I Ya conté, en otro artículo, de la vocación y el
talento de Rubén Cirocco para hacer vinos en su casa, siguiendo la tradición de
sus antepasados. Mejor dicho, siguiendo, revisando y actualizando esa
tradición. La actividad de Rubén no es la de un solitario, ni es exclusiva de
un vecino de La Matanza, como apresuradamente había imaginado yo antes de
meterme en el tema. Se trata de un
fenómeno social muy extendido en el conurbano bonaerense.
Claro está que, aunque mis vivencias de infancia y juventud con
los vinos caseros estaban relacionadas con el barrio de Mataderos y el Partido de La Matanza, bien podría haberme imaginado que la costumbre de hacer estos
vinos alcanzaba una dispersión más amplia en el ámbito metropolitano. Hace ya
bastantes años supe de la existencia, por ejemplo, de los vinos de la costa.
Sabía de las quintas de hortalizas en la ribera del Río de La Plata a la altura
de la ciudad de Wilde y de los vinos que allí se hacían. Sabía que esos
esforzados quinteros no sólo producían verduras y algunas frutas, elaboraban,
también, una cantidad importante de vinos caseros. Lo interesante es que no los
hacían con uvas mendocinas (variedades de uvas finas), sino con las que
provenían de las parras que los propios quinteros cultivaban para ser vendidas
para el consumo de mesa (variedades de uvas criollas, entre ellas, la famosa
uva chinche).
Sin embargo, de lo que verdaderamente no tenía oportunidad de
haberme formado una idea es de la “movida” que esta actividad genera en la
ciudad de Monte Grande (Partido de Esteban Echeverría). Imaginaba que la
producción de vinos caseros era una actividad individual, a lo sumo familiar,
que sólo encontraba intercambio de experiencias en los momentos de la compra de
uva en los exclusivos mercados que las ofrecen. Pero no, hay más fuera de los
mercados... y menos también, dentro de ellos. Es que la imaginación es un buen
punto de partida, pero para dar cuenta de una historia hay que meterse, de
algún modo, en el barro de su quehacer creativo.
II Rubén cuenta que
hay dos
mercados en los que compra las uvas. Uno de ellos es el que estaba en los arcos
del Puente Pacífico, por Juan B. Justo, entre Paraguay y Santa Fe. Este mercado
se mudó a la ciudad de Avellaneda, hoy se ubica en la calle Belgrano de esa
ciudad bonaerense. El otro es el que está en Liniers, en la calle José León
Suárez, muy cerca de Rivadavia. Agrega que en “el gran
Buenos Aires, también compré uvas en Monte Grande y en San Justo. Pero se trata
de lugares donde los dueños son familiares de alguien de Mendoza o tienen algún
contacto y operan puntualmente en marzo, abril y mayo que son los meses en que
se cosecha la uva. Llega un camión con la uva y con una balanza, te la pesan y
te la llevás... prácticamente el trato es en la calle.”(1)
Es obvio que, con la
concentración temporal y la cantidad de personas que producen vinos caseros,
hay mucho contacto interpersonal en el trasiego de la materia prima. Pero
¿hasta dónde llega el intercambio?
Veamos lo que nos cuenta Rubén:
“El
mercado de Liniers, de los que conozco, es el lugar más completo. Te venden la
uva, te prestan la máquina para moler, vos elegís si te llevás la común o la
que despalilla, te piden un flete y te acompaña algún changarín que te baja los
cajones de uva de la camioneta y te los tira en la moledora, a cambio de una
propina... y así se lleva de nuevo la máquina para que otro la use (igual
tienen varias), te venden los corchos (de muy mala calidad, por cierto).
