Por Rubén Flores
Tengo el recuerdo de mi madre en la
infancia temprana, relatándome historias en la pequeña cocina de mi casa
paterna: cuentos camperos (que aseguraba había oído de boca de alguno de sus
padres), leyendas, anécdotas, pequeños mitos orales (comida para mis oídos,
pienso a la distancia). Estos relatos infantiles que asocio a las tardes –más
específico: a “la hora de la leche”- impactaron profundamente en mi espíritu
(si se me permite la expresión), en mi curiosidad y fascinación por las
narraciones en sus diferentes formas y “gustos”. La oralidad por el relato, el
gusto por escuchar y saber de las versiones y formatos en el registro de lo que
constituye la transmisión oral, me acompañan, me sostienen, me entraman. De
alguna forma, el oído (de) gusta de lo que se le cuenta.
Mi padre solía decirme que era un pequeño
dificultoso para comer: “había que sentarte en la sillita y contarte cuentos
para que comieses. Te quedabas embobado escuchando historias y abrías la boca.
Así te ponía la cuchara y comías…” También él me alimentaba de palabras y
“papi-llas”.
Voces de mi infancia que se hacen letra en
mis oídos.
No obstante, él marcaba una cierta
distinción entre relato y escrito. “Se me acababan los inventos y te leía
cuentitos que compraba en el quiosco”.
Me sorprende pensar cómo ingresó lo escrito
de la voz de mi padre…
Letra de imprenta, papel y dibujo. El
pequeño artefacto en su formato de tapita dura e ilustración a dos manos, entra
en escena en mi vida de la mano de mi padre. Me recuerdo niño recorriendo
páginas con la vista buscando sus dichos; saltando entre escenas ilustradas
–iluminadas por su voz- y letras amontonadas en mi recuerdo: ¡comiéndome con
los ojos el relato! ¡Saboreando los sonidos; degustando el recuerdo de lo
leído!!
Lo que me une a los libros, reconstruyo a
la distancia- está en relación a mi padre.
No solo por esto, claramente. Otro relato
–y esta vez no leído- produce una escritura que me acompaña también. Tengo aun
hoy mi deuda, por esta vía a mi padre, con los libros.
Pero ese es otro cuento. No quiero perder
ahora, el hilo del relato materno que me retorna: el que alimenta –o indigesta,
según los momentos y circunstancias- mis oídos.
Así es que hay uno que en su momento me
produjo una profunda perplejidad.
Cuenta la historia, que en los viejos
tiempos, hace mucho, mucho, las serpientes volaban. Ellas se movían de un lugar
a otro mediante sus alas, reinaban en los cielos.
Cierta ocasión, la virgen María encinta, se
desplazaba por un camino montada en un asno, cuando de entre las rocas, al
costado del mismo, abrió sus alas una serpiente para alzar vuelo, asustando al
burro y tirando al suelo a la virgen.
Dios entonces maldijo al asno y a la
serpiente. Al asno lo hizo estéril: “no podrás tener descendencia”; y a la
serpiente le quitó las alas, la condenó a “arrastrarse y morder el polvo”.
El vuelo de las serpientes –sobremanera- me
sumió en inquietud y luego perplejidad. Estimo que había algo siniestro
en este despliegue alado. Imaginar la serpiente y agregarle alas (que no
imaginé emplumadas) supongo emparentó con representaciones del demonio o de
dragones.
Me pregunto si no es que puse en duda el
relato. O si se quiere: interrogué el por qué del armado de lo que se estaba
contando. Digo esto por cuanto me llené de preguntas y cálculos respecto al
tiempo en que estos animales pierden su condición de vuelo. Algo me hace dudar
y reflexionar, interrogar al cuento, me pone a calcular tiempos. ¿Desde cuándo
hasta cuándo es que vuelan? Los viejos tiempos: ¿qué tiempo es? ¿Dónde situar
ese tiempo? Los viejos tiempos ¿se ubican en estas tierras campestres?
Pero… la Virgen es de otra tierra y de otro tiempo… La
Virgen –decididamente- me resultaba extranjera al relato ¿El abuelo –el
abuelo arriero- lo escuchó en las rondas de mate? ¿O fue la abuela, que lo
trajo tal vez de boca de su madre?
Cierta efectividad desde entonces –poner en
cuestión el relato transmitido, interrogarme interrogándolo- podríamos decir
que me acompaña. No niego los dichos; me someto a la lógica de la leyenda (es y
no es, pero busca dar cuenta de algo. Alguna pequeña verdad o razón de ser
encierra) En este sentido mi madre es clara en develarme el sentido de las
leyendas y los cuentos: ordenan, explican alguna cuestión o divierten, más aun:
a veces son formas de poner en relato lo que no logra entenderse, lo que no
logra terminar de creerse, pero que así, disfrazado, transformado en cuento,
acertijo, leyenda, toma un matiz que permite en su circulación de boca en boca,
el agregado y la pérdida. Tal vez alguna pequeña verdad o razón caiga de lo que
se dice en la transmisión.
Por otro lado, percibo el trasfondo
siniestro que atribuyo al cuento.
Me atrapan por cierto, el contexto del
relato y la voz de mi madre. Algo de prohibido se juega allí. Me resultaba
acogedor –y secretamente me halagaba la exclusividad del encuentro- que ese
fuera un tiempo en que no se hablaba de la escuela o las cosas de casa.
No obstante los restos siniestros
persisten.
Vuelan hasta el tiempo de María y su encuentro
con la serpiente a la vuelta del camino.
Dios es implacable en su furia.
Ese Dios al que nuestras madre temían por sobre todo en la vida! Qué recuerdos más entrañables, los he disfrutado mucho, no había escuchado esta historia. Abrazos
ResponderEliminarGracias, Pamela, por tus comentarios.
EliminarEs una historia única y personal del autor... pero también, como vos misma lo señalás, tiene el valor universal de señalar un valor de época, el temor a Dios de nuestras madres cuando nosotros éramos niños.