En el artículo anterior, les mostré
un par de recorridos, revisitando lugares de la Ciudad que fueron
significativos como paisajes de paseos en mi infancia. También los asocié, arbitrariamente
claro está, a restaurantes que me gusta frecuentar por razones diversas. Así
anduvimos por la Estación Buenos Aires (barrio de Barracas), la pizzería Burgio
(barrio de Belgrano), la iglesia Nuestra Señora de Pompeya (barrio de Nueva
Pompeya) y Pan y Teatro (único restaurante mendocino de la Ciudad, en el barrio
de Boedo).
Hoy les
propongo una caminata por la que la fuera la fábrica de SUDAMTEX (barrio de
Villa Ortúzar), un lugar muy importante en la historia familiar, y por el
restaurante Santa Inés (barrio de Paternal, más precisamente en el sector
conocido como La Isla de Paternal).
III La planta fabril de SUDAMTEX
La Isla de Paternal y Villa Ortúzar
han sido siempre barrios borrosos, si se me autoriza la metáfora. En ellos, la
tensión entre los edificios industriales y las viviendas familiares hizo que
nunca alcanzaran una identidad definida. Todo creció, en ellos, de manera
confusa. No eran barrios residenciales ni polígonos industriales, eran una
construcción híbrida que se vio acentuada por el proceso de
desindustrialización que sufrió la Ciudad de Buenos Aires desde mediados de los
años setenta del siglo pasado.
Algunos
sectores de estos barrios han ido cambiando su fisonomía hacia una urbanización
residencial, pero todavía hay amplios reductos que conservan la estructura que
los caracterizó. Sobre todo en el sector del recorrido que hicimos a través de
ellos.
Como siempre en estos viajes, hemos
utilizado el transporte público; pero esta vez sólo para ir, porque regresamos
a pie. El bondi de la línea 44 nos dejó en la esquina de Paz Soldán y Avenida
del Campo frente al paredón del Cementerio Británico. Desde allí, nos
internamos en La Isla a través de la primera calle mencionada, anduvimos dos
cuadras y al llegar a la calle Ávalos, doblamos por ésta a la derecha y
caminamos media cuadra en dirección al Ferrocarril Urquiza.
Allí estaba nuestro primer destino.
Dimos con el edificio de una vieja panadería de barrio que, desde hace algunos
años es sede del restaurante que conserva su nombre, Santa Inés.
Vimos mesas en la vereda, como
corresponde a un restaurante porteño, mesas en lo que fuera el salón de
despacho, mesas en el patio interior de la panadería. El edificio tiene una
cierta belleza generada por la conservación de los sitios y locales específicos
de su uso anterior. Así, la cocina se aloja en las piezas laterales al patio y,
en el fondo, un local de mayores dimensiones, donde se dispone un cuarto salón,
sobre una de cuyas paredes, se conserva el horno de leña (me han dicho que dejó
de operar a principios de este siglo, pero que aún está en condiciones de
funcionamiento). También se puede apreciar un torno de panadería que pareciera
ser el original.
La atención es cálida y esmerada. La
comida podría ser clasificada en aquella maravillosa categoría ensayada por don
Fernando Vidal Buzzi, “cocina creativa”. Comimos muy bien. Haydée pidió un
cerdo saltado con arroz de nombre irreproducible y yo, una milanesa de
berenjena (una berenjena entera, previamente horneada, luego aplastada, apanada
y frita) con salsas y guarniciones exquisitas. Tomamos un vinito de Durigutti
cuya denominación lacónica parecía altamente significativa, “Tinto del pueblo”.
Satisfechos de
comida tan placentera, recorrimos los locales del establecimiento. Todo muy lindo…
Sólo nos dio pena ver el horno apagado. Es un desperdicio, me dije, ¡qué buen
pan podríamos obtener de él, en lugar de los adocenados panes de molde
industriales que consumimos en nuestras casas todos los días! Tomé algunas
fotografías y salimos hacia nuestro próximo destino, la esquina de Montenegro y
Estomba.
