sábado, 17 de septiembre de 2016

Dossier “Artes, cocina y vinos” en Ñ, Revista de cultura (2011)



Esta reseña trata de una serie de artículos sobre la presencia de la cocina en el arte y del arte en la cocina publicados en el Nº 425 de la Revista Ñ (19 de noviembre de 2011). El primero de ellos sirve como introducción y nos adelanta cual va a ser el recorrido que se nos propone ya desde el título, “Del banquete como arte”. La palabra dossier para designar a la colección de textos es de mi autoría. Debo reconocer que tal vez resulte excesiva, el conjunto no pretende sentar las bases de una poética sistemática, es más, por momentos deviene en una algarabía insustancial. La expresión “Artes, cocina y vinos” es la que figura en la portada de este número de Ñ. A su vez, los textos están publicados en una sección que lleva por título “Arte y cocina”(1). 
I Sumario
Arbitrariamente y con una finalidad didáctica he dividido la totalidad de los textos en dos conjuntos: aquéllos que conservan la centralidad del arte, se describen muy brevemente a continuación, y aquéllos cuya centralidad está en la cocina. Éstos se analizan más abajo con algún detalle. 
Hay un texto que reside en la intersección de ambos conjuntos. El artículo de Nicolás Artusi que se refiere a la literatura gastronómica. A los fines de esta reseña, lo habré de considerar en el segundo conjunto debido a sus posibles aportes a la materia que nos interesa.  
II Artículos cuyo centro es el arte
Como corresponde a una revista de cultura, la mayoría de los textos se inscriben en este primer conjunto.
Descartaré un análisis del ya mencionado artículo Porta Fouz y Gorodischer (“Del banquete como arte”, pag. 9) cuya única finalidad es meternos en la lectura del conjunto. Sin embargo, voy a destacar la importancia que le asignan a la película La gran comilona (1973) de Marco Ferreri y al libro de Ugo Tognazzi(a), uno de los protagonistas del film. 
El artículo de Alejandro Lingenti (“Cantar con la boca llena”, pp. 14-15) pasa revista a una serie de temas musicales de rock dedicados a platos de comida. Va desde “Savoy Truffle” grabado por los Beatles y “Sándwiches de miga”, por Pappo's blues a “The Smiths” (Meat and murder) y “Algo hay que comer” (Los auténticos decadentes).
El artículo de Daniel Link (“la última cena: cielo e infierno”, pp. 16-17) ensaya la crítica de la obra de teatro La torre de la Defensa que publicó Copi en 1978. La descripción de la obra es inquietante. Va acompañada de un recuadro con un artículo de Daniel Molina sobre la vida y la obra del dramaturgo (“Escritura alucinógena”, pag. 17). Copi era el pseudónimo de Raúl Natalio Roque Damonte (nieto de Natalio Botana e hijo de Raúl Damonte Taborda, dirigente de la UCR en los años treinta y cuarenta del siglo XX). 
El texto de Quintín (“Prohibido comer en la sala”, pp. 20-21) es brillante, pero profundo, como casi todo lo que leí del autor. Reseña la dificultad del cine argentino para incluir la comida en las películas. Concluye con la única excepción, la película de Santiago Mitre “El estudiante” (2011). Ensaya la idea de que esa dificultad se debe a la falsa conciencia social de los cineastas que se conciben a sí mismos como integrantes de la base de la sociedad de clases, cuando en realidad están más cerca del pensamiento y los hábitos de la burguesía.
“El cocinero y el borsch” (pag. 22) es un fragmento de la novela Bolsillo de cerdo (2011) de Federico Levin. El personaje de la novela, un cocinero, es un perfeccionista de las recetas que oficia y eso se nota en la del borsch que prepara en este fragmento. Nos da una idea, a los que nos animamos con los fuegos, de cómo preparar una buena versión de esa sopa mítica.
