¿Cuántos viajes hice a la ciudad
de 9 de Julio? No menos de veinticinco. Todos han sido muy
importantes en mi vida, pero el que hice en Octubre de 2011, me ha
movilizado de manera singular. ¿Por qué? Porque viajé con total
conciencia. Alguien dijo, no sé quién, que todo viaje es un
recorrido hacia el corazón de uno mismo. Así lo siento, por
cierto, cada vez que cierro la puerta de calle y encaro el camino,
aunque mi destino esté a poco más de veinte cuadras de casa. Sin
embargo, esta vez fue diferente porque partí buscando algo concreto:
alinear, casi escribo aliñar, mis recuerdos con los de otros y
recuperar los sabores de la mesa y las imágenes de las calles que
poblaron mi infancia.
Llegué y mi tía me esperaba con
mate, galleta y chorizos chacareros. Mi tía María Luisa, que todos
conocemos como la Chocha, nació en un pequeño pueblo de la
Provincia de Buenos Aires que ya he mencionado al pasar. Era en una
pequeña chacra como a medio kilómetro de 12 de Octubre que tendría
unos quinientos habitantes y pertenecía al Partido de 9 de Julio,
ciudad de la que distaba poco más de 30 km. En la cocina económica
de la chacra, comenzó su aprendizaje culinario con doña Agustina,
su madre.
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Mi plan era volver a los lugares
de la infancia: 12 de Octubre y Dudignac; pero también quería darme
una vuelta por French (o Frenche, como dicen los paisanos del lugar)
y Quiroga, lugares tan desconocidos para mí como presentes en el
sistema de relaciones familiares y afectos. Los veraneos, desde mi
más tierna infancia, se repartían en la chacra de mis abuelos en el
Doce o en la casita del Nueve (así llamaban, y llaman, al pueblito
alejado y a la ciudad); pero también incluían, invariablemente, un
fin de semana en Dudignac, donde me esperaban mis primos con
aterradoras historias de rayos que caían a la tierra como una bola
de fuego en las noches de tormenta. Frenche es un pueblo pequeño
por el que pasaba, a veces, el colectivo que iba desde 9 de Julio a
12 de Octubre. Quiroga, allá donde el Partido de 9 de Julio tiene su
confín con los de Carlos Casares, General Viamonte y Lincoln, era el
lugar donde vivían mis primos Toledo a quienes veía mucho menos que
lo que deseaba.
Plan ambicioso. Para realizarlo
hubiera requerido de una minuciosa planificación, de una
disponibilidad mayor de tiempo y de un acompañamiento propicio del
tiempo climático. Como además llevaba otros objetivos, tuve que
limitarme a una maravillosa caminata por las calles de Dudignac y una
“vuelta del perro” por la plaza de French.
¿Otros objetivos? Sí, quería
traerme recetas y recuerdos de la cocina de mi abuela que, suponía,
atesoraba mi tía. Las conseguí, por cierto, pero me encontré con
algo más que un puñado de recetas. Costumbres ancestrales que mis
abuelos habían continuado en la vida familiar. La quinta de
verduras, los árboles frutales y las gallinas y los cerdos para uso
familiar.
Reflexiono en esta cosas y en
otros viajes, otros lugares y otros tiempos, también. La huerta
riojana y el cerdo criado en la casa eran la fuente de equilibrio
nutricional de los riojanos que vivía sumidos en la pobreza a
principios del siglo XX. La tierra no ofrecía horizontes como dan
cuenta algunos testimonios que he podido recoger en estos años.
Inocencio Arévalo llegó a ser el hombre más viejo de España hasta
que falleció en Marzo de 2011 en la Villa de Igea a la edad de 109
años. Había nacido el 28 de diciembre de 1901, unos meses después
que mi abuela Agustina. Luis Aiscurri, mi primo, llegó a conocerlo.
Manolo, un joven igeano con el que conservo relación epistolar, me
refirió que don Inocencio solía decir que en 1911, setenta jóvenes
de veinte años, se marcharon del pueblo para venir a La Argentina,
dejando una calle vacía.
