miércoles, 18 de diciembre de 2019

Lucio V. Mansilla: las comidas de la infancia en Buenos Aires de 1840


José Luis Busaniche fue un notable historiador argentino. Nació en Santa Fe de la Veracruz, capital de la Provincia de Santa Fe, en 1892 y falleció en San Isidro, Provincia de Buenos Aires, en 1959. Sus obras más importantes están relacionadas con los bloqueos franco – británicos de 1838 y 1843, el papel que jugó la Provincia de Santa Fe en esas circunstancias, el Gobierno de Juan Manuel de Rosas y la construcción del federalismo argentino. En 1938 publica un libro de lecturas históricas argentinas que reedita en 1959 con el título de Estampas del Pasado. (1) Este libro ha servido de inspiración para la sección “Rescoldos del Pasado” de El Recopilador He rescatado varios textos de la colección, reproduciendo las prolijas referencias de Busaniche.
Lucio V. Mansilla. Los fragmentos que se transcriben a continuación pertenecen al libro Mis Memorias (editado en París en 1904). Tengo un ejemplar digitalizado, pero aquí tomé los fragmentos publicados por Busaniche. (2) Sumario: Repertorio de ingredientes y preparaciones que los Mansilla comían a mediados de los años treinta y principios de los cuarenta del siglo XIX en Buenos Aires. Horarios exóticos de almuerzo y cena. Composición del puchero familiar. Algunas cosas que no quedan claras: ¿qué diferencia había entre pasteles y empanadas?; los bistec de carne fritos en grasa, una vieja receta española, ¿no son, acaso, una preparación que facilitó el ingreso de las milanesas en los hogares porteños algunos años después?; chatasca, ¿una preparación con charqui en Buenos Aires?; cuando habla de pan con manteca, ¿se refiere manteca de cerdo o mantequilla de leche?; en materia de pescados, menciona productos de acceso razonable (pesca del río y bacalao), pero ¿cómo serían las sardinas que solía comer como entremés antes de la cena?; ¿Cómo sería la receta de sopa de arroz a la valenciana?
Las comidas de la infancia en Buenos Aires
“La hora de almorzar llegaba. En la casa había campanillas de alambre. Sonaba la del comedor; una vez, a esta hora; dos, con intervalos, a la de comer. Corríamos con mi hermano dándonos la mano. Las viandas eran pocas, pero asaz variadas: puchero, de carne o de gallina, con zapallo, arroz y acelgas, siempre, algunas veces con papas y choclos (coles, ¡ni el olor!), fariña o quibebe de ordenanza, y pasteles, de los que vendían las negras o negros pasteleros yendo de casa en casa de los marchantes con el tablero cubierto con una bayeta entre un pedazo de género de algodón, nada albo, para conservar el calor de la factura. Pero sabían bien. Empanadas rara vez. Eran muy pesadas. Por otra parte, para tenerlas buenas había que ir al interior. No era comida del litoral, excepto Santa Fe. Las famosas eran las cordobesas, las sanjuaninas, las tucumanas, lo mismo que la rica cazuela, por la proximidad de Chile, era mendocina. Cuando no había puchero, había bistec, carne frita con grasa con un poco de tomate y de cebollas. Y cuando no había bistec, había huevos revueltos y carne fiambre o chatasca, y de cuando en cuando jamón, y generalmente alguna fruta de estación y queso criollo. Café con leche para los grandes, té con ídem para los chicos, con poco pan y manteca, y mazamorra.
”La comida comenzaba con la sopa (solía haber entremés de aceitunas, sardinas y salchichón) de pan tostado o no, o de fideos, o de arroz a la valenciana. Pescado (al que mi padre era aficionado como yo ahora), casi siempre. Era mi padre diestro en comerlo, como un gato. Con las bogas, que no eran tan gordas como las de Santa Fe, decía, se deleitaba. Si no había pescado fresco, había bacalao. Seguía el asado de vaca o de cordero y la ensalada de lechuga o de escarola o de papas o de pepinos, lo que mi abuela Agustina a todo prefería, aunque indigestos, a pesar de sus años; guiso de garbanzos o de porotos, y con más frecuencia de lentejas, muy alimenticias, decían, con huevos escalfados a veces, o albóndigas, o locro o sesos, o molleja, asada o guisada (el plato preferido de mi tío Juan Manuel), patitas de cordero o de chancho o mondongo o humita o pastel de choclo (cosa-papa).
