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a 7 de junio de 2012
I
Llegar a Donostia y enamorarse de la ciudad fue un solo acto... San Sebastián
es bella por donde la mires. Sí, sí, aún desde los andenes de la Renfe, y sin
otra perspectiva, ya se la ve bella.
Era
sábado, era de madrugada. ¿Cómo desplazarse en una ciudad que no conocés, que
recién se despierta? ¿Cómo desplazarse en una ciudad como ésta que recién
empieza su tránsito del sueño a la ensoñación en la que habita todos los días?
Todo
es lentitud, el taxi que hemos solicitado se demora... No nos importa
demasiado, ya respiramos el ritmo lento y sensual que nos acompañará en estos
días.
Por
fin llega nuestro coche. Para llegar al hotel tenemos que cruzar toda la
ciudad. Cruzamos el Urumea, sé que me equivoco, pero imagino que lo que veo a
unos quinientos metros es la fachada imponente del Hotel de María Cristina; sé
que estoy soñando despierto y me imagino que estoy recorriendo de punta a punta
la Bahía de la Concha... no, no sueño, estoy aquí recorriendo una ciudad que es
bella por donde la mires.
Ya
con los pies en la tierra e instalados, volvemos andando hacia el centro de la
Ciudad. Es maravilloso percibir que San Sebastián se levanta orgullosa de ser
diferente, de conservar el glamour que otras ciudades balnearias han perdido...
casi no se ven construcciones modernosas de hierro y vidrio.
Las imágenes son propiedad del autor
Glamour,
orden, limpieza... una ciudad ideal.
Será porque hay mucho dinero aquí, será porque hay una manera de ser de los
donostiarras que se obligan a mantener esta ciudad en un estilo muy definido de
belleza, será por la escala humana en que está construida. En verdad, no sé por
qué será, pero todo parece aquí muy ordenado: el diseño del paisaje urbano (la
disposición y altura uniforme en los edificios, la veredas amplias, la red de
bicisendas dispuesta sobre la aceras y no sobre las calles), sus servicios de
información (señalética y semaforización), su servicio de transporte (los
colectivos con abundante información sobre trayectos y paradas, los taxis que
no yiran (debe uno buscarlos en sus paradas o requerirlos por teléfono)). No,
no, no, todo está demasiado ordenado como para atribuirlo a la escala humana.
Desde
cualquier punto de la Bahía de la Concha, digamos por ejemplo desde el palacio
Miramar, la playa puede verse como un diseño urbano homogéneo que se relaciona
distendidamente con el mar sin opacarlo. Me recuerda a como era Mar del Plata
antes de que se construyeran esas inmensas torres que hieren la vista con su
disrupción.
¿Cómo
nos hemos guiado para recorrer la ciudad? En principio contábamos con un número
de la revista Traveler Condé Nast, publicada bajo el título Euskadi
un paso por delante.(1) Enteramente dedicada al País Vasco, cuenta con
mucha información sobre las ciudades, los paisajes y la vida rural y urbana de
ésta comunidad española. De modo que contábamos allí con mucha información
sobre San Sebastián. Llevaba además algunas recomendaciones apuntadas de las
críticas gastronómicas que Mikel Corcuera ha publicado en el diario El País
del País Vasco.(2) Finalmente contamos con la descripción de la ciudad, hecha
ya sobre un plano, por la conserje del hotel y con las recomendaciones de una
vendedora de un negocio de recuerdos locales (adicionalmente me enseñó a
calarme una chapela que le compré, desestimando la manera francesa de usarlas).
De
modo que cuando llegamos, ya sabíamos que esa ciudad era un paraíso
gastronómico. Los bares de tapas exhiben una colección maravillosa de platos en
miniatura, porque cada pincho es un plato de alta cocina que se devora en tres
bocados. Nos demoramos más de una vez en estos bares, donde comíamos un par de
pinchos cada uno, alguna ración de pulpo y un par de vasos de txacolí. Recuerdo
un pintxo memorable de bacalao ajoarriero que comimos en el bar Alarar en la parte
vieja de la ciudad.
