2024/octubre
Hemos llegado
otra vez a Mar del Plata, visitando familiares y amigos y comido bien, y, a
veces, muy bien.
I En el camino, allí
en Dónde está la vaca
Es bien sabido que todo viaje
comienza con la idea de hacerlo y termina con bellos recuerdos que suelen
contarse, o no, y, a veces, por escrito. No seré tan extenso. Me limitaré a
empezar por la ruta.
Con Haydée, habremos ido unas diez
veces a Mar del Plata en los últimos diecisiete años. Allí residen su hermana,
dos de sus sobrinos y una amiga suya de la juventud. Por mi parte, allí se
conserva la memoria familiar de la última oleada de inmigrantes igeanos que
llegaron a La Argentina en los años cincuenta del siglo pasado. Algunos de esos
riojanos españoles, en especial los de la Villa de Igea, dejaron y dejan huella
sorprendente en esa ciudad. Huellas que están a la vista de todos quienes
tengan puestos los anteojos adecuados.
De modo que emprendimos el camino
para ver a aquéllos con los que conservamos vínculo, para andar por la ciudad y
para comer en buenos sitios… pero hay otro vínculo en el camino que también
hemos cultivado, es el sitio en el que nos detenemos a almorzar en la Autovía 2
(sólo de ida, de vuelta, no).
Chorizo seco de campo y asado a la
brasas en el viejo restaurante que conocimos como Santa María ubicado sobre la ruta,
a una altura intermedia entre el peaje y la terminal de ómnibus de la ciudad de
Maipú. Allí nos detuvimos todas las veces que fuimos antes de la pandemia. Allí
nos apeábamos junto a la “estatua” de una vaca. Allí, don Burgos, cuando
pedíamos chorizo chacarero, nos preguntaba invariablemente si éramos porteños.
Yo le contestaba que sí y que sabía perfectamente qué estaba pidiendo porque
pasé todas mis vacaciones de la infancia en la chacra de mis abuelos a treinta
kilómetros de la ciudad de Nueve de Julio. Allí don Burgos, invariablemente,
comentaba que los porteños están tan acostumbrados al salamín industrial picado
muy finito que les da la sensación de que comen menos grasa. (1)
En el último viaje antes de la
pandemia, el mismo señor Burgos nos confesó que estaba cansado de atender el
boliche. Lo había creado su madre y él puso allí toda la energía de que disponía, pero no había en la
continuidad familiar, interés en sucederlo. Nosotros mismos vimos esa energía
que se expresaba en un crecimiento, perceptible en cada viaje, de las
instalaciones. Repetía que cincuenta años a cargo era demasiado tiempo y que,
ya entonces, pensaba en venderlo. Luego vino la pandemia y no supimos cómo
siguió esa historia.
Volvimos a encarar la ruta hace un
par de años después. Imaginamos que Burgos se había retirado y, no sin cierto
temor por lo podría haber pasado en esos meses, decidimos realizar un almuerzo
escueto en la entrada a la ciudad de General Guido, dando por hecho que Santa
María, por lo que fuera debía estar cerrado.
En esa oportunidad, seguimos el
camino y comprobamos que el local estaba abierto, pero lucía un nombre
inquietante, ahora se llamaba “Renacer”. Decidimos entonces que la próxima vez,
es decir ésta que estoy contando, volveríamos a parar allí y recuperar la parte
del relato que nos faltaba… Uno siempre se interesa por el destino de los
afectos que cultiva.
Paramos en “Dónde está la vaca” que
así se llama el establecimiento ahora y, apenas nos bajamos, preguntamos al
parrillero por don Burgos y respondió “Allí, en su casa… ¿no lo ven parado en
la puerta?”. Efectivamente allí estaba el hombre. Hicimos los pocos metros que
nos separaban de la casa contigua para saludarlo. El encuentro fue dichoso.
Allí estaba él “disfrutando” de su retiro. Uso esa palabra engañosa porque
describe perfectamente lo que vi. Un hombre todavía vital que se felicitaba y
se lamentaba a la vez por su retiro. No saludamos con el reconocimiento y el
respeto con que se relacionan los amigos de muchos años y nos fuimos a comer,
no sin cierto sentimiento de alivio.
