7
de julio de 2014
Constantino
Cavafis recomienda
que en los viajes, “...hazte
con hermosas mercancías, / nácar y coral, ámbar y ébano / y toda
suerte de perfumes sensuales, / cuantos más abundantes perfumes
sensuales puedas.”(1).
Las imágenes pertenecen al autor
Y
yo me creí que me había hecho de todos los perfumes sensuales
posibles de encontrar en los nuevos rincones de la ciudad con las
especias que compré en el mercado boliviano de Liniers y con el olor
característico de los salones en los restaurantes chinos... Ocurrió
que en abril tomé unas vacaciones que dediqué a recorrer los
barrios de la ciudad con ojos de extranjero, tomando como guía el
poema de Cavafis. Anduve por San Telmo, Belgrano, Colegiales,
Mataderos; pero cuando llegué a Liniers me di cuenta que había
estado recorriendo buena parte de los rincones de la ciudad en que
las nuevas colectividades de inmigrantes adquieren visibilidad.
Pero
los barrios de las nuevas inmigraciones no se agotan en el Barrio
Chino de Belgrano y ese fragante mercado boliviano de Liniers... En
el barrio de Flores hay algo más... De modo que aproveché unos días
que me quedaron de vacaciones para completar el recorrido.
V
En el barrio de Flores han tenido residencia, desde hace muchos años,
núcleos importantes de las colectividades judía y árabe. Más
recientemente, es, también el habitat de numerosas familias
coreanas.
Los
coreanos que se instalaron en nuestro país ejercen el comercio de
indumentaria como actividad principal que los identifica. De modo que
se superpusieron con la actividad principal de muchos descendientes
de Israel. Quiere afirmar una historia, con visos de leyenda urbana,
que disputaron territorio. Primero en el Once y luego en el sector de
Flores que linda con el barrio de Floresta, haciendo eje sobre la
Avenida Avellaneda. Lo cierto es que, en ambos barrios el desarrollo
del comercio en el mencionado ramo es profuso y que en ambos barrios
ambas colectividades están presentes ejerciéndolo. Intuyo que se ha
alcanzado un equilibrio “ecológico” y que los judíos predominan
en el Once y los coreanos en Flores; pero sólo se trata de una
especulación sin más fundamentos que algunas observaciones directas
que pueden hacerse si se recorren las calles de ambos barrios.
El
lunes 7 de julio fui a recorrer Avellaneda, nombre con que empieza a
identificarse ese sector de los barrios de Flores y Floresta. No fui
a comprar nada, sólo fui a ver de qué se trata y a buscar algún
restaurante coreano con la finalidad de echar una primera mirada a
esa gastronomía.
Entré
en el barrio por la calle Concordia. Apenas se cruzan las vías del
Ferrocarril Sarmiento se ingresa en un extenso centro comercial a
cielo abierto. Son como setenta manzanas en las que se disponen una
apretada secuencia de locales comerciales. La mayoría de ellos se
presentan desde frentes pequeños. En las cuadras de mayor densidad,
pude sumar más de ochenta locales sobre las dos aceras.
En
esa primera cuadra de Concordia hay una fuerte concentración de
negocios que venden equipamientos e insumos para la producción de
indumentaria (máquinas de coser, hilados, botones, telas, etc.). El
día se presentaba frío, pero soleado. Más de una vez he sentido
que cuando hay sol la vida bulle. La febril actividad que vería en
el barrio a lo largo de toda mi recorrida mostraba ese bullicio que
ponía en primer plano la esperanza de una vida mejor cifrada en el
trabajo en el que todos parecen tener un lugar digno. Sin embargo,
tuve que andar varias cuadras para que se borrara la primera
impresión que me causó ese recorrido por la calle Concordia entre
Venancio Flores y Bacacay... Es que hay viejas historias en el barrio
sobre trabajo esclavo. Historias que primero se constaban en voz baja
y luego llegaron a las páginas de los diarios y a los estrados
judiciales.
