sábado, 14 de septiembre de 2013

El concurso de pesca

Por Javier Aragón
Este relato que sabe a río, camalote y chamamé, narra hechos que ocurrieron durante mi adolescencia hace muchos años atrás. Por aquellos días, el paisaje, la fauna y la flora, exhibían una exuberancia que hoy, ya comenzó a mezquinarse debido a la polución, la pesca indiscriminada y el descuido de todos y cada uno, porque bien sabemos que cómo en “Fuenteovejuna” no hay un solo culpable, el crecimiento demográfico y el desarrollo industrial, devoran y se alimentan de las bellezas naturales.
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En esos días, acá, en San Nicolás, más precisamente en la ribera, donde mi ciudad parece refrescarse los antiguos cimientos que la basan, en las aguas del Yaguarón, podía verse por todas partes saltar a los peces, rompiendo la superficie del agua, brindándonos un espectáculo de fuerza viva que nunca dejó de asombrarme. Entre todos esos peces voy a referirme a uno en particular, a un “dorado” porque, si bien toda la especie es admirable y bella, entre todos siempre hay uno que se destaca y suele ser reconocido y respetado por sus congéneres. Este pez, si bien era una gran cazador, el mejor, también respetado entre las mojarras, sus presas favoritas, porque entendían que no era un bruto predador, sino que solo tomaraba para sí lo estrictamente necesario, cosa que solo los fuertes de verdad saben hacer.
Desde chico mostró dotes de líder y rodeándose de amigos que compartían la ética y moral ictícola que los hacía mejores individuos y admiraban su arrojo y valentía para el deporte preferido de los peces, que es robar la carnada de los anzuelos sin ser atrapados. Muchos se destacaban en esta peligrosa actividad que demanda astucia, fuerza y valor, mucho valor para burlar a los avezados pescadores que, cómo se sabe, su deporte preferido se basa fundamentalmente en aprovechar el descuido de nuestros sub acuáticos amigos.
Entre todas las especies, se destacaban, en la contienda entre bestias y hombres, los dorados, por su velocidad y esa gracia de colores con que la madre naturaleza los adornó, además de su dentadura amenazante y fuerte ¡Qué magníficos son! Pero también las taruchas eran buenas en este arte, porque son veloces y siendo más chicas, sorteaban con maestría los afilados anzuelos. Los surubíes se destacaban también, y patíes, dientudos y palometas no se quedaban atrás, aunque por sus tamaños, pertenecían a otra categoría, y por supuesto las mojarras daban el toque payasesco, cuando con sus rápidos arrebatos, de a poquito, despojaban de sus cebos las prolijas y crueles brazoladas. Pero el favorito, era nuestro dorado.
Por aquellos días los concursos de pesca eran frecuentes y muy populosos, venían pescadores y observadores de todas partes del país y alrededores. Armaban carpas y sombrillas en toda la extensión de nuestra ribera, una verdadera fiesta de colores, plagando la atmósfera de las ansiedades que suelen despertar estas competencias. Pero había una, que era la de mayor convocatoria, “el gran concurso de pesca”, se desarrollaba en un mes de otoño, no recuerdo bien cual, pero se hacía en esta época para evitar el bullicio de bañistas y embarcaciones deportivas que en tiempo de veranos, pululaban y lo sieguen haciendo, por toda la ribera.
Ese concurso anual de 1976, fue para mí el más importante de mi vida y creo que para otros, también. Entre los pescadores se encontraban varios favoritos, recuerdo uno que exhibía en el techo de su “estanciera”, una enorme mandíbula de tiburón que le había hecho ganar el primer premio en Mar del Plata, algunos años atrás, y otro que había recorrido los ríos de todo el mundo, pescando truchas pero quedó embelesado por la magnificencia de nuestro Paraná, pues después de conocerlo, todos los demás le parecían casi pusilánimes. Para mí exageraba un poco, pero…
Para mí y para la mayoría, el favorito era Don Amaya, un hombre dedicado a la pesca en la zona durante toda su vida. Tenía un negocio en la calle Mitre de nuestra ciudad, si bien el local era chico, se encontraba atestado de cañas de todo tipo, reeles, importados y nacionales, de entre estos últimos recuerdo uno marca “Calador” que mi viejo me regaló para un cumpleaños y que las tantas mudanzas supieron despojarme de él. También los estantes exhibían elegantes y coloridas bollas, señuelos y todo lo que un pescador pueda anhelar. En un frasco con formol, había un cazón que extraordinariamente Don Amaya había pescado en cercanías de la desembocadura del arroyo Ramallo. Este hecho me lleno de asombro y provocó una inmediata admiración hacia él, que aún me perdura.
Para mí, el sigue siendo el favorito. Por esos días, visitar su local era una escapada ansiada a las tediosas obligaciones de la escuela y clases de piano y escucharlo relatar sus aventuras de pesca, reforzaba la imagen de hombre sabio y bueno que me formé de el. El día del concurso lo noté distendido pero concentrado, fue acompañado por su hijo que le asistía en todo, prepararon con paciencia exhaustiva las brazoladas y carnadas, según las reglas del evento. Cuando tuvieron todo listo, Don Amaya, se arrimó a la orilla y permaneció en cuclillas bien cerquita del agua, yo me preguntaba, qué miraría. Tiempo después supe que no miraba sino que escuchaba el agua y a sus habitantes porque un buen pescador, sabe entender el idioma que habla el río. Don Amaya sabía que ese día en las profundidades, también se celebraba un gran concurso, con otras reglas, otros otros protagonistas y otros riesgos pero con el mismo fervor que el terrestre.