Todo lo que comimos estaba aceptablemente
bien, el asado banderita, el chimichurri, la criolla, la papas fritas y el
tomate de una portentosa ensalada. Con la panera venía un platito con jamón
crudo casero bastante razonable. Cuando los vi colgados en la antesala, pedí
chorizos secos. También estaban muy razonables, alguno más logrado que otro,
claro está.
¿Qué diferencias percibí? Dos que
para muchos parecerán nimias, pero para mí son fundamentales. La primera que,
como buen criollo, don Burgos no ponía chimichurri en la mesa y que, cuando se
lo pedían, traía salmuera, en un botella tapada con un corcho que lucía un par
de canaletas. La segunda que la moza, a pesar de atendernos con la mayor
amabilidad, ignoraba todo acerca de esos chorizos. ¿Don Burgos la trataría de
aporteñada? Puede ser… pero yo me lamente porque vi, en el gesto, una señal
inevitable de la decadencia de la criollidad en esa pequeña ciudad rural bonaerense.
Ni restos parecía quedar del tiempo en el que, como signo distintivo, los
paisanos llamaban Buenosaires al gran poeta Leopoldo Marechal que, nacido en el
barrio de Villa Crespo de la Ciudad de Buenos Aires, solía ir a Maipú de
vacaciones.
Terminamos
nuestro camino por el tramo más bello, para nuestro gusto de la Autovía 2, el
que va desde Suipacha hasta Camet.
II Véspoli…
encanto, desencanto, encanto
Ya arribados, nos instalamos en la
esquina de Hipólito Yrigoyen y San Martín, frente a una de las manzanas de la
plaza del mismo nombre. Nos encanta caminar las calles de la ciudad por la
mañana o por la tarde. Sin embargo, como llegamos a una hora avanzada y
estábamos algo cansados, la caminata fue breve y la concluimos con una
cervecita en La Fonte d’Oro. Es uno de los locales de esa cadena de confiterías
que está ubicado en la mencionada esquina en la planta baja de del hotel en el
que estábamos alojados.
El establecimiento no carece de
interés. Cuenta con una repostería que ha adquirido cierto prestigio en los
últimos años. Adicionalmente, ofrece algunos platos que resuelven con solvencia
un almuerzo fuera de programa. En uno de los mediodías, por ejemplo, comimos
una posta de merluzón con verduras al vapor y una salsa, cuyo nombre, apropiado
a la tilingería de nuestros días, he olvidado, pero sostenía muy bien y daba
buen sabor a un plato agradable que sobresale sobre el resto de los que incluye
la carta.
Ya en la habitación, volvimos a
lamentarnos de la perspectiva que nos impedía contemplar la bella catedral de
Mar del Plata, semioculta, desde hace años, entre los edificios lindantes. Casi
un símbolo de una ciudad en la que construcciones monumentales han ido
ocultando, en los últimos sesenta años, la belleza prístina de una urbe que se
consolidó en la década de los cincuenta del siglo pasado como una ciudad bella
y única… Aunque, de todos modos, y a pesar de tantos destrozos propiciados por
los “desarrolladores”, la Mar del Plata aún resiste en su encanto.
Lo cierto es que dimos esa pequeña
caminata, nos tomamos la cervecita y volvimos a la habitación mientras
esperábamos para ir a cenar en la Trattoria Napolitana Véspoli.
¡Ah! Como siempre pido disculpas
por escasez de fotografías de los platos que comimos allí y en otros sitios. Me
suele ocurrir que estoy más pendiente del impacto que recibo en imágenes y
aromas de los platos que se acercan a la mesa que me olvido de hacerlos
impactar las primeras sobre las lentes del celular. Esto no es significativo en
estas notas porque confío en llegar al lector con la palabra escrita, pero sí
lo es en las redes sociales, el canal secundario por el que comunico mis
impresiones.
Andábamos, ya de noche, por las
avenidas Luro e Independencia hasta que llegamos al restaurante de la familia
Véspoli… íbamos por sus sorrentinos. En lo personal, esperaba una especie de
revancha porque había ido hace algunos años, antes de la pandemia, y no la
habíamos pasado bien. En aquella oportunidad, habíamos comido unos sorrentinos
que se rompían al servirlos. Entonces volví a Buenos Aires decepcionado con un
restaurante que amaba por la trascendencia simbólica de lo que representaba.