Echamos a andar por la callecitas
del barrio, salimos por donde se comienza a insinuar, muy tímidamente por
cierto, la que a corto trecho será la Avenida Elcano. Luego, una cuadra por
avenida del Campo y cruzamos las vías del Ferrocarril Urquiza. Cruzamos también
la avenida a la altura de 14 de Julio y nos adentramos en lo que fuera el
corazón industrial de Villa Ortúzar.
Recorrimos un par de cuadras por
Montenegro y llegamos a nuestro destino, la vieja fábrica de SUDAMTEX. Los edificios
industriales del barrio, más o menos grandes, parecían estar intactos; pero no su
destino. Casi no alcancé a ver fábricas, tampoco talleres importantes, la
mayoría eran empresas comerciales que destinan los viejos edificios a depósitos
de operaciones de logística… incluso el edificio de SUDAMTEX no escapa a esa
lógica, es ahora la sede de Vital, un enorme supermercado mayorista.
¿Por qué quise llegarme hasta este
edificio que no era un lugar de paseo en la infancia? Ocurre que se trataba de
un sitio mítico en la vida familiar. Cuatro de mis tíos salieron de la malaria
de las familias de inmigrantes trabajando allí. Sí, provengo de una familia de
obreros textiles y comerciantes de los que formaron esa clase media que se desarrolló
en La Argentina a partir de los años treinta del siglo XX, sosteniendo el ideal
del ascenso social a partir del trabajo y el estudio.
El edificio está intacto en su
exterior, tal y como lo conocí. ¿Cómo lo sé, si nunca fue un lugar de paseos? Simplemente
porque debo haber andado dos o tres veces por allí. Ocurre que a una cuadra del
edificio industrial, había una tienda grande y espaciosa, en la que
aprovechábamos los descuentos significativos, para los obreros y sus familias, sobre
telas o ropa confeccionada con insumos de SUDAMTEX. El local ya no existe, pero
sí el recuerdo de que para llegar hasta él, había que recorrer la vereda de la
fábrica. Me costó darme cuenta de la ubicación original de la tienda. Para
ello, seguí los recuerdos de mi primo Oscar que lo ubicaba en la esquina de
Girardot y pasaje Demaría (en la ochava más cercana a la calle Tronador). Hoy,
allí, se levanta un edificio que parece ser una vivienda.
La última vez que fui, tendría unos
quince años, llegué hasta el local con tía Maruca. Nos atendió un señor muy
agradable y de muy buena presencia. Reconoció a mi tía. ¿Habría trabajado con
ella en la fábrica? ¿La conocía como habitué de la tienda? No lo sé. Sólo tengo
el recuerdo de una profusa charla sobre el mate y la vereda de su casa que
desplegó ante mi asombro, mientras mi tía elegía lo que íbamos a comprar.
Recuerdo vivamente esa conversación
por dos razones. Primero porque aprendí algo nuevo. Segundo porque reflejaba un
estilo de vida característico de la Ciudad en la que he vivido siempre. El
estilo de vida de esa clase media trabajadora.
El vendedor hizo alarde de ser gran
cebador de mate. Nos decía que había que servirlo con un chorrito muy fino sobre
la bombilla. No hay que baldearlo… Recuerdo su expresiva frase, “el mate es
como el patio, si lo baldeás, se lava”. Tal consejo me sirvió para toda la
vida. Habló también acerca de cómo hacer un mate de leche con limón, describiendo
la técnica necesaria para evitar que la leche se “corte” ante la presencia del
medio ácido.
Remató su disertación con un relato
que hoy juzgo de ribetes legendarios. Parece ser que todo el mundo lo envidiaba
en el barrio cuando, en noches de verano, salía a la vereda con la pava y el
mate debido a que su cebadura era la que más duraba… Yo entendí bien que la
manera conservar la cebadura consistía en no baldear el mate; pero no, cómo ese
acto de voluntad evitaba que el agua de la pava se enfriara.
