sábado, 7 de diciembre de 2013

Notas de un viaje a Chilecito

por Tomás Elvino Machado
En 1974 José Luis Fernández Erro, Coco Barone y yo emprendimos un viaje a la ciudad de Chilecito en la Provincia de La Rioja. La condición era ir y venir a dedo por las rutas nacionales. Nuestro presupuesto era que el viaje se podía hacer en cuatro días, pero no llevó seis. Nuestra consigan era mucho locro y mucho vino, blanco, por supuesto. La intensidad de la aventura fue registrada en aquellos días en poemas y canciones que José escribió. Pero la crónica que cabía sólo apareció, y de una manera aleatoria, treinta años después. Me explicaré. En 2004, yo coordinaba los contenidos de un sitio de internet (se llamaba Bitácora global) dedicado a publicar obras literarias que no lograban acceder a la estampa. Fue entonces que recibí este relato debido a la pluma de Tomás Elvino Machado.
¿Quién es el autor? Según pude saber, los críticos lo definen como navegante, cronista, poeta, bebedor de buenos vinos. Joven dirigente político que en 1974 fundó la agrupación Empresa Peronista 12 de Junio,  que él prefería llamar con humildad por su sigla: EmPeDoce. No se sabe si dejó la política o la política lo dejó a él. Los hombres sensibles de Villa del Parque (que, según las mismas fuentes, también existen) lo llaman “el tercer Machado” (no se sabe cuáles son los otros dos borrachos que eluden con esta expresión).
Las razones por las que se hizo cargo de producir la crónica se exponen a continuación, junto con el texto (Mario Aiscurri).
Estimado Director:
Permítame presentarme o, mejor dicho, recordarle mi existencia, ya que creo que nos hemos cruzado alguna vez, muchos años atrás, y un común amigo le habrá dado referencias de mí.
Quisiera colaborar con su página web que desde el inicio me ha intrigado por su nombre, grato a mi condición de descendiente de andaluces navegantes. Soy un escritor aficionado e inconstante que de cuando en cuando comete algún poema o garabatea un papel con alguna prosa. Por verso o prosa, mi condición principal es la de cronista y, en este sentido, tengo alguna afinidad con su bitacórico espacio.
Esta vez le envío una crónica que ese nuestro amigo común me pidió, alegando que se la había usted encargado y no tenía ni tiempo ni ganas de escribirla.
Cumplido su encargo, mi amigo, bastante terco y malhumorado, no la encontró buena y me dijo que no la daría a conocer. Entre enviarla a la papelera o a usted, elegí por mi cuenta lo segundo.
Ya le iré haciendo llegar otras colaboraciones si es que son de su agrado y si es que las escribo.
Un cordial saludo
Tomás Elvino Machado

LAS HUELLAS A CHILECITO

A Osman Núñez, que anda por su cielo riojano

Si uno se desanda, vuelven los amigos del andar, las huellas a Chilecito son huellas que van al alma y aquellos días adquieren una extraña luminosidad, atravesada la neblina de la memoria por recuerdos como lámparas. Ese fue un viaje fugaz y alocado, propio de los años jóvenes, con la patria a cuestas como una mochila esperanzada. Tuvo el desenfado de lo que se hace porque sí, sin más móvil que la inquietud y el desafío de una charla en un bar de Buenos Aires, sin más objetivo que el andar por el andar mismo. Se diría que se hizo siguiendo la máxima inculcada por Don Juan Carlos Dávalos a sus hijos cuando se iban a los cerros en el legendario Ford: "Vamos a andar, no a llegar".
Fue en 1974. Como en el poema de Marechal, eran tres aparceros. Atravesaron la pampa en sucesivas etapas por lo verde, con los ojos extendidos al horizonte buscando el último vuelo detrás de la última arboleda. Es difícil describir lo que siente el hombre de la llanura cuando anda por su infinitud y el cielo desnudo cae sobre él como una perplejidad que se va ensangrentando hacia el ocaso. Después subieron por el Valle de Punilla hacia otras pampas y otros cielos: Cruz del Eje, Villa de Soto, El Chamical... Se adentraron en la cerrada noche que escamoteó el paisaje, mudándolo por uno nuevo y desconocido.
Amanecía cuando llegaron a Chilecito. El aire montañés entraba en ellos como si fuera la paz que, consciente o inconscientemente, habían perdido y estaban buscando. Es difícil, pasados tantos años y tanta historia, explicar lo que era la paz en aquellos días belicosos y furibundos. Tal vez bastaría con una fotografía de aquel Chilecito, nevado el Famatina a la distancia. Tal vez. No se sabe.
Los tres aparceros caminaron por las calles chileciteñas como en un sueño de carnaval y alameda. Estaban en la tierra del Chacho: las chayas eran sonoros galopes subiendo desde los llanos y los álamos lanzas montoneras. Algo de dolorosa memoria y de oscura premonición se agitaba en los dentros, como en la zamba:

