sábado, 14 de octubre de 2017

Periodistas historiadores

I Nota inicial, el porqué de una necesidad
El libro de Daniel Balmaceda sobre la cocina en la historia argentina me incitó a realizar varios análisis sobre su contenido. (1) En estas notas quiero anticiparme a la exposición de esos análisis y concentrarme en una cuestión preliminar que quiero poner a consideración de los lectores, el vínculo entre los periodistas y la historiografía.


En oposición a lo que deben pensar algunos de mis colegas, voy a rescatar la vocación de muchos periodistas por la investigación histórica. Lo hago porque detesto las defensas corporativas de los desarrollos profesionales, en las que muchos facultativos, algunos de ellos periodistas, son especialistas. No hago, sin embargo, mi defensa de los periodistas puestos a historiadores sin protestar que, en el desarrollo de esa vocación, se cuiden de respetar los principios elementales del arte.
¿Hay alguna razón para este último reclamo? Sí. En tren de escribir sobre la historia de un algo, quien lo hace no sólo debe garantizar que está diciendo la verdad de sus hallazgos, sino también que esa verdad esté anclada en el tiempo y basada en fuentes auténticas.
Adicionalmente esas fuentes deben estar expuestas de un modo que alguien pueda retomar el hilo de la investigación para iluminar áreas que aún quedan oscuras. Es que, desde hace mucho tiempo, vengo pensando que la producción del conocimiento historiográfico sólo puede desarrollarse desde un empeño colectivo. El volumen de información que es necesario escrutar es tal que los caminos individuales terminan siendo estériles.
Centrándome en los periodistas y la historia de la cocina argentina, debo decir que no es la primera vez que me ocurre enfrentarme con la dificultad que percibo en estos profesionales para manejar estas humildes reglas en que el saber historiográfico debe basarse. Me pasó también con los libros de Víctor Ego Ducrot y Dereck Foster. (2) (3) Tal es así que llegué a concebir la idea de que, frente al fenómeno de periodistas que ejercen la crítica y la historiografía gastronómica, es hora de pensar que tengan, en su formación, un pequeño entrenamiento en la preceptiva que rige el arte de los historiadores. De lo contrario corren el riesgo de des-historiar lo histórico.
Quien pretenda hacer la historia de un algo debe tener en cuenta que está tratando con hechos humanos que ocurrieron en el pasado. En ese sentido, tendrá que cuidarse de dos cosas: del adecuado anclaje en coordenadas de tiempo y espacio de los hechos que historia y del andamiaje de fuentes en que basa la reconstrucción de uno hechos que ya no existen y a los que sólo se podrá acceder a través de ellas.
II Historiadores, periodista, evitar la defensa de posiciones corporativa
Me he formado como historiador en la Universidad de Buenos Aires y, después de un primer intento retrógrado, dejé de pensar que sólo los historiadores debían escribir de historia. Pronto abandoné la visión corporativa que tienen muchas profesiones. Expongo mis razones.
En primer lugar, digo que la Historia, siendo la Cenicienta de las ciencias sociales, se encuentra vinculada con la más vital y auténtica necesidad humana, el reencuentro con el relato que nos hace saber y sentir quiénes somos. Es muy frecuente que los libros de ciencias duras, especialmente los manuales, contengan un capítulo que versa sobre la historia de la disciplina que vamos a enfrentar en el curso de las siguientes páginas. Que estos capítulos sean malos, generalmente lo son, no nos impide ver que se justifican en la necesidad humana de saber cómo las cosas llegan a ser los que son en el presente que vivimos.
Los historiadores solos no podríamos componer de mejor modo estos capítulos debido a que desconocemos hasta lo elemental del objeto de marras. La solución reside en que debiera imponerse una vocación cooperativa sobre las bases de la formación profesional específica de cada uno.
Pero, hubo otra razón que me llevó a abandonar el prejuicio. Precisamente una razón histórica. Yo me formé en la Facultad de Filosofía y Letras casi con la primera camada de historiadores profesionales. Casi todos los maestros de mis maestros habían sido médicos o abogados.
De modo que un prejuicio corporativo queda descartado en mis opiniones y me creo con derecho de pedir lo mismo a los periodistas que se dediquen a la investigación historiográfica porque ella supone unas características específicas que la diferencian de la investigación periodística.
III Historiadores, periodista, un diferenciación ética
Hace tiempo que vengo meditando por qué ocurre que algunos periodistas, cuando hacen historia des-historian. (4) ¿Qué otra cosa ocurre cuando no podemos establecer de dónde toman lo que dicen, ni lo anclan adecuadamente en coordenadas de tiempo y espacio?
Rápidamente descarté la idea de que se tratara de las imposiciones de un estilo de escritura, específico del periodista, en el que se debe dar prioridad al lector que, generalmente, sólo busca acrecentar su cultura general. No es que este tema esté ausente en la práctica de los periodistas puestos a historiadores; pero es una cuestión referida a la exposición que no puedo considerar como causa principal del fenómeno. De todas maneras, volveré a ello más abajo.
La explicación que más me convence viene por otro lado. Creo que los periodistas descuidan las referencias eruditas por una cuestión ética. Los buenos periodistas siguen dos principios básicos: no mentir y reservar sus fuentes de información. Estas dos reglas fundamentes están íntimamente vinculadas con su oficio. La segunda está relacionada con la necesidad de dar protección al informante, garantía básica para que brinde la información que esperamos de él con la mayor libertad.