En
Ondarreta, barrio adentro, hay un restaurante. Se llama Txomin. Llevábamos el
dato sobre el prestigio de su merluza en salsa verde (plato nacional de los
vascos).(3) Allí fuimos. Se trata de una receta sencilla que exige un producto
muy fresco y manejo sutil de los fuegos para que se exprese en un abanico de
delicados matices. En ese sentido, se parece a otros de similar complejidad
como la tortilla de papas. Dos cosas obtuve de nuestra visita a Txomin: la
sensación de haber comido un plato sublime y la dificultad del txacolí para
bancarse una comida entera (buen vino para tapas y gamberro, muy pobre para
comer en un restaurante de enjundia).
Disfrutamos
todo lo que pudimos de esta ciudad y de su gastronomía. Pero hay una mesa tendida
a la que me fue imposible acceder, a pesar de las puertas entreabiertas. Si uno
va andando las calles de la parte vieja de la ciudad, cada tanto ve un portal
entornado desde donde se pueden ver mesas servidas en su interior y hombres
comiendo en ellas. Afuera, en el frente apenas se ve un nombre (v. g., Zubi
Gain) sin la expresión jatetxea (restaurante en euskera)... a veces hay un
número, tal vez referido al año de fundación. Es la vieja tradición de
sociedades gastronómicas vascas de hombres que se juntan para cocinar y
compartir la mesa. Ellas han existido en Donosti desde el siglo XIX. En un
principio, eran comedores comunitarios de trabajadores rurales precariamente
trasladados a la ciudad en busca de oportunidades laborales. Fue sólo a partir
de las últimas décadas que algunas de estas sociedades permiten el acceso de
las mujeres a las mesas, aunque no a los fuegos, en días y horarios
restringidos. Reflexiono sobre el sentido de este gesto machista. Pareciera que
los varones tenemos un mayor acceso a la idea de la cocina como placer. Me
parece, no tengo certeza, que el lugar del placer para las mujeres gira más en
torno de la repostería. Creo que los varones vascos sienten, en estos lugares,
el mismo placer que los argentinos sentimos frente a la parrilla que tenemos en
el jardín o el quincho (¡uy! casi escribo kintxo).
Con
Haydée nos gusta recorrer de arriba abajo las calles de las ciudades o pueblos
que visitamos. Anduvimos la parte vieja de San Sebastián (en realidad, no tan
vieja porque salvo un par de iglesias, los edificios más antiguos datan de
1820). En nuestro recorrido dimos con la Plaza de la Constitución. Ella tiene
la particularidad de llevar numerados todos los departamentos que se erigen
sobre los soportales neoclásicos. Esto se debe a que los balcones servían de
palcos cuando en la plaza se tenían ferias taurinas. Esa misma plaza nos
depararía una sorpresa, una fiesta riojana en San Sebastián. Puestos con
productos regionales y cantores de jotas y pasacalles me transportaron a la
tierra de los abuelos, anticipando etapas en el trayecto de mi viaje y en la
emoción de encontrarme en contacto físico con las raíces.
Si vemos la ciudad y su paisaje, ¿qué nos gustó más de Donosti
además de la inigualable Bahía de la Concha? En primer lugar, la maravillosa
escultura “El peine del viento” de Eduardo Chillida. Está ubicada en el extremo
oeste de la ciudad, allí mismo donde el monte Igueldo se entierra en el mar
formando leves acantilados. Impresiona su monumentalidad, su conexión con las
fuerzas naturales de la montaña, el mar y el viento y su belleza humana.
En
el otro extremo de la ciudad, la calle Prim se despliega en construcciones
modernistas (más art nouveau parisino que modernismo catalán) del primer
ensanche. Frentes iluminados por pinturas y cerámicas, puertas y balcones
ornados con volutas de hierro y la originalidad del color de la piedra con que
están construidas (provenientes de la antiguas canteras del monte Igueldo).
