8
de julio de 2014
Con
mi caminata por el centro comercial a cielo abierto de la calle Avellaneda completé un recorrido por los barrios de San Telmo, Belgrano, Colegiales, Mataderos y Liniers, poniendo énfasis en los
rincones de la ciudad en que las nuevas colectividades de inmigrantes
adquieren visibilidad, por su actividad y por su oferta gastronómica.
Las imágenes pertenecen al autor
Sólo
me había quedado pendiente una exploración por los restaurantes
peruanos del barrio del Abasto. Pero como sólo se trataba de locales
de restauración, los iba a incluir en un artículo en el que reúno
algunas notas sobre los establecimientos de esos barrios a los que
fui ex profeso y por afuera de mis recorridos “turísticos”.
Pero
el barrio terminó imponiéndome su historia y me obligó a acometer
un nuevo capítulo, el cuarto, de las notas en las que registré mi
intento de mirar como extranjero mi propia tierra... volví a la guía
de Constatino Cavafis y a dejarme sorprender en una caminata que hice
por el barrio real de 2014... y en otra por el barrio también
verdadero de los recuerdos que me llevaron a una cálida noche de
diciembre de 1971.
VII
El
subte me deja en la estación Carlos Gardel. Tiene salida directa
hacia el interior del centro comercial que se aloja desde hace más
de veinte años en el imponente edificio que fuera la sede del
mercado de abastos de la ciudad. Ese viejo mercado fue trasladado a
la localidad bonaerense de Tapiales hace más de treinta y cinco
años, constituyéndose en el actual Mercado Central. Pero la memoria
colectiva se cifra en el obstinamiento, reconociendo que en el viejo
edificio de Corrientes y Tomás Manuel de Anchorena es el centro del
barrio que llama El Abasto sin que este nombre, como otros, tenga
consagración en las ordenanzas municipales y en la leyes de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Bajé
del subte, ingresé al hall del viejo edificio y salí al barrio por
la puerta que da a la calle Anchorena. Un corto pasaje, ahora
peatonal, cae perpendicular sobre esta calle y frente a esa puerta.
Se llama Carlos Gardel. La imagen de Carlitos, el Morocho del Abasto,
lo preside. Un negocio en la esquina ofrece recuerdos de Buenos Aires
y del gran cantor nacional... el pasaje nos invita a recorrer el
barrio.
Salgo
a la calle Jean Jeaures y camino hacia el pasaje Zelaya. En la vereda
de enfrente, hay una casa añosa... un cartel nos anuncia que ese es
el Museo Casa de Carlos Gardel. En su interior, vemos una vivienda de
clase media pudiente. No puede haber sido la casa en la que Gardel se
crió. Efectivamente no lo es. Es una casa que compró para que
habitara su madre cuando ya era famoso más allá de las fronteras
argentinas.
La
memoria popular conserva la identidad entre ese barrio y ese gran
artista nacional. Otro gran artista, esta vez contemporáneo, Marino
Santa María pone en evidencia esa identidad. Marino que ha hecho
grandes obras de arte plástico callejero en la ciudad, despliega
aquí todo su talento a lo largo de las tres cuadras del pasaje
Zelaya, y en una alguna escapadita por Anchorena. Allí pueden verse
sus estampas con la imagen de Gardel y la de la letra y música de
sus tangos y canciones.
Pero
la identidad del barrio no se limita al Gardel de ayer y la casa de
su vieja, al Gardel de hoy y las intervenciones de Marino y al Gardel
de mañana que imaginamos tan eterno como el agua y el aire. Fue el
centro de una febril actividad comercial de venta mayorista de frutas
y verduras y el escenario que Lucas Demare eligió para en su
película Mercado de Abasto estrenada en 1955. Tita Merello y Pepe
Arias se lucen en ella, ofreciendo un retrato realista de la
actividad de vendedores y changarines que parecen bailar con la
música de Lucio Demare.
Ese
movimiento, esa concentración de trabajadores, generó un polo
gastronómico. Los bodegones que allí originaron y crecieron eran
denominados cantinas, como en La Boca, porque la mayoría de los
parroquianos eran de origen italiano. Con los años, esas cantinas
adquirieron fama de buenos restaurantes. Gracias a la centralidad que
les daba la Avenida y a esa fama fueron frecuentados por familias de
clase media, como en La Boca, formando parte del circuito de las
atracciones de la noche porteña de los fines de semana. En una de
estas cantinas hicimos la cena de despedida con mis compañeros de la
escuela secundaria en diciembre de 1971.