”El postre eran fritos de papas con huevo y harina, polvoreados con azúcar molida, o tortilla ídem con acelgas, cosa inocente, o dulces diversos que se compraban en las casas especialistas del barrio; allá iba la dulcera de una disparada, siendo la más acreditada la de Zelaya. En estos dulces no andaban las manos improlijas de confiteros fumadores, sino manos esmeradas. Como a la hora del almuerzo, había fruta, café nunca ni té. A las ocho y media o nueve, se tomaba lo uno o lo otro. Se almorzaba a las ocho y media o nueve y se comía a las cuatro y media o cinco habitualmente. Entre una y otra colación había algún tentempié, y el mate, va sin decirlo. Había una razón principal para comer temprano, siendo la hora normal las cuatro; que la luz de las casas era poquísima: velas de sebo, de molde, o esperma (después dijeron estearina), lámparas o quinqué (de lo más melancólico diría Espronceda) alimentados con aceite bastante feo de calidad, y olor, por consiguiente. Un utensilio indispensable, entonces, por eso, que ahora se ve poquísimo, eran las despabiladoras, que en las casas ricas las tenían de plata maciza con su correspondiente platillo. De esa escasez de luz viene la costumbre de estar en verano casi en tinieblas, sin más luminaria que la luna. El 25 de mayo y el 9 de julio se ponían candilejas de barro cocido en el cordón de la azotea y en las ventanas y balcones. Éstas eran alimentadas con grasa de potro y una mecha de trapo. Tenían la forma de una taza común, chata, y constituían parte de la preocupación del dueño de casa para que las hubiera en abundancia durante las fiestas. El combustible era también escaso. Raras eran las casas con chimeneas. El calientapiés con brasas de carbón vegetal era el gran recurso. Se vivía tiritando de frío. Y era creencia, que persiste, que el fuego no es sano. En algunas casas, el calientapiés para la cama era un “pelado”, raza de perro que se ha extinguido. El pelado hacía su turno y no pocas disputas ocasionaba.
”Pero como lo prometido es deuda, vengamos a lo que se podía comer antes de la irrupción internacional: carne de vaca, chancho, de carnero, lechones, conejos, mulitas y peludos; carne con cuero y matambre arrollado; gallinas y pollos, patos caseros y silvestres, gansos, gallinetas y pavas, perdices, chorlitos y becasinas, pichones de lechuza y de loro (bocado de cardenal); huevos (de gallina, naturalmente) y los finísimos de perdiz y teruteru; pescados: desde el pacú, que ya no se ve, hasta el pejerrey, y del sábalo no hay que hablar; porotos, habas, maní, fariña, fideos, sémola, arvejas, chauchas, garbanzos, lentejas, espinacas, coles, nabos, zanahorias, papas, zapallos, berenjenas, alcauciles, pepinos, tomates, cebollas, pimientos, lechugas varias (zapallitos tiernos para el carnaval gritaban los vendedores), quesillos y quesos, siendo los más reputados los de Goya y Tafí, y los de Holanda, genuinos entonces; frutas de no pocas clases: higos, uvas, guindas, frutillas, damascos, peras, pelones, melones, sandías, ciruelas, nísperos, naranjas, bananas (escasas).
”Cuando caía granizo en abundancia, se recogía una buena cantidad y se hacían helados de leche y huevo con canela o con vainilla. Todos movíamos el cilindro por turno. Agréguese a esto las conservas alimenticias y todo lo que se me haya quedado en el tintero, y concluyendo con las pasas, los orejones, las nueces, las avellanas, y la pastelería de choclo y harina y los dulces, se verá si dije o no mal cuando aseguré que nuestros abuelos, siendo frugales, comían bien y de lo aconsejado por la moderna higiene.
”Vino se tomaba muy poco en la mesa de mis padres. Mi madre jamás en vida lo bebió, le repugnaba. Mi padre, aunque muy fuerte (tanto, que nunca se había embriagado) tomaba muy poco. El vino que de diario se tomaba, se compraba mandando el botellón, en la esquina de San Pío si era carlón, y en el almacén del jorobado si era priorato; lo cual no quiere decir que no hubiera vinos embotellados en casa. Sí, los había. Algunos estaban enterrados (es muy bueno) en el último patio, que, al efecto, tenía un espacio sin enladrillar. Pero eran para cuando repicaban fuerte: algún santo, el 25 de mayo y el 9 de julio en que había sala plena de convidados de rango. Ese día, nosotros, los muchachos, no teníamos lugar en la mesa, sólo lo había para mi madre, que a los postres se levantaba.” (3)
Notas y Bibliografía: 
(1) 1959, Busaniche, José Luis, Estampas del pasado, lecturas de historia argentina, Tomo II, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
(2) Mansilla, Lucio V., Mis memorias, sin referencias específicas en Busaniche, José Luis, Op. Cit., Tomo II.
(3) Busaniche, José Luis, Op. Cit., Tomo II pp. 111-114.

No hay comentarios:

Publicar un comentario