Este barrio representa el glamour de la ciudad como ninguno. Aquí no hay
odiosos edificios vidriados que la igualan a todas las ciudades del mundo,
quitándoles la identidad, identidad que San Sebastián se niega a entregar con
terquedad vasca. Para ver como la globalización logra alguna tímida victoria
hay que andar unos metros hacia el Urumea, cruzar el río frente al Hotel María
Cristina y enfrentarse con el desangelado edificio del Centro Internacional de
la Cultura Contemporánea en el barrio Gros.
Claro
que también subimos a los cerros, al Monte Urgull sobre el que se recuesta el
puerto y la parte vieja y al Igeldo, en el otro extremo de la ciudad. Desde
ambos puede percibirse el paisaje íntegro de la ciudad y la forma de la bahía y
su justificada denominación. Hay una leyenda urbana en San Sebastián. Dice que
cuando Dios decidió crear el paraíso realizó primero una maqueta. Dice que
después del pecado de Adán y Eva, un Dios furioso no sólo expulsó a los
antepasados del paraíso, sino que también destruyó el Edén. Sin embargo, vaya a
saber por qué causa, no destruyó la maqueta, la dejó donde la había ensayado,
frente a la Bahía de la Concha.
II
¿Se puede conocer una ciudad en cinco horas? ¿Podés conocer la ciudad en la que
viviste toda la vida?
Bilbao
no estaba en el recorrido previsto. Pero debido a las insistentes
recomendaciones de algún miembro de la familia, nos pareció interesante
desviarnos unos pocos kilómetros del trayecto previsto y llegarnos hasta allí,
antes de dirigirnos a Vitoria Gasteiz donde teníamos hotel reservado para esa
noche.
Esta
ciudad tiene para mí la clara sonoridad de los recuerdos de la infancia.
Berlín, París y Bilbao recuerdan juegos, rondas, canciones y relatos de la
infancia... aún siento la voz de mi abuelo que, luego de contarnos algo,
concluía con un “Colorín, colorado, en Pontevedra como en Bilbao, este cuento
se ha terminao”
Llevábamos
nuestra guía Treveler y la información carretera obtenida de la Internet. No
sabíamos cómo íbamos a hacer, ¿dónde dejar el auto? ¿cómo acceder al centro?
Paramos en una caseta de peajes y pregunté a la cobradora... ella dijo,
simplemente, detrás de esa curva está Bilbao. Seguí incrédulo, porque nada
hacía suponer que allí, tan cerca, había una ciudad tan importante. Era una
curva y una pequeña cuesta que nos depositó directamente sobre la ría de Bilbao
a la altura en donde se levanta el museo Gugenheim. Todo se simplificó de
golpe, estábamos prácticamente sobre el centro de la ciudad, había un
estacionamiento y una oficina de turismo. La gran ciudad, después lo supe,
extendía sus arrabales río abajo.
Andando
las calles, recorrimos los tres sectores que nos indicaron en la oficina de
turismo: la ciudad vieja, el centro y la ribera nueva sobre la cual está el
Gugenheim. El contraste no podía ser mayor. Si San Sebastián siente orgullo
porque es bella, homogénea, afrancesada y glamorosa; Bilbao parece lo
contrario, multitudinaria, cosmopolita, nerviosa... y con una fuerte tendencia
a la modernización del paisaje urbano que ha descuidado mucho la preservación
de edificios que tenían valor arquitectónico. Más que modernización, diría que
es el escenario de permanentes ensayos de deconstrucciones posmodernistas.
Frente al calmo silencio donostiarra, Bilbao exhibe su bullicio.
Fue
sólo un paso, miramos la ciudad como quien aprecia una pincelada en una tela
impresionista. Pero algo nos sorprendió en sus calles. La amabilidad de las
personas. En el término de esas cinco horas, varios se nos acercaron a formular
recomendaciones cuando nos veían desplegando el plano de la ciudad. Más
personas que en el resto del viaje tomado en su conjunto.
