He buscado, he hurgado en otras
cocinas (tal vez menos que lo que hubiese deseado); tratando de abrir mi cabeza
y mirar con otros ojos lo propio, la cocina que me constituyó. He probado en mis
hornallas muchas fórmulas, tensionando visiones a veces divergentes. Jugué con
las vistas traídas de los viajes, jugué con la compleja trama que articula mi
tradición familiar, las cocinas de la inmigración de otras colectividades y las
resultantes criollas de muchos intercambios. He obtenido platos, pocas veces
promisorios, pero siempre disfrutables.
Esta imagen pertenece a Diego Bianchi, las restantes, al autor
Hace ya diez años que registro
y conservo recetas escritas; hace cinco que reflexiono sobre ellas en El Recopilador de sabores entrañables.
Es un buen momento para hacer la pausa, volver sobre todo ello y recopilar mis
propias recetas, algunas más exitosas que otras, algunas con exceso de
dogmatismo, otras con algún detalle original.
En diciembre de 2011, publiqué
mi primera recopilación. Se trataba de las recetas familiares que recordaba con
mayor intensidad. Los textos fueron agrupados bajo el título de “Aromas y sabores de aquel rincón de Mataderos”. Esta nueva recopilación complementa,
incrementa, corrige y confirma los sentimientos, los registros sensuales y los
valores gastronómicos que allí exponía, no sin dejar huella del paso del tiempo
que me va modificando casi a diario. Este es mi recetario familiar de 2017.
I La confirmación de una identidad
En
oportunidad de aquel primer artículo, dos obsesiones informaban mis búsquedas:
el rescate de los aromas de la infancia y la identificación del remoto origen
de cada preparación. Parecían convergentes, pero la práctica demostró lo
contrario.
Esto ya lo
he contado, pero lo voy a reiterar: estuve mucho tiempo, meses, tal vez años,
buscando esos aromas en el perfeccionamiento de un plato simple y contundente:
el minestrum o menestra de verduras que preparaba mi madre. Creía que era, en
este plato de origen riojano español, en donde podía hallar esos sabores. Probé
y probé y cada fracaso me dolía en el cuerpo. Un día, casi por casualidad,
encontré la llave aromática de la cocina de mi infancia… fue en el momento en
que preparé, por primera vez, bifes a la criolla. De modo que mi hallazgo tuvo
que ver con un plato al que no podía asignarle un origen riojano. Pude descubrir,
entonces, que la identidad de la cocina de mi madre no provenía de una
transmisión unilateral de los saberes de la suya, mi abuela Natividad Ovejas.
También he
relatado otro episodio que voy a reiterar. Mis hermanos me pidieron, en una
ocasión, que hiciera un puchero. Entusiasmado con mis hallazgos históricos y
gastronómicos, encaré una compleja receta de cocido madrileño. No pude evitar que
mi hermano José Luis agregara choclos a la preparación. Tampoco, que ambos se
quejaran por el resultado: a José Luis le pareció que le faltaba zapallo, a
Alejandro que le sobraban garbanzos. De modo que la identidad del puchero que
me pidieron poco tenía que ver con las fórmulas originarias que ensayé ese día.
De ambos
hechos aprendí la clave de mis búsquedas posteriores: la identidad de la cocina
porteña, argentina, pampeana (o como quiera recortarla) de mediados del siglo
XX era el producto de múltiples encuentros, intersecciones e intercambios. Descubrí
entonces que un solo detalle arbitrario, heterodoxo, hasta herético podía hacer
que un plato fuera realmente una creación argentina diferenciada porque ese
detalle era la marca de una apropiación que sumaba una pieza más al acervo
culinario del colectivo social en el que nací.
Desde
entonces me relaje bastante, y busqué que los platos que cocinaba estuvieran
más asociados a mi gusto personal que a un prejuicio dogmático de reconstruir
la ortodoxia de su versión originaria. Sigo recetas, claro está, pero sólo por
el hecho de que temo olvidar algún detalle técnico importante (debo confesar
que soy muy distraído), pero improviso algunas veces buscando la expresión de
un gusto más personal.