Me imaginaba a este señor tan
atildado que nos atendía con una sonrisa y esmerada corrección formal, llegando
a su casa, poniéndose un pantalón de pijama celeste y una camiseta musculosa y
saliendo a tomar mate a la vereda, como hacía mi viejo. Tal vez mi memoria haya
conservado la anécdota por años porque esa costumbre porteña tan apacible me
encantaba. Claro que ya no existe más, la televisión confinó a las familias a
vivir la sobremesa nocturna en el interior de las casas, abandonando el patio
comunitario que era la vereda a la suerte de transeúntes marginales… ¡Uppps! ¿Dije
que esa costumbre no existe más? No sé, el mate no, pero creo que de alguna
manera se ha transfigurado en algo que sí existe y que para el porteño medio
tiene sentido.
Ya he dicho que el edificio de
SUDAMTEX parece estar intacto y que, salvo la trasmutación de edificios
industriales en edificios de servicios comerciales, el barrio conserva en
cierta medida su fisonomía de identidad híbrida. Nuevamente veo la ciudad
cambia, pero no tanto… El barrio de Villa Ortúzar, sí; pero La Isla, también,
la terraza en la vereda de Santa Inés no me deja mentir.
Personalmente, creo ver en las
terrazas de restaurantes, bares y locales gastronómicos que inundan la ciudad,
hasta en los barrios más apartados, esa pasión porteña de pasar buena parte de
los momentos de ocio compartidos en la vereda. Sí, ya sé que es una tendencia
que se despliega en muchas ciudades del mundo; pero me parece que, en Buenos
Aires, es particularmente fuerte porque suma el sentido que le atribuyo.
Luego volvimos
caminando a casa. Atravesamos Villa Ortúzar, Colegiales y Belgrano R. Resulta
ver cómo el paisaje urbano cambia en unas pocas cuadras. No sólo se trata de un
cambio en el espacio, sino también en el tiempo, es fácil advertir como, en los
últimos años, se ha ido transformando Villa Ortúzar, en el eje de la Avenida
Álvarez Thomas, en un barrio residencial.
Epílogo: Puerto
Madero, Mataderos y su Feria é ainda mais.
A diferencia de los tres relatos
que anteceden que refieren a rincones de la Ciudad a los que volví puntualmente
en estos días, he regresado con frecuencia a otros paisajes de la infancia como
Puerto Madero y mi querido barrio de Mataderos. En ellos, la tensión entre la
ciudad nueva que avanza, a veces de manera despiadada, y la consolidación del
patrimonio se resuelve de diversas maneras.
Debo decir por cierto, casi como un
descargo para los tiempos presentes, que la dinámica urbana de Buenos Aires
siempre fue así, por los menos desde fines del siglo XVIII. A principios del
siglo XIX, por ejemplo, se construyó una recova comercial en lo que hoy es la
Plaza de Mayo. Era un signo de modernidad y progreso. La piqueta la destruyó a
fines del mismo siglo para dar paso a la modernidad y al progreso. La única
diferencia es que, casi como un cargo para los tiempos actuales, es que existe
una consistente valoración patrimonial que antes no existía.
En el caso de Puerto Madero, hubo
un impulso inicial que permitió la recuperación de los viejos dockes,
asignándoles nuevas funciones; pero conservando plenamente fachadas y
volumetrías. Este recate resultó un extraño y bello equilibrio con la
modernidad con que se construyó en “la vereda de enfrente”. La preservación de
la Reserva Ecológica y de otros edificios completaba ese cuadro de equilibrio.
Sin embargo, al paso de los años,
algunas intervenciones desafortunadas sobre las viejas paredes de ladrillo, fueron
deteriorando el valor alcanzado. El caso más notorio es, tal vez, el rediseño
de los edificios de la Universidad Católica Argentina.
