II La Rioja y la
Cuenca del Duero
En La Rioja, cochinillo, en
Castilla, lechazo… y mucho más. Empecemos por el principio.
En los primeros días en La Rioja,
la emoción de las Fiestas en Igea nos llevó a comer tapas casi todos los días,
pinchos y croquetas en el bar Matías de Grávalos (sorprendentemente abierto a
las once y media de la noche… bueno era viernes, pero el pueblo apenas si alcanza
a los 200 habitantes); pinchos y croquetas en el Bar y Restaurante Avenida de
Igea o en Centro Social de Igea y el consabido bollo preñao en la romería de la
Virgen del Villar. (1)
Las imágenes pertenecen al autor
Recién en el último día de nuestra
estadía en la Rioja Baja pudimos comer en regla en el hotel Balneario de
Grávalos. Antes del plato principal, tomamos una ración de ibérico de recebo de
buena calidad y unas croquetas de jamón preparadas con maestría por el cocinero
chileno a cargo de los fuegos en el restaurante del establecimiento hotelero.
Sólo una copa de vino Rioja acompañó la comida, debíamos partir, casi inmediatamente
hacia Logroño.
…y… Logroño siempre es una fiesta.
La ciudad es bella y apacible. El camino de Santiago la atraviesa con mística
aventurera y la gastronomía es de las primeras de España.
La primera noche de nuestra estadía
no daba para una salida de tapas, llovía con insistencia. De modo que nos
internamos en el Asador El Portalón, nombre intenso para un establecimiento
gastronómico instalado en la Calle Portales. Buenos vinos y una porción enorme de
cochinillo asado que era un manjar. Elegimos ese plato a partir de la amable
sugerencia de un mozo peruano con mucho tiempo de experiencia en gastronomía,
primero algunos años en Buenos Aires y luego muchos más en Logroño. La porción
era demasiado generosa a pesar de que la compartimos con Haydée. Muy bien
cocido, se deshacía casi sin necesidad de usar el cuchillo, y muy bien servido.
Por suerte lo desfrutamos allí porque nos habíamos prometido hacer una
excursión hasta Segovia que finalmente se frustró.
Al día siguiente, despertamos,
alguna amenaza de lluvia persistía sobre la ciudad. Nada nos intimidó, sin
embargo, para emprender la subida al bellísimo Monasterio de Nuestra Señora de
Valvanera, patrona de La Rioja, y advocación de entrañable presencia en nuestra
ciudad de Buenos Aires.
De regreso a Logroño decidimos hacer
una parada para almorzar en Anguiano. (2) Allí, sobre la ruta paramos para
comer en el restaurante del Hotel Valdevenados, propiedad de Herminio Rueda
León. No le hubiese prestado atención al nombre del propietario, de no haber
ocurrido un hecho curioso. Presidiendo la barra del bar, se exhibía un enorme
banderín del Club Atlético Nueva Chicago. El mismo Herminio respondió a mi
asombro, luego de decir “Pero mirá que sos boludo, che”, me contó que sus
primos, de apellidos Rueda y León, viven en el barrio de Mataderos en Buenos
Aires. La emoción embargó mi corazón contemplando los colores del club de mis
amores y evocando, a la distancias, al barrio de mi infancia.
Ya ubicados en el restaurante, y
pensando que tendría una noche gastronómicamente agitada en el centro de
Logroño, decidí comer unas verduritas. ¡Qué sorpresa, la carta ofrecía
“menestra de verduras”! ¿Sería como la que hacía mi madre? La pedí, pero en
lugar de encontrarme con un guiso, me encontré con una sopa seca. Las verduras
estaban en el plato dispuestas con donaire campesino, pero sin una gota de
caldo. El sabor era prolijo, correctos, cada verdura sabía a lo suyo… era un
plato auténticamente casero en el que la huerta riojana se exhibía en todo su
esplendor… podía marchar confiado a comer porquería esa noche en la calle del
Laurel que mi cuerpo resistiría a pie firme luego de ingerir ese bálsamo vital
y nutritivo.
Por fin llegó la noche, la lluvia
aparecía cada tanto, tenue, leve; pero, aunque se transformara una tormenta
ensopante, esta vez nada me impediría disfrutar de la Laurel. Es que las tapas
españolas tienen un ranking de calidad que todo el mundo debe conocer a priori:
el primer lugar indiscutido es para el Barrio Viejo de Donostia, el segundo que
tampoco se discute, es la Calle del Laurel en Logroño y en tercer lugar, el
resto.
Comimos tapas deliciosas. Croquetas
(de jamón, de cecina y de papas con chorizo con una copa de vino Rioja) en
Letras De Laurel; en la Taberna Casa del Volapie, gambas (con un blanco de la
bodega Barbadillo de Sanlúcar de Barrameda); croquetas de jamón en la Taberna
Tío Blas (y una copa de vino Rioja, por supuesto) y pulpo a la gallega en
Pulpería La Universidad (esta vez con una copa de Albariño). Todo muy bueno y
rebosante de felicidad; pero el punto culminante fue lo que comimos en Sabor
por ti: secreto ibérico, donde el secreto mayor no estaba en la presa sino en
la salsa, y tributo a burgos, con morcilla burgalesa muy bien tratada por el
cocinero de la casa, y vinos de Rioja, claro está… ¡Qué noche, esa noche en La
Laurel!