(2)
Esta vez, vivimos
una experiencia distinta, la trattoría estaba como en los mejores tiempos, por
lo menos como los mejores en mi experiencia personal. Pedí lo obvio, sorrentinos
de jamón cocido y queso en salsa fileto. Los sirven en una cazuela de acero con
tapa que mantiene la temperatura. La masa estaba sutil y deliciosa, cada raviol
estaba correctamente cerrado, el punto de cocción, sin estar estrictamente al
dente, estaba más que apetecible y la salsa como debe ser (los filetes de
tomate se distinguían perfectamente, no estaban licuados en un líquido ligero, como
se suele ver en otros sitios). Salimos muy satisfechos con la experiencia y el
reencuentro con lo mejor de un restaurante que amo.
III Pizzería
Timoteo y el futuro de la pizza porteña
Estábamos en el centro
institucional de Mar del Plata. La enorme Plaza San Martín en frente, la
Catedral a unos pasos en diagonal, la Municipalidad en la misma vereda. Por la
noche comeríamos con los sobrinos de Haydée, de modo que usamos el tiempo libre
para hacer nuestras caminatas de barrio y mar.
Salimos por Yrigoyen hacia el norte
para andar un poco por uno de nuestros barrios favoritos, la Perla (ya habíamos
cenado la noche anterior en ese barrio). Al llegar a la Avenida Libertad, el
Mar Argentino se nos apareció con su energía vibrante. Allí tomamos una
decisión de la que después nos felicitamos.
En lugar de cruzar directamente hacia
la costanera para andar por ella hacia la playa Bristol, fuimos a la Plaza
España y, subiendo por la Avenida Libertad, nos dirigimos hacia el Museo Municipal
de Ciencias Naturales. Muchas veces transitamos ese camino pero jamás nos
desviamos hacia el museo.
Entramos y un empleado nos indicó
como estaban organizadas las exposiciones y nos sugirió un recorrido. En lo
personal, me encantan los museos pequeños y las recorridas acotadas por grandes
museos. Rehuyo el vértigo de recorrer inmensidades en donde la información
abunda y nos impide llevarnos una idea clara de lo que hemos visto. Dicho de
otro modo, me encantan los museos a escala humana, donde suele ocurrir que el
personal ame el sitio donde trabaja aunque reviste en categorías de mayordomía y
maestranza.
Haré un paréntesis que sirva de
comparación. En Madrid, visitamos el museo Reina Sofía y sólo fuimos al segundo
piso, a contemplar el Guernica de Picasso y las salas adyacentes con
información contextual para comprender la obra (desde bocetos con los anticipos
parciales de la concepción de la obra hasta información periodística sobre el
atroz bombardeo que el cuadro ilustra). Junto a la obra monumental había una
mujer con uniforme de seguridad cuya única función era indicar a los visitantes
la raya amarilla que señalaba el mayor acercamiento autorizado y la
obligatoriedad de no usar flash en la toma de fotografías. Me pareció que el
trabajo era medio tedioso aburrido y, medio como para consolarla, le pregunté,
con cierto gesto de admiración, si le parecía bueno el trabajo que tenía. La
respuesta fue inesperada. Expuso una amplia sonrisa y dijo, “Es el mejor
trabajo del mundo, cada día que vengo le descubro algo nuevo a este cuadro”…
…Y me volvió a pasar en el Museo
Lorenzo Scaglia de Mar del Plata. El empleado que nos indicó el dispositivo de las
exposiciones, nos señaló en una dirección y nos dijo, allí está el laboratorio
donde trabajan los científicos. No lo van a dejar entrar, pero va a poder verlo
desde afuera. Efectivamente, luego pudimos comprobar que allí estaba el corazón
científico de la institución. La recorrida por las salas no sólo da cuenta de
especies animales y objetos minerales de la Costa Atlántica Bonaerense (y un
poco más también), sino también del importante trabajo científico de
clasificación y exposición a cargo de biólogos, paleontólogos y arqueólogos,
por sólo nombrar lo más destacado, que allí mismo desempeñan sus tareas.