En el caso de Mataderos. Se ha
perdido, muy recientemente, la significativa identidad entre las actividades
del mercado de haciendas, y sus edificios administrativos históricos, con el
barrio que lo circunda. La Feria de Mataderos permitió, por varias décadas, que
esa relación se hiciera visible y evidente. (1) Se podía ir un domingo a la
Feria y ver, por ejemplo, las tiendas que ofrecían indumentaria “gauchesca” y
volver el lunes y encontrarlas abiertas. Es que en realidad lo que vendían, era
la ropa de trabajo de los reseros que aún realizaban sus tares de a caballo.
Con el traslado de esta institución
a Cañuelas, ese vínculo se rompió. Sin embargo, aún está en pie la recova
centenaria (uno de los pocos edificios que conservan soportales neo clásicos en
la Ciudad) y los corrales remanentes de esa actividad. No sé qué ocurrirá con
esas instalaciones, pero temo lo peor.
Era uno de mis paseos predilectos de
domingos por la mañana, cuando era niño, recorrer las pasarelas elevadas sobre
los corrales (maravilloso laberinto de sendas desde las que se realizaban las
transacciones pecuarias). Subíamos por una escalera que daba a la Avenida
Tellier (hoy Lisandro de la Torre) bajábamos por otra que daba a la calle
Murguiondo.
Puedo enumerar las cosas que se
fueron perdiendo, algunas de ellas de valor patrimonial: los edificios de
madera del Banco de la Nación Argentina y de la Estación de Ferrocarril de
trocha ancha; el recordado acceso a las pasarelas de los corrales desde la
calle y, ahora, las actividades del mercado. El progreso ha impuesto un cambio
inevitable, y tal vez deseable, en las actividades ganaderas locales; pero la
destrucción del patrimonio es otra cosa. Su conservación no debe descuidarse en
estos desarrollos urbanos modernos.
Ya lo he dicho arriba no tengo
nostalgias por el pasado que se pierde, sino angustias por la desvalorización
del patrimonio. Seguramente la ciudad siga siendo muy parecida a sí misma a lo
largo de los años; pero la desmemoria le achura un pedazo de su identidad, el
que fogonea su conciencia…
De todos
modos, estoy tan lejos de desear que vuelva el pasado, como de fustigar lo
nuevo. Sólo digo que en la Ciudad nueva que sepamos conseguir, debe haber un
lugar para la preservación del patrimonio.
Notas y referencias:
(1) En 2014, realicé una serie de visitas a la Feria de Mataderos. Como
consecuencia de ellas, compuse una serie de artículos donde daba mi parecer en
la materia. Sirvan los textos como testimonio de lo que entonces ocurría en mi
querido barrio. El siguiente enlace conduce al índice de esos artículos: 2016,
Aiscurri, Mario, “La Feria de Mataderos – índice”, en El Recopilador de sabores entrañables, leído el 4 de mayo de 2023
en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2016/06/la-feria-de-mataderos-indice.html
Del negocio de Sudamtex tengo el recuerdo de las grandes mesas con laterales que contenían los retazos evitando que se cayeran al piso. No sé por qué, pero siempre me quedó grabada esa imagen única para mí. Nunca había visto mesas con barandas.
ResponderEliminarDel puerto (antes del Madero), guardo los recuerdos de nuestras excursiones con el tío Alfonso viendo las grúas en funcionamiento y los hombres subiendo y/o bajando las bolsas que llevaban o traían los barcos haciendo tangible el comentario habitual en aquél entonces de "andá a hombrear bolsas al puerto".
Gracias, Oscar, por tus comentarios entrañables... y el recuerdo de tío Alfonso.
EliminarAun resuenan en mis oidos los mugidos de las vacas mientras esperaba el colectivo sobre la calleTellier Mi padre trabajando en la Foresta, mi tío y mi abuelo como jefes de la estación del ferrocarril por donde entraba la hacienda, algún resero cabalgando por Av. de los Corrales, yo trabajando casi 30 años en la escula 14. Parte de una vida en Mataderos que hoy me la has hecho recordar desde Mar del Plata.
ResponderEliminarSaludos Mario
Gracias, Norma, por tus comentarios.
EliminarHacía mucho que no escribías por aquí.