente.
Una de cal y una de arena, para
una ciudad que se transforma en grado notablemente acelerado. Soy un defensor
del patrimonio urbano, no de la nostalgia que detesta cualquier cambio o
modificación, de modo que la excursión me resultó placentera en todo sentido.
La ciudad, desde hace un siglo y medio por lo menos, se renueva constantemente,
muchas veces para bien y, otras, bueno, en fin…
II Nuestra Señora del Rosario de Nueva Pompeya
11 de enero de 2023
Mi Vieja era devota de la Virgen de Pompeya. Creo que más
que devota debiera decir que era promesante de esa advocación de la Virgen del
Rosario. (3) Cuando había alguna contingencia familiar importante, digamos una
enfermedad, mi madre prometía rezar el rosario en el Camarín de la Virgen.
Obviamente, luego de superada la situación, así lo hacía.
A su vez colaboraba con la obra de la congregación de los
frailes capuchinos que tenían a su cargo el santuario del barrio de Nueva Pompeya.
Puntualmente, recibíamos por correo la revista de la parroquia y una
publicación dedicada a las misiones que los franciscanos tenían en África (si
no recuerdo mal, se llamaba El negrito
africano, el diminutivo aludía a la población infantil atendida en esas
misiones).
Pondré un ejemplo extraído de mis recuerdos. Tuve nefritis a
los siete años de edad y, cuando ya estuve bien, mi madre y yo tomamos el 28
(en General Paz y Av. de los Corrales) y nos bajamos a un par de cuadras de la
basílica. Ella conocía muy bien el camino, entraba por una puerta lateral, se
dirigía hacia una escalera y por allí subíamos a una pequeña capilla (el
Camarín de marras). El local al que accedíamos poseía una clara ambientación neo
gótica que me resultaba impactante.
Ella rezaba en silencio y yo debía permanecer, también en
silencio a su lado. La hora que pasábamos allí podría tornarse interminable
para mí de no ser que yo quedaba extasiado por el recogimiento a que el lugar
invitaba y por los objetos que, como donaciones de particulares, se exhibían en
prolijas vitrinas colgadas en las paredes (recuerdo en especial un sable de
oficial de marinería, entre otros objetos como medallas y plaquetas). A veces,
no dejaba de asombrarme ver a algún promesante que subía arrodillado esa
escalera que conducía al Camarín (mi mente de niño no comprendía el acto).
La pequeña capilla era presidida por la imagen de la Virgen con
el Niño en brazos mientras entregaba rosarios a dos santos (el día de mi visita
pude saber que eran dos dominicos, la Dra. de la Iglesia Santa Catalina de
Siena y el propio Santo Domingo de Guzmán). Lo cierto es que la imagen inmensa
de la Virgen estaba allí, a la altura de los fieles. Un día sentí un ruido y vi
que se trataba de un motor que hacía girar la imagen 180° en torno de su eje
vertical. Luego descubrí que, si se seguía por el pasillo y pasaba la escalera
que nosotros usábamos, había un acceso a la nave principal del templo. Cuando
está volcada hacia allí, la imagen se ve en una posición eleva sobre el altar de
la nave principal del edificio… No sé por qué, pero la primera vez que la vi
allí, no me gustó que estuviera tan lejos de los fieles promesantes.
Sé que heredé de la Vieja, sin saberlo en un principio, una
escala de valores franciscana y que, en ello, los capuchinos de Nueva Pompeya
tuvieron mucho que ver. Sin embargo, esa iglesia fue adquiriendo otros sentidos
después de la muerte de mi madre (hace ya casi cincuenta años). Lo cierto es
que hasta este 11 de enero de 2023 no había vuelto a entrar en el Camarín de la
Virgen. Estuve algunas veces en el atrio, ingresé brevemente en el sector del
claustro que da a la Avenida Sáenz y, una vez, solo una vez, me asomé a la nave
principal; pero nunca volví al Camarín.
Logré tomar coraje y ese día volví
a entrar. La visita fue impactante. Recordaba los lugares a la perfección. Todo
estaba tal cual, lo que no dejó de sorprenderme (parece que hay lugares de la
ciudad en los que la picota modernizadora no tiene acceso). Es difícil, casi
imposible, describir lo que sentí en esa visita. Sólo puedo decir que, aunque
no entré por la puerta lateral que estaba cerrada cuando llegué, los fantasmas
desaparecieron, los de mi madre entrando conmigo por esa puerta, los del padre Fray
Carlos Bustos que, en 1977, fue raptado al salir, en una noche de abril, por
ella y nunca más apareció. (4)
El plan de la excursión suponía un almuerzo en el
restaurante Pan y Teatro, en la esquina de las Casas y Muñiz del barrio de
Boedo. La idea original era tomar un coche de la línea 44 que nos lleva directo
desde casa hasta el santuario de Nueva Pompeya. Pero una cuestión de horarios nos
obligó a cambiar el itinerario, yendo primero a almorzar. El hecho impidió que
Haydée pudiera acompañarme hasta la iglesia porque tenía un compromiso que se
lo impedía.
Nos encanta ir a ese restaurante. Es el único que conozco
que ofrece cocina mendocina en la ciudad. Hasta antes de la pandemia era
habitual que nos encontráramos con su mentor, el actor mendocino Germinal
Marín. Pero las veces que fui, después del confinamiento de la pandemia, no
pude dar con él, me cuentan que, desde entonces, va muy poco.
