Esta
reseña trata de una serie de artículos sobre la presencia de la cocina en el
arte y del arte en la cocina publicados en el Nº 425 de la Revista Ñ (19 de
noviembre de 2011). El primero de ellos sirve como introducción y nos adelanta
cual va a ser el recorrido que se nos propone ya desde el título, “Del banquete
como arte”. La palabra dossier para designar a la colección de textos es de mi
autoría. Debo reconocer que tal vez resulte excesiva, el conjunto no pretende
sentar las bases de una poética sistemática, es más, por momentos deviene en
una algarabía insustancial. La expresión “Artes, cocina y vinos” es la que
figura en la portada de este número de Ñ. A su vez, los textos están publicados
en una sección que lleva por título “Arte y cocina”(1).
I Sumario
Arbitrariamente y con una finalidad didáctica he dividido la
totalidad de los textos en dos conjuntos: aquéllos que conservan la centralidad
del arte, se describen muy brevemente a continuación, y aquéllos cuya
centralidad está en la cocina. Éstos se analizan más abajo con algún
detalle.
Hay un texto que reside en la intersección de ambos conjuntos. El
artículo de Nicolás Artusi que se refiere a la literatura gastronómica. A los
fines de esta reseña, lo habré de considerar en el segundo conjunto debido a
sus posibles aportes a la materia que nos interesa.
II Artículos cuyo centro es el arte
Como corresponde a una revista de cultura, la mayoría de los
textos se inscriben en este primer conjunto.
Descartaré un análisis del ya mencionado artículo Porta Fouz y
Gorodischer (“Del banquete como arte”, pag. 9) cuya única finalidad es meternos
en la lectura del conjunto. Sin embargo, voy a destacar la importancia que le asignan
a la película La gran comilona (1973) de Marco Ferreri y al libro de Ugo
Tognazzi(a), uno de los protagonistas del film.
El artículo de Alejandro
Lingenti (“Cantar con la boca llena”, pp. 14-15) pasa revista a una serie de
temas musicales de rock dedicados a platos de comida. Va desde “Savoy Truffle”
grabado por los Beatles y “Sándwiches de miga”, por Pappo's blues a “The
Smiths” (Meat and murder) y “Algo hay que comer” (Los auténticos decadentes).
El artículo de Daniel Link (“la última cena: cielo e infierno”,
pp. 16-17) ensaya la crítica de la obra de teatro La torre de la Defensa
que publicó Copi en 1978. La descripción de la obra es inquietante. Va
acompañada de un recuadro con un artículo de Daniel Molina sobre la vida y la
obra del dramaturgo (“Escritura alucinógena”, pag. 17). Copi era el pseudónimo
de Raúl Natalio Roque Damonte (nieto de Natalio Botana e hijo de Raúl Damonte
Taborda, dirigente de la UCR en los años treinta y cuarenta del siglo XX).
El texto de Quintín (“Prohibido comer en la sala”, pp. 20-21) es
brillante, pero profundo, como casi todo lo que leí del autor. Reseña la
dificultad del cine argentino para incluir la comida en las películas. Concluye
con la única excepción, la película de Santiago Mitre “El estudiante” (2011). Ensaya
la idea de que esa dificultad se debe a la falsa conciencia social de los
cineastas que se conciben a sí mismos como integrantes de la base de la
sociedad de clases, cuando en realidad están más cerca del pensamiento y los
hábitos de la burguesía.
“El cocinero y el borsch” (pag. 22) es un fragmento de la novela Bolsillo
de cerdo (2011) de Federico Levin. El personaje de la novela, un cocinero,
es un perfeccionista de las recetas que oficia y eso se nota en la del borsch
que prepara en este fragmento. Nos da una idea, a los que nos animamos con los
fuegos, de cómo preparar una buena versión de esa sopa mítica.
En su artículo (“La extrañeza del sabor del helado”, pag. 23),
Diego Trerotola analiza y comenta la novela de Cesar Aira Cómo me hice monja
en el contexto de la obra del autor. Al pasar cita el libro sobre los helados
en La Argentina de Javier Porta Fouz (recopilador de estos textos) y Natalí
Schtejtman(b).
