1° de abril de 2017
Nota previa: En unas breves vacaciones
por el Valle Calchaquí, programamos una excursión a un sitio arqueológico de notables
características. Casi todos los asistentes poseemos títulos o cursamos estudios
universitarios. Lo que ocurrió me obliga a escribir esta crónica en registro
ficcional, debido a lo difícil que resulta conciliar las explicaciones que nos
dimos con nuestra formación científica.
Buena parte de
la crítica literaria ha esbozado una hipótesis sobre el origen del realismo
mágico. Sostienen algunos pensadores que el movimiento literario que ha
producido, produce y, seguramente, continuará produciendo textos que pueden
clasificarse bajo esa denominación no configuran precisamente una corriente
literaria, sino una especie de prolongación hablada del espíritu de la tierra
americana que se devora todo lo que recibe y lo devuelve transfigurado.
Las imágenes pertenecen al autor
Los adversarios
de esa mirada piensan que la hipótesis es inconsistente con las evidencias y
que el realismo mágico es un invento genial de un novelista colombiano que
otros autores del continente siguieron con gran suceso editorial.
Los primeros
ponen en duda este descrédito, poniendo en evidencia la presencia de atisbos de
este modo de escribir americano en autores como Domingo F. Sarmiento, Lucio V. Masilla
y José Hernández, todos ellos muertos antes de que Gabriel García Márquez
naciera… y también de otros, como Jorge Luis Borges, que habló de ese modo a
partir de unos cuchillos que apenas destellaban al ser desenvainados bajo la
tenue luz de un farol, ya en una época en la que el célebre colombiano aún no era
si quiera una joven promesa.
Dejando
de lado estas disputas teóricas de pensadores porteños, me dedicaré a informar
lo que sucedió en una soleada mañana de abril, entre viñas y pimentales, en el
Valle Calchaquí Norte.
I Preparativos
Hicimos
un viaje de descanso con un grupo de amigos (Wences Cabral, Azucena Clara
Boedo, Keith Stone, mi mujer Inés y yo) a la bella localidad de Payogasta, en
la Provincia de Salta. Habíamos programado con Soledad Fernández, mi amiga
antropóloga de Salta, hacer una excursión al sitio arqueológico Potrero de
Payogasta, a poco más 30 km de donde estábamos alojados.
El
sitio consiste en una serie de construcciones que constituyen los restos de un
centro administrativo del Tihuantisuyu (“Las cuatro provincias del sol” nombre
que los Incas daban a su imperio). No lejos de allí se encuentran otros sitios con los restos de los asentamientos
que habitaban los que laboraban las laderas de los cerros y tributaban al Inca,
desde algunos años antes de la llegada de los españoles a la región en el siglo
XVI.
El
sitio que íbamos a recorrer formaba parte de uno de los nudos más importantes
del Qhapaq Ñan (el “camino principal”, es decir, la red de vías de comunicación
que los Incas usaban para trasladar información, mercaderías y ejércitos) en el
actual territorio argentino. Soledad ha trabajado en programas de investigación
sobre el desarrollo de los caminos del indio prehispánicos (Camino del Inca) en
la provincia de Salta y yo estaba ansioso de conocer este sitio (en todo
historiador hay un arqueólogo escondido y un etnólogo en potencia).
En
la noche de fogones, en Sala Payogasta (bello hotel en el que nos alojábamos),
Soledad nos informó que, según los vecinos del lugar, el camino estaba bien.
Cuando vi que su rostro expresaba sorpresa, inquirí la razón. Entonces expuso
una profusa descripción del lugar. El camino llega hasta el pueblo y luego hay
que seguir por la quebrada, es decir, por la huella que se forma sobre el lecho
del río, unos cinco kilómetros más. Luego de pasar dos puestos, se accede al
sitio a través de una senda presidida por un pequeño monte de sauces. En la
estación de lluvias, la huella se desdibuja y esos cinco kilómetros no siempre
están transitables en vehículo hay que andarlos a pie… y este año las lluvias
se prolongaron demasiado, por lo que en el último tramo antes del sitio, la
huella se encontraba cortada.