Los lectores no tenemos otra opción que aceptar que los textos que leemos producidos por periodista de investigación son veraces. En el pleno ejercicio de estos principios éticos, no tenemos posibilidad de chequear la información que nos brindan. De modo que basamos nuestra fe en la confianza que podemos depositar en su honestidad personal, hecho que hacemos individualmente en cada caso.
Una de las reglas básicas de la historiografía reside, precisamente, en el principio opuesto. Sólo podemos confiar en el historiador si él mismo revela las fuentes de donde ha tomado lo que dice. En la investigación histórica es posible chequear la información que utilizó el historiador.
Es importante que los periodistas, cuando realizan investigaciones históricas, cambien el registro del principio ético y no descuiden el soporte erudito (el sistema de fuentes que utilizan) que sostiene sus hallazgos.
El historiador, además, realiza un análisis de la autenticidad de los textos que consulta y de la veracidad de su contenido. Pero estas acciones no son ajenas a las prácticas periodísticas. Quienes ejercen esta honorable profesión realizan chequeos y re-chequeos permanentes de los datos que reciben de sus fuentes.
IV El estilo de redacción y el soporte erudito
Es en la exposición y la debida utilización del aparato erudito donde se pone en juego la ética de la investigación historiográfica. Pero también es allí donde debemos evitar el aburrimiento que puede provocar un texto cargado de interrupciones. De modo que buscar una conciliación entre exponer el apoyo documental y conservar un estilo que sostenga el interés de aquel lector que sólo busca incrementar su capital cultural, es decir, que no está tan interesado en las tramas de la investigación como en la exposición de los resultados.
No voy a poner como ejemplo lo que hago porque mis textos están cargados de torpezas en el sentido que estoy criticando. Los buenos escritores han desarrollado algunas astucias. Hay tres ejemplos que muestran maestría y quiero someter a la consideración de todos: Jorge Luis Borges, Félix Luna y Miguel Bonasso.
Las citas que Jorge Luis Borges hace en su libro sobre Evaristo Carriego fluyen con naturalidad. Coloca entre paréntesis el apellido, el título de la obra y el número de página. (5) El libro se lee sin tropiezos, pero no se trata de un libro de historia, sino de una crítica literaria a un autor contemporáneo. El modelo es válido, pero si quisiéramos aplicarlo a investigaciones históricas debiéramos agregarle la posibilidad de identificar el año en que fue compuesto el texto citado (v. g., la inclusión de un capítulo de bibliografía en el final de la obra).
Félix Luna escribe Soy Roca como una novela. (6) En ese sentido no debiera requerir, se supone, de ningún sistema de referencias. Sin embargo, tiene un poderoso soporte erudito que se concentra en un capítulo final. Un buen sistema de sub títulos evita que tenga que recurrir a referencias numéricas que suponga tropiezos en la lectura del texto.
Finalmente, en su libro Don Alfredo, Miguel Bonasso toma la información de tres agentes de inteligencia a quienes no nombra por razones de las que ya hemos hablado; pero los designa como Garganta Uno, Garganta Dos y Garganta Tres. (7) Este sistema es el más fluido, pero nos hace perder el sentido de las referencias, empezando por la identidad del autor de las opiniones que recoge. Se trata de una investigación periodística, producida bajo esa ética. En tal caso, si tenemos confianza en que el autor no ha falseado las fuentes que cita, el libro mismo sería una de las fuentes principales para investigaciones futuras. En algunos pasajes del libro del citado, Dereck Foster cuenta experiencias personales que se transforman en testimonios iniciales para futuras investigaciones.
En el caso de Balmaceda, como expongo en la reseña de su obra, sabemos buena parte de las fuentes que consultó porque concluye con una profusa bibliografía, pero hay dos cuestiones en las que falla: ha consultado textos que no figuran en la lista y no hay manera de vincular todo lo que dice con ese listado. Ducrot se comporta de modo parecido, pero su capítulo de bibliografía es mucho más estrecho.
En síntesis, los buenos libros de historia no son los que están cargados de referencia que producen interrupciones en la lectura, pero tampoco son buenos aquéllos que no nos dan una idea clara de las fuentes en que abrevó el autor. El tema es crucial porque un trabajo realizado con enjundia puede ser reputado como mediocre por el lector crítico.
Notas y referencias:
(1) 2016, Balmaceda, Daniel, La comida en la historia argentina, Buenos Aires, Sudamericana.
(2) 1998, Ducrot, Víctor Ego, Los sabores de la patria, Buenos Aires, Grupo Editorial Norma. 2008, 2° edición corregida y aumentada.
(3) 2001, Foster, Dereck, El gaucho gourmet, Buenos Aires, Emecé.
(4) Los encontramos, incluso, entre los mejor intencionados y los que exponen, mejor dicho expondrían los mejores resultados.
(5) 1930-1955, Borges, Jorge Luis, Evaristo Carriego, Buenos Aires, Emecé Editores, 5º edición, 1969.
(6) 1989, Luna, Félix, Soy Roca, Buenos Aires, Sudamericana, vigésimo quinta edición, 1997.
(7) 1999, Bonasso, Miguel, Don Alfredo, Buenos Aires, Planeta.


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