I Nota inicial, el porqué de una
necesidad
El libro de
Daniel Balmaceda sobre la cocina en la historia argentina me incitó a realizar
varios análisis sobre su contenido. (1) En estas notas quiero anticiparme a la
exposición de esos análisis y concentrarme en una cuestión preliminar que
quiero poner a consideración de los lectores, el vínculo entre los periodistas
y la historiografía.
En oposición a
lo que deben pensar algunos de mis colegas, voy a rescatar la vocación de
muchos periodistas por la investigación histórica. Lo hago porque detesto las
defensas corporativas de los desarrollos profesionales, en las que muchos
facultativos, algunos de ellos periodistas, son especialistas. No hago, sin
embargo, mi defensa de los periodistas puestos a historiadores sin protestar
que, en el desarrollo de esa vocación, se cuiden de respetar los principios
elementales del arte.
¿Hay alguna
razón para este último reclamo? Sí. En tren de escribir sobre la historia de un
algo, quien lo hace no sólo debe garantizar que está diciendo la verdad de sus
hallazgos, sino también que esa verdad esté anclada en el tiempo y basada en
fuentes auténticas.
Adicionalmente
esas fuentes deben estar expuestas de un modo que alguien pueda retomar el hilo
de la investigación para iluminar áreas que aún quedan oscuras. Es que, desde
hace mucho tiempo, vengo pensando que la producción del conocimiento
historiográfico sólo puede desarrollarse desde un empeño colectivo. El volumen
de información que es necesario escrutar es tal que los caminos individuales
terminan siendo estériles.
Centrándome
en los periodistas y la historia de la cocina argentina, debo decir que no es
la primera vez que me ocurre enfrentarme con la dificultad que percibo en estos
profesionales para manejar estas humildes reglas en que el saber
historiográfico debe basarse. Me pasó también con los libros de Víctor Ego
Ducrot y Dereck Foster. (2) (3) Tal es así que llegué a concebir la idea de
que, frente al fenómeno de periodistas que ejercen la crítica y la
historiografía gastronómica, es hora de pensar que tengan, en su formación, un
pequeño entrenamiento en la preceptiva que rige el arte de los historiadores.
De lo contrario corren el riesgo de des-historiar lo histórico.
Quien pretenda
hacer la historia de un algo debe tener en cuenta que está tratando con hechos
humanos que ocurrieron en el pasado. En ese sentido, tendrá que cuidarse de dos
cosas: del adecuado anclaje en coordenadas de tiempo y espacio de los hechos
que historia y del andamiaje de fuentes en que basa la reconstrucción de uno
hechos que ya no existen y a los que sólo se podrá acceder a través de ellas.
II Historiadores, periodista, evitar la
defensa de posiciones corporativa
Me
he formado como historiador en la Universidad de Buenos Aires y, después de un
primer intento retrógrado, dejé de pensar que sólo los historiadores debían
escribir de historia. Pronto abandoné la visión corporativa que tienen muchas
profesiones. Expongo mis razones.
En
primer lugar, digo que la Historia, siendo la Cenicienta de las ciencias
sociales, se encuentra vinculada con la más vital y auténtica necesidad humana,
el reencuentro con el relato que nos hace saber y sentir quiénes somos. Es muy
frecuente que los libros de ciencias duras, especialmente los manuales,
contengan un capítulo que versa sobre la historia de la disciplina que vamos a
enfrentar en el curso de las siguientes páginas. Que estos capítulos sean
malos, generalmente lo son, no nos impide ver que se justifican en la necesidad
humana de saber cómo las cosas llegan a ser los que son en el presente que
vivimos.
Los
historiadores solos no podríamos componer de mejor modo estos capítulos debido
a que desconocemos hasta lo elemental del objeto de marras. La solución reside
en que debiera imponerse una vocación cooperativa sobre las bases de la
formación profesional específica de cada uno.
Pero,
hubo otra razón que me llevó a abandonar el prejuicio. Precisamente una razón
histórica. Yo me formé en la Facultad de Filosofía y Letras casi con la primera
camada de historiadores profesionales. Casi todos los maestros de mis maestros
habían sido médicos o abogados.
De
modo que un prejuicio corporativo queda descartado en mis opiniones y me creo
con derecho de pedir lo mismo a los periodistas que se dediquen a la
investigación historiográfica porque ella supone unas características específicas
que la diferencian de la investigación periodística.
III Historiadores, periodista, un
diferenciación ética
Hace
tiempo que vengo meditando por qué ocurre que algunos periodistas, cuando hacen
historia des-historian. (4) ¿Qué otra cosa ocurre cuando no podemos establecer
de dónde toman lo que dicen, ni lo anclan adecuadamente en coordenadas de
tiempo y espacio?
Rápidamente
descarté la idea de que se tratara de las imposiciones de un estilo de
escritura, específico del periodista, en el que se debe dar prioridad al lector
que, generalmente, sólo busca acrecentar su cultura general. No es que este tema
esté ausente en la práctica de los periodistas puestos a historiadores; pero es
una cuestión referida a la exposición que no puedo considerar como causa
principal del fenómeno. De todas maneras, volveré a ello más abajo.
La explicación
que más me convence viene por otro lado. Creo que los periodistas descuidan las
referencias eruditas por una cuestión ética. Los buenos periodistas siguen dos
principios básicos: no mentir y reservar sus fuentes de información. Estas dos
reglas fundamentes están íntimamente vinculadas con su oficio. La segunda está
relacionada con la necesidad de dar protección al informante, garantía básica
para que brinde la información que esperamos de él con la mayor libertad.