Decidimos
que iríamos de todas maneras y llegaríamos hasta dónde pudiéramos. Sobre todo
porque se habían anotado en la expedición Mariela, la hija de Soledad, su yerno
Juan y su pequeño nieto Gastón de 4 años. También nos acompañaría el hermano de
Soledad, el afamado bodeguero mendocino Sebastián Fernández al que todos sus
amigos llaman El Cano desde su temprana adolescencia.
II Una luz en el camino
Los auténticos
viajeros suelen estar más preocupados por andar que por llegar. Contrariamente
a ese hábito, nosotros íbamos con un propósito definido… y, sin embargo, algo
nos detuvo antes de la mitad, habremos andado unos 10
km desde Payogasta.
Las dos chatas
marchaban en caravana abandonando el Valle Calchaquí por un camino local que,
alejándose de la Ruta 40, se internaba en la quebrada del Río Potreros. El
paisaje relumbraba bajo el sol radiante del mediodía que dominaba la escena a
través del aire diáfano. Luego de serpear algunas estribaciones, el camino se
abre en una pampa bastante amplia por dónde los ríos transcurren mansamente,
cuando llevan agua, claro está. Más allá, como a dos leguas, más que verse se
intuyen los edificios de las grandes fincas vitícolas desplegadas en la
quebrada del Río Blanco.
De pronto, la
primera camioneta se detiene y sus ocupantes se bajan. Nosotros que venimos
atrás, hacemos lo propio. Sin saber qué pasa vemos como El Cano haciendo señas
con las manos logra que dirijamos la mirada a las primeras estribaciones de las
serranías que ponen límite a la quebrada del Río Blanco por el Este.
Una
luz tan intensa, casi enceguecedora, nos atraía como un faro paralizante.
Aturdidos por la incomprensión, tomamos todas las fotografías que pudimos con
nuestros teléfonos y cámaras. Maravillados por lo inesperado, hicimos que la
intensidad de la luz impactara sobre las lentes de acercamiento que nuestros
dispositivos disponían. No sabemos si las imágenes que obtuvimos revelan una
realidad que no alcanzábamos a ver o simplemente exponen las deformidades que las
capacidades ópticas disponibles permitían registrar.
Lo cierto es que
allí estuvimos detenidos, apartados de perseguir nuestro propósito, por algo
más de quince minutos. Soledad fue la única que dio una explicación. Debe ser
el reflejo de la luz sobre una pantalla solar de generación de electricidad.
Todos descaramos la idea, empezando por ella misma. La luz era tan intensa y
estable que no permitía admitir la hipótesis de que se tratara de un reflejo. Aunque estaba en el cerro (no en el cielo), en un sitio donde ya
no hay establecimientos ni actividades humanas; nunca supimos si la fuente de luz
estaba suspendida, como vieron algunos, o apoyada, como vieron otros.
Para sacudirme
el aturdimiento dije, seguro que es una instalación de James Turrell encargad pos el suizo. Pero
la broma no alcanzó para apartarnos de la atracción hipnótica que la luz
ejercía sobre nosotros. Nos quedamos un rato largo esperando que algo
sucediera… y sucedió.
La luz se fue
apagando lentamente como si alguien manipulara un gigantesco dimmer o como si se
tratara de un conjunto de reflectores que se iban apagando de a uno.
De pronto
sentimos que la luz nos liberaba de su atracción. Podíamos seguir nuestro
viaje, pero aún tuvimos un par de minutos más de indecisión. Un gigantesco
aguilucho volaba en círculos por encima nuestro como si atisbara la presencia
de una presa inexistente, o como si advirtiera nuestro desconcierto.
Esta vez, seguir
nuestro camino fue una decisión colectiva que logramos no sin cierto esfuerzo
de voluntad.
