Comprar la uva y
hacer el vino casero con Rubén Cirocco y Wences Becerra demanda un tiempo paciente
y de placeres compartidos. Suele ser campo fértil para sembrar y cosechar charlas.
En ellas hemos podido reflexionar con morosa libertad sobre cómo fue que Rubén
aprendió a hacer vino casero o sobre cómo podríamos mejorarlo o sobre tantas
otras cosas.
Las imágenes pertenecen al autor
Eso hicimos en
abril de 2015 y repetimos en 2016. Íbamos y veníamos desde una idea a otra y siempre
aparecía la figura de un personaje mitológico, un testigo supérstite de las más
terribles efusiones del Vesubio y su impacto sobre viñedos y olivares. Sí, el
tío Tonino que, para Rubén, sigue siendo el compendio viviente de la tradición
que practica con tanta dedicación.
Repetí varias
veces mi deseo de conocerlo. Insistí volviendo sobre ello casi con la rítmica y
terca marcha de un astro errante. Sin embargo, en una oportunidad tras la otra,
siempre aparecía alguna circunstancia imprevista que lo impedía. Tal fue mi
frustración que imaginé que se trataba de un personaje inventado por Rubén para
justificar algunos de los misterios de hacer el vino en casa, precisamente aquéllos que sus manos no nos pueden develar con palabras.
Pero no, el tío
Tonino existe. Es una persona de carne y hueso. Aunque, si te sentás a charlar
con él, todo parece fantástico, como si el personaje legendario que imaginé encarnara
concretamente en ese cuerpo añoso… y es entonces que persona y personaje se
transforman, delante de ti, en una única identidad.
I La vida en Molinara, la guerra
En una soleada
tarde de fines de noviembre de 2016, finalmente, Haydée y yo fuimos con Rubén a
la casa del tío Tonino y de la inefable discípula de Parténope, su esposa, la
tía Antonieta.
Ellos, como el
padre de Rubén nacieron en Molinara, provincia de Benevento. Molinara es una
ciudad de 3000 habitantes que se encuentra sobre las laderas de los Apeninos
Meridionales, casi en el límite de la Campania con la Apulia. Si bien pertenece
a la Campania, región que preside la ciudad de Nápoles a la que se encontró
vinculada políticamente por siglos, algunas particularidades que imagino, la
hacen menos napolitana que otros sitios de la región.
Dista
bastante de la gran capital del sur de Italia y del mar, se encuentra cerca de pasos
practicables que la conectan con la Apulia, y se asienta sobre laderas
montañosas. Imagino un país de características más mediterráneas que las
ciudades y pueblos que rodean a Nápoles. En los mapas pareciera que no está en
el centro neurálgico de los caminos que conectan a ambas regiones (v. g., la
ruta que une Benevento con Forgia). Pero todo lo imagino y no sé más que lo que
me contó el tío Tonino en esa tarde cálida de primavera.
Tonino y
Antonieta compartieron con el padre de Rubén la aventura de vivir en La
Argentina y, siendo paisanos y casi parientes, criaron a sus hijos como partes
de una misma familia. Rubén desconoce el grado verdadero de parentesco lejano
que su padre y Tonino tuvieron, pero para él este personaje es el zio Tonino y
sus hijos, sus primos.
El tío nos
recibió con el sencillo aire patriarcal de humilde campesino devenido en obrero
especializado urbano que ha vivido una vida plena, y la sigue viviendo. La tía
Antonieta hace alarde de cálida hospitalidad. Ambos hacen que nos sintamos como
en la casa de un tío entrañable.
Nos invita a
sentarnos en la sala, Antonietta sirve té, café y facturas. Rubén le explica
que queremos saber cómo era la vida en Molinara cuando decidieron venirse a La
Argentina y cómo era que hacían el vino allí. Enciendo el grabador y dejo que
Tonino hable. No escucho lo que esperaba, su discurso se dirige, guiado por el
libre albedrío, hacia donde sus sentimientos lo empujan. No me puedo decidir a
preguntar y rectificar el rumbo, porque quedo fascinado con el relato. Nos
cuenta de su época de prisionero de guerra en Alemania entre 1943 y 1945. Se
pierde, o mejor dicho, se gana en una innumerable secuencia de detalles, se
demora en viñetas coloridas… jamás pierde el hilo.
Habla en un
tono suave con fluidez encomiable. Cuando lo hace libremente, el tono de su relato
es neutro, descriptivo, preciso y sólo incurre en algunas valoraciones que
elige insertar sin dramatismo. Cuando lo comprometemos, Rubén, la tía o yo, para
que nos hable sobre las cosas que nos interesan, su estilo se torna esquivo y
misterioso. Dice algunas verdades, esconde o disimula otras con jocosidad. ¿Juega
con nosotros o teme proferir afirmaciones que prejuzga de dudosa validez
técnica? Creo que un poco de ambas cosas. Como campesino intuitivo sabe que lo
que sus manos hacen da buenos resultados, pero sus explicaciones sólo las
profiere ante los íntimos.