En
fin, eso es parte de la realidad, un parte que no hay que negar, pero
no es toda la realidad. La imagen predominante que me dejó barrio es
la de una raro y respetuoso equilibrio entre todos los que allí
trabajan. La sucesión de negocios, las galería, los manteros y los
vendedores de comida callejera conviven en aparente armonía y,
aunque seguramente habrá tensiones ocultas, nada hubo que
desmintiera esta imagen en las dos horas que estuve recorriendo las
calles.
Los
negocios siguen una cierta regularidad, cuatro metros de frente y una
disposición en profundidad hasta donde cada solar lo permite. Fuera
de eso, todo es una mezcla abigarrada de estilos. Muchos ofrecen a la
vista un diseño minimalista, racional, moderno que los asemejan a
los comercios de los grandes shoppings de la ciudad. Otros ofrecen
con sencillez sus mercaderías. Algunos hay, también, en donde
predomina el desorden. Casi todos exhiben un nombre y un logo que los
identifica. No he podido verificar cuántos de estos logos
representan una protomarca que se estampa también en las prendas que
venden. Cada tanto, pueden verse pequeñas galerías, algunas algo
oscuras, otras luminosas. En ellas, los negocios son más pequeños y
la ropa se exhibe amontonada. Finalmente, hay una extraordinaria
cantidad de manteros que también ofrecen sus cosas que se ofrecen en
aparente amontonamiento y desorden mayor que en las galerías. El
barrio es la viva imagen cinematográfica de un mercado oriental...
...de
un mercado oriental que está en el cruce de los caminos de las
caravanas. Los rostros se comunican a través del lenguaje universal
del comercio en una auténtica algarabía de palabras. Recorro y
escucho voces que hablan idiomas incomprensibles. Los coreanos ponen
lo suyo, pero también los senegaleses, los bolivianos intercambian
expresiones en aymara y los árabes y judíos, la media lengua que
aún conservan sus ancianos. La mezcla se ve en todo, hombres y
mujeres que salen de sus viviendas, algunos rostros de ojos rasgados
del lejano oriente y algunas mujeres con la cabeza cubierta (¿judías
o musulmanas?) y hombres de largas guedejas y quipá de un oriente
más cercano... ¿Un auténtico mercado persa o el paisaje de un
barrio porteño? Esa mezcla rara me trajo a la memoria el bar Ismir
en el Villa Crespo de mil nueve vientipico que describe Leopoldo
Marechal en Adán Buenosayres.
No
parece haber un orden. Intento ver una regularidad. Una mayor
concentración de negocios coreanos en la calle Morón, aunque
también en la Avenida, se los ve; los senegaleses son manteros, pero
también hay otros manteros; los bolivianos que venden comida
callejera (salteñas, sopas, tamales); los judíos sobre en la parte
sur del barrio; los árabes en Bogotá, pero también por
Ibarguren... No, desisto, hay preferencias, pero hay una mezcla
auténtica, una armónica heterogeneidad.
Hace
unos diez años anduve por este
barrio en algunas oportunidades. Entonces el centro comercial de
indumentaria apenas se insinuaba en algunas pocas cuadras sobre la
Avenida Avellaneda. Ese rincón de la Ciudad era sede de
instituciones de la comunidad musulmana. Ahora volvía a recorrer la
calle Bogotá para ver el frente del Instituto Árabe Islámico, una
escuela incorporada a la enseñanza oficial. Me costó dar con él,
rodeado como está de negocios, inmerso en el centro comercial que
ahora se ve tan extendido. ¿Es lo único que queda de la
colectividad árabe islámica del barrio? No, a simple vista, y sin
buscar más, pude ver la panadería árabe llamada Fatay en la calle
Felipe Vallese; el almacén que funciona como bar y sandwichería que
exhibe un banderín de El Líbano en sus estanterías (se llama
Almacén de Julio y está en la esquina de Aranguren y Concordia) y
un restaurante en la calle Morón entre Argerich y Helguera. Creo que
buscando con mayor dedicación, se pueden encontrar otros sitios en
donde esa colectividad se encuentra aún muy visible en el barrio.