Marchando de Logroño a Burgos,
decidimos tomar nuestro almuerzo en Haro, la Capital del Rioja. Luego de
recorrer el Barrio de la Estación (un paisaje urbano acojonante como dirían por
allá) fuimos a comer al centro de la ciudad. No habíamos concertado con la
debida anticipación una visita a la bodega Muga que quería conocer, de modo que
no pudimos entrar en ella.
Sorprendidos por
la imagen de la Casa Consistorial (las arcadas de los soportales neo clásicos
ocupadas por toneles de todas las bodegas de la comarca); nos dirigimos a la
calle de La Herradura a comer algo. Allí nos sentamos a una mesa en el
restaurante Los Caños. Me había prometido nuevas verduritas, y así lo hice.
Pedí pimientos asados, estaban increíbles, y una ensalada de tomates, frescos y
sabrosos… y una copa de Rioja. Fue maravilloso ver al encargado del local
haciendo alarde de los pimientos que sirvió luego de cosecharlos en su propia
huerta. Nuevamente las hortalizas riojanas en todo su esplendor. Pero la Rioja
no sólo es huerta, también es cerdo, de modo que no pude resistirme a una
ración de torreznos que vi en el bar al entrar… una auténtica salvajada… sólo
tocino frito… bueno, al final de cuentas, la fritura lo ha desgrasado bastante,
¿o no?
Llenos de
felicidad, marchamos, por fin, a Burgos.
Burgos es una
ciudad que vive deshistorizando su historia, claro que esto no es una rareza en
nuestro siglo, pero esperaba otra cosa en esa bella ciudad. Ahora bien, en
materia de comida la cosa fue bien distinta, no sé si lo que comimos conserva
historicidad, pero sí, seguro, tipicidad.
La morcilla de
Burgos es un ícono de esa cocina. El arroz le da una textura y un sabor
particular al que no estamos acostumbrados los porteños. Ya las había probado
en Logroño, ahora tocaba Burgos. En el bar Viva la Pepa, comí unas tostadas de
tortilla con unas cañitas de cerveza que estaban muy buenas. Claro que la
situación acompañaba. Estábamos en Burgos, el bar tiene una salida que da a la Plaza
del Rey San Fernando frente a la catedral y otra que da al Paseo del Espolón, parque
ribereño del río Arlanzón, la tarde soleada comenzaba su declinación, era hora propicia
para una cerveza, estaba con Haydée disfrutando del dolce far niente… y varios
etcéteras.
En esa ciudad
majestuosa, disfrutamos de la comida de tres restaurantes reputados como lo
mejor de la gastronomía local. En Taberna Ojeda, tomamos una ración de jamón de
bellota de Joselito (Guijuelo, Salamanca) y completamos con una presa de
ibérico asada. Como estábamos en la cuenca del Duero, decidimos acompañar la
ingesta con un Protos de Ribera del Duero. Me sorprendió que tanto allí como en
otros sitos de la ciudad, no se haga una defensa militante de estos vinos; da
la sensación de que las gentes parecen sentirse más cerca de La Rioja que del
Valle del Duero… De todos modos, el Protos estuvo bien.
Al día
siguiente, almorzamos en otro clásico, la Taberna del Cid, a pocos metros de la
Catedral. Ahí pedí una morcilla con pimientos asados. No por repetido, el plato
estuvo magistral. Por la noche, cenamos en un restaurante más moderno, La
Favorita Taberna Urbana (Calle Avellanos 8). Comí un salmorejo con anchoas y
regué con otro Ribera del Duero, esta vez de la bodega Pesqueara. En los tres
locales comimos muy bien, claro que sobresalió el jamón de Guijuelo, pero las
morcillas estaban excelentes y las anchoas, ni hablar. En cuanto a los vinos,
en lo personal, y luego de probar bastante, debo decir que me gustan más los de
Rioja que los de Ribera del Duero.
Rumbeado para
Valladolid, decidimos almorzar en Peñafiel. Teníamos una visita concertada en
la bodega Protos, de modo que salimos bien temprano. Una tormenta intensa nos
impidió visitar el castillo y quedarnos a comer en la ciudad; pero permitió que
recorriéramos sin dificultad la bodega cuya cava es un largo pasillo cavado
debajo de la colina sobre la que se asienta el castillo. Protos de enorgullece
de ser la primera bodega (eso significa su nombre) de la Ribera del Duero, sus
vinos llevan esa denominación desde muchos años antes de la creación del
Consejo Regulador de la Denominación de Origen.
La visita me
confirmó que la ciudad de Burgos está más cerca del Ebro que del Duero. La guía
explicó las características del suelo y el clima en el Centro de España.
Preguntó si entre los visitantes había alguien del Norte que pudiera suscribir
esas afirmaciones. Una de las personas que allí estaba dijo que sí, que ella
era del Norte y que el clima era diferente al del Centro. Cuando le preguntaron
de dónde era, respondió que de Burgos.
