“Con uvita chinche
hice un vino flor
llené tres barriles
ya se terminó.
Fue tirando lindo
ya se me acabó
me ha durado mucho
casi un día o dos.”
(Fourcades, Aníbal,
“Pateando sapos”)
“Pateando sapos”)
Rubén
Cirocco es un amigo. Con él, y con otros con quienes hemos compartido
experiencias laborales, solemos encontrarnos en almuerzos mensuales.
Habitualmente, una o dos veces al año, el encuentro adquiere las formas de un
asado de viernes a la noche o sábado al mediodía. En estos casos, tenemos la
oportunidad de tomar los vinos que produce. Algunos los llamaban, primero
socarronamente y, luego de probarlos, con extremo respeto, los vinos de la
Bodega Cirocco. Bromeamos siempre con la dimensión de esta bodega y con los
vinos que, como el afamado viento, arrasan las vinotecas de Europa con la
molesta prepotencia de las arenas del desierto.
La
primera vez que los probé, llevé un trago a la boca con desconfianza. La
sorpresa fue mayúscula, descubrí que estos vinos tienen una rusticidad amainada,
sofrenada, y se dejan tomar con una amabilidad encomiable. Son mejores que muchos de los vinos que solemos
encontrar en las góndolas de los supermercados. Esta constatación me hizo
cambiar la visión que tenía de los vinos caseros, pero no fue la primera
experiencia positiva que tuve... los vinos de Rubén no hicieron más que
confirmarme en el recorrido de una senda abierta algún tiempo antes.
La
última vez que probé los vinos de Rubén, comencé a hilar recuerdos, recuperar
la memoria de un largo vínculo personal y familiar con los vinos caseros y con
las uvas utilizadas para hacerlos. Me crié en un barrio de inmigrantes. Mi
abuelo Sebastián que era español nacido en La Rioja, estaba orgulloso de las
parras que tenía en su casa porque eran de uva francesa. Me llevó mucho tiempo
darme cuenta del por qué de su orgullo. Sin embargo, ni en mi barrio de
Mataderos, ni en el Partido de La Matanza que es el ámbito geográfico de mi
infancia, los españoles y sus descendientes (más conocidos como gallegos o
gaitas) hacían vinos con esas uvas. Eran precisamente los italianos (más
conocidos como gringos o tanos) los que los hacían.
Mi
primo Juan Carlos, por ejemplo, cuando vivía en Lomas del Mirador, se vinculó
con los tanos del barrio, con los que hacían vinos en sus casas. Pronto se
entusiasmó con la idea y terminó adquiriendo el utillaje tecnológico necesarios
para hacer vinos y grappas, quizás su sangre riojano española recuperó algún recuerdo
ancestral. He tenido contacto con los vinos caseros desde esa época, hará
treinta o treinta y cinco años. Juan Carlos relataba con entusiasmo la actitud
de los tanos cuando iban a comprar las uvas en el mercado que existía, y aún
existe, en el barrio porteño de Liniers. Pero luego de algún tiempo, lo fue
ganando el desaliento. Los tanos se resistía a revelar una clave secreta: ¿cómo
se debía seleccionar la uva? Iban juntos al mercado, pero ellos elegían las
uvas que Juan Carlos se limitaba a vinificar.
Probé
vinos caseros por entonces, y no sólo los que hacía mi primo. En realidad, no
encontraba alguno que me resultara atractivo. Desequilibrados y excesivamente
ácidos, especialmente los tintos, no provocaban placer cuando los tomaba. Mi
primo no pudo avanzar en mejorarlos porque no había podido superar el umbral de
entrada al mundo de la producción de los vinos caseros.
Desde
entonces, me quedé con una sensación confusa. ¿Por qué estas gentes amaban
tanto realizar una actividad cuyo resultado no era satisfactorio? Porque hay
que reconocer que a ellos sí les gustaba el vino que hacían.
Conjeturé
que lo que amaban era mantener una tradición ancestral cuyo origen se perdía en
un tiempo inmemorial que me atrevo a juzgar milenario. Pensé que conservaban en
esa práctica algo del arraigo que habían perdido con la migración a tierras lejanas
y que esos sentimientos mejoraban considerablemente el sabor de los vinos que
preparaban.
Todas estas especulaciones me parecieron razonables, me lo siguen
pareciendo, pero hay un punto en donde la hipótesis se me hace más endeble.
¿Tenían el mismo tenor, ácido y desequilibrado, los vinos que producían en el
sur de Italia? No me parece. Por desgracia, no conozco ni Calabria ni Sicilia y
no he podido probar los vinos caseros que allí se hacen; pero sí he probado los
vinos caseros de La Rioja española. Son equilibrados, amables, sublimes. ¿Por
qué pensar que los del sur de Italia no habrían de serlo?
Me
parece un supuesto razonable que los vinos que los tanos de La Matanza hacían
antes de emigrar tenían la amabilidad de los vinos populares riojanos. ¿Por
qué, entonces, no lograban el mismo resultado en Buenos Aires? Mi hipótesis fue
entonces que las condiciones climáticas de la ciudad no se lo permitían... fue
entonces que me di cuenta que estaba empezando a tocar de oído. Pero, para que
me pusiera sobre la pista de explicaciones más razonables pasaron años.
Tuvieron que pasar algunas cosas. Tuve que encontrar vinos caseros más
razonables.
Hace
algún tiempo, mi amiga Susana Castagna, compañera de trabajo, ofrecía unos
vinos que preparaba su madre. Ani de Castagna vive en La Tablada (Partido de
Las Matanza). Le compré un par de botellas. Me lo impuso ese sentimiento
ambivalente que tuve durante años. Por un lado me sentía atraído por estos
vinos, por la práctica tradicional que suponían, por la identidad de su origen
y por la identidad que contribuían a edificar en su nueva patria estas gentes
humildes y trabajadoras. Pero, por el otro, no tenía buenas experiencias con
relación a los resultados.
Los
vinos de Ani me deslumbraron porque el camino no se bifurca en la copa. Ella
disfrutaba haciendo unos vinos que se disfrutaban en la boca. Le pregunté a
Susana cómo era que su madre preparaba esos vinos tan buenos. Me dijo que había
estudiado para mejorar los primeros vinos que hizo.
Ahora,
en el último asado compartido con Rubén Sirocco, se me ocurrió que podía
encarar una serie de notas para El Recopilador de sabores, tratando de develar
el misterio de estos vinos maravillosos... ahora sí, con fundamentos, claro
está.
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