III Aportes y argumentos:
El artículo de Rafael Cippolini promete mucho en el título (“El
típico gusto argentino”, pp. 10-11), pero no aporta nada. Es una serie de asociaciones libres que giran en torno de
la idea de que debe haber un gusto argentino, pero no intenta definirlo, ni
mostrar el camino para hacerlo. Afirma, por ejemplo, que “el gusto se determina
cuando encuentra las palabras precisas”, pero no acierta en pronunciar ninguna.
Entre citas desmañadas, aporta sí la mención de un texto, dentro de los que
dice haber utilizado, que creo oportuno mencionar porque pueden contener alguna
idea de interés, se trata de Estragos de Osiris Chiérico(c).
El artículo está acompañado por dos recuadros que sí merecen
atención. El primero de ellos, pertenece a Matías Bruera y lleva por título
“Para una crítica del gusto”(2). Sostiene Bruera que el gusto, inicialmente
asociado a la percepción a través de las papilas gustativas, ha adquirido una
polisemia que permite hablar, por ejemplo, de gusto artístico. Pero este gusto
tiene una dimensión personal, subjetiva, y social en donde su manifestación es un
acto de comunicación de un estilo de vida. Ello le permite afirmar que en los
años noventa, en La Argentina, los placeres de la mesa y el vino formaron parte
de una satisfacción narcisista, de un
gusto que disciplinó el consumo y permitió negar la realidad circundante.
El otro artículo de interés es de Gabriel Kameniecki y lleva por
título “Moda, tradición y experimentación”(3). Sostiene el autor que, desde
hace varios años, la cocina argentina entró en contacto con la sofisticación.
La oferta de platos se volvió extravagante y cara (la máxima expresión residió
en la adhesión a los postulados de la cocina molecular). El proceso trasformó
la comida en un bien de lujo. En un segundo momento dialéctico, señala que esta
propuesta generó una saturación que provocó un retorno a pizzerías, bodegones y
parrillas. El autor rescata la idea de arribar a una síntesis, a una cocina que
asuma los riesgos de la experimentación sin sucumbir a las tendencias de moda.
El artículo de Nicolás Artusi está dedicado a los libros de
cocina, es decir, recetarios y ensayos sobre gastronomía(4). Una crítica ácida
lo recorre, se refiera a libros nuevos (v. g., Siete Fuegos, mi cocina
argentina de Francis Mallamann o el ensayo de Andrews Colman sobre Ferrán
Adriá (d)) o a los clásicos (la edición 102ª de El Libro de Doña Petrona
y la edición aniversario Cocina fácil para la mujer moderna de Choly
Berreteaga). Sus principales
argumentos son que: el libro de cocina moderno se propone como un objeto de
lujo. Las ediciones en papel ilustración cosido a hilo los alejan de la función
práctica de apoyarlos en las mesadas para seguir las recetas en la práctica
culinaria cotidiana. La cocina es presentada en ellos más asociada a los
restaurantes de cinco cubiertos que a los fogones hogareños. Recorre las
principales obras señalando esta particularidad. Por ejemplo, sostiene que
Francis Mallmann se parece más a un estanciero que a un peón de campo cuando
practica los asados. Lo que llama la atención es que lo único permanente en el
texto es la acidez, porque cuando habla de los textos tradicionales, los que se
apoyaban en la mesada y no están editados en papel ilustración, cambia el
enfoque para asegurarse de no perder el tono (ver crítica) que a esta altura
parece ser más importante que el contenido de sus reflexiones. Con todo, su
principal aporte es la caracterización del libro de cocina actual y la lista de
ediciones disponibles en el mercado editorial en 2011.
El
texto de Juan José Becerra ensaya una teoría sobre la importancia del diseño en
la cocina contemporánea a partir de una recorrida por los restaurantes de
Palermo Hollywood (5).
