Estas
no son reflexiones sobre la mesa y la cocina, sino sobre la magia que hace que
muchos productos desparezcan de ellas. En algunos casos aparecen prejuicios que
obran como rituales justificadores. En otros la magia es pura. Dedicaré
principal atención al gran condenado, el ajo; pero circularán, en estas líneas,
otros personajes notables. El artículo finaliza con un gesto de esperanza… es
que algunos exiliados lograron regresar de su destierro. (1)
Las imágenes pertenecen al autor o a su biblioteca
Las conclusiones
a las que arribo son enteramente personales, de modo que pueden ser compartidas
o no por el lector. No deben ser tenidas en cuenta en absoluto en el caso en
medie una prescripción médica que sostenga la exclusión.
I Sobre la
fragancia del ajo
Siempre he amado
ese marfil precioso de fragancia iracunda. Linda definición del ajo, ¿no?
Bueno, el cocinero o el gastrónomo conocedor sabe perfectamente que la imagen
retórica no me pertenece, que su autor es Ricardo Neftalí Reyes… en fin,
especulo con que alguien se haya olvidado, no del ajo, sino de la obra del
poeta trasandino que cantó a las joyas alimenticias que los chilenos
arrebataban al mar.
Lo cierto es que
amo el ajo desde su perfume, amo sentir el olor del ajo cuando cocino, amo
todas las comidas que llevan ajo. Siento que encierra una fuerza vital que
ningún otro ingrediente aporta a la comida. Es tan vital, en la cocina, como cocinar
en fogones a fuego abierto; pero éste es un fuego que se puede comer sin
mediaciones.
Algo habrá
fallado en mis parcas lecturas de Kant. Manipular ajo en la cocina y comerlo
luego no es un principio de validez universal. Muchos, desde una pose refinada
lo detestan y han alimentado, por siglos, el prejuicio del rechazo que muchos
aprenden sin haber probado antes.
Sí,
ya lo sé, a muchos les cae mal de verdad… es por eso que aprendí a lavarme bien
para que esa fragancia deje de untar mis manos cuando termino mi faena en la
cocina.
II Sobre la cocina
provenzal y la codificación académica
Dije siglos,
¿verdad? No exagero. La codificación francesa lleva siglos enseñándonos qué
está bien y qué está mal en la cocina… todo debe ser mesurado y delicado en
ella… no hay lugar para la iracundia; pero para que se vea que no estoy
inventando, pondré un ejemplo.
Todos sabemos
que en Buenos Aires, toda fritura que lleva un añadido de ajo y perejil fresco
en el momento del servicio, es calificada como hecha “a la provenzal”. En
realidad, esta clasificación deriva de un desplazamiento que se operó en la
restauración porteña a partir de una única receta que se prepara de ese modo y
recibe ese especificativo, los cuises de rana a la provenzal, publicada por
Jean-B. Reboul en 1910. (2) Ya he hablado de todo esto en un artículo anterior.
(3)
Después de
explicar la receta que todos conocemos, el autor agrega la siguiente oración: “Se
pueden cocinar de la misma manera sustituyendo el aceite por la mantequilla y
eliminando el ajo, que se reemplaza por jugo de limón.” (4) Si esta no es la
imposición es el peso de la academia parisina sobre el gusto provinciano, ¿cómo
debiéramos entender la frase?
Pero yo amo la
barbarie y la cocina salvaje del Mediterráneo y sus sabores intensos y picantes
y su vitalidad conmovedora que invita a limpiarse las manos, cuando se ha
comido algo sin cubiertos, chupándose los dedos. Por eso es que cocino las
ranas a la provenzal con la receta de Reboul… y aprovecho esa gran oportunidad
para comer con las manos.
III Pantumaca en Andorra
Amo el pan con
tomate a la manera catalana. Tuesto el pan apenas humedecido en aceite de oliva,
rallo un diente de ajo sobre la miga y agrego una cucharadita de tomate rallado
y un poco de sal. Sí, ya sé, el tomate se ralla directamente sobre la miga de
pan tostadas; pero a mí me gusta que lleve una cantidad exagerada de tomate.
Los
fundamentalistas del prejuicio anti ajo están en todas partes y uno siempre se
topa con ellos. Puedo entender que te sirvan pantumaca sin ajo en Madrid o en
Buenos Aires; pero no en el ámbito catalán. Pues bien, me sirvieron una ración
de un pan espléndido, bien tostado, con buen aceite de oliva y con buen tomate
rallado sobre la miga en Andorra. Lleno de deseo, le entré con un tarascón…
¡Qué decepción, no tenía ni rastros de ajo!
