Viví
con decidido fastidio el apego escolar a las efemérides,durante todo
el tiempo en que he sido maestro de escuela. Anclar el año y la
reflexión sobre el pasado a fechas de dudoso valor simbólico me
parecía a la vez caprichoso, superficial y carente de la más mínima
visión crítica de las cuestiones sociales. A la distancia veo que
la vocación por la medición del tiempo por las efemérides no es
exclusividad de la institución educativa argentina, como una visión
provinciana me incitaba a percibir.
Las imágenes las envió Bárbara Zabala
Hoy
he morigerado mi posición. En un nuevo equilibrio afirmo que no
estoy en contra de la medición del pulso vital a través de la
contemplación de las estaciones, ni de medir los ciclos plurianuales
a partir de ciertos hitos sociales (v. g., en la Grecia Clásica a
partir de las olimpiadas y en la actualidad, de los mundiales de
Asociación de Fútbol). No me disgusta el anclaje anual de ciertas
celebraciones que disfruto y vivo con intensidad (en mi caso, voy por
la Pascua y la Navidad). Lo que me disgusta es que no haya demasiada
posibilidad de reflexionar acerca de los que hicieron los hombres en
el tiempo fuera de los días fastos. En una palabra, me fastidiaba,
por ejemplo, que sólo fuera lícito hablar de las costumbres
personales del general San Martín, y entre ellas, de sus
preferencias gastronómicas, a mediados de agosto.
Sin
embargo, a pesar de mi reticencia, el clima general de época me ha
impedido sustraerme a estos condicionamientos y he cometido, con
felicidad, la placentera tarea de recopilar un recetario de las fiestas hacia la Navidad de 2013. Pero, en él, he logrado saltar del
ambiente propicio de las fiestas cristianas de fin de año y
sumergirme en otras con la evocación del Januca de los judíos y el
Idd al Mubarak de los musulmanes.
¿A
qué esta divagación? Es que estoy parado aquí, frente a la
recopilación de recetas de la abuela Anita que estoy acometiendo a
partir de los relatos de mi amiga Bárbara Zabala y los fastos
aparecen en coincidencias que conllevan una magia inexplicable. Es
que en los textos de mi amiga no sólo aparecen las recetas y las
reflexiones acerca de las características personales de doña Anita;
sino también, las notas de color sobre cómo era la vida hace
algunos pocos años en Santa Elena, Provincia de Entre Ríos. Bárbara
era niña y nos dice:
“Por
otra parte, recuerdo que esperábamos el despliegue del carnaval, muy
festejado en el pueblo, como un evento único, ocasión para
compartir con familia, amigos y vecinos...”(1)
Entonces
el vago recuerdo de una lectura interesante me lleva a preguntar ¿qué
se come durante el carnaval? En Buenos Aires, y en Santa Elena
también, no aparece ninguna relación entre estas fiestas y la
gastronomía, salvo que las relacionemos con la Cuaresma y la Semana
Santa. En otras partes del mundo no ocurre lo mismo... hay una comida
típica de Carnaval.
Leemos
en un artículo del gastrónomo español Miguel A. Román:
“/.../.
”En
toda Canarias, principalmente en las siete capitales isleñas, y
espectacularmente en Santa Cruz de Tenerife, estalla ruidoso y
desenfrenado un carnaval sin timidez. El colorido, la risa, la
picardía y el exceso por unos días se desparraman por plazas y
ramblas, y se desploman tras la anónima máscara los corsés
sociales para liberar el espíritu al ritmo machacón de los
pasacalles murgueros o los sones sensuales que marcan las comparsas,
bajo el mandato de la belleza femenina entronizada Reina del
Carnaval.
”/.../.
”Pero
no es el Carnaval fiesta que haya inspirado en exceso a los
recetarios. La calle, que es su genuino escenario, exige un bocado
energético pero que pueda ser servido y consumido en forma ambulante
y rápida, primando que soporte a la dosis de etílico suficiente
para oxidar y abolir frenos morales indeseables en la ocasión.
”Sin
embargo, todo festejo llega a su fin. Así, cuando la mañana del
Martes de Carnaval, el alba sorprendía a los pecadores con su traje
hecho jirones, la pintura del rostro convertida en churretes y la
cabeza embotada, se refugiaban éstos en casa propia o locales ajenos
a degustar unas torrijas.