Con
el cierre del mercado, las cantinas fueron desapareciendo; pero hay
una que pervive en la esquina de Billinghust y Lavalle, Pierino. El
local está presidido por dos fotografía, la del padre Pío y la de
Astor Piazzolla. Pierino en persona te sugiere, como antipasto, las
especialidades italianas que están mejor en el día, mientras te
cuenta anécdotas de cuando el local era frecuentado por Astor, su
amigo.
Luego
vino el shopping y el polo gastronómico se reconstruyó, pero los
restaurantes actuales no son italianos, sino peruanos. Ignoro las
razones que explican su concentración en la zona, pero vale la pena
disfrutarlos.
VIII
El día que anduve de recorrida por el barrio, iba con una lista de
estos restaurantes peruanos. La construí a partir de una búsqueda
por la Internet. La mayor concentración de locales está en la calle
Agüero entre Valentín Gómez y Tucumán; aunque también los hay
por Tomás Manuel de Anchorena y por la Avenida Corrientes. Juntando
comentarios de aquí y de allá, y sorteando el destino a través del
mágico ta-te-tí, elegí comer en dos de ellos, Mamani, en Agüero y
Lavalle al 700, y Carlitos, sobre la Avenida Corrientes entre Jean
Jeaurés y Ecuador.
Mamani
tiene las paredes pintadas en paños diferenciados de colores nítidos
y estridentes que no se combinan en gamas o contrastes
convencionales, como en muchos otros restaurantes peruanos y
bolivianos que he conocido. Sin embargo, a diferencia de estos, el
mobiliario lo asemeja más a una decoración ecléctica (v. g., mesas
de madera con manteles individuales negros). El local es muy amplio y
luminoso y la atención es dedicada al punto de servirte de
orientación en tus elecciones. La carta es larguísima y está
dividida en capítulos (entradas, comida criolla, comida chaufa,
pescados, etc.). Probé un ceviche de lenguado delicioso y lo
acompañé con chicha morada (su dulzura compensó claramente la
acidez del plato). La porción es enorme, por esta razón es un
restaurante para ir con amigos. Era un martes al mediodía y no había
una gran cantidad de parroquianos. Supongo que la concurrencia debe
ser muy importante durante las noches y los fines de semana.
En
contraste, comí unas papas a la huancaína en Carlitos. La
ambientación respeta el estilo de los restaurantes peruanos que ya
conocía (excluyo aquellos a los fui, pero tienen o han tenido
pretensiones de alta cocina, como Pozo Santo y La Rosa Náutica).
Las paredes pintadas de colores que no observan una combinación
clásica y las mesas con manteles de tela sobre los que se dispone un
mantel transparente de plástico... Todo un estilo.
El
local es mediano y las mesas están muy cerca unas de otras. Ese
martes al mediodía estaba lleno de bote a bote. Por esta razón, la
atención no fue tan diligente como en Mamani, sin dejar de ser
buena, por cierto. Las papas no eran muy buenas (responsabilidad de
la oferta de nuestras verdulerías, no de la dedicación de los
peruanos a la restauración), pero la salsa huancaína estaba
deliciosa. Tengo que volver y probar algún plato más enjundioso
como para evaluar la calidad. Sin embargo, lo que me atrapó del
lugar fue la calidad de los comensales que, en su mayoría, eran
peruanos trabajadores. Sentí que estaba en un lugar genuino como me
ocurrió en Miriam en Liniers y en Singul Bongul en la calle Morón
en el barrio comercial de los coreanos en Flores.
A
diferencia de las culinarias boliviana y coreana, la cocina peruana
no es novedosa para mí. Sin embargo, no puedo considerarme un
conocedor. De modo que el Abasto es un lugar más que interesante
para explorarla en toda su riqueza.
Notas
y referencias:
(1)
Cavafis, Constantino, Ítaca, leído el 27 de junio de 2014 en
http://www.pixelteca.com/rapsodas/kavafis/itaca.html.
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