Por Javier
Aragón
Este relato que sabe a río, camalote
y chamamé, narra hechos que ocurrieron durante mi adolescencia hace muchos años
atrás. Por aquellos días, el paisaje, la fauna y la flora, exhibían una
exuberancia que hoy, ya comenzó a mezquinarse debido a la polución, la pesca
indiscriminada y el descuido de todos y cada uno, porque bien sabemos que cómo
en “Fuenteovejuna” no hay un solo culpable, el crecimiento demográfico y el
desarrollo industrial, devoran y se alimentan de las bellezas naturales.
Ver abajo "Nota sobre la imagen"
En esos días, acá, en San Nicolás,
más precisamente en la ribera, donde mi ciudad parece refrescarse los antiguos
cimientos que la basan, en las aguas del Yaguarón, podía verse por todas partes
saltar a los peces, rompiendo la superficie del agua, brindándonos un
espectáculo de fuerza viva que nunca dejó de asombrarme. Entre todos esos peces
voy a referirme a uno en particular, a un “dorado” porque, si bien toda la
especie es admirable y bella, entre todos siempre hay uno que se destaca y
suele ser reconocido y respetado por sus congéneres. Este pez, si bien era una
gran cazador, el mejor, también respetado entre las mojarras, sus presas
favoritas, porque entendían que no era un bruto predador, sino que solo
tomaraba para sí lo estrictamente necesario, cosa que solo los fuertes de
verdad saben hacer.
Desde chico mostró dotes de líder y
rodeándose de amigos que compartían la ética y moral ictícola que los hacía
mejores individuos y admiraban su arrojo y valentía para el deporte preferido
de los peces, que es robar la carnada de los anzuelos sin ser atrapados. Muchos
se destacaban en esta peligrosa actividad que demanda astucia, fuerza y valor,
mucho valor para burlar a los avezados pescadores que, cómo se sabe, su deporte
preferido se basa fundamentalmente en aprovechar el descuido de nuestros sub
acuáticos amigos.
Entre todas las especies, se
destacaban, en la contienda entre bestias y hombres, los dorados, por su
velocidad y esa gracia de colores con que la madre naturaleza los adornó,
además de su dentadura amenazante y fuerte ¡Qué magníficos son! Pero también
las taruchas eran buenas en este arte, porque son veloces y siendo más chicas,
sorteaban con maestría los afilados anzuelos. Los surubíes se destacaban
también, y patíes, dientudos y palometas no se quedaban atrás, aunque por sus
tamaños, pertenecían a otra categoría, y por supuesto las mojarras daban el
toque payasesco, cuando con sus rápidos arrebatos, de a poquito, despojaban de
sus cebos las prolijas y crueles brazoladas. Pero el favorito, era nuestro
dorado.
Por aquellos días los concursos de
pesca eran frecuentes y muy populosos, venían pescadores y observadores de
todas partes del país y alrededores. Armaban carpas y sombrillas en toda la
extensión de nuestra ribera, una verdadera fiesta de colores, plagando la
atmósfera de las ansiedades que suelen despertar estas competencias. Pero había
una, que era la de mayor convocatoria, “el gran concurso de pesca”, se
desarrollaba en un mes de otoño, no recuerdo bien cual, pero se hacía en esta
época para evitar el bullicio de bañistas y embarcaciones deportivas que en
tiempo de veranos, pululaban y lo sieguen haciendo, por toda la ribera.
Ese concurso anual de 1976, fue para
mí el más importante de mi vida y creo que para otros, también. Entre los
pescadores se encontraban varios favoritos, recuerdo uno que exhibía en el
techo de su “estanciera”, una enorme mandíbula de tiburón que le había hecho
ganar el primer premio en Mar del Plata, algunos años atrás, y otro que había
recorrido los ríos de todo el mundo, pescando truchas pero quedó embelesado por
la magnificencia de nuestro Paraná, pues después de conocerlo, todos los demás
le parecían casi pusilánimes. Para mí exageraba un poco, pero…
Para mí y para la mayoría, el
favorito era Don Amaya, un hombre dedicado a la pesca en la zona durante toda
su vida. Tenía un negocio en la calle Mitre de nuestra ciudad, si bien el local
era chico, se encontraba atestado de cañas de todo tipo, reeles, importados y
nacionales, de entre estos últimos recuerdo uno marca “Calador” que mi viejo me
regaló para un cumpleaños y que las tantas mudanzas supieron despojarme de él.
También los estantes exhibían elegantes y coloridas bollas, señuelos y todo lo
que un pescador pueda anhelar. En un frasco con formol, había un cazón que
extraordinariamente Don Amaya había pescado en cercanías de la desembocadura
del arroyo Ramallo. Este hecho me lleno de asombro y provocó una inmediata
admiración hacia él, que aún me perdura.
Para mí, el sigue siendo el
favorito. Por esos días, visitar su local era una escapada ansiada a las
tediosas obligaciones de la escuela y clases de piano y escucharlo relatar sus
aventuras de pesca, reforzaba la imagen de hombre sabio y bueno que me formé de
el. El día del concurso lo noté distendido pero concentrado, fue acompañado por
su hijo que le asistía en todo, prepararon con paciencia exhaustiva las
brazoladas y carnadas, según las reglas del evento. Cuando tuvieron todo listo,
Don Amaya, se arrimó a la orilla y permaneció en cuclillas bien cerquita del
agua, yo me preguntaba, qué miraría. Tiempo después supe que no miraba sino que
escuchaba el agua y a sus habitantes porque un buen pescador, sabe entender el
idioma que habla el río. Don Amaya sabía que ese día en las profundidades, también
se celebraba un gran concurso, con otras reglas, otros otros protagonistas y
otros riesgos pero con el mismo fervor que el terrestre.