Por supuesto que la descripción de las
especies actuales nos impactaron, muchas de ellas las habíamos contemplado en
vivo en la reserva ecológica de Mar Chiquita; pero quedamos también impactados
por el trabajo paleontológico, sobre todo con las especies de grandes mamíferos
pampeanos extinguidas hace entre 8000 y 10000 años. No cesaba de peguntarme
cual habría sido la causa de una extinción tan precisa en su ubicación temporal
y su amplia diversificación de especies. Debió ocurrir una catástrofe, me
repetía y repetía expresamente.
Empecé a buscar quien pudiera
explicármelo. Encaré a una señorita que acomodaba el dispositivo de restricciones
de acceso después de una visita de escolares que nos precedió. Le pregunté si
era personal técnico del museo, me dijo que no. De todos modos le expuse mi
inquietud y pregunté quién podría satisfacerla, me dijo, con mucha amabilidad,
que no sabía responderme porque era nueva en esa dependencia municipal. Le dije
que no se hiciera problema, que ya encontraría a la persona indicada.
Fue entonces que salió, por una
puerta lateral, un joven con atuendo de personal de maestranza. Me miró y me
dijo: “Escuché lo que le preguntó a mi compañera. Si lee ese cartel va a tener
muchas respuestas a su pregunta…” Me dirigí a la infografía que me indicó y el
joven, yéndose y casi de espaldas, agregó “…la causa principal fue la presencia
del ser humano”. La infografía daba una serie razones que abarcaban desde
cambios climáticos a migraciones humanas.
Me dije que no podía ser, que los
pocos seres humanos que transitaron por allí casi por primera vez, fueran la
causa de la extinción del peligrosísimo smilodonte (un felino de largos
colmillos) y el gliptodonte (una especie de mulita o peludo gigante y fuertemente
acorazado). Pero las razones, si uno las piensa bien, con contundentes, el
desequilibrio ecológico que ha provocado muchas veces, con su sola presencia,
el bípedo depredador ha sido desbastador.
No fuimos felices del museo, no
sólo por haber aprendido algo sobre la historia natural bonaerense, sino
también por el amor al trabajo que el personal del museo exhibe a cada paso.
Seguimos
nuestra ruta de contemplación por el Mar Argentino, retomando el camino que
habíamos previsto, volviendo al hotel por la peatonal San Martín.
Por la noche, tuvimos reunión
familiar con los sobrinos de Haydée en la pizzería Timoteo que me recomendó
Carina Perticone, mi amiga marplatense.
Desconocía la existencia de esa
pizzería, pero la visita alumbró un descubrimiento. Siempre he pensado en la
necesidad de locales creativos que señalaran un camino de futuro para la pizza
porteña (3) sin tener que recurrir a falsos “cornichones” y a decir
“napoletana” en lugar del “napolitana”, como decimos los que hablamos español
del Río de la Plata. Timoteo encara ese futuro en el capítulo más maltratado de
nuestra pizza, la pizza a la piedra.
Una masa deliciosa y crocante que
te alimenta de sólo mirar y olerla, como diría un español. Fui directamente a
la recomendación de Carina quien me sugirió que probara una pizza de panceta,
ciruelas al malbec y miel (se llama Onel)… Fue lo primero que comimos, todos
quedamos sorprendidos por el equilibrio de sabores de esa especialidad.
Éramos seis y comimos una Onel
grande, una fugazzeta chica (no tan chica, en realidad) y una chica de
muzzarella. Todo de excelente calidad de conceptual y de producto. La masa,
bien tratada y crocante, el queso abundante que chorrea en hilos difícil de
cortar exponen una identidad de pizza inconfundible que uno podría reconocer en
cualquier parte del mundo. El dueño juega con los nombres (nos costó un poco
hallar, por ejemplo, la Pizza de muzzarella en la carta). Quedé plenamente satisfecho
con la sensación de que el futuro de nuestra pizza está a salvo en sus manos.
Me aseguran
que el establecimiento ha estado allí desde hace más de 20 años, mientras yo lo
ignoraba, como ya he dicho. Tienen otro local en la Avenida Constitución que
agrega pastas y otros platos al menú porque tiene cocina (el local de Alberti al
2200 que es donde fuimos, sólo hornean pizza). La adicionista, muy amable por
cierto, me asegura que el secreto de la pizza de Timoteo reside en que se basa
en la alta calidad de los insumos (me ofreció una prueba al respecto, en modo oral,
pero prueba al fin que no es necesario develar).
