José Luis Busaniche fue
un notable historiador argentino. Nació en Santa Fe de la Veracruz, capital de
la Provincia de Santa Fe, en 1892 y falleció en San Isidro, Provincia de Buenos
Aires, en 1959. Sus obras más importantes están relacionadas con los bloqueos
franco – británicos de 1838 y 1843, el papel que jugó la Provincia de Santa Fe
en esas circunstancias, el Gobierno de Juan Manuel de Rosas y la construcción
del federalismo argentino. En 1938 publica un libro de lecturas históricas
argentinas que reedita en 1959 con el título de Estampas del Pasado. (1) Este libro ha servido de inspiración para
la sección “Rescoldos del Pasado” de El Recopilador He rescatado varios textos
de la colección, reproduciendo las prolijas referencias de Busaniche.
Lucio V. Mansilla. Los fragmentos que se
transcriben a continuación pertenecen al libro Mis Memorias (editado en París en 1904). Tengo un ejemplar
digitalizado, pero aquí tomé los fragmentos publicados por Busaniche. (2) Sumario:
Repertorio de ingredientes y preparaciones que los Mansilla comían a mediados
de los años treinta y principios de los cuarenta del siglo XIX en Buenos Aires.
Horarios exóticos de almuerzo y cena. Composición del puchero familiar. Algunas
cosas que no quedan claras: ¿qué diferencia había entre pasteles y empanadas?; los
bistec de carne fritos en grasa, una vieja receta española, ¿no son, acaso, una
preparación que facilitó el ingreso de las milanesas en los hogares porteños
algunos años después?; chatasca, ¿una preparación con charqui en Buenos Aires?;
cuando habla de pan con manteca, ¿se refiere manteca de cerdo o mantequilla de
leche?; en materia de pescados, menciona productos de acceso razonable (pesca
del río y bacalao), pero ¿cómo serían las sardinas que solía comer como
entremés antes de la cena?; ¿Cómo sería la receta de sopa de arroz a la
valenciana?
Las comidas de la infancia en Buenos Aires
“La hora de almorzar llegaba. En la casa había campanillas de
alambre. Sonaba la del comedor; una vez, a esta hora; dos, con intervalos, a la
de comer. Corríamos con mi hermano dándonos la mano. Las viandas eran pocas,
pero asaz variadas: puchero, de carne o de gallina, con zapallo, arroz y
acelgas, siempre, algunas veces con papas y choclos (coles, ¡ni el olor!),
fariña o quibebe de ordenanza, y pasteles, de los que vendían las negras o
negros pasteleros yendo de casa en casa de los marchantes con el tablero
cubierto con una bayeta entre un pedazo de género de algodón, nada albo, para
conservar el calor de la factura. Pero sabían bien. Empanadas rara vez. Eran
muy pesadas. Por otra parte, para tenerlas buenas había que ir al interior. No era
comida del litoral, excepto Santa Fe. Las famosas eran las cordobesas, las
sanjuaninas, las tucumanas, lo mismo que la rica cazuela, por la proximidad de
Chile, era mendocina. Cuando no había puchero, había bistec, carne frita con
grasa con un poco de tomate y de cebollas. Y cuando no había bistec, había
huevos revueltos y carne fiambre o chatasca, y de cuando en cuando jamón, y
generalmente alguna fruta de estación y queso criollo. Café con leche para los
grandes, té con ídem para los chicos,
con poco pan y manteca, y mazamorra.
”La comida comenzaba con la sopa (solía haber entremés de
aceitunas, sardinas y salchichón) de pan tostado o no, o de fideos, o de arroz
a la valenciana. Pescado (al que mi padre era aficionado como yo ahora), casi
siempre. Era mi padre diestro en comerlo, como un gato. Con las bogas, que no
eran tan gordas como las de Santa Fe, decía, se deleitaba. Si no había pescado
fresco, había bacalao. Seguía el asado de vaca o de cordero y la ensalada de
lechuga o de escarola o de papas o de pepinos, lo que mi abuela Agustina a todo
prefería, aunque indigestos, a pesar de sus años; guiso de garbanzos o de porotos,
y con más frecuencia de lentejas, muy alimenticias, decían, con huevos
escalfados a veces, o albóndigas, o locro o sesos, o molleja, asada o guisada
(el plato preferido de mi tío Juan Manuel), patitas de cordero o de chancho o
mondongo o humita o pastel de choclo (cosa-papa).
”El postre eran fritos de papas con huevo y harina, polvoreados
con azúcar molida, o tortilla ídem
con acelgas, cosa inocente, o dulces diversos que se compraban en las casas
especialistas del barrio; allá iba la dulcera de una disparada, siendo la más
acreditada la de Zelaya. En estos dulces no andaban las manos improlijas de
confiteros fumadores, sino manos esmeradas. Como a la hora del almuerzo, había
fruta, café nunca ni té. A las ocho y media o nueve, se tomaba lo uno o lo otro.