En ese
plano, si bien ya no busco cocinar en argentino, debiera entender que lo hago fatalmente
(me gusta tomarme el atrevimiento de parafrasear a Jorge Luis Borges). De modo
que no debiera preocuparme, como a veces lo hacía, por respetar algún detalle
ortodoxo registrado en algún códice fundacional.
La
presente recopilación se basa en los platos que me gusta cocinar a esta altura
del siglo XXI. Como tuve que elegir unos pocos, seleccioné los que mejor me
salen (de todos modos, la lista de mi recetario está casi completa en este
artículo). Provienen de diversos sitios, pero los junto en la mesa que ofrezco
a mis afectos. Los he reunido en pequeños grupos según se trata de aquéllos que
reflejan una identidad personal y familiar relativamente concentrada, aquéllos
que suponen el intento de alguna variación personal o novedosas adquisiciones y
aquéllos a los que me costó entregarme porque los reverenciaba de modo inexplicable,
como si tuvieran el valor simbólico de un tótem.
II La confirmación de una identidad
Desde
luego, sigo practicando recetas de aquella primera recopilación de 2011. En
algunas, las modificaciones que he ido introduciendo deben ser tan irrelevantes
que no puedo identificarlas. Éste es el caso de los bifes a la criolla y
tortilla de papas (ambas publicadas en diciembre de 2011). En el primero, es
probable que me haya dejado seducir por la incorporación de la canela a las
salsas que acompañan carnes, de modo tal que, a veces, no siempre, la agrego. He
tomado esta idea del recetario de la Familia Flores que es de 1891 (artículo
publicado en octubre de 2016). En el segundo, intento a veces freír las papas a
la manera española (tapando la sartén), pero no me hallo demasiado con esa
práctica, y no porque no me guste el resultado.
La mayor
innovación se la llevan las empanadas (publicada en diciembre de 2011), pero no
en la confección del recado. Cansado de la pésima calidad de las tapas para
empandas industriales que se consiguen en los supermercados, he decidido seguir
el laborioso camino de prepararlas por mí mismo. Para ello recurro a la receta que me pasó mi tía Chocha (publicada en mayo de 2012).
Como me
apasiona explorar las cocciones a fuego abierto, sigo haciendo el asado (publicado
en diciembre de 2011) como siempre, aunque me gusta ceder la parrilla a los
hombres de la familia que lo hacen mejor que yo. Lo que he ido incorporando,
mientras alguien hace el asado, son las verduras al rescoldo (artículo nuevo).
Sobre el rescoldo o sobre leña a fuego vivo, la cocina a fuego abierto adquiere
una dimensión de aventura que me atrae sensiblemente. He contado mi experiencia
de cocinar pasta y estofado de aguja (artículo publicado en setiembre de 2016)
en los fogones de Sala de Payogasta (artículo publicado en enero de 2016). En
esa oportunidad, cocinar a fuego abierto fue la mayor satisfacción personal; el
agregado de la canela, la de los comensales.
Si todo
empezó por la menestra de mi vieja y continuó por sus bifes a la criolla, como
no seguir explorando sus platos. De modo que, aunque a veces tenga que verme
con la denostada técnica de la fritura, cada vez que cuento con acelga fresca
(en agosto o setiembre), intento recuperar los sabores perdidos, cocinando bocadillos de acelga (artículo nuevo). También sé que la acelga tiene mala prensa al lado
de la bien querida espinaca y que se hacen bocadillos de espinaca siguiendo la
misma técnica. Yo mismo he publicado la receta de Pablo Lisi (abril de 2015). En
lo personal, prefiero ese gustito ferroso de la acelga.
III Variaciones e incorporaciones
Amo la picada porteña. Esos platitos con infinidad de preparaciones que entraron en
decadencia cuando algún restaurador vago se le ocurrió reemplazarlos con tablas
de quesos y fiambres. Los platitos seguían la tradición de tapas españolas (por
ejemplo, croquetas, pulpos y jamones), pero con la incorporación de algunas
recetas de los antipastos italianos (v. g., bombas de arroz, calamaretes fritos
y morrones asados). Siempre contaban además con algún detalle criollo como
sándwiches de miga, porotos pallares condimentados y palmitos con salsa golf.