En 2007 y en 2009 estuve en la
Villa de Igea, caminé sus calles, encontré familia... en otros
textos cuento la historia de esos viajes y el encuentro con la
maravillosa tía Carmen, la Caracola, prima hermana de mi madre que
me abrió la puerta de su casa sin haberme conocido antes por el sólo
hecho de ser nieto de su tío. La tía Carmen me llevó a la casa de
sus primos de la familia Espada. En todas ellas había huertos. Los
hijos de mi tío abuelo Marcelino Espada, por ejemplo, llegaron a
decirme que cuidaban más el huerto que la casa. Efectivamente, así
sigue siendo con los adultos mayores que habitan Igea.
Lo que vi en esos viajes ya lo
había visto antes... en realidad entrevisto, en los relatos de los
abuelos y en viejas fotografías que conservo. La abuela Agustina me
contaba de su pueblo, describía como se apoyaba en las sierras, como
se entraba a las casas por una calle y el sótano tenía salida a la
otra. Pero, ¿era lo mismo entrar por una puerta o por otra? No,
porque el sótano oficiaba de granero y corral. El relato siempre me
pareció fantástico porque en la chacra de 12 de Octubre, los
animales no encontraban cobijo en las casas, sino en sus corrales. En
2007, caminaba yo por las calles solitarias de Valdeperillo (un
pequeño pueblo que está a unos doce kilómetros de Igea), todo era
silencio y soledad. Las casas mejor mantenidas eran habitaciones de
fin de semana o vacaciones. Allí parecía no vivir nadie. De pronto,
di con una fuente, un grifo público, y un cartel que decía “agua
apta para el consumo humano”. Sorprendido seguí caminando. Me
apoyé sobre unas tablas que oficiaban de puerta. Sentí la fuerte
agitación de un ser vivo detrás de ella... el gruñido del animal
molesto, me permitió advertir que se trataba de un cerdo. Un cerdo
pacía, ¿esperando su San Martín?, en el interior de una vivienda
de Valdeperillo... Y ya no pude arrancarme del asombro y volver a la
caminata paciente de un turista que nada tiene que ver con el lugar y
saca fotos para mostrar a sus amigos... estaba en un lugar íntimo,
entrañable, que indudablemente también era mi vida...
De esas tradiciones y de esos
cuidados vinieron mis abuelos. En Mataderos, a mediados del siglo XX,
aún había quintas y gallineros en algunas casas. En casa, había
dos limoneros, un mandarino, un laurel y tres parras y u pequeño
cuadrado de tierra en donde mi abuelo sembraba radichetas. El
gallinero era aún dormitaba en la memoria familiar. Oscar y Maruca
tuvieron durante años una quinta en su casa de La Tablada. Pero fue
en 12 de Octubre donde la tradición riojana se conservó plenamente.
Allí la familia se levantaba muy
temprano. Tío Pichón, por ejemplo, ordeñaba las vacas a las cinco
de la mañana. Mi abuelo tenía clientes para esa leche en el pueblo.
Doña Agustina preparaba las botellas con leche recién ordeñada que
don Eugenio repartiría. El primero que se levantaba, avivaba el
fuego en la cocina económica. Todos intercalaban sus tareas con un
desayuno que consistía un gran tazón de leche o mate amargo y
galleta de piso con manteca casera. Cuando todo estaba listo, el
viejo cargaba las botellas en el sulky y, si daba para ello, un tarro
de 50 litros para llevar a la usina de acopio que había en el pueblo
para proveer de leche a los centros urbanos. A la vuelta traía
vituallas y víveres, pero nunca verduras, huevos y otros elementos
que se preparaban en la casa para consumo de la familia.
