I Querer
saber por qué la cocina patagónica es como es una forma bonita de empezar, ¿no?
Lo cierto es que iba a emprender un viaje y pensé en disfrutar de los paisajes
más bellos, del sosiego y de la buena mesa local. Comida criolla, regional,
propia de la Patagonia.
Las imágenes son propiedad del autor
Debo
confesar que tenía algún prejuicio, que daba por supuesto la existencia de dos
líneas claras en la cocina regional, una desarrollada por los inmigrantes y
otra por el paisanaje tehuelche-mapuche-criollo.
Tenía
conocimiento abundante de la primera. Productos alóctonos ya definitivamente
afincados e identidad centro europea de los platos y la preparaciones. Sí, ya
había estado en ese rincón de la Patagonia (San Carlos de Bariloche y Esquel).
Ya sabía del tratamiento suizo piamontés de los chocolates, ya había probado
ahumados y cervezas (algunos de estos productos llegan a Buenos Aires) y, por
supuesto, cordero.
Por
otra parte había leído, en un texto de Luisa Pinotti, que los tehuelches de
Santa Cruz comían otras cosas.(1) De modo que mi prejuicio me llevó a los lagos
del Neuquén y Río Negro con el deseo de comer puchero de yegua, challa de
choique, milanesas de chulengo y curanto en hoyo (así lo llaman nuestros
paisanos trasandinos).
Llevaba
también una intuición que, después del viaje y la reflexión sobre las
experiencias vividas, se transformó en certeza: ambas tradiciones son
igualmente criollas, sostenidas por los hijos de la tierra. El tema del origen
de estos criollos es, en este caso, un detalle secundario. Hay un sinnúmero de
hechos que los une en una misma historia.
Después de recorrer, preguntar, indagar, advertí que hay una
cierta asimetría entre ambas tradiciones, y tuve la certeza de que es posible
corregirla. Hay un hecho simbólico que da cuenta de esta posibilidad. Lo único
que pude probar de la tradición indio-criolla fue el curanto. ¿Dónde lo comí?
¿En una reservación mapuche, en una colectividad tehuelche? No, comí curanto en
hoyo en la Colonia Suiza de San Carlos de Bariloche. Allí, desde hace muchos
años, Víctor Goye que desciende de una de las familias de origen suizo más
importantes del lugar, prepara el curanto a la manera mapuche.
II Por supuesto que me veo forzado a usar las
palabras cocina regional y cocina criolla como si fueran sinónimos. Me fuerza
el deseo y la necesidad de no aburrir con disquisiciones teóricas, me fuerza la
intuición que me dice que las grandes creaciones culturales de la humanidad
nacen de la necesidad y la pobreza. De modo que no me veré obligado a demostrar
que el chocolate en rama de Bariloche es tan criollamente argentino como el
locro que comemos en los restaurantes de Salta o el puchero de yegua que comen
los paisanos de la comunidad tehuelche de Cushamen, en Chubut.
Los días que estuve en Bariloche los dediqué a la cerveza, mejor
dicho, a tratar de inteligir la variedad que ofrece de este producto y
comprobar qué tipo de gastronomía exhibían las cervecerías locales. Ya he
contado estas experiencias y no volveré a ellas. No busqué otra cosa porque, en
esta ciudad, ya tenía una meta con relación a la cocina indio criolla. El
sábado 12 de octubre nos instalamos en Villa La Angostura. Pero dedicamos el
día siguiente a volver a Bariloche y vivir la experiencia del curanto de Víctor
Goye en la Colonia Suiza de Bariloche. Hablo de experiencia porque lo vivido va
mucho más allá de la comida o la técnica de cocción en sí. El contraste fue
fuerte. Primero asistir a la preparación del curanto que llevó a mi mente a
imaginar aquella práctica en manos de las primeras poblaciones mesolíticas del
sur patagónico-fueguino. Luego el recorrido que hicimos del centro de la
Colonia que nos transportó, también imaginariamente, a los Alpes. Finalmente,
la mesa y el curanto servido con amor por el personal del restaurante. En fin,
se trató de una experiencia casi mística.