Le dije al mozo
“pero ¿qué es esto? El pantumaca sin ajo no tiene alma”. Balbuceó una respuesta
cargada de signos de pos verdad, “es porque a las mujeres no les gusta y a los
niños tampoco”. Yo le repliqué que eso no era pantumaca y que si querían
respetar el gusto de todas las minorías, tenían que preguntar con anticipación
si lo queríamos con ajo o no, porque de otro modo estaban excluyendo a la
primera minoría, la de los amantes del pantumaca come il fo.
Así están las
cosas en Occidente, proclamamos nuestro amor por la cocina Mediterránea, pero
sin las bases esenciales del Mediterráneo. Por suerte el aceite de oliva fue
rescatado, en los últimos años, por la academia francesa, que si no...
IV Otros
condenados ilustres
Este artículo no
está relacionado con cuestiones objetivas que pueden explicar la exclusión de
alimentos en la mesa (el gran ejemplo, es el de la prohibición de matar vaca en
La India en épocas en que había una gran demanda de bueyes para la agricultura)
(5); sino a cuestiones subjetivas (v. g., disputas de poder político, campañas
de marketing, modas, etc.). En lo personal, siento que el gran excluido es el
ajo que ha tenido un acceso difícil y restringido en el poderoso prestigio de
la codificación académica francesa que ha contado con grandes exponentes como Marie-Antonin
Careme y Auguste Escoffier. Pero no es el único.
En algunos
casos, las disputas políticas fueron más duras que la simple defensa de la
hegemonía académica. La expulsión de los moros de España en 1609 hizo que el
cilantro y el cuscús partieran al exilio con los consumidores que los tenían en
preferencia. (6) Ambos productos no llegaron a las mesas argentinas hasta muy
avanzado el siglo XX.
Aquí
me limitaré a decir que, en Europa, durante siglos, el cuscús ha quedado
arrinconado en alguna que otra ciudad de Sicilia. Durante el siglo XX ha
adquirido prestigio en Francia a raíz de la relación de este país con el
Magreb, en especial con Argelia, a partir de la política colonial de la Tercera
República. Ese prestigio ha llegado a las mesas argentinas, tardía y moderadamente.
El caso del
cilantro es más curioso, porque llegó a Buenos Aires de la mano del ceviche y
la cocina peruana. Hoy se consigue cilantro en las verdulerías de barrio. Se
consume con mayor frecuencia que el cuscús y podría formar parte del círculo de
los repatriados que consideraré más abajo.
Hay otros
mecanismos que, sin ser tan dramáticos, pueden llegar a ser algo más perversos.
Ocurre a veces que hay productos que se ponen de moda y que, en lugar de
enriquecer nuestra disponibilidad de alimentos, la empobrecen. En algunos
casos, estas modas son impulsadas por campañas de marketing, algunas sostenidas
en supuestas investigaciones científicas que, cada tanto, hacen aparecer algún
“súper alimento”.
Sin llegar a tal
extremo, un caso paradigmático en nuestra ciudad ha sido el del rutilante
reinado de la rúcula que ha arrinconado a otras verduras de hoja que eran
habituales entre nosotros. Ya casi nadie acompaña la tira de asado banderita con
ensalada de radicheta y ajo o el bife de chorizo con ensalada de berro… en la
restauración porteña, todo se sirve sobre un colchón de rúcula.
Estos
reemplazos, decía, empobrecen nuestro gusto… todavía no alcanzo a explicarme
por qué no se consiguen, en Buenos Aires, castañas de pará, muy diferentes de
las de cajú.
V Giuseppe
Tomasi de Lampedusa (intermezzo)
Como en los
banquetes medievales, no viene mal un entremés.
¿Qué tiene que
ver Lampedusa y su Gatopardo con esta historia del ajo y los condenados de la
mesa? Es que junto al ajo, como vimos en la receta de Reboul, el otro condenado
es el aceite. ¿De oliva? Importa poco, simplemente aceite. Las ranas a la
provenzal se pueden freír en manteca decía Jean-B.
Giuseppe Tomasi,
Príncipe de Lampedusa, nació a fines del siglo XIX en el seno de una familia
noble de Palermo. En 1958, poco después de su muerte, ve la estampa su novela El Gatopardo. Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, es el personaje central
de su obra. Está inspirado en la vida de su bisabuelo Giulio IV.
La novela se
inicia con el desembarco de Giuseppe Garibaldi en Marsala en 1860. Poco tiempo
después el ejército de camisas rojas logra ocupar toda la isla e integrar
Sicilia al Reino de Piamonte y Cerdeña. Este hecho es decisivo para que los
ejércitos de Vittorio Emanuele II entren en Roma 10 años después consagrando la
unidad peninsular en un solo Estado, el Reino de Italia.