III Llegada demorada
Llegados
al caserío de Potreros de Payogasta, Soledad quiso hacer la última constatación
sobre el estado de camino. Nada supieron decirle con certeza. En el pueblo,
tienen mayor vocación por tender la mirada dirigida a Cachi antes que hacia los
pocos puestos que se desparraman río arriba. Sin embargo, nadie tenía noticias
acerca de que los puesteros tuvieran dificultad para salir. De modo que
entendimos que el camino estaba bien.
Explicaré
un poco qué es ese camino, o mejor dicho, qué son los caminos. En temporadas de lluvia el torrente se acrecienta, cambia y
borra huellas, en el lecho de su cauce.
Fuera de ella, sólo discurre por un estrecho talweg que, en ciertas ocasiones, debe ser
canalizado como una acequia para aprovechar el agua. Cuando las lluvias acaban
hay que reconstruir los caminos que enlazan los puestos con el pueblo. Esta
huella es recorrida a pie y a caballo por los puesteros y vecinos que aguas
arriba y en las serranías de Capillas bajan para vender sus productos o hacer
compras en Payogasta y Cachi. El acceso
vehícular es limitado.
Cuando hace poco que la temporada húmeda ha pasado, todavía la red de huellas que
permiten el acceso de vehículos no ha sido reconstruida.
La
entrada al sitio arqueológico está después del segundo puesto por el camino más
profundo de la red. Según nos informa Soledad, allí hay un monte de sauces,
sobre la margen derecha del río, y, 500 metros después, se encuentra la
entrada. El problema suele ser que la red de caminos no se reconstruye siempre
con el mismo diseño. De modo que había que seguir hasta dónde los automóviles
pudieran y terminar la andadura pie. Soledad recuerda que, en algunos casos, hay
que andar a pie los cinco kilómetros que separan el pueblo del sitio.
Emprendimos
la marcha con los dos camiones. Varias veces elegimos bifurcaciones equivocadas
y tuvimos que retroceder, como si de corsi e ricosi se tratara y nuestra
andadura no fuera un viaje placentero, sino una costosa metáfora de la historia
y de lo humano.
Llegamos
al final de la huella más profunda y no alcanzamos a ver el saucedal que
señalaba el ingreso al lugar deseado.
Soledad,
acompañada por su hija Mariela y por quien esto informa realizó algunas
exploraciones a pie, sin encontrar nada, a pesar de que cruzamos el hilo de
agua, a esa altura la ya mencionada acequia, hacia su banda derecha.
Entonces
pensamos que la entrada debía estar en una bifurcación anterior, cuyo acceso
vehicular aún no había sido abierto. Dejamos los coches y nos internamos a pie
por un sendero que sólo habían transitado caballos. Luego de un kilómetro y
algo más, subimos a una pequeña lomada. Desde allí vimos una mancha verde
intensa hacia como a media legua hacia el oeste, ubicada antes de llegar al
cordón de cerros que nos separaban de la Ruta 40. Hacia el norte había unas
lomadas algo más altas.
Los
peregrinos decidieron ascender a la colina que se elevaba a la derecha y desde
allí buscar la identidad del paisaje, es decir, encontrar un sentido en lo que
estábamos viendo.
Nos
reunimos desalentados y ya con ganas de regresar. Por alguna razón, dijo
Soledad, el sitio nos está negando el acceso. Volví a quedarme sorprendido por
las explicaciones animistas de mi amiga antropóloga. Mariela y su marido pidieron
al grupo que, si íbamos a regresar, los dejásemos subir por lo menos a esa loma
que estaba al norte de nuestra ubicación, sólo para hacer un último intento de búsqueda.
Decidí acompañarlos por lo menos hasta la mitad de la trepada para ver si se
veía con mejor perspectiva la mancha verde del oeste que Soledad ya había
descartado.