Alguna
vez escuché una teoría que sostiene que lo masculino y lo femenino
reconocen una estructuración atávica formada antes de la revolución
neolítica, es decir, hace más de 8000 años. Las responsabilidades
para la subsistencia se dividían. Los hombres cazaban las presas más
sustanciosas y las mujeres recolectaban los mejor frutos, los más
nutritivos. No sé, pero se me ocurre que si vamos a un centro
comercial podemos ver que la mayoría de las mujeres recorren
muchísimos locales antes de comprar algo. En ese recorrido miran lo
que necesitan, y lo que no, también y llevan un minucioso registro
de calidades y precios. En cambio, la mayoría de los hombres sólo
dirigimos la mirada hacia lo que necesitamos. No puedo generalizar
indebidamente, por ello hablo de la mayoría de cada género. Sin
embargo, Haydée y yo no escapamos de esa generalidad y, como mi
presa era la cocina coreana en el marco de la vida cultural del
barrio, me declaro inhábil para hablar de la calidad de los
productos; pero no para señalar quienes son los principales
compradores.
Hay
algunos signos que los identifican. En varios lugares del barrio,
pueden verse micros de larga distancia estacionados y por todas
partes se encuentran compradoras, y también compradores, cargando
carros sombre los que portan enormes bolsones, generalmente azules, o
arrastrando valijas de gran tamaño. Sí, compran al por mayor para
abastecer locales de venta minorista. ¿Dónde? En el conurbano
bonaerense, en la ciudades de la Provincia de Buenos Aires... En un
rincón de mi recorrido, pude observar como cargaban los bolsones
azules en el maletero de uno de los colectivos. Pasé por entre esos
compradores cuando un acento inconfundible llamó mi atención. Me
dirigía al hombre y le dije “Córdoba”... “Córdoba Capital”,
me respondió.
VI
Caminé por esas calles con la idea premeditada de abrir un postigo
y asomarme a los aromas, sabores y texturas de la cocina coreana.
Llevaba una lista de restaurantes que elaboré trabajosamente a
partir de varias consultas en la Internet y de la invalorable guía
de Pietro Sorba(2).
Andaba,
miraba, registraba la mezcla de colores e idiomas que el barrio
ofrece... y también de aromas y sabores porque también ofrece una
gran cantidad de puestos de comida callejera. Criollos vendiendo
sandwiches de fiambres artesanales, o que por lo menos lo parecían,
pancherías, cocineras bolivianas vendiendo “salteñas” y sopas,
y hasta un señor con un carrito vendiendo tamales. De modo que la
oferta es variada.
Hay
locales de comidas rápidas como el citado Almacén de Julio que
ofrece café con medialunas, sandwiches y empanadas o como el local
de comidas rápidas en Concordia al 600. Este último, muy a tono con
el carácter misturado del barrio, hace alarde de cocina fusión en
un volante de publicidad (arroces orientales, empanadas criollas,
sushi, milanesas, arrolladitos primavera, rabas, etc).
Pude
identificar la dirección de todos los restaurantes coreanos de mi
lista. Pero no pude establecer con certeza qué tipo de cocina hay en
esos lugares. Salvo un par de casos en que hay un cartel que anuncia
que allí hay un restaurante de cocina coreana, el resto se divide en
dos tipos de locales. Por un lado, aquéllos que se alojan en locales
abiertos que uno puede identificar como una casa de restauración por
el mobiliario que puede verse a través de las ventanas. Por el otro,
aquéllos en los que la dirección coincide con una casa. Tengo la
certeza de que hay restaurantes allí, las guías de la Internet los
identifica con nombre y teléfono, como si fueran restaurantes de
puertas cerradas; pero a diferencia de ellos, las guías indican
también la dirección y no aluden a ninguna regla que establezca el
requisito de reserva previa. Iba con la idea precisa de comer en
Singul Bongul, es decir, iba sobre seguro... pero este fenómeno es
digno de una segunda exploración.