Se almorzaba a las ocho y media o nueve y se comía a las cuatro y media o cinco
habitualmente. Entre una y otra colación había algún tentempié, y el mate, va
sin decirlo. Había una razón principal para comer temprano, siendo la hora
normal las cuatro; que la luz de las casas era poquísima: velas de sebo, de
molde, o esperma (después dijeron estearina), lámparas o quinqué (de lo más melancólico diría Espronceda)
alimentados con aceite bastante feo de calidad, y olor, por consiguiente. Un
utensilio indispensable, entonces, por eso, que ahora se ve poquísimo, eran las
despabiladoras, que en las casas ricas las tenían de plata maciza con su
correspondiente platillo. De esa escasez de luz viene la costumbre de estar en
verano casi en tinieblas, sin más luminaria que la luna. El 25 de mayo y el 9
de julio se ponían candilejas de barro cocido en el cordón de la azotea y en
las ventanas y balcones. Éstas eran alimentadas con grasa de potro y una mecha
de trapo. Tenían la forma de una taza común, chata, y constituían parte de la
preocupación del dueño de casa para que las hubiera en abundancia durante las
fiestas. El combustible era también escaso. Raras eran las casas con chimeneas.
El calientapiés con brasas de carbón vegetal era el gran recurso. Se vivía tiritando
de frío. Y era creencia, que persiste, que el fuego no es sano. En algunas
casas, el calientapiés para la cama era un “pelado”, raza de perro que se ha
extinguido. El pelado hacía su turno y no pocas disputas ocasionaba.
”Pero como lo prometido es deuda, vengamos a lo que se podía comer
antes de la irrupción internacional: carne de vaca, chancho, de carnero,
lechones, conejos, mulitas y peludos; carne con cuero y matambre arrollado;
gallinas y pollos, patos caseros y silvestres, gansos, gallinetas y pavas,
perdices, chorlitos y becasinas, pichones de lechuza y de loro (bocado de
cardenal); huevos (de gallina, naturalmente) y los finísimos de perdiz y
teruteru; pescados: desde el pacú, que ya no se ve, hasta el pejerrey, y del
sábalo no hay que hablar; porotos, habas, maní, fariña, fideos, sémola,
arvejas, chauchas, garbanzos, lentejas, espinacas, coles, nabos, zanahorias,
papas, zapallos, berenjenas, alcauciles, pepinos, tomates, cebollas, pimientos,
lechugas varias (zapallitos tiernos para
el carnaval gritaban los vendedores), quesillos y quesos, siendo los más
reputados los de Goya y Tafí, y los de Holanda, genuinos entonces; frutas de no
pocas clases: higos, uvas, guindas, frutillas, damascos, peras, pelones,
melones, sandías, ciruelas, nísperos, naranjas, bananas (escasas).
”Cuando caía granizo en abundancia, se recogía una buena cantidad
y se hacían helados de leche y huevo con canela o con vainilla. Todos movíamos
el cilindro por turno. Agréguese a esto las conservas alimenticias y todo lo
que se me haya quedado en el tintero, y concluyendo con las pasas, los
orejones, las nueces, las avellanas, y la pastelería de choclo y harina y los
dulces, se verá si dije o no mal cuando aseguré que nuestros abuelos, siendo
frugales, comían bien y de lo aconsejado por la moderna higiene.
”Vino se tomaba muy poco en la mesa de mis padres. Mi madre jamás
en vida lo bebió, le repugnaba. Mi padre, aunque muy fuerte (tanto, que nunca
se había embriagado) tomaba muy poco. El vino que de diario se tomaba, se
compraba mandando el botellón, en la esquina de San Pío si era carlón, y en el
almacén del jorobado si era priorato; lo cual no quiere decir que no hubiera
vinos embotellados en casa. Sí, los había. Algunos estaban enterrados (es muy
bueno) en el último patio, que, al efecto, tenía un espacio sin enladrillar.
Pero eran para cuando repicaban fuerte: algún santo, el 25 de mayo y el 9 de
julio en que había sala plena de convidados de rango. Ese día, nosotros, los
muchachos, no teníamos lugar en la mesa, sólo lo había para mi madre, que a los
postres se levantaba.” (3)
Notas y Bibliografía:
(1) 1959, Busaniche,
José Luis, Estampas del pasado, lecturas
de historia argentina, Tomo II, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
(2) Mansilla, Lucio V.,
Mis memorias, sin referencias específicas
en Busaniche, José Luis, Op. Cit., Tomo II.
(3) Busaniche, José
Luis, Op. Cit., Tomo II pp. 111-114.
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