No me voy a detener en la historia. Sólo
quiero rescatar un episodio. Todo cambia en Sicilia, para que nada cambie claro
está, hacia fines de 1860. Las familias nobles han decidido acompañar la
reunificación de Italia en torno de una dinastía moderna y liberal. El Rey
piamontés, en reconocimiento de esta actitud, envía a un representante a
recorrer la isla procurando un mayor compromiso con su empresa. Entre otras
cosas, ofrece a don Fabrizio un escaño como senador. Los invito a leer esta
descripción sobre las andanzas del enviado que, en definitiva, es lo que nos
interesa aquí:
“La diligencia llegó al anochecer con su
guardia armada en el pescante y con la escasa carga de caras obtusas. De ella
descendió también Chevalley di Monterzuolo, reconocible inmediatamente por el
aspecto aterrorizado y la sonrisita de desconfianza. Se encontraba desde hacía
un mes en Sicilia, para peor en la parte más salvaje de la isla, adonde había
sido llevado desde un pueblo de Monferrato. De naturaleza tímida y
congénitamente burocrática, se encontraba allí muy disgusto. Había tenido la cabeza llena de
bandidos con las que los sicilianos gustan poner a prueba la resistencia
nerviosa de los recién llegados, y desde hacía un mes veía un asesino a sueldo
en cada uno de las salidas de su oficina y un puñal en cada uno de los
cortapapeles de madera que tenía sobre su propio escritorio. Por si fuera poco,
la cocina a base de aceite había puesto en desorden sus vísceras.” (7)
Sí, el aceite
también era un condenado de las mesas en la muy afrancesada corte piamontesa.
Sí, ya sé, es una novela escrita en 1955 sobre hechos que habían ocurrido un
siglo antes. Pero siempre hay algún registro de verdad en la ficción. Juzgo
que, aquí por lo menos, Lampedusa ha querido pintar el contraste entre el norte
y el sur de Italia con pinceladas realistas lo que hace que los hechos que
relata resulten verosímiles.
¡Ah! Como yapa
diré que el peso de la academia en el Piemonte llega hasta nuestros días. Si
hay un plato tradicional en la región es la bagna cauda, una especie de fondue
que se prepara, en su versión italiana, con aceite, ajo y anchoas. He visto
muchas recetas actuales en las que se recomienda hervir el ajo en leche antes
de integrarlo al caldo. Con ello se logra aplacar la iracundia de nuestro
marfil. (8)
VI Condenados
ilustres que volvieron, o arrimaron en bochín sin haber estado antes
Los condenados
volvieron por diversas vías. Del mismo modo que, en la pasta, el gusto
napolitano (al dente) se ha terminado imponiendo al gusto un tanto afrancesado
de piamonteses y toscanos (sobre cocida); (9) el aceite de oliva ha adquirido
un prestigio notable en las mesas que antes los rechazaban por el sólo hecho de
ser una aceite vegetal y carecer del “refinamiento” de la manteca. A los descendientes
actuales de Monterzulo, lo que seguramente debe poner desorden en sus vísceras es
la comida a base de manteca.
El
triunfo del aceite oliva seguramente se relaciona con el prestigio actual de la
denominada cocina mediterránea, (10) tan reciente que Reboul ni se hubiera
imaginado que su libro abandonara los matices del pintoresquismo para ubicarse
en el centro de las preferencias actuales (el ejemplar que poseo pertenece a
una edición facsimilar de 1989, prueba del interés reciente en la obra).
Pero el aceite
de oliva no fue el único en regresar a las mesas. También el cilantro, como ya
dije arriba, que se acercó a las mesas porteñas cuando sucumbimos a la
seducción de la cocina peruana y de su ceviche.
Es más, hay
ingresos impensados hace 50 años, como es el caso de los picantes. Arrinconados
en la cocina argentina de la Puna, han comenzado a bajar a los valles. Hace
unos 25 años que la yasgua, salsa picante de tomate y rocoto rallado, acompaña
las empandas en la ciudad de Salta. Con la cocina peruana y la del lejano
oriente, el gusto por los picantes también llegó a Buenos Aires en este siglo
XXI.
Es sabido que,
salvo contadas excepciones, la cocina francesa y casi todas las cocinas
europeas son dulces. La pimienta usada de modo excesivo con el lomo y la
mostaza a la antigua constituyen algunas de las pocas excepciones. El picante
estaba arrinconado, incluso en el Mediterráneo, en la cocina calabresa.