Propiamente llamadas torrijas
de carnaval,
desayuno sustancioso y reparador, previo a una cabezada que
permitiera al cuerpo recomponerse y trocar la guisa en luto farsante
para acompañar a la sardina (o chicharro) en su disparatado funeral.
Al final no era improbable que el sepelio concluyera delante de otra
torrija.”(2)
De
modo que, en Canarias por lo menos, las torrijas configuraban el
plato adecuado para combatir la resaca carnavalesca.
¿...Y
la magia? ¿Por qué Bárbara me mandó una receta de torrijas de su
abuela? ¿En qué circunstancias las preparaba? Según dice Bárbara,
no tenían, fuera del agua, relación alguna con el carnaval: “Las
torrijas, una forma accesible, de saborear algo dulce con el mate de
la tarde, se hacían más con días de lluvia, eran un clásico.”(3)
De modo que la asociación que hice en mi mente obedece a una
divagación libre que, de todas maneras, nos ayuda a entender que
éste es un plato que nos llegó de España.
Entonces
digo, con todo respeto por las tradiciones canarias, y por los
maravillosos artículos de Miguel A. Román, ¡qué mejor que comer
torrijas cuando no viene en ganas!
¡Ah, y no se olviden de escuchar la música de Ricardo Zabala y Los Chamarriteros mientras preparan las torrijas!
torrijas
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Fuente
(fecha)
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Recetas
de la abuela Anita (2014)(4)
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Ingredientes
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Pan
felipe o flauta, ½ Kg.
Leche,
½ litro.
150
grs. de azúcar.
2
huevos, sin son los de yema naranja, mejor.
Azúcar
para el espolvoreo.
Aceite
para freír.
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Preparación
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1.-
Mi abuela cortaba el pan, ni muy grueso, ni muy fino, eran como
rodajas de 1cm.
2.-
Hervía la leche con el azúcar y después la dejaba enfriar.
3.-
Agregaba los huevos y mezclaba con cuidado y suavidad para que ni
una gota de la preciada mezcla se volcara de la ollita.
4.-
Ponía en una fuente plana las rodajas de pan y empezaba a
bañarlas con la mezcla, hasta que quedaran húmedas (ojo! Pero
que no se deshagan).
5.-
Por otra parte, calentaba el aceite en una sartén en cantidad
suficiente para cubrir las torrijas.
6.-
Las Freía haciéndolas girar para que queden doradas de ambos
lados. Lo hacía con una calidad, que sólo te da la práctica.
7.-
Las sacaba y las ponía en un papel de almacén (no se usaba el
rollo de cocina).
8.-
Así calentitas, les agregaba el azúcar, mi abuelo pedía también
canela; pero desistía en su intento porque a las nietas no les
gustaba.
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Comentarios
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Bárbara
Zabala:
1.-
El cálculo de los ingredientes es a ojo.
Míos:
2.-
Suelo corregir las recetas que me mandan con cierta vocación
didáctica.
Uso,
así, el infinitivo para indicar la acción que supone cada paso.
Sin embargo, en este caso, no quiero perder la frescura del relato
de Bárbara. De este modo, puedo imaginarme las escenas que
describe como si estuviera viendo una película.
3.-
Cuando era niño, en el almacén de la esquina se vendían muchos
productos a granel (el azúcar y las legumbres secas, por sólo
poner un par de ejemplos).
Los
productos eran pesados por don Manuel sobre una hoja de papel de
estraza (el papel de almacén del que habla Bárbara). Luego, con
inexplicable habilidad que un niño no lograba entender, el
almacenero cerraba el paquete, doblando el papel sobre el producto
y repulgando los laterales como si tratara de empanadas.
Mi
madre desarmaba con cuidado los paquetes, guardaba los productos
en tarritos o frascos (esos frascos con moñitos de los que habla
el tango) destinados a ese fin y guardaba el papel para usarlo en
el secado de las frituras (por ejemplo, de las milanesas de los
sábados, los bocadillos de acelga o los buñuelos del domingo por
la tarde).
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Notas
y bibliografía:
(1)
2014, 3 de marzo, de Zabala, Bárbara a Aiscurri, Mario, archivo
adjunto a correo-e.
(2)
Leído en
http://librodenotas.com/encasadeluculo/15449/torrijas-de-carnaval,
el 13 de marzo de 2014.
(3)
2014, 3 de marzo, de Zabala, Bárbara, Cit.
(4)
Ídem.
Que lindo relato, me gusta y te voy a seguir leyendo.
ResponderEliminarGracias, fabulosa, por el comentario.
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