Doña Agustina, mujer bravía,
ayudaba como el que más en las tareas rurales, pero dedicaba buena
parte de su tiempo para preparar los alimentos para la familia. A
veces daba de comer a las gallinas y recolectaba huevos, preparaba
queso y manteca y mantenía la quinta cercana a la casa. Cuidaba
mucho esa quinta (no más que la casa, pero casi). Ordenaba surcos y
almácigos, sembraba y carpía, quitando pasto y malezas, conducía
el agua para el riego en los momentos oportunos. Cuando era
necesario, cosechaba los frutos que estaban maduros. Era maravilloso
verla ir a la quinta y elegir lo mejor para preparar el almuerzo
justo en el momento en que tenía que llevar esos productos a los
fuegos o las ensaladeras. Éramos pobres, dice mi tía, y comíamos
lo que había... si no había tomates, el estofado se hacía sin
tomates... si no había morrones, se prescindía de ellos. Yo no veo
pobreza, sino riqueza en esa vida. Riqueza y sabiduría para
enfrentar la necesidad con el producto del diálogo entre las manos
conservadoras de memorias ancestrales y la tierra. En esa época, en
mi familia, no había alergias que impidieran ese contacto, ese
diálogo.
La abuela preparaba conservas de
tomate, ajíes y berenjenas; quesos y manteca; escabeche con animales
que ocasionalmente los hombres cazaban. Pero lo más importante era,
en los días más crudos del invierno, carnear un chancho y hacer las
facturas que se consumirían a lo largo del año, hasta el próximo
invierno.
El gastrónomo Miguel A. Román
publica notas muy interesantes en internet. Sigo con pasión sus
textos, recientemente he leído uno que se denomina “A cada puerco
le ha de llegar su San Martín” (consultado el 13 de Octubre de
2011 en
http://librodenotas.com/encasadeluculo/9954/a-cada-puerco-le-ha-de-llegar-su-san-martin).
Describe allí, como las familias campesinas españolas criaban un
cerdo para matarlo con los primeros fríos del invierno, generalmente
el 11 de noviembre que es el día de San Martín de Tours, lo que
explica el origen del dicho. El texto me encantó porque me hizo
acordar del sacrificio del chancho de la familia en 12 de Octubre.
Sólo que el día de San Martín, en la pampa húmeda es primavera y,
por ello, la matanza se hacía a fines de Junio o principios de
Julio.
Mi abuela en persona ultimaba al
porcino al que le daban múltiples aplicaciones. Con la sangre
preparaba morcillas según las dos grandes tradiciones españolas: la
castellana con arroz y la vasca con cebolla de verdeo. En La
Argentina, llamamos morcilla vasca a la que lleva pasas de uvas y un
dulzor aportado por el agregado de azúcar en proporciones moderadas.
Mi abuela le agregaba pasas de uva a la morcilla con arroz. Los
costillares no se conservaban, se consumían asados en esos días.
Los cortes que se aprovechaban para los encurtidos eran la bondiola,
el jamón (casi nunca le usaba la pata entera, sino trozos
deshuesados) y el tocino. Con las partes cartilaginosas (v. g., las
orejas y otros recortes), se preparaba el queso de chancho. Las
grasas que podías separarse de los músculos, luego de un proceso de
cocción, aportaban los chicharrones y la manteca de cerdo que tenía
muchas utilidades en la cocina. Todo se aprovechaba para hacer esas
facturas exquisitas de sabores inigualables y de energías
prometidas. Todo se aprovechaba, pero la vedette, el gran producto
eran los chorizos que puestos a secar en un lugar fresco, o en
recipientes llenos con la misma grasa del animal, daban alimento
sustancioso durante todo el año por venir. En verano era un placer
comerlos en el desayuno con un pedacito de galleta y manteca casera
que mi abuela preparaba con la leche de sus vacas.
Otro producto de la carneada era
el unto sin sal. Se trataba de la grasa de cierta parte del cerdo que
era conservada en el velo y que servía como remedio casero. Mi tía
recuerda que era muy útil para evitar la infección en las heridas
que se producían con facilidad en la rudeza de las tareas del campo.
12 de Octubre era estación del
Ferrocarril Belgrano. Cuando el invierno estaba muy avanzado,
recibíamos carta de mi abuela. Había que ir un determinado día, en
un determinado horario, a la estación Tapiales, la más cercana a
Mataderos. Allí nos esperaba una caja de madera terciada, cerrada
con un candado. Era la encomienda que la abuela enviaba. En el fondo
solía haber queso, chorizo, queso de chancho, morcilla y arriba
huevos frescos. Gracias al buen dispositivo de estibaje y a la
solidaridad de los ferroviarios que conocían perfectamente el
contenido de esas cajas, todo llegaba a la ciudad en perfecto estado.