La presencia de Germinal era muy importante, igual que la del
pianista que ameniza las comidas con su música. Germinal además de cocinero es
un hábil y cálido anfitrión que te mete rápidamente en tema en relación con lo
que vas a comer.
Recuerdo que una charla con él me permitió ajustar la idea que
tenía acerca del establecimiento; no se trata de un restaurante de cocina
mendocina, sino, de uno que ofrece comida de una familia mendocina. El día de
esa charla, Germinal me habló de la cocina de su madre. Ocurrió que hace muchos
años, cuando comenzó a funcionar el local, la madre de Germinal diseñó el menú
y, por mucho tiempo, fue la cocinera. Ella no tenía formación profesional por
lo que las recetas y técnicas que usaba eran las mismas de su cocina familiar…
era como si Germinal abriera las puertas de su casa para invitarte a disfrutar
de su mesa.
Pude saber por esa charla que algunas recetas suponen esa
especificidad familiar. Por poner un ejemplo, las empanadas que ella hacía, y
se siguen comiendo allí, no llevan aceitunas porque al padre de Germinal no le
gustaba. Es decir, la carta lleva solo lo que esa mujer cocinaba en su casa de
Mendoza.
Comimos empanadas, las sorprendentes
empanadas mendocinas de Pan y Teatro. Luego, Haydée pidió una milanesa con
cebolla y queso (no la probé, pero contó que estaba deliciosa, tierna y
sabrosa) y yo un tomaticán. Las empanadas cálidas y dulzonas (tono que le da la
cantidad de cebolla que lleva el recado) y el tomaticán entrañable me
recordaron a la cocina de mi abuela; no tanto por los aromas, sabores y recetas
como por la armonía y dedicación que ella ponía en la cocina (por supuesto que
huevos de sus gallinas y tomates frescos de su quinta siempre había y empanadas
de carne, también). Así es la comida de Pan y Teatro… ¡Ah! Un pianista sigue
tocando durante el almuerzo y la cena.
Notas
y referencias
(3) Nuestra Señora del Rosario de Nueva Pompeya.
(4) “Bustos,
Carlos Armando. –Sacerdote de los Franciscanos Capuchinos (estaba por ingresar
en la Fraternidad del Evangelio) (Padre Carlos de Foucaul). El Padre Carlos
Bustos trabajaba como taxista. Fue secuestrado en la calle por policías de
civil cuando se dirigía a escuchar misa en la Basílica de Pompeya, el 9 de
abril de 1977. Había recibido amenazas contra su vida.” (1984, Informe de la Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas, Nunca Más, Buenos Aires, EUDEBA, 4° edición,
1998, pag. 350).
(a) Leído el 11 de marzo de 2023 https://www.tripadvisor.com.ar/Restaurant_Review-g312741-d1084521-Reviews-Pan_y_Teatro-Buenos_Aires_Capital_Federal_District.html.
Hermoso relato que me resulta tan familiar.
ResponderEliminarDurante más de un año fui a trabajar a Barracas, tomaba el tren en Marinos del Fournier y bajaba en Buenos Aires, caminaba hasta la avenida Vélez Sársfield para tomar el 37 hasta casi el puente Victorino de la Plaza porque iba cerca de allí. Eso generó en mí un afecto especial por ese ferrocarril y esas estaciones quedadas en el tiempo. Me hacían revivir los viajes a 12 de Octubre o San Pedro con toda esa carga emotiva que generan los recuerdos infantiles. Por ello me resultó muy impactante cuando el Belgrano Sur dejó de llegar a Buenos Aires y la estación fue quedando descuidada y cercada. Tan fuerte fue el desencanto que dejé de disfrutar el pasar por la avenida y opté por no mirar hacia adentro.
Cuando tuve oportunidad de recorrer las obras del Belgrano Sur e interiorizarme del nuevo trazado que va a permitir que llegue a Plaza Constitución, me alegró la funcionalidad porque, en realidad, la llegada a Buenos Aires era poco práctica para seguir viajando pero, por otro lado, me entristeció la definitiva muerte de esa estación.
También visité el camarín de la Virgen de Pompeya (hace más de 10 años) no porque antes me llevara mi madrina sino por haber sabido que ella era devota. Tanto me impactó la intimidad que se percibe allí, me resultó muy diferente a la de Luján que es de similares características (comparten las imágenes con la nave central) pero no la siento tan acogedora y coincido que la vista desde la nave central luce demasiado alejada de la feligresía pero, a lo mejor, tiene que ver que primero fuimos al camarín y luego allí resultando tan diferente la percepción.
Perdón por lo largo pero despertaste en mí sentimientos muy guardados.
Saludos
Gracias, querido primo por tus comentarios tan enriquecedores.
EliminarQuerido Mario , encantadora nota , muy de La Ciudad que no miramos , hermosas y sensibles descripciones que como casi todo lo tuyo apunta a lo familiar, a tu casa, madre y abuelos. Un ida y vuelta entre el ayer en Mataderos el hoy de CABA. Y un viaje intermedio que da gusto. Un placer leer esta nota. Gracias
ResponderEliminarMuchas gracias, querido amigo.
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