Conozco a Héctor Zancada desde hace más de
quince años. Hemos compartido muchas actividades en las que siempre pude
descansar sobre sus conocimientos informáticos, pero nunca habíamos hablado de
cocina.
La imagen fue tomada por Cecilia Aiscurri para El Recopilador de sabores
En noviembre de 2011, fui a escuchar una
conferencia de Ferrán Adriá. Allí hablaría sobre cómo iba a encauzar su vida
profesional después del cierre de El Bulli. La cita era un día de semana, creo
que un jueves, a media tarde en el teatro Gran Rex. ¡Qué pretensión, me dije,
un cocinero hablando en una sala para 3000 personas! ¿Cómo va a hacer para
llenarla? Cuando llegué al teatro, la sorpresa fue mayúscula, tuve que remontar
una cola de tres cuadras para ingresar. Allí me encontré con Héctor, entramos
juntos y compartimos la sorprendente demostración de este maestro de la cocina.
A partir de entonces, hicimos diversos intercambios
de información y opiniones que incluyó préstamos de libros sobre cocina y
gastronomía. Lo que más me impresionó no fue que le gustara cocinar, sino el
conocimiento profundo que tenía de la cocina piamontesa. Es que la familia de
su mujer es de ese origen. Fue precisamente en ese intercambio que encontré una
de la claves de la identidad de la cocina argentina en un plato singular: la
bagna cauda de la Pampa Gringa surgida del arraigo de los inmigrantes
piamonteses en ese rincón de nuestro extenso y trajinado territorio.
Héctor suele hacer comentarios en El Recopilador de sabores cuyos primeros
artículos datan diciembre de 2011. Precisamente, en febrero de 2012 publiqué una receta de bagna cauda que me diera
Alicia Boero, gran amiga mía, y de Héctor, también. Alicia es de origen
piamontés y se crió en la ciudad de Sastre, Provincia de Santa Fe, en el mismo
corazón de la Pampa Gringa. El plato consiste en un caldo untuoso que lleva
nueces, ajos y anchoas cocidos en crema de leche. Este caldo debe ser sopado por
los comensales como ocurre con la fondue saboyana; aunque, a diferencia de
ésta, se usan verduras para ese propósito, quedando “prohibido” el uso del pan.
Alicia y yo veíamos en este plato una receta de clara identidad piamontesa,
trasladada con ortodoxa precisión a las praderas argentinas. Pero Héctor nos
objetó el aserto, para él la bagna cauda argentina es una interpretación
herética de su original itálica que no lleva crema. Con el tiempo tuve más de
una oportunidad de verificar que sus afirmaciones estaban plenamente fundadas,
pero en ese momento el cimbronazo fue contundente. (1)
Quise hacer una recopilación con las recetas de Héctor. De modo
que comencé por preguntarle cómo se inició en la cocina. La historia se parece
a la de muchos hombres, pero tiene sus particularidades que le dan un interés
especial. Tiene recuerdos de la infancia. Lucía, su abuela materna, era quien
cocinaba en la casa de su infancia. Héctor recibía diversas encomiendas de
parte de ella, como batir las claras a punto nieve o probar las salsas que ella
misma preparaba. Sin embargo, cuenta que:
“A pesar de estos recuerdos tan
lejanos, no fue con ella que aprendí a cocinar. Me parece que el aprendizaje
comenzó más en mi adolescencia. Mi abuela Lucía ya había fallecido para ese
entonces.” (2)
¿Cómo es esto de que teniendo a su lado a esa cocinera que él
admiraba, no aprendiera a cocinar entonces?
Muchas veces he reflexionado sobre esa enorme maquinaria didáctica
que supuso (quiero imaginar que por milenios, aunque no estoy tan seguro de
ello) la comunidad de las mujeres en la cocina familiar. Puedo imaginarme sin
dificultad a niñas y adolescentes aprendiendo los secretos de las recetas
familiares de sus abuelas y madres. Es más, yo mismo lo he visto en los años de
mi infancia… y los sigo viendo en mis primas Nancy Aiscurri y Haydée Espada.
La imagen fue tomada por Cecilia Aiscurri para El Recopilador de sabores
De esta maquinaria los varones estábamos excluidos porque nuestros
intereses, y los mandatos familiares también, se depositan en otros objetivos.
El testimonio de Héctor es claro al respecto. De muy niño aprendió de su abuela
a batir las claras a nieve como una encomienda de doña Lucía. Así comprendió,
por ejemplo, que cuando las claras no se desprenden del batidor suspendido en
el aire, se ha logrado el punto deseado. También recuerda como una tía le
enseñó que agregando una pizca de sal a las claras, se llegaba al punto nieve
más rápidamente. En síntesis, desarrolló una sabiduría encomiable en el uso de
esta técnica particular; pero no aprendió a cocinar como sistema de la mano de esas
mujeres.
Es por fuera de esa maquinaria que
a los varones se nos despierta el interés por la cocina. En el caso de Héctor,
veamos qué nos dice:
“Ya a partir de los veinte, el estar sólo algunos días (mis padres
estaban separados y vivíamos, mis hermanos y yo, con mi madre que viajaba con
frecuencia), a veces, con alguna amigovia, me llevó a cocinar y a mejorar y a aprender
recetas y técnicas. Un poco por necesidad, un poco por lucimiento. Descubrí que
el saber cocinar era seductor para muchas jóvenes novias inexpertas. Debo estar
pagando esos pecados de la juventud ya que ninguna de mis parejas, ya de
adulto, se dedicó a cocinar y esa tarea conyugal quedó a mi cargo en forma
vitalicia.