Debajo del agua estaba todo
preparado, los peces más entrenados daban vueltas y hacían piruetas mostrando
sus dotes cómo lo hacen los atletas en el precalentamiento previo a una dura
prueba, aunque esto no es tan así pues sabemos que los peces son de sangre fría
y no necesitan precalentar. De todos modos, la ansiedad se parecía mucho a la
que se vivía fuera del agua. Las reglas, debajo del agua, básicamente eran
robar la mayor cantidad de carnada evitando en lo posible disparar las
sensibles chicharras de los reeles, de ese modo se evitaban los tirones en la
“línea” que dan los pescadores y que son tan peligrosos para los peces.
Con este panorama de juegos y reglas
se desarrollarían los 2 concursos. Antes de que sonara la bocina que daba
comienzo al evento, los pescadores encomendaban sus logros a Dios y los
escamados al suyo, dirigiendo una oración al dios propio, que nada tiene que
ver con Zeus o Neptuno, porque para ellos, Dios es el mismo río. Nada
desacertada su creencia pues El Paraná es un río de origen pluvial, es decir de
agua de lluvia que cae del cielo donde habita e impera el Dios de los hombres.
Con estos preceptos comenzó el
concurso, los hombres, a la señal acordada, lanzaron sus líneas que sonaron
cómo metralla sobre la quieta superficie del agua y debajo, la estampida de
seres escamados fue multitudinaria. Una “vieja del agua” era la que fiscalizaba
los botines de los atléticos y aguerridos peces y las palometas estaban
descalificadas por voraces y bochincheras. Los “surubíes” y “cachorros”
desplegaron sus movimientos elegantes y el resto comenzó a recorrer estudiando
las líneas que ya descansaban en el lecho del río a la espera de una captura.
Los menos prudentes tironeaban las carnadas sin fijarse a que campeón
pertenecía. Unas mojarras se formaron en cardumen y dieron vueltas entre las
líneas al ras de la superficie del agua, dando saltitos y aleteando, causando
un efecto cómo de hervor que aumentaba el fervoroso clima de las dos
competencias.
La primera en ser atrapada fue una
tarucha, pobre, era buena en los suyo. Un “amarillo” logró desenganchar a una
mojarra que, aún viva, como carnada había sido mal aferrada de un anzuelo para
dorados ¡Un verdadero héroe! Mientras nuestro dorado campeón, desencarnaba a
cuanto desprevenido competidor se le antojaba.
Así transcurrieron casi 2 horas con
corridas, tironeos y atrapadas, cuando a punto de sonar la bocina del fin de la
competencia, nuestro pez muerde el anzuelo de de Don Amaya y este de un tirón
logra engancharle el anzuelo de modo que la punta, asomaba por uno de los
orificios que parecen la nariz de los peces. Debajo y arriba, se hizo un
silencio. Amaya luchó duro. Nuestro pez era fuerte pero cansado, sus camaradas
vieron cómo era sacado del agua
¡Que cacho de dorado, papá! Exclamó
el pequeño Amaya, ¡Con éste te dan el primer premio! Su padre le respondió: Si
hijo, es el más grande de todos. Pero el jurado se encontraba a unos 200 metros
de donde estaban y el pescador ni siquiera se le ocurrió mostrarlo al jurado,
le desenganchó el anzuelo, lo arrimó al agua, le dio una palmadita en el dorado
lomo y lo liberó. Bajo el agua, todos los peces suspiraron de alivio y
festejaron el regreso de su campeón.
Arriba, el ganador fue el de la
mandíbula de tiburón que con un surubí enorme que pendía de un gancho, se llevó
el primer premio. Alguien, no se quien, en tono de burla le preguntó ¿Y Amaya,
que pasó? Nada, respondió él, hoy no tuve suerte, mientras el hijo le
recriminaba ¿Por qué lo largaste? ¡Con ese nos llevábamos el primer premio!
Mirá mijito, dijo el sabio padre, vos y yo sabemos que ganamos y con eso me
basta y abrazados y en silencio, se alejaron de la muchedumbre.
Sé que esa tarde hubo festejos en
las profundidades, pero pocos lo sabemos. Ahora, en la distancia, me lo imagino
al viejo Amaya contando a sus nietos, esta y otras anécdotas y también a
nuestro dorado reunido haciendo lo mismo a su descendencia, pero en los dos
casos haciendo énfasis en ésta del concurso del 76 porque los actos de piedad
se sobreponen a todos los demás y afortunadamente, no se olvidan fácilmente.
Hola Mario, paso a saludarte, tu post me trajo recuerdos de mi padre, a él le gustaba la pesca, pero no concursaba. Lo peor, si pescaba alguno grande en el Río de La Plata, eran incomibles, por el horrible sabor a petróleo, el Paraná es distinto..... Un abrazo,
ResponderEliminarGracias, Miriam, por tus comentarios.
EliminarYo nunca tuve paciencia para la pesca, pero siempre me gustaron los pescados del río.
Tenés razón, hay que ir río arriba para poder comer algo que valga la pena... en Rosario, por ejemplo, hay buenos lugares. Estuve, en febrero del 2012, en un restaurante de la Avenida Pellegrini de esa ciudad. El local se llama Puerto Caboto. La boga a la parrilla que comí allí, estaba magnífica.
Tengo una parrilla de pescado y un pescador que me provee dorados de Victoria (la ciudad entrerriana que está frente a Rosario)... ¿Qué decir? Sabor, textura y placer... Eso sí, hay que acompañarlo con un vinito tinto medio fuertón.