Parte
de la idea de que la cultura burguesa actual está sometida a ciertos fantasmas
atemorizadores. Éstos son: el terrorismo, los cracks financieros y aquello que
no tiene forma. Es por ello que siempre termina triunfando la cultura del
diseño, la geometría, y, por lo tanto, la represión. La gastronomía, sostiene,
se rindió rápidamente a esta moda. Un plato ya no contiene alimentos, sino una
escenografía en la que el alimento debe vivir el drama de mostrarse siempre
diferente.
En
Palermo hay una enorme cantidad de restaurantes (tantos como los que hay,
incluyendo cafeterías, en los barrios newyorkinos de Greenwich Village, West
Village y East Village sumados). Hay tal despliegue de cocinas étnicas que,
salvo por algunas parrillas al carbón, no se ven restaurantes de cocina
argentina. En ese sentido, el barrio sigue la moda global de agitar la bandera
de lo diverso. Los restaurantes también la siguen en materia de ambientación:
“son monumentos al diseño de interiores aunque en ellos se coma como el culo”.
Concluye que el boom de la oferta gastronómica de Palermo no pertenece tanto a
la industria de la alimentación como a la industria cultural.
Describe
algunas experiencias en un par de restaurantes en donde nada es como es porque
el comensal no concurre a ellos para saciarse de alimentos, sino de
información. En el punto culminante, critica fuertemente la idea de cocina de
autor aplicada a cualquier ocurrencia, fallida en la mayoría de los casos.
Sin embargo, el artículo llega al final con una mirada
esperanzadora, pero no hacia la gastronomía de Palermo, sino a la de su
foreland, es decir cruzando la Avenida Córdoba. Dice “...la masa crítica de las
transacciones gastronómicas de Palermo no quedarán en la historia del gusto.
Diego Jaquet, chef asociado al emprendedor Alberto Abbate -los dos son
argentinos- en el restaurante Casa Malevo, de Londres, hicieron hace unos meses
un raid de inteligencia y espionaje por una cantidad de restaurantes de Buenos
Aires. / ”Se podría decir que evitaron muchos de los autores de Palermo y, en
cambio, abrevaron en los bodegones recomendados por Pietro Sorba, donde
hallaron otro staff de autores, anónimos y más llevaderos(e).
Julián Gorodischer ensaya una reflexión acerca del carácter
ficcional de la oferta gastronómica de los restaurantes de Palermo Soho. El
artículo lleva por título “Consumidores discontinuos”(6) y consiste en un
fragmento de su libro Orden de compra(f). El autor está en un bar y se
enfrenta con la carta que le ofrece una serie de variantes sutiles sobre un
mismo refresco, productos discontinuos que hacen creer al consumidor que se lo
está tratando como individuo. A partir de este gesto, el consumidor tiene la
ilusión de que puede huir de la masificación. De este modo, las cartas de los
restaurantes de Palermo rompen con los modelos tradicionales asociados al
consumo masivo. Interpelan al consumidor con una mezcla de reminiscencias
exóticas que combinan los estereotipos del lujo con la evocación de lo barrial
o lo familiar (platos con nombres franceses y mate con bizcochitos). Esa
desarticulación de la tradición se expresa también en una ruptura de los
tiempos de cada comida (aparece, por ejemplo, el brunch (ni desayuno ni
almuerzo)). Con la frecuencia de estas propuestas, el consumidor comienza a percibir la repetición de
fórmulas trilladas (toma por ejemplo la automatización de los pasos en una cata
de vinos). Entonces, la conciencia de la masa irrumpe abruptamente, porque le
revela que está frente a un fraude defectuoso de un original ausente.
Muy
interesante, el artículo de Daniel Molina pasa revista a los modos en que la
comida se vincula con la literatura y cómo esta le garantiza una aparente
trascendencia en el tiempo(7). La exposición ofrece una serie de ideas muy
interesantes sobre ese vínculo que ayudan a los estudiosos en el momento de
abordar una lectura crítica de obras literarias buscando información
gastronómica.
Hay
registros muy antiguos sobre comidas y bebidas, dice el autor, aunque es muy
difícil hacerse una idea de gustos y sabores a partir de esas referencias
porque son incompletas (v. g., griegos y romanos hablan de sus vinos, pero no
nos dicen mucho de las cepas que usaban o de los métodos de su producción y
conservación) o porque se trata de productos discontinuados en el tiempo(g).