Los
lectores no tenemos otra opción que aceptar que los textos que leemos
producidos por periodista de investigación son veraces. En el pleno ejercicio
de estos principios éticos, no tenemos posibilidad de chequear la información
que nos brindan. De modo que basamos nuestra fe en la confianza que podemos
depositar en su honestidad personal, hecho que hacemos individualmente en cada
caso.
Una de las reglas básicas de la historiografía reside,
precisamente, en el principio opuesto. Sólo podemos confiar en el historiador
si él mismo revela las fuentes de donde ha tomado lo que dice. En la
investigación histórica es posible chequear la información que utilizó el
historiador.
Es importante
que los periodistas, cuando realizan investigaciones históricas, cambien el
registro del principio ético y no descuiden el soporte erudito (el sistema de
fuentes que utilizan) que sostiene sus hallazgos.
El
historiador, además, realiza un análisis de la autenticidad de los textos que
consulta y de la veracidad de su contenido. Pero estas acciones no son ajenas a
las prácticas periodísticas. Quienes ejercen esta honorable profesión realizan
chequeos y re-chequeos permanentes de los datos que reciben de sus fuentes.
IV
El estilo de redacción y el soporte erudito
Es
en la exposición y la debida utilización del aparato erudito donde se pone en
juego la ética de la investigación historiográfica. Pero también es allí donde
debemos evitar el aburrimiento que puede provocar un texto cargado de
interrupciones. De modo que buscar una conciliación entre exponer el apoyo
documental y conservar un estilo que sostenga el interés de aquel lector que
sólo busca incrementar su capital cultural, es decir, que no está tan interesado
en las tramas de la investigación como en la exposición de los resultados.
No
voy a poner como ejemplo lo que hago porque mis textos están cargados de
torpezas en el sentido que estoy criticando. Los buenos escritores han
desarrollado algunas astucias. Hay tres ejemplos que muestran maestría y quiero
someter a la consideración de todos: Jorge Luis Borges, Félix Luna y Miguel
Bonasso.
Las
citas que Jorge Luis Borges hace en su libro sobre Evaristo Carriego fluyen con
naturalidad. Coloca entre paréntesis el apellido, el título de la obra y el
número de página. (5) El libro se lee sin tropiezos, pero no se trata de un
libro de historia, sino de una crítica literaria a un autor contemporáneo. El
modelo es válido, pero si quisiéramos aplicarlo a investigaciones históricas
debiéramos agregarle la posibilidad de identificar el año en que fue compuesto
el texto citado (v. g., la inclusión de un capítulo de bibliografía en el final
de la obra).
Félix
Luna escribe Soy Roca como una
novela. (6) En ese sentido no debiera requerir, se supone, de ningún sistema de
referencias. Sin embargo, tiene un poderoso soporte erudito que se concentra en
un capítulo final. Un buen sistema de sub títulos evita que tenga que recurrir a
referencias numéricas que suponga tropiezos en la lectura del texto.
Finalmente,
en su libro Don Alfredo, Miguel
Bonasso toma la información de tres agentes de inteligencia a quienes no nombra
por razones de las que ya hemos hablado; pero los designa como Garganta Uno,
Garganta Dos y Garganta Tres. (7) Este sistema es el más fluido, pero nos hace
perder el sentido de las referencias, empezando por la identidad del autor de
las opiniones que recoge. Se trata de una investigación periodística, producida
bajo esa ética. En tal caso, si tenemos confianza en que el autor no ha
falseado las fuentes que cita, el libro mismo sería una de las fuentes
principales para investigaciones futuras. En algunos pasajes del libro del
citado, Dereck Foster cuenta experiencias personales que se transforman en
testimonios iniciales para futuras investigaciones.
En el caso de Balmaceda, como expongo en la reseña de su obra, sabemos
buena parte de las fuentes que consultó porque concluye con una profusa
bibliografía, pero hay dos cuestiones en las que falla: ha consultado textos
que no figuran en la lista y no hay manera de vincular todo lo que dice con ese
listado. Ducrot se comporta de modo parecido, pero su capítulo de bibliografía
es mucho más estrecho.
En síntesis, los buenos libros de historia no son los que están
cargados de referencia que producen interrupciones en la lectura, pero tampoco
son buenos aquéllos que no nos dan una idea clara de las fuentes en que abrevó
el autor. El tema es crucial porque un trabajo realizado con enjundia puede ser
reputado como mediocre por el lector crítico.
Notas y referencias:
(1) 2016, Balmaceda, Daniel, La comida en la historia argentina,
Buenos Aires, Sudamericana.
(2) 1998, Ducrot, Víctor Ego, Los sabores
de la patria, Buenos Aires, Grupo Editorial Norma. 2008, 2° edición
corregida y aumentada.
(3) 2001, Foster, Dereck, El gaucho gourmet,
Buenos Aires, Emecé.
(4)
Los encontramos, incluso, entre los mejor intencionados y los que exponen,
mejor dicho expondrían los mejores resultados.
(5) 1930-1955,
Borges, Jorge Luis, Evaristo Carriego, Buenos Aires, Emecé Editores, 5º
edición, 1969.
(6) 1989,
Luna, Félix, Soy Roca, Buenos Aires,
Sudamericana, vigésimo quinta edición, 1997.
(7) 1999,
Bonasso, Miguel, Don Alfredo, Buenos
Aires, Planeta.
esclarecedor artículo, felicitaciones, has puesto las cosas en su lugar...
ResponderEliminarGracias, Héctor, por tus comentarios.
EliminarMuy buena tu reflexión. Coincido totalmente
ResponderEliminarGracias, querida amiga, por tus comentarios.
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