En Villa La Angostura, y con otras intenciones, recorrí la calle
principal, deteniéndome en todos los restaurantes que ofrecía “cocina
patagónica”. Me paré frente a sus fachadas, leí las cartas y pude comprobar
que, en todos ellos, había un patrón, un repertorio de platos que se reiteraba
y que volvería a ver en San Martín de Los Andes. Asadores en donde la estrella
es el cordero, cervecerías con picadas de ahumados patagónicos (básicamente,
trucha y ciervo, pero también jabalí y salmón) y restaurantes que ofrecen
truchas en diversas preparaciones, pastas rellenas con estos productos
“patagónicos”, salsas con hierbas y hongos... y un plato calórico que todos los
restaurantes tienen en su carta: guiso de lentejas. Tengo ante mí la carta del
restaurante Viejos Tiempos que está en el puerto en Villa La Angostura. Allí
comimos muy bien, siempre dentro de este esquema de comida regional (este
restaurante agrega milanesas, ojo de bife y una interesante variedad de
ensaladas). Del choique, el piche y el chulengo, ni noticias.
Casi decidido a resignarme a la solitaria estancia del curanto en
mi alma, saqué la conversación a una guía de turismo en San Martín de Los
Andes. Su marido era de Aluminé, de modo que conocía la zona y todo el área que
íbamos a transitar en los días siguientes. Me dijo que no iba a encontrar lo
que buscaba. Que ese tipo de comida no se ofrece en los restaurantes y que los
propios mapuches tienen responsabilidad sobre el tema. Me contó que en los
últimos años, las colectividades indígenas recibieron muchos recursos del
Estado nacional y provincial para promover en ellas un desarrollo de
actividades económicas sustentables. En ese marco, en Junín de Los Andes tienen
un predio en dónde ofrecen sus artesanías, allí mismo tienen un restaurante en
el que el plato principal es asado de cordero y de otras carnes, pero entre las
que el chulengo y el choique están ausentes. Lo que sí van a encontrar, terminó
diciendo, es algún rescate de los piñones. Por ejemplo, allí mismo, en San
Martín, hay una casa que ofrece alfajores hechos con harina de piñón.
Efectivamente eso ocurrió. En Aluminé, comimos en la Posta del Rey
que tiene un restaurante especializado en pastas. Haydée probó, por ejemplo,
una salsa de hongos y piñones. Comimos también en la parrilla Aonikenk. Nos
sorprendió un riquísimo paté casero que sirven como aperitivo... lo demás, una
excelente parrilla con minutas y empanadas (las de mondongo son memorables). La
última noche fuimos al restaurante Cocina de Encuentros. El local ofrece una
cocina deliciosa y una atención excelente, pero la carta repite el esquema de
la tradición centro europea, incluso de un modo más radical que en otros
locales (ofrecen goulash, por ejemplo), a la que agregan pizzas y pastas. La originalidad
reside que los platos reciben nombres en la lengua de los mapuches.
Allí tuvimos la fortuna de ser atendidos por Lorena (a quien
llaman Loló). Es guía de turismo y tiene vínculos familiares con las
colectividades indígenas de la zona. Ha vivido en ellas por algún tiempo y
tiene una larga experiencia y conocimiento sobre el estilo de vida de estos
grupos sociales. Loló sostiene que las costumbres tradicionales de estos
pueblos están muy degradadas y que, por ello, muchos de sus valores identitarios
no alcanzan la visibilidad que debieran tener. No nos da el tiempo... no
alcanza a explicarnos porqué la tradición culinaria de estas comunidades que es
tan criolla como la otra, no tiene un lugar en ese restaurante que,
precisamente, promete un encuentro culinario.
Si bien, para las expectativas que llevaba, la cosecha fue magra;
el ensanchamiento de la perspectiva que permite ver lo que pasa con estos temas
fue importante. Pero tuve que llegar a Buenos Aires para que el torbellino de
experiencias vivida, se transformara en un sistema de ideas un poco más claras.
Por hoy está bien... les dejo la receta del curanto en hoyo... otro día, sigo...
Notas y
referencias:
(1) 2005, Pinotti, Luisa C. y otros, “De la
cocina patagónica: carne de choique, yeguarizo y piche” en AAVV, La cocina
como patrimonio (in)tangible, Primeras jornadas de patrimonio gastronómico,
Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 107-124.
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