Todas las épocas tuvieron sus reglas “absolutas” para indicar el
modo de seleccionar, preparar y combinar los alimentos. Sin embargo, esas
reglas que nadie rompe en su presente, van variando con el tiempo. Por ejemplo,
hoy es regla que los pescados y mariscos se comen con vinos blancos secos, pero
en París a fines del siglo XIX, las ostras se comían con vino dulce (la
referencia literaria es Marcel Proust).
Lo primero que se recoge en la literatura en materia de placeres
culinarios es que el deseo es absurdo, pulsiones delirantes y meros caprichos.
Frente a la comida todos somos niños incapaces de madurar (la referencia
literaria es Truman Capote)(h).
De
modo que, entre inestabilidades y caprichos, el autor concluye, en este tramo
de sus reflexiones, que “nada es tan nuevo como una vieja tradición”. Entre
otras cosas, por ejemplo, no encontró una receta de ratatouille, plato clásico
de Provenza en los recetarios canónicos de fines del siglo XIX (la referencia
literaria es el libro La cocina provenzal de J. B. Reboul)(i).
La
articulación de estas ideas es muy interesante hasta aquí. Por eso es tan
difícil hacer una historia de la cocina. Me ha pasado pensar que algunos platos
de la cocina porteña (por ejemplo, las costillas de cerdo a la riojana)
provienen del siglo XX profundo, es decir, de sus primeras décadas, cuando en
realidad no tienen mucho más que cincuenta o sesenta años.
La
cocina sofisticada ingresa en la literatura en épocas y lugares en los que no
se pasa hambre. Por eso no tiene lugar en la Edad Media profunda (ver Crítica).
Aún en el Renacimiento, donde hay memoria del hambre, la novela picaresca habla
de la comida en términos repugnantes (la referencia literaria es el Lazarillo
de Tormes)(j).
La
parte final del artículo plantea un punto de vista interesante sobre el
estatuto de dos cocinas diferenciadas a lo largo de toda la historia: la cocina
campesina y la cocina imperial.
La
primera se caracteriza por una transmisión oral de generación en generación y
por cambios lentos e imperceptibles. Son los platos que constituyen la cocina
familiar cotidiana. La gastronomía imperial, en cambio, es sabia (ver Crítica),
sofisticada, experimental y registrada por escrito en tratados y obras
literarias (ver Crítica). Un caso
típico de este registro es el ya citado libro de Ateneo (ver nota (g)).
Concluye que las grandes cocinas imperiales de América (Imperio
Azteca e Imperio de los Incas) no han conservado en tratados, es decir, en
fuentes indígenas y que sólo se puede
acceder a ellas a través de los cronistas primero españoles y luego
criollos o a través de las tradiciones orales. Ello supone que los platos más
sofisticados han desaparecido o se han transformado de modo tal que queda muy
poco de las recetas originales (la referencia literaria es el Inca Garcilaso, (ver
Crítica))(k).
El artículo de Molina es acompañado por un recuadro en el que
Javier Porta Fouz ofrece el testimonio de lo que representaba la comida en la
vida de Adolfo Bioy Casares. Transcribe algunos fragmentos del libro del
célebre novelista argentino Descanso de caminantes(l). Transcribo uno
que me pareció revelador: “Resulta que le doy mucha importancia a la comida.
Solamente personas muy humildes, o francesas, le dan tanta importancia. Alguna vez oí a un peón de campo, don Juan P.
Pees, que el patrón era esto o aquello, pero (y aquí se hacía un alto, para
acordar el debido énfasis al reconocimiento) que no era mezquino con la comida
del trabajador. Yo he oído con mucho asombro y diversión estas declaraciones
que me parecieron marcar la extraordinaria humildad de quien las hacía. Pero
ahora sé más al respecto. En Francia vivo feliz (entre otras razones) porque
como bien. No se entienda que como sibaríticamente; no, aunque coma así; lo que
me alegra es la perfección con que satisfago el hambre; una sensación física
que nos mueve a dar complacidas palmadas en la barriga. Otra prueba de la
importancia que doy a la comida es mi enojo de anoche, con Silvina, porque me
arregló con una verduritas, ñoquis y jamón frío.”