Mientras
subíamos, advertimos la existencia de pequeños fragmentos de cerámica. Recordamos
entonces lo que nos había indicado Soledad: “No toquen nada, ni levanten ningún
objeto o resto de él que puedan encontrar. Cada piedra, cada fragmento de
cerámica es un texto en un contexto, si sacan algo de su contexto, deja de
hablarnos y de decirnos algo acerca del conjunto.” Con estas advertencias
previas, nos limitamos a fotografiar esos pequeños restos que hablaban allí desde
un pasado remoto. Finalmente, hice mi verificación sobre el paisaje y, desalentado
por lo que vi, o mejor dicho, por lo que no vi, comencé mi descenso.
En
eso estábamos, cuando sucedieron algunas cosas con vértigo sorprendente. Sólo
fueron unos segundos, a mis comentarios sobre el hallazgo de la cerámica,
siguió una afirmación de Soledad, obvia para ella, incomprensible hasta ese
momento para mí: “estamos en el sitio”, y al instante la imagen de Mariela y Juan
gritando y haciendo señas desde la loma. Mariela había estado allí a los 9 años
y, a pesar de que ya habían pasado casi veinte, sabía qué era lo que buscaba y había
encontrado, la kallanca.
IV Recorrido sorprendente
No
sé qué les pasa los demás, pero el recorrido de un sitio arqueológico me
conmueve tanto como ingresar en una catedral gótica. No deja de sorprenderme
cada detalle, no deja de bullir en mente la imágenes de cómo habría sido la
vida en ese lugar. Los historiadores construimos una relato con la imaginación
y luego buscamos que los restos del pasado lo confirmen o no. Lo cierto es que esta
sensación la tuve en el 2014, cuando recorrimos los restos de la ciudad cacana
de Fuerte Quemado en Santa María de Yocavil, Catamarca. También me pasó en 2015
en el Foro Romano y en la ciudad celtíbera de Contrebia Leucade, en La Rioja
española.
Ahora
estaba frente a una sede administrativa y ceremonial del Tihuantisuyu. Un sitio
que quería conocer desde que me enteré de su existencia en 2014. No sabía cómo
agradecerle a Soledad, no me salían las palabras. Pero Soledad estaba,
literalmente hablando, en otra cosa. Se preguntaba qué mensaje se escondía
detrás de esa dificultad que tuvimos para encontrar el sitio. Pensó, por
ejemplo, en algo que se parecía a un desafío iniciático, el sitió nos exigió
una serie de pruebas para ser digno de él. En ese momento, los comentarios de
Soledad volvieron a me parecerme de escasa ponderación científica.
Andando
entre las ruinas, Soledad nos mostró cada construcción. La habitación del
curaca, responsable administrativo del Inca en la región; los recintos
circulares (kollkas) que funcionaban como almacenes;
los sitios rituales y, entre ellos, la kallanca (una pared de casi 7 metros de
altura que era el resto supérstite de un gran templo). En el sitio vivían los
dirigentes incaicos. Nos cuenta que, a poco de allí, trepando la cordillera
hacia noroeste hay un otro sitio con almacenes y, desde allí, se puede
transitar por una senda que forma parte del Qhapaq Ñam y comunica a través del
cordón montañoso con el Valle Calchaquí, donde hay otros depósitos de
mercadería.
Sobre
las laderas orientales que estaban al alcance de nuestra vista, habían estado
las áreas de cultivo. Más hacia el sur, cerca del pueblo, hay otro sitio más
antiguo donde vivían los diaguitas que cultivaban la tierra y llevaban sus
productos a los almacenes en pago de los tributos que debían a los dominadores
incaicos.