¿Cómo
llegué a Singul Bongul? A través de la guía de Pietro Sorba. Quise
ir sobre seguro e imaginé que el tripazai xeneize hace un
relevamiento y una cuidada selección antes de incluir un restaurante
en sus guías. Sus críticas siempre me han transmitido confianza
porque comparto buena parte de las reflexiones que realiza acerca de
la cocina argentina.
Accedí
al local cuya decoración se destaca por la extremada sencillez y
asepsia. Sobre las mesas de fórmica sin mantel, una caja de madera
contiene los cubiertos: palillos de metal y cucharas. Durante el
servicio traen también cubiertos occidentales, pero imagino que sólo
los ofrece a los comensales que no son paisanos.
Para
elegir la comida pedí asesoramiento a un joven en apariencia
argentino por su registro de habla y coreano por los rasgos de su
rostro. Me explicó cuáles eran los platos más populares. Entre
ellos elegí uno cuyo nombre en la carta es “dolsotbibimbad” y
que consiste en una base de arroz, que me pareció similar al arroz
gohan de los japoneses, y sobre ella verduras y carnes salteadas,
todo coronado con un huevo frito. El plato lo sirven en un tazón de
piedra que conserva el calor. Simultáneamente traen a la mesa una
picada de ochos platitos, un caldo de carne con cebolla de verdeo y
una salsita picante. La picada tiene algunos productos notables como
repollo fermentado servido en salsa agridulce, unas tiritas de carne
salteada, unos trozos de “panqueque de huevo”, brotes y verduras
de hoja salteadas. Todo estaba aderezado con condimentos fragantes,
salsas con una inclinación a lo que solemos denominar agridulce y
semillas. Al plato principal se le puede agregar picante (no sé si
este servicio es el usual o se trata de una práctica conveniente por
la inserción del restaurante en Buenos Aires). Como dato
interesante, noté una predominancia en la proporción de las
verduras sobre las carnes.
Muy
satisfecho con lo que comí, me fui yendo del barrio. Volví al subte
por la calle Morón hasta Nazca, y por esta avenida hasta Rivadavia.
A pesar de que tenía casi agotada mi capacidad de asombro, la
caminata me deparó algunas sorpresas todavía. Por Morón, entre
Helguera y Argerich, un extraño local totalmente abierto a la calle
y sin carteles que anuncien nombre o identidad de lo que allí podía
esperarse, disponía algunas mesas donde los parroquianos se
deleitaban con platos de la culinaria árabe (casi le manoteo una
pieza de sarma que se veía apetitoso al comensal que estaba más
próximo a la vereda). Al lado, un local exhibía carteles
indicativos de la comida coreana que ofrecía. Me pareció todo un
símbolo de lo que había visto y vivido esa mañana de sol en el
barrio de la Avenida Avellaneda. Pero nada es tan contundente allí
como para quedar así, tan cerrado y prolijo. Poco antes de llegar a
Nazca, un cartel anunciaba que el local que presidía se llamaba
Pizza Casher Soultani... En la esquina de Yerbal y Nazca, un
restaurante de comidas rápidas bolivianas indicaba que allí se
podía comer pollo broaster como en La Paz o en el barrio de Liniers.
Notas
y referencias:
(1)
Cavafis, Constantino, Ítaca, leído el 27 de junio de 2014 en
http://www.pixelteca.com/rapsodas/kavafis/itaca.html.
(2)
2011,
Sorba, Pietro, Restaurantes
de las colectividades de Buenos Aires,
Buenos Aires, Planeta, pp. 148 y ss.
un barrio demolido,para hacer un centro clandestino de confeccion boliviano,el patrimonio arquitectonico destruido por nada,la pura maldad
ResponderEliminarGracias, Hellraiserball, por sus comentarios.
EliminarSegún dicen, no son sólo bolivianos los dueños de los talleres clandestinos. Hay también encumbradas figuras de la burguesía argentina que son dueños.