El autor recorre las preferencias de don Adolfo, destaca la
frecuencia con que comía Tallarines a la parisienne en La Biela y concluye su
artículo con el siguiente párrafo sacado de la misma obra: “Fui un hambriento
que no debió nunca privarse de comida para no engordar.”
IV Apoyatura erudita
Se trascriben a continuación las citas de interés rescatadas de
los textos. En casi todas ellas, intervine hasta donde pude, para completar
datos de signatura, el estilo periodístico no permite citas precisas en un
texto breve. Así dejé aparecer las primeras ediciones en los libros clásicos (a
excepción de la obra de Ateneo) y las que pueden encontrarse en castellano en
los modernos.
(a) 1980, Tognazzi, Ugo, El glotón. Recetas insólitas y
anécdotas picantes, Buenos Aires, CREA.
(b) 2010, Schejtman, Natalí y Porta Fouz, Javier, El libro de oro
del helado argentino, Buenos Aires, sudamericana.
(c) 1986, Chiérico, Osiris, Estragos. Guía informal sobre la sed
y los sedientos, Buenos Aires, Ediciones de Arte Gaglianone.
(d) 2011, Andrews, Colman, Ferrán
Adriá: un viaje incesante por la gastronomía, Londrés, Phaidon.
(e) 2008, Sorba, Pietro, Bodegones de Buenos Aires, Buenos
Aires, Planeta.
(f)
2010, Gorodischer, Julián, Orden de compra, Buenos Aires, Marea.
(g) 200 (c) Ateneo, El banquete de
los eruditos. Librod I y II, s/l, RBA libros, 1998.
(h)
1986, Capote, Truman, Plegarias atendidas, s/l, Anagrama, 1994,
traducción de Ángel Luis Hernández.
(j) 1554, Anónimo, La vida de
Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, Burgos, Juan de
Junta.
(k) 1609, Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los
Incas, Lisboa, Pedro Crasbeck.
(l) 2001, Bioy Casares, Adolfo, Descanso de caminantes,
Buenos Aires, Sudamericana.
V Crítica
Ñ se proclama como una “Revista de
Cultura” cuando en realidad se trata de una revista de arte; pero, como la
confusión está instalada en la sociedad, admitiremos su proclama porque supone
un mayor acceso de lectores a los temas importantes que trata. Sin embargo, es
por esta cuestión, y por otra que señalo abajo, que me ha costado seguir su
lectura a través de los años.
La otra razón que me ha alejado de Ñ,
y de otros suplementos culturales de matutinos del más variado arco ideológico
(La Nación y Página 12, entre otros) es el estilo tilingo que
predomina en los texto. La mayoría de los autores exhiben enorme erudición que,
junto a un ingenioso y frenético dispositivo de asociación de ideas llevado a
grado libérrimo, no presentan textos insustanciales que, como si se tratar de
una avenida del Gran Buenos Aires, toman alguna idea que aparece desde la nada
para perderse en otras que se difuminan en otra nada. Se trata, en definitiva
de textos invertebrados y confusos que se amontonan en una algarabía sin finalidad
(en sentido contrario, de la de los constructores de la Torre de Babel que sí
la tenían).
Esta
reseña da cuenta de cómo esta presencia bulliciosa, cuenta con muchas
excepciones que vale la pena tener en cuenta. En los próximos párrafos van
algunas críticas a los textos más interesantes que se centran en el tema
gastronómico.
Ya he dicho que el artículo de Rafael Cippolini promete mucho en
el título (“El típico gusto argentino”, pp. 10-11), pero no aporta nada. De modo que no me detendré
en él.
El artículo “La biblioteca del buen gourmet” de Nicolás Artusi
(ver nota (4)), dedicado a los libros de cocina, es decir, recetarios y ensayos
sobre gastronomía, es recorrido, como ya lo dije, por una crítica ácida.
