Lucio Vicente López (1848-1894) fue escritor y
periodista que perteneció a la Generación del 80. Su condición de escritor se
inserta en una familia de escritores: su abuelo Vicente López y Planes compuso
la letra del Himno Nacional
Argentino y su padre, Vicente Fidel López, la Historia de la República Argentina, primer obra que intenta una historia completa de
nuestro país. Su obra más celebrada es La gran aldea en la que pinta el
contraste entre la Buenos Aires aldeana de 1860 y la metrópoli cosmopolita en que se había
transformado en 1880.
El texto que se expone a continuación describe una
fiesta en el mes de julio en el Club del Progreso. Se trata de un
acontecimiento social importante en la ciudad. El fragmento contiene algunos detalles
significativos para reconstruir la vida en la ciudad en esos primeros años de
la década de 1880: los rieles de tranvía, la música de moda que toca la
orquesta (un aria de la ópera Carmen recientemente estrenada en Europa).
Pertenecer al Club
del Progresos, fundado en 1853, era considerado chic, en tanto que pertenecer
al Club del Plata era cursi. El Club no era un antro cultural, contra lo que
podría suponerse; allí no se lee, se conversa. Era frecuentado por una gran
porción de “ciudadanos ilustres” que no trabajaban y vivían de la vehemencia de los toros y la
fecundidad de las vacas (como le hace decir Homero Manzi a Sarmiento).(1) En síntesis, el
fragmento denuncia la impostura de la clase dirigente argentina que simulaba
poseer una cultura de
la que, en verdad, carecía.(2)
Imagen(3)
“Di una vuelta por mi
cuarto, tomé mis guantes, puse el gas a media luz y salimos con mi viejo
compañero. Hacía un frío de todos los diablos, pero el cupé de don Benito
estaba a la puerta; nos encerramos en él y empezamos a deslizarnos sobre los rieles del tranvía a todo
trote. En cinco minutos estábamos en la cuadra del Club del Progreso: tuvimos
que esperar algunos minutos más para que le llegara a nuestro carruaje el turno
de acercarse, y por fin bajamos en la puerta entre un grupo de hombres y mujeres que subían
apresuradamente la escalera muellemente tapizada y adornada con flores y
guirnaldas verdes.
“¿Quién no conoce el Club en
una noche de baile? La entrada no es por cierto la entrada del palacio del
Elíseo y la escalera
no es una maravilla de arquitectura.
“Sin embargo, para el viejo
porteño que no ha salido nunca de Buenos Aires, o para el joven provinciano que
recién llega de su provincia, el Club es, o era en otro tiempo, algo como una
mansión soñada cuya crónica está llena de prestigiosos romances y en el cual no es dado penetrar a
todos los mortales.
“Don Benito conocía la casa
desde su fundación y gozaba en ella de una influencia única. Al entrar, jóvenes
y viejos lo saludaron con cariño como a un antiguo amigo.
“El buen viejo, poniéndome
el brazo izquierdo sobre la espalda, me condujo al quiosco de cristales donde
nos sacamos los paletós y nos consultamos un momento la figura sobre los
espejos.
“En aquel momento la
orquesta tocaba la última parte de las cuadrillas de Carmen...
Toreador, toreador en
garde...
y la música de Bizet,
saturada, por decirlo así, en la sangre misma de Merimée, distribuía al cuerpo
de las mujeres que formaban los cuadros, los tonos calientes con que el joven
maestro ha rimado ese extraño poema de amores plebeyos y bajas venganzas.
“El salón, híbrido, y en el
cual el gusto refinado de un clubman de raza tendría
mucho que rayar, desaparecía ante la masa compacta de hombres y mujeres que lo
llenaban.
“Mi viejo amigo me dio el
brazo y entramos
juntos a ocupar nuestro lugar en aquel bouquet porteño que
julio forma todos los años con la exactitud con que se celebra un aniversario.
“Es en un baile del Club del
Progreso donde pueden estudiarse por etapas treinta años de la vida social de Buenos Aires: allí han hecho
sus primeras armas los que hoy son abuelos. La dorada juventud del año 52 fundó
ese centro del buen tono, esencialmente criollo , que no ha
tenido nunca ni la distinción aristocrática de un club inglés ni el chic de uno de los clubs de París. Sin embargo,
ser del Club del Progreso, aun allá por el año 70, era chic, como era cursi ser del Club
del Plata, con perdón de sus socios.
“La entrada era cosa ardua,
no entraba cualquiera; era necesario ser crema batida de la mejor burguesía social y política para
hollar las mullidas alfombras del gran salón o sentarse a jugar un partido de whist en el clásico
salón de los retratos que ocupa el frente de la calle Victoria.
