Lucio
V. Mansilla (1831-1913), militar y escritor argentino, es reconocido
como uno de los mayores exponente de la llamada Generación del 80.
Entre sus obras más importantes se encuentra Una
excursión a los indios ranqueles,
donde expuso las experiencias obtenidas en la expedición que encaró
en 1867 bajo directivas del Gobieno Nacional. La técnica utilizada
para relatarlas es el uso de un estilo espistolar. Efectivamente, los
capítulos tienen la forma de cartas dirigidas a un amigo, Santiago
Arcos; pero sólo se representa en él un destinatario retórico, un
recurso para justificar el estilo.
El fragmento que se presenta a
continuación describe el banquete con el que Mariano Rosas, el
cacique de los ranqueles, agasaja a Mansilla. El servicio de comidas
fue pantagruélico, así lo califica el autor. Primero, una fuente
por persona con carne cocida y caldo aderezado con cebollas, ají y
harina de maíz; luego, carne asada y, finalmente, un postre de
algarroba y maíz pisado. Después de profusas libaciones, llega el
turno del brindis que resulta a la vez un ritual de domostración de
hombría: el yapaí.
“Pasamos
a la enramada, que quedaba unida al toldo. Este es siempre de cuero,
aquélla de paja, generalmente de chala
de maíz. Otro
día, cuando entremos en un toldo, veremos cómo está construido y
distribuido; hoy quedemos en la enramada, que era como todas, un
armazón de madera, con techumbre de plano horizontal. Tendría
sesenta varas cuadradas.
“Allí
habían preparado asientos. Consistían en cueros de carneros,
negros, lanudos, grandes y aseados; dos o tres formaban el lecho,
otros tantos arrollados, el respaldo. Estaban colocados en dos filas
y el espacio intermedio acababa de ser barrido y regado. Una fila era
para los recién llegados, otra para el dueño de casa, sus parientes
y visitas. La fila que me designaron a mí miraba al naciente; a la
derecha, en la primera hilera, veíase un asiento, que era el mío,
más elevado que los demás, con respaldo ancho y alto con dos rollos
de ponchos a derecha e izquierda, formando almohadones.
“Todo
estaba perfectamente bien calculado, como para sentarse con
comodidad, con las piernas cruzadas a la turca, estiradas, dobladas;
acostarse, reclinarse o tomar la postura que se quisiera.
“Frente
a frente de mí se sentó Mariano Rosas; aunque él habla bien el
castellano, lo mismo que cualquiera de nosotros, hizo venir un
lenguaraz. Convenía que todos los circunstantes oyesen mis razones
para que llevasen lenguas a sus pagos y se hiciese en favor mío una
atmósfera popular.
“El
parlamento comenzó como aquellos avisos de teatro del tiempo de
Rosas, que decían, después de los vivas
y mueras de costumbre (¡y
qué costumbre tan civilizada y fraternal!), se representará el
lindo drama romántico en verso Clotilde,
o el crimen por amor,
verbigracia, que cuadraba tan bien con el introito del cartel como
ponerle a un Santo Cristo un par de pistolas.
“Es
decir, que en pos de las preguntas y respuestas de ordenanza: ¿Cómo
está usted, cómo le ha ido con todos sus jefes y oficiales, no ha
perdido algunos caballos?, porque en los campos sólo suceden
desgracias, vinieron otras inesperadas; pero todas ellas sin interés.
“Yo
hablé de los caballos que me habían robado en Aillancó, del saqueo
de Wenchenao a las cargas, y lo hice con vivacidad, apostrofando a
los que así me habían faltado al respeto, pareciéndome que mi tono
de autoridad llamaba la atención de todos.
“Haría
cinco minutos que conversábamos, traduciendo el lenguaraz de Mariano
sus razones y Mora las mías, cuando trajeron de comer.
“Entraron
varios cautivos y cautivas -una de éstas había sido sirvienta de
Rosas- trayendo grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los
mismos indios, rebosando de carne cocida y caldo aderezado con
cebolla, ají y harina de maíz.
“Estaba
excelente, caliente, suculento y cocinado con visible esmero.
“Las
cucharas eran de madera, de hierro, de plata; los tenedores lo mismo;
los cuchillos comunes.
“Sirvieron
a todos, a los recién llegados y a las visitas que me habían
precedido.
“A
cada cual le tocó un plato con una fuente.
“Mientras
se comía, se charlaba.