Comparto la idea de que los nuevos recetarios priorizan el lujo a la cocina,
aunque no ensaya una explicación. Pero no suscribo sus ideas sobre la obra de
doña Petrona. Esperaba que reivindicara la función familiar perdida para la que
el recetario de doña Petrona alcanzó rango totémico; en cambio, sostiene que su
libro propone una postal anacrónica de una cocina insalubre y cara, demasiada
manteca, e impracticable por el tiempo que demandan sus recetas. Yo las
practico habitualmente y es muy sencillo adaptar sus ideas a nuestro tiempo.
Finalmente confronta el texto con la imagen de una mujer moderna que transmite
el libro de Berreteaga que juzgo notable y, si admitiéramos el caso, casi tan
anacrónico como el de doña Petrona. Finalmente rescata el papel ya perdido de
la ecónoma; pero allí excluye a doña Petrona y la enfrenta con las figuras de
Emy de Molina y Chichita de Erquiaga cuyos libros no cita, tal vez porque no
han sido reeditados recientemente.
Ya
he dicho arriba que el artículo de Daniel Molina (ver nota (7)) es
particularmente interesante porque reflexiona en torno de como acceder a la
cocina del pasado a través de la literatura y expone un par de categorías de
interés para entender el fenómeno culinario: la cocina campesina y la cocina
imperial (ver arriba). Cuestiono los matices elitistas que ensaya en sus
visiones aplicativas.
En
primer lugar, que confunda erudición con sabiduría. Dice, por ejemplo que la
cocina imperial es “sabia”, cuando debiera decir que es erudita, es decir,
respaldada en un conocimiento sostenido en el estudio y la experimentación y no
en la experiencia directa de vida. Por eso traduce el título del libro de Ateneo como “El banquete de lo sabios”,
cuando es más apropiado hablar de “El banquete de los eruditos”.
Niega
a la cocina campesina la posibilidad de verse reflejada en la escritura.
Desconociendo el esfuerzo de viajeros, antropólogos, etnólogos, folkloristas y
novelistas por dar cuenta de ella desde, por lo menos, el siglo XVIII.
Estas visiones le permiten arribar a la idea, muy interesante, por
cierto, de que, en los textos de los cronistas de América, poco y nada podemos
encontrar de la cocina imperial de México y Perú; pero le impide reconocer el
registro de la cocina campesina de la América precolombina que sobrevivió a la
conquista. Este enfoque le impide también ver los testimonios de la cocina
campesina en textos de la Edad Media como es el caso de los Cuentos de
Canterbury(9).
VI Fuentes citadas por mí en la crítica
(1) 2011, Porta Fouz, J. y otros, “Arte y cocina”, en Ñ,
Revista de Cultura, Buenos Aires, Clarín, 19 de noviembre de 2011, pp.
8-25.
(2) 2011, Bruera, Matías, “Para una crítica del gusto”, en ídem,
pag. 11.
(3) 2011, Kameniecki, Gabriel, “Moda,
tradición y experimentación”, en ídem, pag. 11.
(4) 2011, Artusi, Nicolás, “La
biblioteca del buen gourmet”, en ídem, pp. 12-13.
(5) 2011, Becerra, Juan José, “la omnipresencia del valor del
“diseño””, en ídem, pp. 18-19.
(6) 2010, Gorodischer, Julián, “Consumidores discontinuos”,
fragmento de Orden de compra, Buenos Aires, Marea en 2011, Porta Fouz, J. y otros, Op. Cit., pag.
19.
(7) 2011, Molina, Daniel, “Deseos, placeres, pulsiones y
caprichos” en en 2011, Porta Fouz, J. y otros, Op.
Cit., pag. 24-25.
(8) 2011, Porta Fouz, Javier, “Bioy: pan, agua y satisfacción”, en
ídem, pag. 25.
(9) 1400 (c), Chaucer, Goeffrey, The
Canterbury tales, Londres, William Caxton, 1478.
Mario, una vez más veo la calidad de tus artículos. Simplemente: excelente. felicitaciones
ResponderEliminarGracias, Héctor, por el comentario.
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