En su artículo (“La extrañeza del sabor del helado”, pag. 23), Diego Trerotola analiza y comenta la novela de Cesar Aira Cómo me hice monja en el contexto de la obra del autor. Al pasar cita el libro sobre los helados en La Argentina de Javier Porta Fouz (recopilador de estos textos) y Natalí Schtejtman(b).   
III Aportes y argumentos:
El artículo de Rafael Cippolini promete mucho en el título (“El típico gusto argentino”, pp. 10-11), pero no aporta nada. Es una serie  de asociaciones libres que giran en torno de la idea de que debe haber un gusto argentino, pero no intenta definirlo, ni mostrar el camino para hacerlo. Afirma, por ejemplo, que “el gusto se determina cuando encuentra las palabras precisas”, pero no acierta en pronunciar ninguna. Entre citas desmañadas, aporta sí la mención de un texto, dentro de los que dice haber utilizado, que creo oportuno mencionar porque pueden contener alguna idea de interés, se trata de Estragos de Osiris Chiérico(c).
El artículo está acompañado por dos recuadros que sí merecen atención. El primero de ellos, pertenece a Matías Bruera y lleva por título “Para una crítica del gusto”(2). Sostiene Bruera que el gusto, inicialmente asociado a la percepción a través de las papilas gustativas, ha adquirido una polisemia que permite hablar, por ejemplo, de gusto artístico. Pero este gusto tiene una dimensión personal, subjetiva, y social en donde su manifestación es un acto de comunicación de un estilo de vida. Ello le permite afirmar que en los años noventa, en La Argentina, los placeres de la mesa y el vino formaron parte de una satisfacción  narcisista, de un gusto que disciplinó el consumo y permitió negar la realidad circundante.  
El otro artículo de interés es de Gabriel Kameniecki y lleva por título “Moda, tradición y experimentación”(3). Sostiene el autor que, desde hace varios años, la cocina argentina entró en contacto con la sofisticación. La oferta de platos se volvió extravagante y cara (la máxima expresión residió en la adhesión a los postulados de la cocina molecular). El proceso trasformó la comida en un bien de lujo. En un segundo momento dialéctico, señala que esta propuesta generó una saturación que provocó un retorno a pizzerías, bodegones y parrillas. El autor rescata la idea de arribar a una síntesis, a una cocina que asuma los riesgos de la experimentación sin sucumbir a las tendencias de moda.
El artículo de Nicolás Artusi está dedicado a los libros de cocina, es decir, recetarios y ensayos sobre gastronomía(4). Una crítica ácida lo recorre, se refiera a libros nuevos (v. g., Siete Fuegos, mi cocina argentina de Francis Mallamann o el ensayo de Andrews Colman sobre Ferrán Adriá (d)) o a los clásicos (la edición 102ª de El Libro de Doña Petrona y la edición aniversario Cocina fácil para la mujer moderna de Choly Berreteaga).     Sus principales argumentos son que: el libro de cocina moderno se propone como un objeto de lujo. Las ediciones en papel ilustración cosido a hilo los alejan de la función práctica de apoyarlos en las mesadas para seguir las recetas en la práctica culinaria cotidiana. La cocina es presentada en ellos más asociada a los restaurantes de cinco cubiertos que a los fogones hogareños. Recorre las principales obras señalando esta particularidad. Por ejemplo, sostiene que Francis Mallmann se parece más a un estanciero que a un peón de campo cuando practica los asados. Lo que llama la atención es que lo único permanente en el texto es la acidez, porque cuando habla de los textos tradicionales, los que se apoyaban en la mesada y no están editados en papel ilustración, cambia el enfoque para asegurarse de no perder el tono (ver crítica) que a esta altura parece ser más importante que el contenido de sus reflexiones. Con todo, su principal aporte es la caracterización del libro de cocina actual y la lista de ediciones disponibles en el mercado editorial en 2011.
El texto de Juan José Becerra ensaya una teoría sobre la importancia del diseño en la cocina contemporánea a partir de una recorrida por los restaurantes de Palermo Hollywood (5).