Me da la
impresión que la experiencia de la guerra lo marcó en algún sentido. Como
prisionero trabajó en una fábrica metalúrgica en Alemania su relato muestra una
admiración por la perfecta organización alemana. Producía partes de una pieza
cuyo destino y sentido desconocía. Personalmente pienso que la admiración
profesada hacia la perfección germánica, y la oportunidad que esa experiencia
le dio, le ha hecho sentir toda la vida que las cosas que hace desde la
intuición no pueda explicarlas en términos racionales, como si las palabras
técnicas sólo estuvieran al alcance de los pensadores y planificadores y no de
los hacedores.
Pero es tan
sólo una impresión que, lejos de preocuparme, me maravilla. Sí, sí, maravilla
ver cómo logró soldar esa dicotomía en una sola pieza a partir de ese estilo
juguetón (“giocoso quasi scherzante”, como dirían los italianos) con que nos
contó parte de su vida pasada y de su presente.
II El vino casero
¿Cómo hace el
vino Tonino? Como lo hacen ustedes, responde. Le pregunto por la vineta. Me
confirma que se obtiene del prensado de la uva que queda después de la separación del vino y los hollejos cuando se ha completado el tiempo de la maceración. Los
hollejos se prensan y, al líquido obtenido, se le agrega agua. Esto permite
tener un vino temprano, liviano en alcohol y sin gustos desagradables. La
explicación es impecable.
Cuando le
pregunto, no sin sorna, sobre la decisión que tomó Rubén de agregarle azúcar en
2015. Se calla un momento y dice “nosotros siempre la hicimos sin azúcar”,
pero… nuevamente el jugueteo de las palabras, le permite a Rubén salir airoso, diciendo
“es porque se usaba el azúcar, que era cara, para otras cosas”… las risas nos
invitan a no profundizar, si el zio Tonino tenía que reconvenir a Rubén por ese
hecho, no lo iba a hacer delante nuestro.
De
pronto habla de la uva que tiene en sus parrales. La uva moscatel no sirve para
hacer vino, dice; pero la frágola, sí. Cuenta que esa es la uva con que se hizo
siempre el Vino de la Costa, que las quintas tenían parrales de frágola y que
los quinteros la trajeron de Italia porque era la única cepa de la Campania
resistente a la filoxera.
Caramba, caramba,
caramba, una hora hablando sobre la guerra y, en 5 minutos nos da un compendio
de información. Nos enteramos por qué los tanos usaban las uvas de sus parrales
para hacer el vino en casa sin necesidad de recurrir a la uva “francesa” que sólo
se producía en Mendoza con gran calidad.
Yo ya había escuchado
la palabra frágola, pero no referida a una cepa, sino a una fruta, la frutilla.
Los comentarios de Tonino me llevaron a indagar un poco más y saber que, como
cepa, es una variante de la uva lambrusca (vitis lambrusca) que se conoce en La
Argentina como uva chinche.
A
su vez, la referencia al Vino de la Costa es toda una revelación que también
pude constatar en mis indagaciones. Tendré que conseguir algunas botellitas de
ese vino para ver si se sigue haciendo así, en momentos en que esta tradición
parece resurgir con mucha fuerza a la altura de Berisso.
Mientras
Tonino cuenta estas cosas, la zia Antonieta recuerda el viaje que hicieron a
Italia en 1990. “El vino de acá… en Italia nada que ver. En Italia es amargo...
acá es rico el vino. Mi hermana vive en Roma, el vino que se toma en Roma, el chianti,
es muy amargo, no se puede tomar.” Tonino asiente… la revelación nos invita
pensar en los extraños mecanismos con que el gusto de las personas se va formando.
III La quinta del tío Tonino
Estábamos
frente a la ventana. La noche se insinuaba lentamente por las veredas del
barrio, casi en el límite entre Monte Grande y Luis Guillón. La charla amena y
la contenida pasión del relato prometían una velada interminable; pero,
nosotros debíamos retornar a Buenos Aires. Así se lo hicimos saber al zio
Tonino.
Rubén insistió
con que nos mostrara la quinta. Allí fuimos, aprovechando las últimas luces de
la tarde.
Salimos de la
casa a un patio protegido por parrales en los que ya se veían los racimos crecidos,
esperando llegar el tiempo de ser llevados a la mesa familiar para desparramar su
dulzura. Ésta es moscatel, no sirve para el vino, aquélla es frágola, insistió
Tonino, ahora imagino que no sin picardía. Los árboles frutales, los canteros
alineados, todo cuidado con esmerada dedicación.
Las acelgas
invitaban ya a soñar en maravillosas tartas pascualinas que podrían hornearse
en unos días más. De pronto, guau, la plantación de tomates me resultó
impactantes. Con Rubén calculamos que esas planta podrían llegar a producir
unos 300 kg en la temporada, todo en el término de poco menos de 10 m2.
Consiguió, cuenta Rubén, semillas de tomate platense (una nueva variedad que
algunos horticultores trajeron de Italia y que se da muy bien en los
alrededores de la capital bonaerense).