"El Chacho, sombra ardiente,
otra vez nos quiere convocar.
Y viene de un recuerdo de tragedia y de dolor,
roto el corazón, desangrado ya,
pero desde la sombra nos empuja a resistir,
para defender la criolla dignidad."

Al mediodía, los aparceros almorzaron en una fonda y bebieron el vino de la tierra. Las rústicas jarras de vidrio contenían las alcohólicas mieles del torrontés riojano. Y fueron pasando como un río por el que la tierra se hizo carne, ya definitivamente, en ellos. Ahondaron cosas del hombre, verticalidades hacia Dios, dispersos combates en el mundo, diálogo que ya no se recuerda pero se fue sintetizando en el apretado silencio que llenó la siesta.
Con el atardecer, salieron hacia Malligasta en la camioneta de una bodega. Iba en ella Don Agüero, un paisano que, entre descripción y descripción de las parcelas en las que crecía la viña nueva, exponía su filosofía algo estoica y muy escéptica. -Qué lindo se ve de lejos el verdecito 'e la viña-, pintaba con tonada octosilábica. -El que se apura se muere-, repetía a cada tanto. El paisaje se abría como un anfiteatro entre los cerros áridos y era cierta la esperanza que en ese momento alimentaba los labrantíos y ponía laboriosos a los hombres. Después vinieron años de tristeza y los valles precordilleranos padecieron la iniquidad de un país arrasado. Pero en ese entonces no había dudas de que esas viñas cubrirían todos los valles y darían los mejores vinos para que el mundo, liberado y justo, se alegrara con ellos. La utopía era tan verdadera como esos brotes y el desencanto posterior fue como si los hubieran arrancado de raíz. Tal vez no fue seguido a fondo el consejo de Don Agüero, hubo demasiado apuro y la utopía murió, reseca y abandonada.
Entrada la noche, los tres aparceros fueron al bar de la terminal de ómnibus en busca de las últimas empanadas y los últimos vinos, pagaderos con el último dinero. Los mozos del pueblo guitarreaban y uno de ellos tocó la sinfonía cuarenta de Mozart. Para los idealistas oídos del momento, nadie lo hubiera hecho mejor y esa interpretación dio sustento a la idea de que el pueblo tiene una profunda capacidad de acceder a las melodías llamadas clásicas o cultas y hay firmes puentes entre estas y las populares, cosa que mucho antes habían descubierto Schubert, Enescu, Bartok, Sibelius, Falla, Albéniz, Ginastera, Guastavino... y tantos y tantos otros. Después, una sucesión de chayas llenó el aire cálido de la noche riojana, entremezclando al uso de la tierra, recitado y canto. La que hizo llorar, presintiendo la despedida, fue esta:

"Por esta calle a lo largo
llorando estoy,
no encuentro lo que yo busco
más bien me voy,
llorando estoy..."

A la mañana empezó el regreso. Junto a las viñas de Nonogasta, los álamos y la acequia refrescaron la espera. Pasó una bella nonogasteña que encendió al aparcero más enamoradizo pero no lo torció del camino de regreso a casa.  Luego, todo fue desandar lo andado, a la buena del Señor, recurriendo a la ya casi perdida generosidad de los que van y vienen por esas rutas llevando a los vagabundos. ¿Qué llevaban en el corazón después de tan breve andadura? ¿Que estaba dejando Chilecito en la copa adentrana, como poso después de haber bebido? Ante todo, la alegre aparcería, las venturas y desventuras compartidas entre amigos. Pero también el sabor de la tierra, ese dulzor de patero y esa aspereza de arena que sólo siente el que anda enamorado.
Siempre, claro está, con la nostalgia a cuestas. Y dando por cumplidas en buena parte las palabras de Kavafis:

"Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
desea que el viaje sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias."


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