IV Lo de Fran,
no me voló la cabeza
He ido más de veinte veces a Mar
del Plata y, cada vez que regreso, me sorprende con algo nuevo, nuevo para mí,
no para la ciudad, claro está
Salir a media mañana y, en la Plaza
San Martín, toparse con un retoño del árbol sagrado de Guernica no es moco de
pavo… dar una vuelta en la esquina, andar en zig zag y llegar al inconmovible
frente de la tienda Los Gallegos, tampoco.
Es asombroso el dramatismo que
encierra el cuadro de Picasso. Un dramatismo trágico expuesto en un concierto
de matices en gris que todos los días sorprendía con alguna novedad a la
trabajadora del Museo Reina Sofía de Madrid que, también todos los días, velaba
por su seguridad. La obra es imponente y sublime, aunque relata una tragedia de
muerte y destrucción… Sin embargo, Mar del Plata nos ofrece otra visión.
Cruzamos Hipólito Yrigoyen y la Avenida Luro y allí, en un rincón de la plaza,
cercado por una escueta verja, con un pequeño cartel indicador, un roble
enhiesto nos anuncia que la vida continúa… que la destrucción total de un
símbolo de identidad, fracasó y que los retoños del árbol sagrado crecen en las
diversas partes del planeta en que los vascos han decidido vivir.
No es la primera vez que contemplo
uno de sus retoños. En centro del local del restaurante del Centro Laurak Bat
de Buenos Aires, hay una vidriera que separa el sitio cerrado de una apertura
que da al aire de la ciudad… Allí hay otro retoño que crece con libertad
biológica. Lo que no sabía es que Mar del Plata contaba con uno de estos
símbolos vitales de libertad humana. (4)
Seguimos la caminata que esta vez
sería breve porque iríamos a almorzar con nuestra amiga María Inés Pacenza en
el barrio del Puerto. Íbamos con destino fijo, retrocediendo desde el
emplazamiento del roble sagrado. Es que quería conocer uno de los íconos de mi
infancia, la Tienda Los Gallegos.
Fui por primera vez a Mar del Plata
en 1969, pero ya conocía la ciudad por comentarios familiares y por la
televisión. Tenía parientes riojanos españoles que vivían allí a quienes solía
ver cada vez que venían a Buenos Aires. Pero había un sitio emblemático que
conocía por su publicidad en televisión. El slogan rezaba “Viaje a Mar del
Plata sin valijas, Tienda los Gallegos tiene de todo”. Ahí estaba yo ahora, por
primera vez, en cincuenta y cinco años, frente a la fachada del local. La
sensación fue extraña, no había nostalgia por lo que nunca había conocido, había
satisfacción porque, a pesar de la voracidad de los “desarrolladores”, hay
sitios emblemáticos que resisten. Lamentablemente, carecíamos de tiempo para
recorrerla en su interior.
Fuimos a
buscar nuestro auto y nos dirigimos a la Avenida de los Trabajadores, frente al
Puerto de Mar del Plata, a pocos metros de la icónica calle 12 de Octubre.
Teníamos una reserva en Lo de Fran.
Llegamos al establecimiento precedidos por su fama. Comimos bien, pero no me
voló la cabeza como esperaba. El local es un tanto desangelado y el servicio,
bastante flojo. Un mozo muy atento, por cierto, tomó el pedido sin comentarnos
el estilo y tamaño de las porciones. Como adelanté éramos tres personas.
Pedimos fritura mixta para uno (el único plato marplatense de la carta) y
fideuá para dos.
La porción de la entrada era
gigantesca y la fideuá algo más que generosa. Comimos en exceso y, aun así,
dejamos un tercio de esta última. Resultado, podríamos haber gastado menos, y
no habríamos desperdiciado comida (hecho que detesto), si hubiésemos recibido
alguna sugerencia del mozo.
La fritura mixta estaba muy buena,
una exquisita reformulación de este plato que, en otros sitios, suelen
presentarte con frituras adocenadas, a veces insalubres. La fideuá estaba más
que razonable, a pesar de que la hicieron con fideos italianos. No estuvo mal,
pero no sé si volvería.
Como el local no estaba completo,
pudimos darnos el lujo de una amable sobremesa tras la cual llevamos a nuestra
amiga a Playa Grande, el barrio en el que vive.