Parte de la idea de que la cultura burguesa actual está sometida a ciertos fantasmas atemorizadores. Éstos son: el terrorismo, los cracks financieros y aquello que no tiene forma. Es por ello que siempre termina triunfando la cultura del diseño, la geometría, y, por lo tanto, la represión. La gastronomía, sostiene, se rindió rápidamente a esta moda. Un plato ya no contiene alimentos, sino una escenografía en la que el alimento debe vivir el drama de mostrarse siempre diferente.
En Palermo hay una enorme cantidad de restaurantes (tantos como los que hay, incluyendo cafeterías, en los barrios newyorkinos de Greenwich Village, West Village y East Village sumados). Hay tal despliegue de cocinas étnicas que, salvo por algunas parrillas al carbón, no se ven restaurantes de cocina argentina. En ese sentido, el barrio sigue la moda global de agitar la bandera de lo diverso. Los restaurantes también la siguen en materia de ambientación: “son monumentos al diseño de interiores aunque en ellos se coma como el culo”. Concluye que el boom de la oferta gastronómica de Palermo no pertenece tanto a la industria de la alimentación como a la industria cultural.
Describe algunas experiencias en un par de restaurantes en donde nada es como es porque el comensal no concurre a ellos para saciarse de alimentos, sino de información. En el punto culminante, critica fuertemente la idea de cocina de autor aplicada a cualquier ocurrencia, fallida en la mayoría de los casos.
Sin embargo, el artículo llega al final con una mirada esperanzadora, pero no hacia la gastronomía de Palermo, sino a la de su foreland, es decir cruzando la Avenida Córdoba. Dice “...la masa crítica de las transacciones gastronómicas de Palermo no quedarán en la historia del gusto. Diego Jaquet, chef asociado al emprendedor Alberto Abbate -los dos son argentinos- en el restaurante Casa Malevo, de Londres, hicieron hace unos meses un raid de inteligencia y espionaje por una cantidad de restaurantes de Buenos Aires. / ”Se podría decir que evitaron muchos de los autores de Palermo y, en cambio, abrevaron en los bodegones recomendados por Pietro Sorba, donde hallaron otro staff de autores, anónimos y más llevaderos(e).
Julián Gorodischer ensaya una reflexión acerca del carácter ficcional de la oferta gastronómica de los restaurantes de Palermo Soho. El artículo lleva por título “Consumidores discontinuos”(6) y consiste en un fragmento de su libro Orden de compra(f). El autor está en un bar y se enfrenta con la carta que le ofrece una serie de variantes sutiles sobre un mismo refresco, productos discontinuos que hacen creer al consumidor que se lo está tratando como individuo. A partir de este gesto, el consumidor tiene la ilusión de que puede huir de la masificación. De este modo, las cartas de los restaurantes de Palermo rompen con los modelos tradicionales asociados al consumo masivo. Interpelan al consumidor con una mezcla de reminiscencias exóticas que combinan los estereotipos del lujo con la evocación de lo barrial o lo familiar (platos con nombres franceses y mate con bizcochitos). Esa desarticulación de la tradición se expresa también en una ruptura de los tiempos de cada comida (aparece, por ejemplo, el brunch (ni desayuno ni almuerzo)). Con la frecuencia de estas propuestas, el  consumidor comienza a percibir la repetición de fórmulas trilladas (toma por ejemplo la automatización de los pasos en una cata de vinos). Entonces, la conciencia de la masa irrumpe abruptamente, porque le revela que está frente a un fraude defectuoso de un original ausente.
Muy interesante, el artículo de Daniel Molina pasa revista a los modos en que la comida se vincula con la literatura y cómo esta le garantiza una aparente trascendencia en el tiempo(7). La exposición ofrece una serie de ideas muy interesantes sobre ese vínculo que ayudan a los estudiosos en el momento de abordar una lectura crítica de obras literarias buscando información gastronómica.
Hay registros muy antiguos sobre comidas y bebidas, dice el autor, aunque es muy difícil hacerse una idea de gustos y sabores a partir de esas referencias porque son incompletas (v. g., griegos y romanos hablan de sus vinos, pero no nos dicen mucho de las cepas que usaban o de los métodos de su producción y conservación) o porque se trata de productos discontinuados en el tiempo(g).