Allí tomamos, en
una degustación, los vinos blancos de Rueda y los tintos de Ribera del Duero.
El blanco me encantó. El tinto sólo tenía un año y medio de vida. Se lo notaba
modernoso, con ese aroma intenso a barrica ahumada que tanto se usa. Un par de
años más de botella y podría tomarse bien y reconocérselo en su tipicidad
terruñera; pero, en ese momento, era difícil de distinguirlo de un malbec
argentino tratado del mismo modo.
Ya en
Valladolid, también tuvimos buenas experiencias gastronómicas. Frente al hotel
había un bar restó que simplemente se llamaba El Bar (calle Menéndez y Pelayo
8). Nos pareció descansado comer allí, aunque no fuera un gran restaurante. Pero
la sorpresa fue grande. La verdad es que comimos muy bien y fuimos muy bien
atendido por un mozo que mucho sabía de vinos. Yo pedí un escabeche de
mejillones y una tortilla de papas y bacalao. El mozo me recomendó un vino
excelente, Dehesa de los Canónigos de la localidad de Pesquera de Duero (el
mejor vino de Ribera del Duero que tomamos en toda nuestra recorrida).
Ya he hablado de
nuestras exploraciones sobre diversos capítulos de la gastronomía española en
Madrid (croquetas, tortillas y arroces); (3) no he dicho que me quedó pendiente
explorar el capítulo de los escabeches. Pero si es verdad que para muestra
sobra un botón, el que comí en El Bar es sobrada muestra de la gran valía de
estas preparaciones en la Península Ibérica.
Casi en
contraste con el estilo de El Bar, comimos de manera excelente en un
restaurante tradicional, El Figón de los Recoletos (Calle Acera de Recoletos 3).
No podíamos irnos de Castilla y León sin comer cecina y lechazo asado.
Excelentes los que allí comimos. Los acompañamos con otro vino de Ribera del
Duero, Vega Izan Crianza, muy bueno, alejado del adocenado Protos que probamos
en peñafiel.
De Tordesillas y
Salamanca tengo poco que decir. Recuerdo que en la primera asistimos a una
taberna de pueblo muy bien puesta que no nos defraudó, creo que era el
restaurante San Antolín, pero no recuerdo que comimos. Estábamos deslumbrados
por el clima de fiesta que vivía la ciudad y le presté poco atención a la
comida.
Salamanca nos
deslumbró con su monumentalidad y con el aire festivo de las novatadas, sí, sí,
llegamos en época de inicio de clases. Jóvenes pintarrajeados por todos lados,
tunantes cantando en al frente de la Casa de la Concha, verano y estudiantina
por todos lados. En materia gastronómica, tuvimos poca fortuna. Sólo dimos con
un restaurante de pretendido refinamiento donde comimos un arroz caldoso con
bogavantes (Casa Paca, Plaza del Peso 10)… pero el arroz estaba pasado y las
croquetas que tomamos como aperitivo eran insulsas. No puedo afirmar que se
coma mal en esa ciudad tan bella, tampoco que siempre se coma así en Casa Paca,
sólo puedo decir que no tuvimos suerte.
Antes de recalar
en Madrid, estuvimos un día en Ávila. Dos circunstancias se asociaron para que
nada nos sorprendiera en la ciudad. La conocíamos y sabíamos dónde comer bien y
nos esperaba mi primo Juan Carlos Espada, en el día preciso de su cumpleaños lo
que me obligó a recorrer caminos seguros desde el punto de vista gastronómico.
Almorzamos
liviano en un pequeño restaurante con terrazas frente a la muralla, cerca de la
entrada de la Plaza de la Catedral (Alavirulé, San Segundo 40). Es, en realidad,
un bar de tapas, buenos vinos y buena comida servida en raciones cómodas y
excelente atención. Allí nos manducamos unas imperdibles patatas revolconas (no
se puede visitar Ávilas sin probar esta especialidad) que venían con torreznos
irresistibles… todo regado con vinos del sur (un tinto de Jumilia, Murcia)
Por la noche,
celebramos el cumpleaños de Juan Carlos en un bello restaurante que tiene una
galería que da sobre un pequeño parque que termina recostado sobre una pared de
piedras que linda con la Catedral. Se encuentra sobre la Calle Cruz Vieja en
intramuros, se llama Los Patios de la Catedral. Allí comí una kokotxas de
merluza en salsa verde que estaban deliciosas, delicadas, bien cocidas… Este
plato del Norte fue la gran coronación de una recorrida gastronómica
inolvidable por el Centro de España.
Notas
y referencias:
(1) 2019, Aiscurri, Mario, “Las
campanillas de la Virgen”, en El
Recopilador de sabores entrañables, leído el 20 de julio de 2019 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2019/05/campanilla-para-la-virgen-del-villar.html
(2) Uso la expresión almuerzo como
se entiende en Buenos Aires, es decir, la comida principal del mediodía.
(3) 2019, Aiscurri, Mario,
“Restaurantes de Europa 2018. I Madrid”, en El
Recopilador de sabores entrañables, leído el 21 de abril de 2019 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2019/02/restaurantes-de-europa-2018.html.
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