Rubén me había
anticipado que su tío prepara los plantines de tomates a principios de
septiembre de modo que, luego de trasplantarlos, puede contar con tomates
maduros a mediados de diciembre. Efectivamente, ya podían verse las frutas
crecidas, aunque todavía verdes.
¡Cuánta
dedicación! Estaba por preguntar, cuando la zia Antonietta comentó que su
marido se levanta todos los días a las siete y media de la mañana. Toma mate y,
a eso de las ocho, se pone a trabajar en la huerta hasta que llega la hora de
almorzar, pasadas las dos. Por la tarde lee, concluye la mujer. El hombre, con
sus noventa años y su bastón asiente con una sonrisa.
Dos galpones
completan la instalación. Uno, sobre la quinta, donde guarda la maquinaria y el
equipamiento para hacer el vino. El otro, sobre el patio donde guarda diversos
enseres y tiene una mesa y una silla, donde lee cuando el tiempo no le permite
hacerlo en el patio.
Tonino nos
conduce allí y nos señala una puerta trampa, hay un sótano. Olvida su bastón
sobre la mesa y la abre. Desciende con habilidad y osadía adolescente por una
escalera que me costaría utilizar. Sube cuatro botellas de vino, de su vino.
¿Cómo? ¿No era que lo hacía como nosotros? ¿Por qué habría de darnos a probar
un vino que nosotros ya conocíamos? ¿Querría demostrarnos con humilde soberbia
que él sabía muy bien lo que hacía y que íbamos a notar algo diferente?
Mientras
envolvía las botellas en papel de diario y las colocaba en una bolsa, le
pregunté de cuándo era el vino. Me respondió con su encantadora sonrisa
juguetona “non so”. Sólo pude advertir, en ese momento el color rosado que me
intrigó y las etiquetas de algunas botellas fechadas en 2014. De modo que era
un vino reciente.
Ya salíamos,
cuando nos muestra con orgullo uno de los olivos que ha plantado en la vereda
de su casa hace ya muchos años. Le pregunto cómo se curan las olivas recién
cosechadas y me da una explicación similar a la de Susana Bertoloti, la suegra
calabresa de mi hermano. Pregunto cuándo se cosechan. Me dice que en abril.
Pregunto si puedo ir a buscar algunas, me responde que sí, que por supuesto…
Nos
despedimos con el disfrute de una tarde memorable y la promesa de una nueva
aventura de historias milenarias para abril de 2017.
IV El vino del tío Tonino
Ya
en casa, y después de refrescarlo un poco, me serví una copa del vino que nos
habían regalado. Era, efectivamente, un vino rosado. Sin resultar turbio, se
notaba un color agradable, pero ligeramente opaco. No me gustó el color, a
Haydée, tampoco. Pero cuando lo probé, no pude salir del asombro. Estaba frente
a un vino dulce muy equilibrado. ¿Cómo lo había logrado?
Lo llamé a
Rubén. Confirmó mis impresiones sobre lo que habíamos tomado. Atribuyó el
defecto en el color a una cierta oxidación en el momento de la elaboración y
empezó a explicarme. Ese vino estaba hecho con uva rosada, con la moscatel de
las parras del patio. ¿Cómo? ¿No era que no se podía hacer vino con esa uva? El
tío le contó que había tenido que cortar la fermentación para evitar que se
pusiera amargo y que por eso era dulce.
¿Cómo lo hizo?
Rubén quedó en preguntarle. Yo creo que le agregó alcohol, posiblemente grappa
hecha por él mismo, es decir, creo que es un vino encabezado. (1)
Muchas
enseñanzas dejó esa visita. Se puede hacer buen vino casero con uva chinche, los
vinos dulces merecen un lugar destacado en la vitivinicultura argentina, los
tomates platenses tienen justificada fama.
Creo que
lograríamos imponer el vino casero de uva chinche, si le decimos a la gilada
tilinga que hacemos un vino de uva “frágola” o de “vitis Barbera”. Por supuesto
que, para lograr esto, no debemos descuidar la agronomía y mejorar los cultivos
de esas uvas para llevarlas a la altura de los malbecs, merlots y syrahs que
nos vendió Marta Gaspar, identificando su procedencia de Mendoza y Río Negro.
Notas y referencias:
(1) Meses después de nuestra visita. Pude saber, por fin, cómo hizo Tonino ese vino dulzón y fiestero. Según me comentó Rubén (en un correo-e del 16 de abril de 2017): "Tonino le pone un gramo de ácido salicílico, por litro, eso para cortarle la fermentación y no se haga vinagre; edulcorante para quitarle la acidez y licor para subirle el alcohol."
Mario, querido, esta vez te superaste, en lo anecdótico y en los conocimientos de pequeños detalles interesantes y fructíferos para el lector de estas crónicas tan jugosas. Al respecto creo que llegó la hora de juntarlas y mandarlas a un libro, tal vez con algunas separatas de colaboradores con algo que sirva y esté al nivel. Felicitaciones, Abrazo.
ResponderEliminarGracias, Mario, por tus comentarios halagüeños.
EliminarLa idea de uno o varios libros, con las características que sugerís, la tengo muy presente. Pero, por el momento, carezco de medios para impulsarla.