I La cocina argentina que siempre es
criolla, es una cocina de encuentro, de diálogo, de intercambio y fusión. La
investigación sobre la histórica gastronómica nacional, y también la crítica,
por supuesto, debieran estar dirigidas a los distintos estamentos en donde los
encuentros se han ido dando porque ellos reconocen una secuencia temporal
similar, aunque con marcadas diferencias, en todas las regiones de nuestro
trajinado país. Hablo claro está de aquellos fenómenos que han dejado huella en
nuestra cocina del presente, claro está.
Las imágenes pertenecen al autor
Hay un primer diálogo entre los
productos disponibles y la cocina india prehispana. Sobre este primer
encuentro, del que poco ha llegado en su pureza original hasta nuestros días, se
asienta el segundo, el del mestizaje indio criollo. Es allí donde aparecen muchos
platos que podemos identificar con facilidad tal como los conocemos hoy (v. g.,
el locro que combina legumbres y hortalizas americanas con carnes españolas).
El siguiente es el diálogo de
esta cocina criolla colonial con el trasiego culinario de la inmigración,
especialmente italiana, pero también árabe y de otras procedencias. Los
productos más significativos de esta etapa son las pastas (ojo que la inclusión
del sofrito español y la condimentación con comino en las salsas son datos
importantes en este encuentro), las pizza y las verduras que pueden acompañar
un buen asado (v. g., la ensalada de morrones cocidos al rescoldo y servidos
con aceite y ajo). Esta etapa supuso
también la incorporación de nuevos productos. Algunos que se descubrían o
redescubrían en la tierra y otros que eran incorporados desde la importación de
especies alóctonas.
Pero el
puerto no sólo permite el intercambio de mercaderías y de personas, también facilita el intercambio de ideas en general y de ideas culinarias en particular. Por esta vía se han producido novedosos encuentros en los últimos
años que han generado una serie de platos que sin duda debemos incorporar a
nuestro acervo cultural. Entre los más recientes, tenemos las cocciones al wok,
las hamburguesas y el sushi, que pueden encontrarse en muchos restaurantes
porteños junto con las carnes asadas, las milanesas y las pastas.
He buscado un nombre para
caracteriza con algún atributo característico la manera de reconocer esta
culinaria, la nuestra, la que se ha formado históricamente a partir de un
recetario que ha ido enriqueciéndose con el tiempo en torno de un gusto
colectivo socialmente constituido y más estable.
Víctor Ego
Ducrot la llama cocina cocoliche. Hay un hallazgo en la expresión que refiere
al encuentro de las distintas corrientes inmigratorias en los conventillos de
Buenos Aires de fines del siglo XIX y principios del XX. La palabra cocoliche
no sólo da la posibilidad de celebrar los encuentros, sino la de nombrar la
identidad diferenciada del resultado. Sin embargo, la idea me parece que limita
el fenómeno a la Pampa Húmeda y debemos
tener en cuenta que la cocina nacional excede al ámbito geográfico de esa
región.
En la bella
ciudad de Aluminé, hay un restaurante que se llama Cocina de Encuentro. Su
nombre promete más que lo que da, no porque no ofrezca una cocina de encuentro,
sino porque el costado indio criollo faltó a la cita en esta celebración. La
oferta de platos es muy buena y su nombre es original. Es por eso que lo
utilizo como figura didáctica. Otros podrían hablar de cocina fusión, pero el concepto le quita el
sabor a comensalía que tiene un encuentro.
He escrito
un artículo específico que expone cómo se han dado estos encuentros en las regiones culinarias argentinas, de modo que no me detendré en ello más allá de
los ejemplos.
II Hace muchos años se hablaba con orgullo de
La Argentina como crisol de razas. Este concepto desapareció hace varias
décadas junto con la idea de que los argentinos podemos hablar con orgullo de
La Argentina. Este crisol de razas es el que ha permitido los encuentros
culinarios más diversos. Hubo así intercambios significativos, sobre todo en
aquellos lugares en donde la presencia de la inmigración europea se hizo sentir
en mayor medida.
Sin embargo, no todo lo que
venía en los atados de los inmigrantes era volcado al intercambio común.