III Tenía un compromiso con Juan, el
gerente de la Vinoteca Rubio. Debía llevarle una botella de torrontés San Pedro
de Yacochuya que vinimos cargando desde La Argentina. De modo que, ni bien
llegamos a Vitoria Gasteiz. Me dirigí al local en la calle Domingo Beltrán
(bordea el casco histórico por el oeste como a una distancia de 200 metros). El
barrio nos pareció chato, casi sombrío (era de día, pero la tarde ya estaba muy
avanzada), casi frío, casi aburrido.
Juan
nos recibió con delicado afecto en el local de la vinoteca, elegante y provista
de excelentes productos (le compré un patxarán Navarro para los padres de Sonia
que resultó buenísimo). De su amabilidad probamos el torrontés riojano que
produce Abel Mendoza en San Vicente de la Sonsierra, cerca de Haro en La Rioja,
a la vez que le entregué la botella salteña que prometió degustar con don Abel
una vez que los ajetreos del viaje se hubiesen calmado en su contenido.
Juan
es riojano, su mujer también. Antes de partir, le pregunté cómo era vivir en
esa ciudad. Me habló de una población fría y racional que vive de puertas
adentro sin exhibir desbordes festivos. Los vitorianos, dijo Juan, son muy
reservados, pero cuando te abren su puerta, se entregan en amistades profundas
y comprometidas. La vida en bares de tapas al caer la noche, es una costumbre
muy reciente y poco extendida en la ciudad, no lleva más de diez años.
No
percibí entonces como iban a repercutir esas palabras en nuestro espíritu en
cada paso que diéramos por Vitoria en los días que siguieron. Esa misma noche
fuimos hasta la Plaza de la Virgen Blanca, la recorrimos e hicimos lo propio
con la Plaza Nueva. La ciudad estaba iluminada como para una profusa vida
nocturna, pero los bares estaban vacíos. Era martes, claro está, pero la noche
apenas había caído.
Vitoria
Gasteiz es una mina difícil de conquistar. Pero a medida que caminás por sus
veredas y superás las primeras impresiones, la cosa cambia... es ella la que
empieza a conquistarte, y por el estómago. No hay demasiados bares de tapas,
pero hay buenos restaurantes.
En
el restaurante Arkaupe, disfrutamos de un buen ambiente y de excelente
atención. Allí comí un plato de inspiración popular, pero de notable ejecución
académica: carrillera de cerdo con puré. Las carrilleras estaban salseadas con
una reducción de vino tinto y asociadas a un puré de papas casi líquido (una
espuma de papas) que se exponía sobre el plato con notable expresión plástica.
Los sabores eran suaves, casi sutiles, complejos y equilibrados... esta fue la
primera noche y la primera impresión favorable en esta ciudad. En el
restaurante Sagartoki, un par de noches después, comí unas anchoas asadas y
tomé sidra bien tirada.
En
la primera mañana en Vitoria Gasteiz, decidimos que teníamos que ver si se
justificaba estar tres días en esta ciudad. Empezamos a recorrerla, primero en
una caminata hasta el museo de naipes de Heraclio Fournier, luego en pertinaces
circunvalaciones, tratando de asir la forma de avellana que el casco histórico
exhibe en los planos de la ciudad que hemos consultado.
Tuvimos
una primera impresión de desagrado. Las calles peatonales del casco histórico
llenas de vehículos, la mayoría camionetas que circulaban a velocidades
insólitas para el lugar. Está bien que todos los rincones de la ciudad deban
ser abastecidos, pero tanta profusión de tránsito por calles peatonales... y yo
que me imaginaba que el irreverente falta de respeto a la peatonalización era
una cuestión de porteños. En el resto del viaje vería que la irrupción de
vehículos sobre las peatonales, es bastante frecuente en España.
Pasado
el mediodía, descubrimos que la ciudad tiene un ritmo que le es propio. Pronto
vimos un cierto orden emergía en Vitoria Gasteiz, el tránsito de vehículos por
el casco histórico sólo se producía por la mañana; de modo que, cuando salimos
del museo ya teníamos el casco viejo a disposición para transitarlo a nuestro
gusto. Fue entonces que la ciudad empezó a cambiar su rostro, a tornarse más
amable. Fue entonces que empezamos a descubrir los rincones maravillosos que
tiene, sus historias y sus personajes... El Celedón nos saludaba con una
sonrisa bronceada desde su pedestal en el atrio de la Virgen Blanca y, con él,
la ciudad empezó a abrirnos puertas y ventanas.