“En esta última sala, larga
y fría como un zaguán, que ha sido empapelada cien veces por lo menos de verde o celeste claro
y que ha consumido cincuenta distintas partidas de tripe de lo de Iturriaga, ha
nacido una generación de la cual van quedando muy escasos representantes. Allí
ha mordido la maledicencia urbana a los jugadores trasnochadores, a los maridos calaveras, a la
juventud disoluta y disipada, y cada mordisco de mamá indignada ha hecho los
estragos de la viruela en el retrato moral de las víctimas. La maledicencia de
la gran aldea es como la calumnia del Barbero de Sevilla; del venticello pasa al huracán
y ¡ay de aquél que se encuentre envuelto en la ráfaga!
“El Club del Progreso ha
sido la pepinera de muchos hombres públicos que han estudiado en sus salones el
derecho constitucional; literatura fácil que se aprende sin libros, trasnochando sobre una mesa de
ajedrez; ¡y a mí, no sé por qué, se me ocurre que algunos de los retratos de
los hombres de Mayo que presencian aquel grupo de pensadores, hacen una mueca
cada vez que un pollo acompaña un discurso sobre la libertad del sufragio con un golpe que asienta
sobre el damero una reina jaqueada por la chusma de los peones sobrevivientes!
“¡Falta allí el retrato del
padre Castañeda! ¡Y sobre todo, falta el espíritu! ¡También veinte, treinta
años de hacer lo mismo!
“Hasta hace muy poco, la
biblioteca no era muy copiosa que digamos. Mucha Memoria, mucho Registro
Oficial, pero a condición de no encontrarse nunca cuando se
pedían; y en la mesa de lectura, todos los diarios porteños, vacíos y estériles
como sábanas de monja,
luciendo el artículo editorial al frente, extenso riel de plomo en que, para
valerme de una figura bíblica, se fatigan los caballos de la imaginación. En la
mesa de lectura el Illustrated London News y la Revue (casi sería
inútil agregar des Deux Mondes, si no
habláramos en el club); la Revue en que M. de
Mazade produce el artículo burgués que en un tiempo firmaron Forcade y Lanfrey
y algunos diarios franceses que casi siempre sirven de adorno, como esos ramos
secos que se pudren en las salas por olvido de los sirvientes. A pesar de esto, cualquiera creería
que allí se lee... ¡nada de eso! Allí se conversa: en el grupo de muchachos
alegres y espirituales, que entra a las 12 de la noche repitiendo la última
nota de Tamagno, no falta un ejemplar de denso burgués pantagruélico, gastrónomo noctámbulo,
engordado y enriquecido por el vientre libre de sus vacas, que se hace servir
allí mismo un chorizo por noche, mientras que, con el profundo desdén del bruto
feliz, descuidado el traje, pelado a la mal-content , mira todo lo que lo rodea
con satisfecha apatía, llevando la mano al renegrido cabello y dragándose la
caspa de aquella mollera inerte con la uña afilada del índice.
“No falta tampoco el idiota
de la aldea, magín descompuesto, candidato de pillos, víctima de las bromas aldeanas,
enloquecido con ideas sobre filantropía, abriendo la boca de admiración y
pestañeando con un ojo que sufre de perlesía intermitente, mientras la pupila
del otro se le sale como el carozo de un durazno prisco.
“Ni el Tenorio de suburbio que no se modifica;
que se viste hoy como ayer, con abalorios de altar mayor y prendas de precio
fijo; sano, insulso, inofensivo, olvidado por los buenos y mortificado por los
que todavía creen que es de buen tono zaherir o burlarse de los inocentes.
“Y entre esta sociedad
híbrida e incolora como la Memoria de un ministro, mi amigo don Benito, cuya
acrisolada y noble honradez se confunde por el positivismo contemporáneo con el
sueño de un iluso, solía de repente estallar con noble sarcasmo, sintiendo probablemente cuán
estériles han sido las desgracias del pasado y cuán injustamente ha repartido
el destino sus favores en el presente.
“Pero el club es el club, y
aquella noche, los violines, riendo bajo la cuerda de los arcos, transmitían la
alegría y el
entusiasmo singular de la música a todos los semblantes.”
Notas y
bibliografía:
(1) 1938,
Manzi, Homero y Petit de Murat, Ulises, Su mejor alumno, Buenos
Aires.
(2) 1884, López, Lucio Vicente; La Gran Aldea; leído en enero de 2009 en
Proyecto Biblioteca
Digital Argentina http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/novela/granaldea/granaldea_00indice.html.
Buen día Mario, hermosa descripción, muy pintorezca, me parece verlo. Un abrazo,
ResponderEliminarGracias, Mir, por tus comentarios.
EliminarLa escena es muy pintoresca y la novela, tan notable como olvidada.
En las notas, está el enlace para leerla. No es muy larga, te la recomiendo... habla mucho de lo que eran los porteños de la última mitad del siglo XIX, no muy diferentes de lo que somos los del siglo XXI.