Pero esas costumbres se fueron
perdiendo en la ciudad y en el campo. En la ciudad nos alejamos cada
vez más de la naturaleza. En aquellas casas en donde aún se
conservan parrales, por ejemplo, se aprovecha la sombra fresca en el
verano, pero se cortan los racimos de uva poco antes de que maduren.
¿Son tan razonables las razones para ello? Cuando las uvas maduran,
dicen, la casa se llena de ratas. Me pregunto si no hay manera de
combatirlas (mi abuelo lo hacía). Sí, tal vez, pero queda el
problema de la suciedad que las uvas caídas y aplastadas sobre el
piso dejan. Algo anda mal en Buenos Aires. Cuando veo como crecen en
la ciudad las patologías provocadas por las alergias en la
primavera, no dejo de asombrarme de cómo nos enferma la vida, de
cómo nos enferma el contacto puro con la naturaleza.
Lo cierto es que la quinta y la
granja (los animales para consumo en la familia) están en franca
retirada como nos cuenta Miguel A. Román en el texto que citamos...
pero, ¿están totalmente en retirada?
Mi tía vive hoy en la Ciudad de 9
de Julio, su trabajo está relacionado con servicios estrictamente
urbanos y, aunque la ciudad no es tan grande, pasa muchas horas de su
vida trabajando fuera de la casa. Sin embargo, tiene una pequeña
quinta y algunos árboles frutales que sigue cuidando. Mi prima
Verónica tiene veintitantos (no tantos) años. Su marido es
contratista de obras. Pasa muchas horas fuera de su casa, pero cuando
regresa, su quinta está esperando sus cuidados... en rigor, espera
los cuidados de la familia porque todos contribuyen en su
mantenimiento.
En la actualidad hay un resurgir
de la carneada y de la elaboración de facturas de chancho. A veces
es por motivos más comerciales que de vindicación tradicionalista
porque hay una cierta inclinación a valorar los chacinados
artesanales sobre los industriales. No sólo no está mal, sino que
está muy bien porque mejora la calidad de vida. Hay quien se
interesa en la búsqueda de los mejores productos para su cocina, lo
que asegura un destino para las huertas. Hay muchos que conservan la
huerta y buscan las facturas de chancho artesanales porque eso los
conecta con una identidad que aún tiene oportunidades de seguir
viva. No es difícil encontrar en 9 de Julio carnicerías que ofrecen
con orgullos esas facturas que son de producción propia, como
tampoco panaderías que hornean distintos tipos de galleta.... ¿y en
Buenos Aires? Hasta hace un par de años, cuando el cuerpo aún les
respondía, mis tíos Oscar y Maruca conservaban la costumbre de
cultivar tomates en su casa de La Tablada.
Es Octubre y la primavera se
insinúa con su carga de vitalidad. Decidí emprender el regreso a
media mañana. Pasé a saludar a mi tía. Me esperaba con una bolsa
de facturas de cerdo que prepara el carnicero que tiene su negocio a
la vuelta de su casa... y con un enorme atado de acelgas recién
cortadas de su quinta y unos frutos bien maduros del limonero que
allí se enseñorea. Ya en Buenos Aires preparé una tarta
pascualina... hacía mucho tiempo que no comía algo que tan
exquisito. Mis humildes macetas con orégano, menta, tomillo y romero
enrojecieron de envidia.
Hola Mario, leer tus notas me transporta a lugares y momentos vividos. El recorrer los pueblos en donde vivieron mis abuelos, el ver que todavía tengan una quinta con verduras y animales, los preparativos para la matanza...
ResponderEliminarMi trabajo en la escuela de La Tablada( Av. Crovara), mi primer PH en Tapiales y ser fundadora del Nacional de Tapiales. Vivir mi juventud en la casa chorizo de Mataderos, ser docente de la escuea de Av. de los Corrales y hasta ir al campo y llamar a grito pelado a la vaca Nora que estaba pastando por el campo.Qué felices eramos, cuánto ha perdido de vivir la juventud actual, saltar zanjas, cazar mariposas y bichitos de luz, mientras se caminaba por la vereda escuchar todas las radios al unísono con el mismo programa y el olor a puchero que salían de las casas.