La última oleada
de inmigrantes italianos que llegaron a La Argentina provenía de Calabria. Extrañaban
mucho el peperoncino en la comida. Por eso durante años cultivaron, en nuestra
ciudad, el ají putaparió, que las damas del barrio denominaban el ají de la
mala palabra… tengo diversos testimonios de su existencia en los hogares en que
los calabreses vivían y en la verdulerías del barrio de Mataderos hacia 1960.
Ahora hasta se
puede conseguir peperoncino en nuestra ciudad y su consumo no está restringido
a las familias calabresas… ¿Llegará la hora para que podamos disfrutar de mi
querida fregancia iracunda sin prejuicios?
Notas y referencias:
(1) Esta idea de
la exclusión de alimentos en la mesa de una determinada tradición culinaria es
tributaria de la obra de Malvin Harris (1985, Bueno para comer: enigmas de la alimentación y la cultura,
Madrid, Alianza Editorial, 1999, 1º edición de 1985). Lo que ocurre
es que el autor norteamericano busca las exclusiones objetivas que son efectos
de las relaciones de producción en coordenadas específicas de tiempo y espacio.
Yo en cambio trato de explorar en la superestructura ideológica, ponderando las
exclusiones subjetivas, incluyendo en ellas las resultantes de la magia de las
operaciones de marketing.
(2) 1910, Reboul,
J. B., “Grenouilles a la provenzale”, en La
cuisinière provençale, Marsella, Éditions Tacussel, 1989, Pag. 153.
(3)
2016, Aiscurri, Mario, “Ranas a la provenzal (revisión)”, en El Recopilador de sabores entrañables,
leído el 3 de enero de 2019 en https://elrecopiladordesabores.blogspot.com/2016/12/ranas-la-provenzal-revision.html.
(4) En francés:
“On peut les cuire de même en substituant le beurre a l'huile, et en supprimant
l'ail, qu'on remplace par les jus de citron.”
(5) 1985,
Harris, Malvin, OP. Cit., pp. 54 y ss.
(6) 2000, Abad Alegría, Francisco, Cuscús. Recetas e historias del alcuzcuz
magrebí-andalusí, Libros Certeza, Zaragoza, pag. 27.
(7) 1958, Tomasi
de Lampedusa, Giuseppe, El Gatopardo, Buenos Aires, Longseller S. A., 2001,
traducción de Dalia G. Sonatore de Acero, pag. 165.
(8) Por ejemplo,
en S/D, Buccolo, Antonio
(autor del prefacio), La grande cucina piamontese, Cuneo, Editrice
Artistica Piamontese, pp. 134-135.
(9) 2007, Dickie, John, Delizia! La historia épica de la comida italiana, Buenos Aires,
Debate, 2014, passim.
(10) Ídem, pp.
292-295.
Me alegra saber que no soy el único que disfrute la barbarie en las comidas.
ResponderEliminarSi bien varias veces he sucumbido ante la subyugante "rúcula y parmesano", nunca dejé de lado la memorable "radicheta y ajo" y no solo como acompañante de carne asada. También me encanta como preludio de pastas con salsa fileto o bolognesa.
Es cierto que sólo lo hago cuando se trata de un encuentro doméstico y nunca en uno social. Lo que no tengo claro es si lo hago por respeto a los demás o por incomodidad propia al no poder higienizar la boca adecuadamente.
Lo cierto es que disfruto muchísimo los sabores fuertes aunque me falta conocer tantos . . .
Gracias, Oscar, por tus comentarios.
EliminarAdoro el ajo, frito en su punto o asado o al horno. Me gusta menos en crudo, y lo detesto hervido. El perejil también es un venido a menos de la cocina donde hoy es todo salvia y romero. Qué bueno sería si al sumar no restásemos, pero es cierto que por cada ingreso que trae una moda, se dan de baja cuatro o cinco otras cosas que caen en desgracia o en el olvido. Un abrazo!
ResponderEliminarGracias, querida Adriana, por tus comentarios.
EliminarEl ajo crudo me gusta en algunas ensaladas (radicheta, espinaca, zanahoria, etc.). En cuanto al hervido, lo descarto siempre porque ya entregó lo suyo al guiso, caldo o salsa que contribuyo a condimentar.
El tema de las modas es un problema. Cada producto nuevo que aparece, desaparecen tres. Llegó la rúcula y se fueron el berro y la achicoria y puso a la radicheta en riesgo.
Son totalitarios algunos: o nada de ajo o demasiado; todo con esta rúcula de acá que parece pasto; nada de manteca; nada de harina; todo con cilantro o menta ( me encanta el cilantro);así no se puede comer ni cocinar rico!
ResponderEliminarGracias, Ritabahina, por sus comentarios.
EliminarEstoy totalmente de acuerdo con usted.