“Yo
no tardé en tomar confianza; estaba como en mi casa, mejor que en
ella, sin tener que dar ejemplo a mis hijos.
“Comía
como un bárbaro, me acomodaba a mi gusto en el magnífico asiento de
cueros y ponchos; decía cuanto disparate se me venía a la punta de
la lengua y hacía reír a los indios ni más ni menos que Allú a la
concurrencia.
“Al
que se me acercaba, algo le hacía: o le daba un tirón de narices, o
le aplicaba un coscorrón, o le pegaba una fuerte palmada en las
posaderas.
“Los
más chuscos me devolvían con usura mis bromas.
“Se
acabó el primer plato y trajeron otro, como para frailes
pantagruélicos,
lleno de asado de vaca riquísimo.
“Materialmente
me chupé los dedos con él, que no es lo mismo comer a manteles que
en el suelo y en Leubucó.
“Después
del asado nos sirvieron algarroba pisada, maíz tostado y molido, a
manera de postre; es bueno.
“Trajeron
agua en vasos, jarros y chambaos
(es un jarrito
de aspa).
“Y
a indicación del dueño de casa, que con impaciencia gritó varias
veces: ¡trapo! ¡trapo! (los indios no tienen voz equivalente), unos
cuantos pedazos de género de distintas clases y colores para que nos
limpiáramos la boca.
“Se
acabó la comida y empezó el turno de la bebida.
“Este
capítulo es serio, si es que después de sabias máximas, consejos
oportunos y graves reflexiones de Brillat Savarin, puede haber algo
más serio que el comer.
“Aquel
filósofo, inmortal en su género, tiene dos aforismos que podían
parafrasearse aquí, diciendo: Dime lo que bebes, te diré lo que
eres; el destino de las naciones depende de lo que beben.
“Manuel
Gascón ha de pretender a
priori y a posteriori ,
que para él el problema está resuelto, sosteniendo que de todas las
bebidas la mejor es el agua.
“Digo
que esto depende de las circunstancias, como que no haya visitas, y
prosigo.
“Los
indios beben como todo el mundo, por la boca. Pero ellos no beben
comiendo.
“Beber
es un acto aparte.
“Nada
hay para ellos más agradable.
“Por
beber posponen todo.
“Y
así como el guerrero que se apresta a la batalla prepara sus armas,
ellos, cuando se disponen a beber, esconden las suyas.
“Mientras
tienen qué beber, beben; beben una hora, un día, dos días, dos
meses.
“Son
capaces de pasárselo bebiendo hasta reventar.
“Beber
es olvidar, reír, gozar.
“No
teniendo aguardiente o vino, beben chicha
o piquillín.
“Esta
vez estaban de fiesta con vino.
“El
acto está sujeto a ciertas reglas, que se observan como todas las
reglas humanas, hasta que se puede.
“Se
inicia con un yapaí
, que es lo
mismo que si dijéramos: the
pleasure of a glass of wine with you ,
para que vean los de la colonia inglesa que en algo se parecen a los
ranqueles.
“Pero
esta invitación se diferencia algo de la nuestra.
“Nosotros
empezamos por llenar la copa del invitado, luego la propia; bebemos
simultáneamente haciéndonos un saludo más o menos risueño y
cordial, espiándonos por sobre el borde de la copa, a ver quién la
apura más; y es de buena educación de estilo clásico, no beberla
toda, ni tampoco que parezca se ha aceptado el brindis por
compromiso; como que él significa: a la salud de usted, cuando no se
ha propuesto uno por la patria, por la libertad o por el Presidente
de la República.
“Los
indios empiezan por decir yapaí
, llenando bien
el tiesto en que beben, que generalmente es un cuernito.
“La
persona a quien se dirigen, contesta yapaí.
“Bebe
primero el que invitó, hasta poder hacer lo que los franceses llaman
goutte en
l'ongle, es
decir, hasta que no queda una gota, llena después el vaso, copa o
jarro o cuernito exactamente como él lo bebiera, se lo pasa al
contrario, y éste se lo echa al coleto diciendo yapaí.
“Si
el yapaí ha
sido de media cuarta, media cuarta hay que beber.
“Por
supuesto que no conozco nada peor visto que una persona que se excuse
de beber, diciendo:
“-No
sé.
“En
un hombre tal, jamás tendrían confianza los indios.
“Así
como en toda comida bien dirigida, hay siempre un anfitrión que la
preside, que hace los honores, que la anima, así también en todo
beberaje de indios hay uno que lleva la palabra; es el que hace el
gasto por lo común.