Para ir
subimos por 12 de Octubre hasta Avenida Edison. No sé si desconocía esa calle o
si nunca le había prestado atención. Lo cierto es que me encontré con un centro
comercial a cielo abierto de barrio que aún conserva la vitalidad y señas de
los resplandores que supo tener cuando las empresas de pesca locales eran
poderosas y prósperas, es decir, hace algo más de treinta años… Me recordó a la
Avenida Juan Bautista Alberdi, a la altura del barrio de Mataderos en la ciudad
de Buenos Aires.
V Lo que dejamos
pendiente
Cuando pensamos el viaje, teníamos
en mente otros sitios para recorrer. Queríamos ir a El Rey del calzone a comer su
famosa pasta cacio e peppe, pero el modo de reservar es tan complejo y arbitrario
que no aseguraba que pudiéramos acceder a la comida que buscábamos…. De modo
que desistimos del intento.
Adicionalmente, esperábamos tener tiempo
para acercarnos a Las 40 Viejo Bar para probar la charcutería criolla de Joaquín
Teixido, pero sólo nos dio para pasar por la puerta cuando aún estaba cerrado.
Me dije, en el próximo viaje será.
Dejamos a María Inés en su casa y
emprendimos, casi azarosamente, nuestra recorrida por la calle Primera Junta, elegida
como un buen camino para regresar a la Plaza San Martín.
Ya sabíamos que el barrio de Playa
Grande es muy bello, pero en un día soleado, y a media tarde, esa bella se
transformó en energía vital que nos alimentó. La calle Primera Junta es una de
las que lo recorre transversalmente. Cuadra tras cuadra, la reiteración de casas
bellas y la total ausencia de comercios y publicidad en la vía pública me
ofrecieron la imagen de lo eterno…
Pero el barrio llega hasta un punto
y termina. Ahí, a pocas cuadras de su límite, que mi ignorancia no puede precisar,
pero que es claramente perceptible en el cambio de paisaje urbano, está ese
Viejo Bar (apenas pasando la calle Córdoba).
cercano a Playa Grande.
Este último barrio no está aún tan intervenido con la burla posmoderna de los "desarrolladores"
Recorrimos un par de cuadras más
allá, digamos algo más que tres, doblamos por Hipólito Yrigoyen y pusimos rumbo
norte hacia nuestro destino.
Ya en Buenos Aires, consultando
mapas, advertí que ese rincón de Mar del Plata promete muchas cosas. A diez
cuadras de allí, en el corazón de Playa Grande, está la Villa Ocampo. Imaginé,
recorrerla a media tarde y luego, andar a pie hasta Las 40, picar algo allí y
caminar una cuadra hasta la heladería Il Calabrese… archivé en mi mente la idea
junto a otro expediente, ir a comer lechón asado caliente a Perales.
Me dije que no está nada mal seguir
teniendo ideas sobre posibles recorridos en esa bella ciudad…
…Y así, volvimos
a Buenos Aires cantando bajito y más que satisfechos por lo que vivimos y
comimos en la ciudad de la galana costa... y más que satisfechos con la segura
promesa de una nueva visita.
Notas y referencias
(3) ¿Por qué hablo de pizza porteña
en Mar del Plata? Simplemente porque creo que, en materia gastronómica, Mar del
Plata es un barrio de Buenos Aires junto al mar. Es más, es el barrio porteño
en el que mejor se come. Pondré un ejemplo histórico. La picada porteña ha
tenido su desarrollo más sofisticado en los platitos de los bares de la Rambla
que hicieron furor hasta los años sesenta del siglo pasado. Pero me interesa
dar un detalle adicional. Mar del Plata está asociada a la ciudad de Buenos
Aires casi desde su fundación en 1580. Apenas realizó ese acto, Juan de Garay
intensificó la exploración del hiterland de la villa recién creada. En una de
esas exploraciones, caminó, casi en línea recta, 80 leguas al sur hasta llegar
a una galana costa como le dijera al Rey Felipe II (Carta de Juan de Garay al
Rey. Santa Fe, 20 de abril de 1582, Anales
de la Biblioteca, t. X).
(4) Centro Laurak Bat de Buenos
Aires, Av. Belgrano 1144.
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