Todas las épocas tuvieron sus reglas “absolutas” para indicar el modo de seleccionar, preparar y combinar los alimentos. Sin embargo, esas reglas que nadie rompe en su presente, van variando con el tiempo. Por ejemplo, hoy es regla que los pescados y mariscos se comen con vinos blancos secos, pero en París a fines del siglo XIX, las ostras se comían con vino dulce (la referencia literaria es Marcel Proust).
Lo primero que se recoge en la literatura en materia de placeres culinarios es que el deseo es absurdo, pulsiones delirantes y meros caprichos. Frente a la comida todos somos niños incapaces de madurar (la referencia literaria es Truman Capote)(h).
De modo que, entre inestabilidades y caprichos, el autor concluye, en este tramo de sus reflexiones, que “nada es tan nuevo como una vieja tradición”. Entre otras cosas, por ejemplo, no encontró una receta de ratatouille, plato clásico de Provenza en los recetarios canónicos de fines del siglo XIX (la referencia literaria es el libro La cocina provenzal de J. B. Reboul)(i). 
La articulación de estas ideas es muy interesante hasta aquí. Por eso es tan difícil hacer una historia de la cocina. Me ha pasado pensar que algunos platos de la cocina porteña (por ejemplo, las costillas de cerdo a la riojana) provienen del siglo XX profundo, es decir, de sus primeras décadas, cuando en realidad no tienen mucho más que cincuenta o sesenta años.
La cocina sofisticada ingresa en la literatura en épocas y lugares en los que no se pasa hambre. Por eso no tiene lugar en la Edad Media profunda (ver Crítica). Aún en el Renacimiento, donde hay memoria del hambre, la novela picaresca habla de la comida en términos repugnantes (la referencia literaria es el Lazarillo de Tormes)(j). 
La parte final del artículo plantea un punto de vista interesante sobre el estatuto de dos cocinas diferenciadas a lo largo de toda la historia: la cocina campesina y la cocina imperial.
La primera se caracteriza por una transmisión oral de generación en generación y por cambios lentos e imperceptibles. Son los platos que constituyen la cocina familiar cotidiana. La gastronomía imperial, en cambio, es sabia (ver Crítica), sofisticada, experimental y registrada por escrito en tratados y obras literarias (ver Crítica). Un caso típico de este registro es el ya citado libro de Ateneo (ver nota (g)).
Concluye que las grandes cocinas imperiales de América (Imperio Azteca e Imperio de los Incas) no han conservado en tratados, es decir, en fuentes indígenas y que sólo se puede  acceder a ellas a través de los cronistas primero españoles y luego criollos o a través de las tradiciones orales. Ello supone que los platos más sofisticados han desaparecido o se han transformado de modo tal que queda muy poco de las recetas originales (la referencia literaria es el Inca Garcilaso, (ver Crítica))(k).
El artículo de Molina es acompañado por un recuadro en el que Javier Porta Fouz ofrece el testimonio de lo que representaba la comida en la vida de Adolfo Bioy Casares. Transcribe algunos fragmentos del libro del célebre novelista argentino Descanso de caminantes(l). Transcribo uno que me pareció revelador: “Resulta que le doy mucha importancia a la comida. Solamente personas muy humildes, o francesas, le dan tanta importancia.  Alguna vez oí a un peón de campo, don Juan P. Pees, que el patrón era esto o aquello, pero (y aquí se hacía un alto, para acordar el debido énfasis al reconocimiento) que no era mezquino con la comida del trabajador. Yo he oído con mucho asombro y diversión estas declaraciones que me parecieron marcar la extraordinaria humildad de quien las hacía. Pero ahora sé más al respecto. En Francia vivo feliz (entre otras razones) porque como bien. No se entienda que como sibaríticamente; no, aunque coma así; lo que me alegra es la perfección con que satisfago el hambre; una sensación física que nos mueve a dar complacidas palmadas en la barriga. Otra prueba de la importancia que doy a la comida es mi enojo de anoche, con Silvina, porque me arregló con una verduritas, ñoquis y jamón frío.”