Uffff! Creo que me enganché en un volver a vivir!, Bueno yo no soy la culpable, tu entrada me dio pie a que los recuerdos volvieran a mi.
Saludos y por si no te lo dije tu entrada me encantó.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarGracias, Norma, por tus comentarios que me alientan y alimentan.
ResponderEliminarMe provocan, además, otras reflexiones y comentarios.
Mi tío Oscar vive aún en La Tablada. Tiene 91 años y hasta hace tres o cuatro años todavía cultivaba sus tomates.
Creo que el volver a vivir del que hablás es un jardín de senderos que se bifurcan: puede conducirnos a la nostalgia y la melancolía o a una actitud vital de recuperación y reinserción en el presente de algunas de aquellas prácticas (v. g., preparar una receta o cultivar un pequeño almácigo en el jardín o en el balcón de casa).
En particular, te cuento, no publico ninguna receta que no haya practicado, y que no desee volver a practicar, tengo un limonero en un rincón de jardín de casa (vivo en una planta baja) y cultivo hierbas aromáticas.
Con esto no pretendo restaurar un pasado perdido que, además de las cosas buenas que uno recuerda, también estuvo lleno de pesares que uno ni quiere recordar; sino aportar algo para que el presente que vivimos sea un poco más humano (una lagrimita aislada por los recuerdos es parte de lo humano).
Lo último, te habrás dado cuenta por mi edad que no fui a la escuela de la Avenida de los Corrales, sino a la de Coronel Cárdenas.
Querido Mario, recuerdo en las carneadas, que la abuela cocinaba en un gran puchero, los huesos, el cuero y las orejas del chancho, se me hace agua la boca de solo recordarlo,hay tantos recuerdos!!!!, tengo la imagen grabada de abuelo sentado en un banquito con una varilla de alambrado, desgranando maiz para darle de comer a las gallinasun, un abrazo.Luis
ResponderEliminarHermosos recuerdos. Nosotros viajábamos todos los fines de semana a San Andrés de Giles, donde había nacido mi papá. Mi abuela se llamaba María Luisa :) Y te digo, en ese momento no disfrutaba tanto como ahora de mis recuerdos. Añoro volver, pero no será lo mismo. Un abrazo, y Felices Pascuas.
ResponderEliminarMario, recuerdo que la abuela hacia un tremendo puchero donde ponia las orejas, el cuero y los huesos del chancho, se me hace agua la boca de recordarlo, y tambien cuando se hacia la manteca y el queso. Tengo la imagen gravada de el abuelo sentado en un banquito frente al galpon, con una varilla de alambrado, gesgranando maiz para darle de comer a las gallinas. Un abrazo
ResponderEliminarGracias, Miryam, por tus comentarios.
ResponderEliminarClaro que no será lo mismo, pero puede llegar a ser un lugar tan entrañable como aquél.
Gracias, Luis, querido primo, por tus comentarios.
ResponderEliminarEl abuelo también tenía una pequeña máquina que molía el maíz.
¡Qué desayunos aquéllos! Huevos fritos en tocino, manteca casera, leche recién ordeñada, chorizo seco y galleta de campo.
Sería lindo encontrarme todos los lunes a la mañana un artículo como este para leer. Lindísimos recuerdos de Chocha, la abuela Agustina y todos en 12 de octubre. Y, ya que estamos, muy gratos recuerdos de esos chorizos caseros. Un abrazo. Ernesto.
ResponderEliminarGracias, Ernesto, por tus comentarios.
ResponderEliminarHasta hoy, dudaba de mi equilibrio mental. Te digo que hasta llegué a creer que los chorizos de la abuela Agustina era producto de mi imaginación.
Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarEscribes estupendamente!!!
Soy de Buenos Aires, de la provincia, y me siento identificada con lo que cuentas.
Nada mejor que un buen chorizo con unos mates!
Que tengas un buen día!
LORENA
Gracias, Lorena, por tu comentario.