Afortunadamente,
hay en Buenos Aires algunos lugares de culto para estas picadas (la Cervecería
López, el Bar de García, la Confitería London de la Avenida de Mayo, entre
otros). Reuní las recetas de una serie de preparaciones (artículo nuevo) que me
gusta cocinar cuando pienso en una picada. En mis picadas, agrego las croquetas
que mi tía Caracola me enseñó a preparar en la Villa de Igea en La Rioja española
(publicada en junio de 2012). Todas estas recetas mezclan preparaciones
tradicionales con sabor a infancia con novedades con vocación de aprendizaje.
Reconozco
dos fuentes para las recetas que cocino pero que no forman parte de mi
tradición familiar o social. Durante algún tiempo, la televisión; ahora, la
fortuna ha querido que pudiera hacer varios viajes a Europa donde busco comer
lo propia de cada lugar y hacerme de las recetas para apropiármelas.
De esa
primera etapa, el plato que más placer me produce es el risotto (artículo
nuevo). Algunos juzgan, generalmente los amantes de los arroces españoles, que
esta receta posee una serie de artilugios que permite al cocinero inexperto
oficiarla sin dificultad. Amo este plato y lo cocino más de 25 veces por año.
Amo tanto los artificios renacentistas como las simples creaciones populares de
la cocina italiana.
En
relación con los viajes, el plato emblemático que más disfruto preparar es el
de papas a la riojana (artículo publicado en junio de 2012). El nombre del
plato es controvertido. En toda España se lo conoce como “patatas riojanas”,
pero en La Rioja es simplemente guiso de papas con chorizo. Lo comí por primera
vez en Berceo, en el corazón místico de La Rioja española. Pero el mejor guiso
de papa con chorizo que comí en mi vida fue en el agasajo con platos de la cocina
tradicional riojana con que nos recibieron a Haydée y a mí en la Peña de los Happy's en noviembre de 2015 en la Villa de Igea (artículo publicado en mayo de
2017).
Alguno se
preguntará que tienen que ver los zapallitos rellenos con esta historia. Es que
se me ha ocurrido prepararlos, no sé con qué fortuna, acompañados con un stoemp
de brócoli (artículo publicado en febrero de 2014).
IV Reverente irreverencia
Hay un par
de recetas que practico y que ahora quiero rescatar porque durante años ni las
intenté. ¿Por qué? Porque mantenía con ellas una reverencia inhibitoria tan
irracional como incomprensible.
Una de
ellas es el locro (artículo nuevo). Amo comer locro en momentos cercanos a las
Fiestas Patrias de mayo y julio. Siempre me pareció un plato irrealizable por
su extrema complejidad. Pero esa no era la principal razón que me impedía
guisarlo. Un locro bien hecho puede ser sublime, un locro mediocre puede
resultar pasable; pero un locro mal hecho es intolerable. Detesto esos locros
en que el maíz está sobre cocido y no tiene la textura consistente que
corresponde. Por fortuna, las veces que lo preparé, resultó más que tolerable.
Voy a decir una obviedad, uno de los secretos de esta receta está en la calidad
de los ingredientes que se utilizan; pero lo más importante es que hay que
prestarle especial atención a la calidad del zapallo.
El otro
plato que me provocaba una enorme inhibición era el caldillo de congrio
(artículo nuevo). Confieso que me sale muy bien, pero que lleva un toque
personal que muchos pueden juzgar herético (me refiero a la cantidad de crema
con que lo termino). ¿Qué es, entonces, lo que, me inhibía? Se trata de una
receta íntimamente relacionada con la juventud, con las lecturas de Neruda y
con mis amigos de los 20 años. Recuerdo que lo comí por primera vez en 1973 ó
1974, cuando mi amigo José Fernández Erro lo cocinó para la estudiantina de la
que ambos éramos miembros. Lo sigo viendo en la cocina con una cuchara de palo
en la mano derecha y el libro Odas
elementales en la izquierda. José sigue preparando el caldillo de manera magistral,
es más, sigo su receta (artículo publicado en marzo de 2012); pero sólo pude
practicarla con satisfacción cuando por accidente cometí la herejía suso dicha.
