En invierno, casi que no dan ganas de salir de noche. El tiempo impío no
nos deja disfrutar como es debido. Sin embargo, los bodegones siguieron
cumpliendo funciones de nutrición durante esta etapa del año y han gozado de
las preferencias del público.
La imagen es propiedad del autor
Ocurre que los trabajadores en los barrios de la ciudad han recurrido y
recurren a ellos para restauran sus cuerpos durante el almuerzos. En todos los
barrios hay bodegones que satisfacen ese menester. El estilo depende del
barrio, de las ocupaciones de los parroquianos y de la evolución de los
tiempos, claro está. No es lo mismo un bodegón para trabajadores de la
construcción que para oficinistas o comerciantes. No es lo mismo un bodegón en
estas primeras décadas del siglo XXI que los de los mediados del siglo pasado.
Aquí es necesario subrayar que ese lugar en el Centro donde se pueden comer
milanesas a la napolitana, pero además te ofrece ensaladas sofisticadas y
sushi, sigue siendo un bodegón porteño.
Los que trabajamos en oficinas, públicas o privadas, en los barrios del
centro de la Ciudad (Me refiero a San Nicolás y Monserrat, pero también a
Recoleta, Balvanera y San Telmo) solemos guardar alguna disciplina alimentaria
vinculada con las dietas (sea por cuidado estético, sea por prescripción
médica) y los principios de la vida sana (poca azúcar y sal, nada de fritos,
menos carne, más verduras). Buscamos una alimentación que nos compense esa vida
rutinaria y sedentaria que llevamos en el trabajo. No siempre lo conseguimos...
pero, en fin, este tema no es materia de este artículo.
Es así como llega el invierno y seguimos con nuestras ensaladas o
nuestras porciones de tarta con poca masa que nos hacemos traer a nuestros
escritorios y comemos en los bodegones del siglo XXI. En ambos sitios, estamos
protegidos del clima riguroso por buenos sistemas de calefacción por lo que la ropa de abrigo sólo se requiere
en los momentos en que debemos
trasladarnos (de casa al trabajo, del trabajo al bodegón y el regreso) y
no resulta imprescindible abandonar la “dieta sana” en aras de procurarnos una
alimentación más calórica.
Con todo, vivimos una nostalgia de las comidas de invierno, sobre todo los varones.
¿Qué hacemos entonces? Elegimos algunos días para volver a esos platos. Salimos
entonces con nuestros compañeros a comer pucheros o guisos de lentejas (a lo
sumo una vez por semana, claro está). Pero ¿adónde vamos? Quedan aún muchos
lugares para comer puchero en Buenos Aires, además de los más famosos que se
sirven cerca de la Avenida de Mayo en el barrio de Monserrat (los más
reconocidos son, por supuesto, los de El Globo, El Imparcial y el Hispano).
Muchos de los bodegones que preparaban estos platos, se han ido perdiendo o
transformando porque no ha logrado superar el término de la segunda generación
de las familias creadoras en la persistencia en el negocio y el oficio. Pero
muchos otros están allí para dar alimento a nuestra nostalgia de los fríos que
hoy no sufrimos.
De modo que si buscamos bien, podemos encontrar callos (mondongo a la
española), fabada (como es obvio, el Centro Asturiano es número puesto),
busecas y caracoles... y, por qué no, canelones a la rossini.
La nostalgia de los tiempos pasados no es privativa de algunos momentos
de nuestro presente. Recuerdo que, hace cuarenta años, solíamos reunirnos con
algunos amigos en el local de don Mendoza en la calle Franco entre Helguera y
Cuenca, en el barrio de Villa
Pueyrredón.
El boliche tenía un salón no muy grande y una trastienda con mesas,
luego seguía un patio en el que estaba la vivienda del propietario (dos
habitaciones, una para el matrimonio Mendoza y otra para el hijo, el baño
familiar que era usado por los parroquianos, y la cocina del boliche, a un
costado un pasillo que conducía a los fondos). Era un lugar onírico. Nosotros
leíamos a Leopoldo Marechal, el lugar nos parecía como salido de Megafón o
la Guerra.(1) Tomábamos nuestro vino, charlábamos, y aparecía un paisano
vestido con bombachas batarazas y alpargatas (en esa época, en la Ciudad sólo
se veían personas vestidas así entre los trabajadores de Mercado de Haciendas
en el barrio de Mataderos). El hombre saludaba con respeto, entraba como quien
va al baño, pero no salía. Con el correr de los días descubrí que el pasillo
misterioso conducía a una parrilla y a un tinglado con dos canchas de bochas en
las que jugaba este paisano que veíamos entrar con otros contertulios. Entre
tanto, el hijo de don Mendoza tocaba la batería en su cuarto, soñando con
pertenecer a las bandas de rock and roll que se multiplicaban en Villa
Pueyrredón.
Nuestro disfrute era reunirnos en la trastienda del bodegón por la
tardecita y tomarnos una botella de vino, invariablemente blanco,
invariablemente de mesa (no sólo porque nuestros bolsillos adolescentes
languidecían, sino porque don Mendoza no tenía otra cosa) y un algo sólido para
picar. Generalmente el hombre nos ofrecía, a un precio módico, algo que le
había sobrado del mediodía. Una tardecita de invierno fue memorable. Hacía frío
de verdad. Llegamos hasta el boliche, pedimos nuestro vino y nos trajo, sin
preguntar, un plato de buseca que había preparado para ese mediodía.
Notas y bibliografía:
(1)
1970, Marechal, Leopoldo, Megafón o la Guerra, Buenos Aires,
Sudamericana.
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