ResponderEliminarNotas de mi cocina es un blog excelente.
Me emociona profundamente la forma en que relatás las experiencias de nuestra niñez porque permite hacerme aflorar los sentimientos que la vida citadina fue cubriendo con sus urgencias.
ResponderEliminarValoro tu propuesta de no quedarnos en el recuerdo y trabajar para recuperar las actividades que nos ponen en íntimo contacto con la Madre Tierra y, por qué no, con Dios.
Recordando mis experiencias en el 12, tengo muy presente ese artefacto con una manija importante (al menos para mí en ese entonces) que permitía fácilmente desgranar los choclos para alimentar los animales.
También tengo la impronta de una experiencia inolvidable cual fue la de llevar ese maíz a los chanchos y, al convocarlos con el sonido habitual, se vinieron todos juntos, a los gritos, en una escena digna de una película de Sordi (¡qué viejazo!) que me apabulló de tal manera que debí pasar al otro lado del alambrado batiendo el récord mundial de los 5 m. con vallas y el salto en alto.
También me relamo con la añoranza de los desayunos con manteca casera y leche GORDA . . .
Muchas gracias por acercarnos a la emoción.
Gracias, Oscar, por tus comentarios.
ResponderEliminarEse contacto con la Madre Tierra y, por qué no, con Dios nos devuelve todo lo que tenemos de humanos y que hemos ido perdiendo en el mundo mediatizado de nuestros días. Por eso prefiero las ferias y los mercados que resistentes, con su vendedores pícaros, pero simpáticos, a los supermercados y su apuro de cajeras facturando.
Ayer estuve en la Feria de Mataderos. El sol radiante como en los otoños de la infancia, hollando territorio conocido... Como disfruté comprando quesos y vinos vendidos por los propios fabricantes. Nadie en el medio, sólo ellos y yo y sus productos deliciosos.
Estimado Mario.(!)
ResponderEliminarTe felicito por este hermoso blog, hay pasión y eso se nota, entonces no me queda mas que felicitarte.
Esta nota tiene un dejo de sabor, a infancia, a recuerdos y claro a buen gusto.
Te dejo mi blog.
www.gazpachoss.blogspot.com
enhorabuena!
Saludos
Federico
Gracias, Federico, por tus comentarios:
ResponderEliminarEstuve bichando tu blog, como dicen los orientales, me pareció muy interesante. Sólo que no encontré la manera de hacerme seguidor.
Estimado Mario,
ResponderEliminarque lindos recuerdos me trajo la atrapante lectura de tu texto!
En las vacaciones de julio llegaban mis tíos y prima desde la Capital hasta Rufíno porque era el tiempo de "hacer la carneada"...las morcillas dulces constituían un autentico majar para el desayuño de mi padre! recuerdo que hacían unos chorizos a los que le decían "sabadeños", por supuesto copia exacta de los que hacían en Igea.Preparar las morcillas, picar la carne para los chorizos, freir la grasa, hacer tortas de chicharrones( cuan alejados estamos con todo esto de la comida light, no? )eran algunas de las tareas de esos días tan ajetreados
A los más chicos de la familia nos ponían a atar los chorizos,y recuerdo como nos lastimábamos los dedos con el hilo!
Muchas familias de Rufino ( con ancestros españoles e italianos)hacían las carneadas, por eso cuando se iba de visita en lugar de caramelos o bombones se llevaba de regalo CHORIZOS!
También ,cuando ibamos en tren a la Capital, el regalo más apreciado era una caja de zapatos llena de huevos frescos, cuya yema rojiza por el maíz que comían nuestras gallinas, terminaba en una gran tortilla de papas con chorizos colorados!!!
De solo recordarlo se me hace agua la boca!!!
SALUDOS
MATILDE
Gracias, Mati, por tus comentarios.
EliminarHuevos frescos y chorizos chacareros eran los mejores regalos que recibíamos de mis abuelos que vivían en el campo en el Partido de 9 de Julio.
Mi abuela también hacía morcilla dulce. En casa la llamábamos morcilla vasca. Sin embargo, en este último viaje no vi morcillas con esa denominación que se les parecieran. ¿Qué opinás al respecto?