Algunas cosas quedaron restringidas al ámbito propio de los miembros de las
colectividades y a los espacios territoriales determinados donde los grupos se
asentaron. Esta introspección culinaria, no supuso, por cierto, que estas
personas dejaran de acriollarse. Es así como en esos rincones también aparecen
platos únicos que debemos sumar a nuestro capital culinario. Daré dos ejemplos.
La bagna cauda de la Pampa Gringa se
hace con crema, producto que no se utilizaba en el Piemonte italiano. El gefilte fish entrerriano debe llevar necesariamente boga y dorado entre sus
ingredientes. Está claro que estas especies no se conocen en los grandes ríos
de la Europa oriental.
El fenómeno no quedó
constreñido a algunos sectores de la inmigración, también se ve en las cocinas
regionales que durante mucho tiempo se desarrollaron en forma aislada y que,
cuando empezaron a dialogar entre ellas tuvieron diversa fortuna. Es evidente,
por ejemplo, que el noroeste argentino logró imponer su personalidad en los
años sesenta y setenta del siglo pasado, en tanto que la riqueza culinaria
indio hispano criolla del noreste quedo relegada. También he escrito
recientemente un artículo sobre las sombras a las que está sometida la cocina
indio criolla en nuestra Patagonia. Está muy claro que los piñones de araucaria
y las carnes de choique y chulengo no han tenido la misma fortuna de
consagrarse en Buenos Aires que la quinoa y la carne de llama.
III Está muy bueno que tengamos
técnicos bien formados en todas las materias vinculadas con la gastronomía
(cocineros, sumilleres e ainda mais). Está bueno que en su formación se tengan
en cuenta las referencias a las grandes culinarias del mundo y a sus
desarrollos académicos. Pero también está bien reconocer la existencia de un
gusto, de una personalidad culinaria con identidad propia y defenderla.
Está muy
bueno que nuestros gastrónomos desarrollen una refinada cultura que entre en
diálogo con las tradiciones culinarias más significativas del planeta, incluso
con los modelos académicos que los cocineros del mundo toman como tales (v. g.,
la cocina francesa). Pero estará mejor, si ese diálogo se hace desde lo propio,
desde la tierra de uno, desde nuestra propia identidad.
El gran
cocinero peruano Gastón Acurio es un ejemplo a imitar en ese sentido. Ha
llevado a la cocina peruana a grandes niveles de sofisticación y de
internacionalización sin que pierda su esencia. Pero, para ello, se ha impuesto
la misión de recorrer, permanentemente, los pueblos de su país en busca de las
ideas que nutran su cocina.
Obviamente, los gustos cambian
y se refinan; pero lo importante es que ese refinamiento parta desde lo propio
y no desde una postura importada. A los argentinos nos gusta, por ejemplo,
ponerle queso a todo. Evidentemente, el gran paraná al roquefort no es un plato
digno de un tripazai, pero eso no debe clausurarnos el acceso a otras
combinaciones posibles de pescado y queso. Otro tanto ocurre con nuestra
propensión a rechazar el picante y a comer las carnes en abundancia y excesivamente
cocidas. Son todos aspectos de nuestros gusto que debe ser tenidos en cuenta a
la hora de realizar propuestas gastronómicas o exponer una crítica. Este gusto
se ha constituido socialmente a lo largo de nuestra historia. Opino que debemos
apostar a refinarlo y no a contrariarlo porque el resultado puede ser el de una
confusión.
“Olvidado de que ya lo era,
quise también ser argentino” dice Jorge Luis Borges en el prólogo de 1969 a su
libro Cuaderno San Martín. Hoy tendríamos que decir que “por más de que
quiera olvidarme, seguiré siendo argentino”. De modo que en estos encuentros y
desencuentros debe estar apuntada la crítica gastronómica que quiera dar cuenta
del desarrollo de nuestra restauración. Porque es en esos entresijos de nuestra
vida social en donde se ha ido formando nuestro gusto argentino y es, en esos
mismos rincones en sombras, en donde ese gusto se irá modificando de manera más
misteriosa que premeditada. De modo que estar voluntariamente en la vereda de
enfrente, tratando de imponer un gusto supuestamente escolástico, supone mirar
desde un dogmatismo que nos coloca en el lugar de una elite injustificada y nos
conduce a un camino sin destino.
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