El autor recorre las preferencias de don Adolfo, destaca la frecuencia con que comía Tallarines a la parisienne en La Biela y concluye su artículo con el siguiente párrafo sacado de la misma obra: “Fui un hambriento que no debió nunca privarse de comida para no engordar.”             
IV Apoyatura erudita
Se trascriben a continuación las citas de interés rescatadas de los textos. En casi todas ellas, intervine hasta donde pude, para completar datos de signatura, el estilo periodístico no permite citas precisas en un texto breve. Así dejé aparecer las primeras ediciones en los libros clásicos (a excepción de la obra de Ateneo) y las que pueden encontrarse en castellano en los modernos. 
(a) 1980, Tognazzi, Ugo, El glotón. Recetas insólitas y anécdotas picantes, Buenos Aires, CREA.
(b) 2010, Schejtman, Natalí y Porta Fouz, Javier, El libro de oro del helado argentino, Buenos Aires, sudamericana.
(c) 1986, Chiérico, Osiris, Estragos. Guía informal sobre la sed y los sedientos, Buenos Aires, Ediciones de Arte Gaglianone.
(d) 2011, Andrews, Colman, Ferrán Adriá: un viaje incesante por la gastronomía, Londrés, Phaidon.
(e) 2008, Sorba, Pietro, Bodegones de Buenos Aires, Buenos Aires, Planeta.
(f) 2010, Gorodischer, Julián, Orden de compra, Buenos Aires, Marea.
(g) 200 (c) Ateneo, El banquete de los eruditos. Librod I y II, s/l, RBA libros, 1998.
(h) 1986, Capote, Truman, Plegarias atendidas, s/l, Anagrama, 1994, traducción de Ángel Luis Hernández.
(i) 1895, Reboul, Jean Baptiste, La cuisinière provençale, Marsella, Tacussel, 2001.
(j) 1554, Anónimo, La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, Burgos, Juan de Junta.
(k) 1609, Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los Incas, Lisboa, Pedro Crasbeck.
(l) 2001, Bioy Casares, Adolfo, Descanso de caminantes, Buenos Aires, Sudamericana. 
V Crítica
Ñ se proclama como una “Revista de Cultura” cuando en realidad se trata de una revista de arte; pero, como la confusión está instalada en la sociedad, admitiremos su proclama porque supone un mayor acceso de lectores a los temas importantes que trata. Sin embargo, es por esta cuestión, y por otra que señalo abajo, que me ha costado seguir su lectura a través de los años.
La otra razón que me ha alejado de Ñ, y de otros suplementos culturales de matutinos del más variado arco ideológico (La Nación y Página 12, entre otros) es el estilo tilingo que predomina en los texto. La mayoría de los autores exhiben enorme erudición que, junto a un ingenioso y frenético dispositivo de asociación de ideas llevado a grado libérrimo, no presentan textos insustanciales que, como si se tratar de una avenida del Gran Buenos Aires, toman alguna idea que aparece desde la nada para perderse en otras que se difuminan en otra nada. Se trata, en definitiva de textos invertebrados y confusos que se amontonan en una algarabía sin finalidad (en sentido contrario, de la de los constructores de la Torre de Babel que sí la tenían).   
Esta reseña da cuenta de cómo esta presencia bulliciosa, cuenta con muchas excepciones que vale la pena tener en cuenta. En los próximos párrafos van algunas críticas a los textos más interesantes que se centran en el tema gastronómico.
Ya he dicho que el artículo de Rafael Cippolini promete mucho en el título (“El típico gusto argentino”, pp. 10-11), pero no aporta nada. De modo que no me detendré en él.