“Esta
vez, el que hacía el gasto ostensiblemente era Mariano Rosas, en
realidad el Estado, que le había dado sus dineros al padre Burela
para rescatar cautivos.
“Pero
aunque Mariano Rosas hacía el gasto y era el dueño de la casa,
Epumer, su hermano, era el anfitrión.
“Epumer
es el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su
audacia, por su demencia cuando está beodo.
“Es
un hombre como de cuarenta años, bajo, gordo, bastante blanco y
rosado, ñato, de labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en
el vestir, que parece tener sangre cristiana en las venas, que ha
muerto a varios indios con sus propias manos, entre ellos a un
hermano por parte de madre; que es generoso y desprendido, manso
estando bueno de la cabeza; que no estándolo le pega una puñalada
al más pintado.
“Con
este nene tenía que habérmelas yo.
“Llevaba
un gran facón con vaina de plata cruzado por delante, y me miraba
por debajo del ala de un rico sombrero de paja de Guayaquil, adornada
con una ancha cinta encarnada, pintada de flores blancas.
“Yo
llevaba un puñal con vaina y cabo de oro y plata, sombrero gacho de
castor y alta el ala; no le quitaba los ojos al orgulloso indio,
mirándole fijamente cuando me dirigía a él.
“Bebíamos
todos.
“No
se oía otra cosa que ¡ yapaí,
hermano! ¡ yapaí,
hermano!
“Mariano
Rosas no aceptaba ninguna invitación, decía estar enfermo, y
parecía estarlo.
“Atendía
a todos, haciendo llenar las botellas cuando se agotaban; amonestaba
a unos, despedía a otros cuando me incomodaban mucho con sus
impertinencias; me pedía disculpas a cada paso; en dos palabras,
hacía, a su modo, y según los usos de su tierra, perfectamente bien
los honores de su casa.
“Epumer
no había simpatizado conmigo, y a medida que se iba caldeando,
sus pullas iban siendo más directas y agudas.
“Mariano
Rosas lo había notado, y se interponía constantemente entre su
hermano y yo, terciando en la conversación.
“Yo
le buscaba la vuelta al indio y no podía encontrársela.
“A
todo lo hallaba taimado y reacio.
“Llegó
a contestarme con tanta grosería que Mariano tuvo que pedirme lo
disculpara, haciéndome notar el estado de su cabeza.
“Y
sin embargo, a cada paso me decía:
“-Coronel
Mansilla, ¡ yapaí!
“-Epumer,
¡ yapaí!
-le contestaba yo.
“Y
llenábamos con vino de Mendoza los cuernos y los apurábamos.
“Mis
oficiales se habían visto obligados a abandonar la enramada, so pena
de quedar tendidos, tantos eran los yapaí.
“Los
indios, caldeados
ya, apuraban las
botellas, bebían sin método: -¡Vino! ¡Vino!-, pedían para
rematarse ,
como ellos dicen, y Mariano hacía traer más vino, y unos caían y
otros se levantaban, y unos gritaban y otros callaban, y unos reían
y otros lloraban, y unos venían y me abrazaban y me besaban, y otros
me amenazaban en su lengua, diciéndome winca
engañando.
“Yo
me dejaba manosear y besar, acariciar en la forma que querían,
empujaba hasta darlo en tierra al que se sobrepasaba demasiado, y
como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto a todo. Pero
con bastante calma para decirme:
“-Es
menester aullar con los lobos para que no me coman.
“Mis
aires, mis modales, mi disposición franca, mi paciencia, mi
constante aceptar todo yapaí
que se me hacía,
comenzaron a captarme simpatías.
“Lo
conocí y aproveché la coyuntura.
“La
ocasión la pintan calva.”
Notas y bibliografía:
(1)
Mansilla; Lucio V.; Una
Excursión a los Indios Ranqueles;
cap. XXVI, 3°
edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890, leído el 10 de
setiembre de 2011 en Proyecto Biblioteca Digital Argentina,
http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_00indice.html.
Que relato extraordinario....! Todo un compendio etnográfico.... Yapai !!
ResponderEliminarGracias, Fernanda, por tu comentario.
EliminarEl texto está tomado de un libro magnífico.
Pienso que, si uno quiere entender La Argentina, Una excursión a los indios ranqueles, es uno de los textos básicos que debe leer.