Empezamos
a recorrer las iglesias, llamativamente cerradas. Descontamos que así debía
ocurrir con la catedral de Santa María que aún está en proceso de restauración;
pero en el resto, como veríamos también en otras regiones de España, ver los
templos cerrados sólo parece atribuible a una crisis vocacional en la clerecía.
Recorrimos también bares y plazas y los hermosos soportales de los Arquillos.
Vitoria Gasteiz es una ciudad bella a la que cuesta acceder como una mina
difícil que, al final vale la pena conquistar... hasta donde te deja, claro
está.
IV
Las capitales vascas son muy diferentes entre sí. Sus paisajes urbanos, sus
habitantes y sus ritmos de vida son muy diversos en sí y también lo es su
relación con los visitantes.
San Sebastián se ofrece a sí misma como una fruta madura, fresca,
dulce y jugosa. La ciudad es para el disfrute, el ritmo de vida de sus
habitantes no resulta tan indiferente como el nuestro para ellos. En la ciudad
hay lugar para todos y nadie se choca. Escuchás hablar en euskera sin que ello
interfiera la comunicación en aquellos espacios vinculados con los servicios a
los turistas. La ciudad parece vivir del ocio y el placer... creo que es por
eso que su ritmo vital está atravesado por un trato indiferente hacia el
visitante que te permite disfrutar sin sobresaltos porque todo lo que la ciudad
tiene para darte está al alcance del la mano.
Bilbao,
en cambio, vive en un ritmo nervioso de gran capital. Caminamos entre las aglomeraciones de personas en el
centro que van de un lugar a otro tratando de cumplir a tiempo con sus
obligaciones. Recorrer las calles céntricas de esta ciudad es como andar por el
centro de Buenos Aires al mediodía de una jornada laboral (la escala es mucho
menor, pero el modo es similar). Es una gran urbe con transportes
metropolitanos desarrollados en la escala de la demanda, con una contaminación
visual de publicidad y escaparates acorde, con una irrespetuosa intromisión de
construcciones de vidrio que algunas veces, pocas, la embellecen y otras, las
más, la igualan a las ciudades de la aldea global quitándole personalidad.
Vitoria
Gasteiz juega al misterio. Por la mañana parece una urbe ajetreada, con un
tránsito enloquecido en el centro medieval y en las grandes avenidas, por la
tarde los cafés se pueblan de parroquianos, por las noches las calles están
desiertas (hablo de los día laborables). En lo profundo, es una ciudad que no
se muestra tan fácilmente y es necesario descubrirla como a una mujer que se
valora a sí misma en demasía... Vitoria Gasteiz tal vez sea esa mujer... pero
habrá que volver a ella (Dios quiera que la primera semana de algún mes de
agosto) para descubrirla en la plenitud de sus esencias.
Notas
y referencias:
(1)
2010, AAVV, Euskadi un paso por delante, en Traveler Condé Nast,
N° 61, España, Ediciones Condé Nast SA, mayo-junio/2010.
(2)
Cocuera, Mikel, Historias del comer, Gipuzkoa, Keiñu, 2003.
(3)
Idem, pp. 23.
(4)
2010, AAVV, Op. Cit., pp. 81.
Te preguntas por qué Donostia se conserva así, al margen de los movimientos especulativos del suelo y demás barbaridades. Yo te lo diré: han tenido durante todos estos años un alcalde socialista que para mi ciudad (Santander) lo querría. En ese sentido es en el que sus ciudadanos demuestran ser distintos, votando democráticamente opciones que les convienen.
ResponderEliminarYo estudié en Donosti y lo adoro
Un beso
Gracias, Ruqui, por tus comentarios
Eliminar¿Estudiaste en Donosti? ¡Qué envidia!