Debajo del agua estaba todo preparado, los peces más entrenados daban vueltas y hacían piruetas mostrando sus dotes cómo lo hacen los atletas en el precalentamiento previo a una dura prueba, aunque esto no es tan así pues sabemos que los peces son de sangre fría y no necesitan precalentar. De todos modos, la ansiedad se parecía mucho a la que se vivía fuera del agua. Las reglas, debajo del agua, básicamente eran robar la mayor cantidad de carnada evitando en lo posible disparar las sensibles chicharras de los reeles, de ese modo se evitaban los tirones en la “línea” que dan los pescadores y que son tan peligrosos para los peces.
Con este panorama de juegos y reglas se desarrollarían los 2 concursos. Antes de que sonara la bocina que daba comienzo al evento, los pescadores encomendaban sus logros a Dios y los escamados al suyo, dirigiendo una oración al dios propio, que nada tiene que ver con Zeus o Neptuno, porque para ellos, Dios es el mismo río. Nada desacertada su creencia pues El Paraná es un río de origen pluvial, es decir de agua de lluvia que cae del cielo donde habita e impera el Dios de los hombres.
Con estos preceptos comenzó el concurso, los hombres, a la señal acordada, lanzaron sus líneas que sonaron cómo metralla sobre la quieta superficie del agua y debajo, la estampida de seres escamados fue multitudinaria. Una “vieja del agua” era la que fiscalizaba los botines de los atléticos y aguerridos peces y las palometas estaban descalificadas por voraces y bochincheras. Los “surubíes” y “cachorros” desplegaron sus movimientos elegantes y el resto comenzó a recorrer estudiando las líneas que ya descansaban en el lecho del río a la espera de una captura. Los menos prudentes tironeaban las carnadas sin fijarse a que campeón pertenecía. Unas mojarras se formaron en cardumen y dieron vueltas entre las líneas al ras de la superficie del agua, dando saltitos y aleteando, causando un efecto cómo de hervor que aumentaba el fervoroso clima de las dos competencias.
La primera en ser atrapada fue una tarucha, pobre, era buena en los suyo. Un “amarillo” logró desenganchar a una mojarra que, aún viva, como carnada había sido mal aferrada de un anzuelo para dorados ¡Un verdadero héroe! Mientras nuestro dorado campeón, desencarnaba a cuanto desprevenido competidor se le antojaba.
Así transcurrieron casi 2 horas con corridas, tironeos y atrapadas, cuando a punto de sonar la bocina del fin de la competencia, nuestro pez muerde el anzuelo de de Don Amaya y este de un tirón logra engancharle el anzuelo de modo que la punta, asomaba por uno de los orificios que parecen la nariz de los peces. Debajo y arriba, se hizo un silencio. Amaya luchó duro. Nuestro pez era fuerte pero cansado, sus camaradas vieron cómo era sacado del agua
¡Que cacho de dorado, papá! Exclamó el pequeño Amaya, ¡Con éste te dan el primer premio! Su padre le respondió: Si hijo, es el más grande de todos. Pero el jurado se encontraba a unos 200 metros de donde estaban y el pescador ni siquiera se le ocurrió mostrarlo al jurado, le desenganchó el anzuelo, lo arrimó al agua, le dio una palmadita en el dorado lomo y lo liberó. Bajo el agua, todos los peces suspiraron de alivio y festejaron el regreso de su campeón.
Arriba, el ganador fue el de la mandíbula de tiburón que con un surubí enorme que pendía de un gancho, se llevó el primer premio. Alguien, no se quien, en tono de burla le preguntó ¿Y Amaya, que pasó? Nada, respondió él, hoy no tuve suerte, mientras el hijo le recriminaba ¿Por qué lo largaste? ¡Con ese nos llevábamos el primer premio! Mirá mijito, dijo el sabio padre, vos y yo sabemos que ganamos y con eso me basta y abrazados y en silencio, se alejaron de la muchedumbre.
Sé que esa tarde hubo festejos en las profundidades, pero pocos lo sabemos. Ahora, en la distancia, me lo imagino al viejo Amaya contando a sus nietos, esta y otras anécdotas y también a nuestro dorado reunido haciendo lo mismo a su descendencia, pero en los dos casos haciendo énfasis en ésta del concurso del 76 porque los actos de piedad se sobreponen a todos los demás y afortunadamente, no se olvidan fácilmente.



2 comentarios:

  1. Hola Mario, paso a saludarte, tu post me trajo recuerdos de mi padre, a él le gustaba la pesca, pero no concursaba. Lo peor, si pescaba alguno grande en el Río de La Plata, eran incomibles, por el horrible sabor a petróleo, el Paraná es distinto..... Un abrazo,

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    1. Gracias, Miriam, por tus comentarios.
      Yo nunca tuve paciencia para la pesca, pero siempre me gustaron los pescados del río.
      Tenés razón, hay que ir río arriba para poder comer algo que valga la pena... en Rosario, por ejemplo, hay buenos lugares. Estuve, en febrero del 2012, en un restaurante de la Avenida Pellegrini de esa ciudad. El local se llama Puerto Caboto. La boga a la parrilla que comí allí, estaba magnífica.
      Tengo una parrilla de pescado y un pescador que me provee dorados de Victoria (la ciudad entrerriana que está frente a Rosario)... ¿Qué decir? Sabor, textura y placer... Eso sí, hay que acompañarlo con un vinito tinto medio fuertón.

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