”Cuando
a los veinte y pico hice distintos intentos de vivir sólo, ya sabía cocinar
muchos platos básicos de la mesa cotidiana hogareña. Bifes, milanesas, puré,
arroz, pescados, fideos, salsas y otros.” (3)
Pero, ¿cómo aprendió a cocinar? Es difícil
decirlo. Si me pregunto cómo aprendí yo a cocinar, es posible que no tenga una
respuesta evidente. No hay un hilo, no hay una única secuencia de hechos; sólo
hay un conjunto de circunstancia incitantes de las que podemos rescatar algunas
experiencias.
Héctor cuenta que, por ejemplo, que un
gran disparador fueron los campamentos y la necesidad de conocer algunas
recetas básicas para la supervivencia (fideos, arroz, algún guiso fácil y
nutritivo, etc.). Las técnicas mínimas se las enseñaron su padre y su madre y
las ponía en práctica cuando se quedaba sólo en casa. Pero, cuando tenía poco
más de 20 años, organizó una colonia de vacaciones con dos amigos. Como era el
único que sabía cocinar en el grupo, se hizo cargo de las comidas y de las
clases de natación. Esa experiencia lo llevó a cocinar con mayor
responsabilidad y a aprender a hacerlo para muchos. Es obvio que no es lo mismo
preparar un buen plato para dos que para treinta personas hambrientos que
necesitan algo que, además, sea nutritivo.
Por aquel pecado de juventud, Héctor cocina hoy casi todos
los días en su casa. Pero esto no le pesa, cocinar es una tarea que lo distrae
y le produce placer porque hasta los platos más sencillos de la mesa cotidiana
siempre brindan la ocasión para nuevos y creativos aprendizajes.
Cuando tiene invitados, la cosa es
distinta:
“/.../. Generalmente, cuando los invitados son de confianza y
conozco sus gustos, propongo algún menú. La propuesta es sólo para el plato
principal, no incluye entradas ni postres.
”Cuando
no conozco los gustos de los invitados o no tengo confianza con ellos o
simplemente no los conozco por ser amigos de mi esposa, los consulto acerca de
sus preferencias y después armo el menú.” (4)
En nuestros días, resulta relativamente fácil, desde
la perspectiva estrictamente técnica, reemplazar aquella maquinaria didáctica
que hoy se ha echado a perder. Internet, televisión y buenos libros allanan el
camino. Sin embargo, es la historia y la identidad lo que nos constituye como
personas y, en este punto, la maquinaria sólo puede ser reemplazada por una decisión
personal.
En tren de preferencias, nuestro cocinero se declara
amante de la cocina mediterránea. Afirma que en los últimos años se ha volcado
decididamente a esta corriente
culinaria. Eso es lo que yo llamo una voluntad dirigida a reconstruir vínculos
con aquellas cosas que nos confieren identidad.
Las recetas que publico (gazpacho, receta lujosa y onerosa, y variaciones sobre el gazpacho) aparentan tener una clara
inspiraciones en la cocina de la Europa Meridional y, sin embargo, a mí me
parece que esa inspiración deviene en un realización distante de ella. Héctor
cocina como un porteño, haciendo bandera de su creatividad individual y
adaptando los resultados al gusto rioplatense.
Héctor es un gran lector de libros de gastronomía,
solemos intercambiar algunos o pasarnos títulos de lo que hemos leído. Los libros
que consulta no se limitan a recetarios. Como yo, busca aquellos textos que
están compuestos desde enfoques históricos o antropológicos. Con esas lecturas
alimenta esa voluntad y pone a tono las técnicas que utiliza con las ideas,
valores y principios que sustentan su vida.
De modo que no fue casual aquel encuentro en el teatro
Gran Rex de Buenos Aires.
Notas
y referencias:
(1) Héctor aporta los elementos que fundan
su aserto. Exhibe una receta en un libro que recopila las piezas fundamentales
de la cocina tradicional piamontesa (S/D, Buccolo, Antonio (autor del
prefacio), La grande cucina piamontese, Cuneo, Editrice Artistica
Piamontese) y los comentarios de una tía abuela de su esposa que se ha criado
en un pequeño pueblo del interior alpino del Piamonte. Esta señora afirma que
la bagna cauda de su infancia no llevaba ni crema ni leche. El gastrónomo español
Miguel A. Román, en respuesta a unos comentarios que hice al respecto en uno de
sus artículos, afirma que hay recetas de bagna cauda con crema y con leche en
Italia, pero no descarta de que éstas sean el producto del trasiego de
inmigrantes que regresaron a la Península Itálica desde La Argentina (http://librodenotas.com/encasadeluculo/24266/francisco-y-la-bagna-cauda). Con todo, a pesar de la
afirmación de Miguel, no pude encontrarlas.
(2) 2014, de Héctor Zancada a Mario
Aiscurri, correo-e del 8 de julio de 2014
(3) Ídem.
(4) Ídem.
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