Estábamos
felices. Wences disfrutaba la andadura con la euforia de un descubridor,
Azucena y Keith recorrían con curiosidad y percepción de entomólogos cada
detalle, Inés buscaba los mejores lugares, las mejores imágenes, con idéntica
fruición. Yo trataba de absorber lo que cada piedra decía a cada inquietud de
mi imaginación, recordando lo que había aprendido hacía unos minutos, cada una
de ellas era un texto que sólo se podía leer en el contexto del conjunto. Hasta
El Cano, acostumbrado a las andaduras por los senderos cordilleranos en el
Valle de Uco, estaba deslumbrado con lo que veíamos.
La
historia me parecía bastante clara, pero me faltaban las precisiones
arqueológicas. En ese sentido, Soledad dio una explicación de cuáles son las
intervenciones permitidas por las buenas prácticas y cuáles no (sólo limpiar
los recintos y reconstruir las paredes con las piedras obtenidas de la
limpieza). En ese momento sentí que las cosas entraban nuevamente en el terreno
iluminado por la clara racionalidad de la ciencia positiva de Occidente… pero,
Soledad volvió a sorprenderme.
Nos invitó a
sentarnos frente a la kallanca y, en silencio, conectarnos con la madre tierra
y los dioses en los que creyéramos. Para ella, en ese ritual, daba lo mismo que
fuera Yavé o el mismo Inti. A muchos de nosotros, criados en hábitos urbanos y
formaciones científicas racionales, nos costó mucho concentrarnos en el
silencio con lo sagrado.
V Luces y sombras del pasado
Estuve varios
días pensando en todo lo que había visto y aprendido; en la posibilidad de
reconstruir la historia y, dogmáticamente hablando, también la prehistoria del lugar. Pensé en el
desarrollo de una cultura sojuzgada por la fuerza de los ejércitos imperiales. Pensé
en el drama de la invasión y de la imposición de idioma quechua… y, luego, los
dramas y tragedias que siguieron cuando los europeos llegaron al lugar con sus
propias tenciones y contradicciones como aquellas que había entre su avaricia y
ambición de poder con su fanatismo religioso que, a pesar de muchos esfuerzos,
no logró detener la conquista despiadada que sucedió a otra conquista
despiadada y la imposición de un nuevo idioma imperial, el castellano.
Unos días
después de nuestro regreso a las ciudades en que vivimos, Soledad envió una
imagen con información adicional. Ubicó en un mapa el sitio en dónde la luz que
nos detuvo a mitad de camino, supuestamente estaba posada o suspendida. La
ubicación estaba rodeada de una gran cantidad de sitios arqueológicos que daban
testimonio de la cultura diaguita y de la dominación de los Incas que había
llevado sus ejércitos hasta esos valles siguiendo la luz del sol.
Recibí el mapa
casi como una revelación. Todas las cosas extrañas al pensamiento científico
que Soledad había proferido en esa jornada empezaron a cobrar nuevo sentido en
mi mente. Debo confesar que, en ese momento, me arrepentí de lo groseramente
desubicado que fue mi chiste sobre la intervención de James Turrell…
¿Por qué esa luz
provenía de un área que tuvo intensa actividad humana hace 500 años?
¿…Y, si
realmente hicimos un viaje iniciático… y, si esa luz intensa, ese aguilucho que
rondaba y nuestra dificultad para encontrar la huella principal que nos llevara
directamente al saucedal hubiesen sido las pruebas que debimos superar para merecernos
el sitio, para alcanzar en él algún sentido trascendente, aunque éste sólo se jugara
en el estricto ámbito de la pura condición humana?
¿Qué nos ha
querido decir, qué secreto habrá querido revelar Potrero de Payogasta sobre ese
grupo de almas urbanas que lo contemplaron?
hermoso relato...
ResponderEliminar"There are more things in heaven and earth, Horatio, than are dreamt of in your philosophy."
"Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía."
Hamlet, escena V del primer acto
William Shakespeare. primera edición probable entre 1599 y 1601
abrazo
Gracias, Héctor, por tu comentario.
EliminarCiertamente, "there are more things"
Apasionante descripción de lo indescriptible.
ResponderEliminarLa intriga es tal que siento excitación con la promesa de descubrir el mensaje de los antepasados.