Estas son
las recetas que practico con habitualidad. ¿Hay otras? Sí, claro está. Me gusta
amasar tallarines, hornear pan francés y pan árabe, cocinar ratatouille,
maltratar huevos en omelettes heréticas, preparar ensaladas (juego con los ingredientes
que combino y con variaciones en la vinagreta, mi preferida es jugo de naranja
recién exprimido y aceite de girasol) y ese maravillosos guiso de otoño que es
“la sabrosa carbonada” que amo servir en el interior de un zapallo inglés.
¿Postres? Poco. Natillas con canela (artículo publicado en diciembre de 2011), duraznos
salteados sobre manteca y azúcar y torrijas hechas con pan dulce viejo, para
estas últimas sigo la receta de la Abuela Anita que me pasó mi amiga Bárbara
Zabala (artículo publicado en marzo de 2015). Pero tengo una receta pendiente,
cocinar un puchero de rabo como lo hacía mi vieja; lo he intentado, pero no me
sale.
Querido Mario, no tiene desperdicio este escrito. Qué bueno llegar un punto en el que uno dice "me relajo", pero te deseo que este relajarte no te dure mucho, y no porque no merezcas disfrutar de la meta, sino porque el camino, por arduo que sea, es demasiado bello como para abandonarlo. Un abrazo, La Instigadora
ResponderEliminarGracias, querida Adriana, por tus comentarios... alientan a seguir andando.
EliminarPavadita de recorrido gastronómico.
ResponderEliminarAdmiro tu constancia para alcanzar tu objetivo y el profesionalismo al que te sometés para hacerlo.
Entre la nómina que mencionás hay muchas preparaciones que conozco de nombre y algunas que ni eso por lo que me he asegurado una fuente de lectura por largo rato.
Gracias por culturanizarme gastronómicamente.
Gracias, querido primo, por comentarios.
EliminarBuenísimo Mario, doy fe de que tus recetas no solo parecen deliciosas sino que saben muy bien!
ResponderEliminarGracias, Unknown, por sus comentarios.
EliminarMario , me despierto en California , miro algunas cosas y me encuentro con este entretenido y bien escrito srtículo que lleva tu sello de sabidurïa y humildad, de bondad y agradecimiento, de bullente actividad en paz, tal como sos vos, todo bondad , amabilidad y humildad respaldando amplios saberes en muchos campos , sin hacer gala de nada. Te quiero por tantas virtudes y sobre todo respeto tus búsquedas, tus necesarias bocanadas de ayer para encontrarte hoy pleno de pertenencia a tus raïces y amores. Te felicito. Yo ando casi en lo mismo y siempre lo pospongo; juntar treinta recetas de mi casa y de la de Mora y unas veinte nuestras , con algunas anécdotas y algunos de Los post de lugares, para hacer un libro . Lo tuyo es muy inspirador , tal vez el empujón que me faltaba. Si sale , vos haràs el prologo, si te parece bien , y sobre todo si vale la pena., Te abrazo en la distancia hasta que nos veamos , que serà pronto.
ResponderEliminarPocos artículos con esta claridad y calidad, pocos de los que escriben tienen tus saberes y menos tu modestia, así como en la vida. Me encanta todo lo que dijiste y cada plato, todo el amor de ayer que desborda y tu imperiosa necesidad de hacerlo como un historiador , a partir del testimonio y los utensilios en el lugar de estudio. Te aprecio mucho por lo que decís y hacés , pero más por tus silencios para no importunar ni ser descortés. Esas son cosas de hombres que están de vuelta. Un abrazo, fino amigo estimado.
ResponderEliminarGracias, querido amigo, por tus comentarios.
EliminarQuerido Mario! Siempre en tus investigaciones y recetas encuentro la disciplina y trabajo incansable de un investigador riguroso que sondea con placer las historias comunitarias y familiares... para que nada se pierda de esos tesoros sencillos y misteriosos. Pero hay algo que hace única cada una de tus paginas: es el amor y el respeto por las cocinas, las historias, los mitos y, sobre todo, las personas. Tu modo de asomarte, reproducir e innovar ante cada fogón-familia me conmueven, sorprenden y entusiasman.
ResponderEliminarQuisiera ensayar y degustar en grandes mesas conviviales todas y cada una de tus recetas.
Cu