También podés comprar la uva y ellos mismos te la muelen y te llevás sólo el
jugo. Un hijo de los dueños ha hecho cursos de enología y responde preguntas o
da consejos, incluso me comentó que quería dar cursos, pero los tanos se las
saben todas, así que para que van a estudiar...”(2)
Por lo que se desprende del relato, los “tanos”
son muy parcos y conservadores con sus secretos familiares. No admiten aprender
cosas nuevas y, además... bueno, ya he contado de la experiencia de mi primo Juan Carlos Espada, nieto de españoles, y de cómo esa parquedad se expresaba en
una fuerte negativa a revelar secretos. Jamás pudo lograr que le enseñaran, por
ejemplo, a elegir la uva, tenía que limitarse a vinificar la que los “tanos” le elegían. Rubén que es de
origen italiano, no logra darnos una imagen diferente de sus paisanos. En el
momento de la compra de la uva, no parece haber demasiado intercambio de
experiencias... de modo que tengo que remover la idea que había construido mi
imaginación sobre los presuntos intercambios de ideas en el mercado... “los
tanos se las saben todas” y el que no... una prenda tendrá... Juan Carlos
Espada se fue a Berlín y dejó de hacer vinos caseros. Rubén pudo heredar los
secretos porque su padre se los reveló; pero, además, buscó otra información
que lo alimentara para lograr lo que logra... unos vinos que da gusto tomar.
En la elaboración de los vinos también parece
reinar la soledad familiar, aunque Rubén sea una suerte de excepción. Pertenece
a la primera generación criolla de la familia, pero admite compartir la tarea y
la experiencia, del mismo modo que el hijo del dueño del mercado de uvas en
Liniers. Cuando le pregunté quién le ayudaba a hacer los vinos, me contestó
“ahora que tengo hijos grandes, me ayudan ellos; pero he llegado a hacer el
vino solo o con amigos que también se prendían como para hacer unos litritos
para ellos”.(3)
III
En cuanto a la “movida” de los viñateros de Monte Grande, Rubén nos cuenta hay
un club de italianos que todos los años para octubre o noviembre hacen la
fiesta del vino, abierto a todos los que quieran participar.
Le doy la palabra y veamos:
“Cada
uno de los que quieren participar del evento tiene que llevar una damajuana de
5 litros de su vino. La envuelven en papel, para que no se distingan las
damajuanas entre sí, y un grupo de enólogos hacen la cata y eligen los mejores
vinos, dando copas y menciones a los ganadores. Se separan los tintos de los
blancos, el concurso de blancos lo gana todos los años el mismo tipo. Durante
la reunión, se cenan generalmente unos ricos tallarines y cada uno antes de entregar
su damajuana, separa en una jarra de un litro de su vino para llevar a la mesa,
para acompañar la comida y compartir con los amigos y conocidos los distintos
vinos, como para ver también dónde uno está parado.”(4)
Rubén cuenta de esa fiesta
anual en la Asociación Italiana de Socorros Mutuos 20 de Septiembre que tiene
su sede en la calle Hipólito Yrigoyen de Monte Grande. Habla también de la
condición de contrincante imbatible que tiene su vecino Marzon en el concurso de vinos blancos. Pienso que este hombre debe
ser un maestro en el arte más difícil de la producción de vinos caseros. Rubén
mismo nos ha contado que su padre y sus tíos hacían un vino blanco muy malo porque
no resistían la tentación de dejar los mostos en prolongada maceración como si
se tratara de uvas tintas.
En un correo, reciente me cuenta, no sin
manifestarse asombrado, que los jurados del concurso son enólogos de un
organismo oficial de la Provincia de Buenos Aires, aunque no puede darme
precisión sobre ese organismo. ¿Cómo habría desarrollado La Provincia este
organismo, sin ser un distrito viñatero? A mí no me parece raro que haya un
organismo de esa naturaleza en el ámbito bonaerense. La producción de
importantes cantidades de vinos de mesa no es ajena a su historia social y
económica, sobre todo promediando el siglo XX(5).
En el año 2002, Rubén obtuvo su mayor galardón en ese concurso,
sacó un segundo puesto en la categoría de
vinos tintos. Si los vinos de Rubén son equilibrados y sabrosos, no quiero ni
imaginarme cómo serán los vinos que han ganado en los últimos años.
Notas y referencias:
(1)
2013, Rubén Cirocco a Mario Aiscurri, correos-e del 28 de agosto.
(2)
Ídem.
(3)
Ídem. Subrayado mío.
(4)
Ídem.
(5)
2014, Rubén Cirocco a Mario Aiscurri, correo-e del 22 de abril.
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