Amerita insistir con la exploración del lugar y el contacto profundo con su historia.
Se debería ejercitar la escucha de los silencios porque allí es cuando nos llega la Verdad.
Creo que ya tengo algo para hacer en el futuro . . .
Gracias, Oscar, por tus comentarios.
EliminarComparto expresamente la idea de escuchar los silencios.
Como este es un blog de cocina, te recomiendo leer, si aún no lo hiciste aún, la primeras novela de Andrea Camilleri. En ellas, el comisario Montavano comía en una pequeña trattoría. Su dueño, el señor Caloggero recomendaba comer en silencio.
Los sibaritas piensan que ese silencio es necesario para disfrutar de los placeres sensuales que despierta una comida bien hecha con productos nobles.
Seguro que es así, pero creo también que ese silencio permite la conciencia de que en ese acto nos estamos alimentando.
¡¡¡ PEQUEÑA DISYUNTIVA !!!
EliminarNosotros, como buenos hijos de inmigrantes, tenemos la comida como punto de reunión para compartir nuestras realidades y esperanzas. No me imagino una comida que nos reúna en silencio.
Por otra parte, me parece sumamente razonable comer en silencio para que los sabores y aromas llenen nuestra vida en el momento sublime de alimentarnos.
¿Cómo se te ocurre que podamos hacer para lograr ambas cosas?
Temo, querido Oscar, no tener una propuesta de solución a esa disyuntiva que no sólo nos acosa a nosotros, los nietos de inmigrantes europeos.
EliminarMe encanta el NOA, la Puna y todo aquello que de testimonio de nuestro pasado. Hace unos 15 años viajamos mi esposa y yo en un Golcito Diesel y llegamos a Payogasta teniendo el propósito de visitar el Potrero. Con indicaciones de la gente nos mandamos, llegamos a una propiedad y consultamos. Un muchacho con una pick up fue nuestro guía, nosotros lo seguíamos con el auto y en parte transitamos por el lecho de piedra de un curso de agua, parecía mentira que podíamos seguir con el autito que parecía caminar sobre las piedras. Arribamos a las ruinas donde el pibe nos brindó información detallada. Nos comentó que había investigadores ingleses que solían llegar a estudiar el lugar. Fue una inolvidable experiencia escuchando al muchacho y al absoluto silencio.
ResponderEliminarGracias, anybetoviajeros, por sus comentarios.
EliminarComo dirían los españoles, Potrero es un lugar acojonante.
Hola. Gracias x el pasionante relato. Estuve allí hace 4 días. Ya había estado en febrero. Esta última vez pude llegar al sitio sin dificultad, siguiendo la huella del lecho del río. No así fue en febrero porque el agua desdibuja el sendero. No tuve la experiencia visual de la luz. Pero si una sonora. Sonidos de tambores se hicieron presentes, sin ningún asentamiento cercano que lo pudiera justificar. De todas maneras no buscamos explicación a los fenómenos. Lo tomamos como parte de la visita. Como una calida bienvenida..saludos y gracias. Marina
ResponderEliminarGracias, Mariana, por tus comentarios.
EliminarNo sólo traen recuerdos de una visita compartida, también agrega otra experiencia inquietante...
Es como si la tierra te atrajera, te mostrara un lugar en dónde podés echar raíces.
Hola. Gracias x el pasionante relato. Estuve allí hace 4 días. Ya había estado en febrero. Esta última vez pude llegar al sitio sin dificultad, siguiendo la huella del lecho del río. No así fue en febrero porque el agua desdibuja el sendero. No tuve la experiencia visual de la luz. Pero si una sonora. Sonidos de tambores se hicieron presentes, sin ningún asentamiento cercano que lo pudiera justificar. De todas maneras no buscamos explicación a los fenómenos. Lo tomamos como parte de la visita. Como una calida bienvenida..saludos y gracias. Marina
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