El artículo “La biblioteca del buen gourmet” de Nicolás Artusi (ver nota (4)), dedicado a los libros de cocina, es decir, recetarios y ensayos sobre gastronomía, es recorrido, como ya lo dije, por una crítica ácida. Comparto la idea de que los nuevos recetarios priorizan el lujo a la cocina, aunque no ensaya una explicación. Pero no suscribo sus ideas sobre la obra de doña Petrona. Esperaba que reivindicara la función familiar perdida para la que el recetario de doña Petrona alcanzó rango totémico; en cambio, sostiene que su libro propone una postal anacrónica de una cocina insalubre y cara, demasiada manteca, e impracticable por el tiempo que demandan sus recetas. Yo las practico habitualmente y es muy sencillo adaptar sus ideas a nuestro tiempo. Finalmente confronta el texto con la imagen de una mujer moderna que transmite el libro de Berreteaga que juzgo notable y, si admitiéramos el caso, casi tan anacrónico como el de doña Petrona. Finalmente rescata el papel ya perdido de la ecónoma; pero allí excluye a doña Petrona y la enfrenta con las figuras de Emy de Molina y Chichita de Erquiaga cuyos libros no cita, tal vez porque no han sido reeditados recientemente.
Ya he dicho arriba que el artículo de Daniel Molina (ver nota (7)) es particularmente interesante porque reflexiona en torno de como acceder a la cocina del pasado a través de la literatura y expone un par de categorías de interés para entender el fenómeno culinario: la cocina campesina y la cocina imperial (ver arriba). Cuestiono los matices elitistas que ensaya en sus visiones aplicativas.
En primer lugar, que confunda erudición con sabiduría. Dice, por ejemplo que la cocina imperial es “sabia”, cuando debiera decir que es erudita, es decir, respaldada en un conocimiento sostenido en el estudio y la experimentación y no en la experiencia directa de vida. Por eso traduce el título del libro de  Ateneo como “El banquete de lo sabios”, cuando es más apropiado hablar de “El banquete de los eruditos”.
Niega a la cocina campesina la posibilidad de verse reflejada en la escritura. Desconociendo el esfuerzo de viajeros, antropólogos, etnólogos, folkloristas y novelistas por dar cuenta de ella desde, por lo menos, el siglo XVIII.
Estas visiones le permiten arribar a la idea, muy interesante, por cierto, de que, en los textos de los cronistas de América, poco y nada podemos encontrar de la cocina imperial de México y Perú; pero le impide reconocer el registro de la cocina campesina de la América precolombina que sobrevivió a la conquista. Este enfoque le impide también ver los testimonios de la cocina campesina en textos de la Edad Media como es el caso de los Cuentos de Canterbury(9).         
VI Fuentes citadas por mí en la crítica
(1) 2011, Porta Fouz, J. y otros, “Arte y cocina”, en Ñ, Revista de Cultura, Buenos Aires, Clarín, 19 de noviembre de 2011, pp. 8-25.
(2) 2011, Bruera, Matías, “Para una crítica del gusto”, en ídem, pag. 11.
(3) 2011, Kameniecki, Gabriel, “Moda, tradición y experimentación”, en ídem, pag. 11.
(4) 2011, Artusi, Nicolás, “La biblioteca del buen gourmet”, en ídem, pp. 12-13.
(5) 2011, Becerra, Juan José, “la omnipresencia del valor del “diseño””, en ídem, pp. 18-19.
(6) 2010, Gorodischer, Julián, “Consumidores discontinuos”, fragmento de Orden de compra, Buenos Aires, Marea en 2011, Porta Fouz, J. y otros, Op. Cit., pag. 19.   
(7) 2011, Molina, Daniel, “Deseos, placeres, pulsiones y caprichos” en en 2011, Porta Fouz, J. y otros, Op. Cit., pag. 24-25. 
(8) 2011, Porta Fouz, Javier, “Bioy: pan, agua y satisfacción”, en ídem, pag. 25.
(9) 1400 (c), Chaucer, Goeffrey, The Canterbury tales, Londres, William Caxton, 1478.

2 comentarios:

  1. Mario, una vez más veo la calidad de tus artículos. Simplemente: excelente. felicitaciones

    ResponderEliminar