sábado, 21 de abril de 2012

Mariano Rosas agasaja a Mansilla (comida y yapaí)


Lucio V. Mansilla (1831-1913), militar y escritor argentino, es reconocido como uno de los mayores exponente de la llamada Generación del 80. Entre sus obras más importantes se encuentra Una excursión a los indios ranqueles, donde expuso las experiencias obtenidas en la expedición que encaró en 1867 bajo directivas del Gobieno Nacional. La técnica utilizada para relatarlas es el uso de un estilo espistolar. Efectivamente, los capítulos tienen la forma de cartas dirigidas a un amigo, Santiago Arcos; pero sólo se representa en él un destinatario retórico, un recurso para justificar el estilo.
El fragmento que se presenta a continuación describe el banquete con el que Mariano Rosas, el cacique de los ranqueles, agasaja a Mansilla. El servicio de comidas fue pantagruélico, así lo califica el autor. Primero, una fuente por persona con carne cocida y caldo aderezado con cebollas, ají y harina de maíz; luego, carne asada y, finalmente, un postre de algarroba y maíz pisado. Después de profusas libaciones, llega el turno del brindis que resulta a la vez un ritual de domostración de hombría: el yapaí.
Pasamos a la enramada, que quedaba unida al toldo. Este es siempre de cuero, aquélla de paja, generalmente de chala de maíz. Otro día, cuando entremos en un toldo, veremos cómo está construido y distribuido; hoy quedemos en la enramada, que era como todas, un armazón de madera, con techumbre de plano horizontal. Tendría sesenta varas cuadradas.
Allí habían preparado asientos. Consistían en cueros de carneros, negros, lanudos, grandes y aseados; dos o tres formaban el lecho, otros tantos arrollados, el respaldo. Estaban colocados en dos filas y el espacio intermedio acababa de ser barrido y regado. Una fila era para los recién llegados, otra para el dueño de casa, sus parientes y visitas. La fila que me designaron a mí miraba al naciente; a la derecha, en la primera hilera, veíase un asiento, que era el mío, más elevado que los demás, con respaldo ancho y alto con dos rollos de ponchos a derecha e izquierda, formando almohadones.
Todo estaba perfectamente bien calculado, como para sentarse con comodidad, con las piernas cruzadas a la turca, estiradas, dobladas; acostarse, reclinarse o tomar la postura que se quisiera.
Frente a frente de mí se sentó Mariano Rosas; aunque él habla bien el castellano, lo mismo que cualquiera de nosotros, hizo venir un lenguaraz. Convenía que todos los circunstantes oyesen mis razones para que llevasen lenguas a sus pagos y se hiciese en favor mío una atmósfera popular.
El parlamento comenzó como aquellos avisos de teatro del tiempo de Rosas, que decían, después de los vivas y mueras de costumbre (¡y qué costumbre tan civilizada y fraternal!), se representará el lindo drama romántico en verso Clotilde, o el crimen por amor, verbigracia, que cuadraba tan bien con el introito del cartel como ponerle a un Santo Cristo un par de pistolas.
Es decir, que en pos de las preguntas y respuestas de ordenanza: ¿Cómo está usted, cómo le ha ido con todos sus jefes y oficiales, no ha perdido algunos caballos?, porque en los campos sólo suceden desgracias, vinieron otras inesperadas; pero todas ellas sin interés.
Yo hablé de los caballos que me habían robado en Aillancó, del saqueo de Wenchenao a las cargas, y lo hice con vivacidad, apostrofando a los que así me habían faltado al respeto, pareciéndome que mi tono de autoridad llamaba la atención de todos.
Haría cinco minutos que conversábamos, traduciendo el lenguaraz de Mariano sus razones y Mora las mías, cuando trajeron de comer.
Entraron varios cautivos y cautivas -una de éstas había sido sirvienta de Rosas- trayendo grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los mismos indios, rebosando de carne cocida y caldo aderezado con cebolla, ají y harina de maíz.
Estaba excelente, caliente, suculento y cocinado con visible esmero.
Las cucharas eran de madera, de hierro, de plata; los tenedores lo mismo; los cuchillos comunes.
Sirvieron a todos, a los recién llegados y a las visitas que me habían precedido.
A cada cual le tocó un plato con una fuente.
Mientras se comía, se charlaba.
Yo no tardé en tomar confianza; estaba como en mi casa, mejor que en ella, sin tener que dar ejemplo a mis hijos.
Comía como un bárbaro, me acomodaba a mi gusto en el magnífico asiento de cueros y ponchos; decía cuanto disparate se me venía a la punta de la lengua y hacía reír a los indios ni más ni menos que Allú a la concurrencia.
Al que se me acercaba, algo le hacía: o le daba un tirón de narices, o le aplicaba un coscorrón, o le pegaba una fuerte palmada en las posaderas.
Los más chuscos me devolvían con usura mis bromas.
Se acabó el primer plato y trajeron otro, como para frailes pantagruélicos, lleno de asado de vaca riquísimo.
Materialmente me chupé los dedos con él, que no es lo mismo comer a manteles que en el suelo y en Leubucó.
Después del asado nos sirvieron algarroba pisada, maíz tostado y molido, a manera de postre; es bueno.
Trajeron agua en vasos, jarros y chambaos (es un jarrito de aspa).
Y a indicación del dueño de casa, que con impaciencia gritó varias veces: ¡trapo! ¡trapo! (los indios no tienen voz equivalente), unos cuantos pedazos de género de distintas clases y colores para que nos limpiáramos la boca.
Se acabó la comida y empezó el turno de la bebida.
Este capítulo es serio, si es que después de sabias máximas, consejos oportunos y graves reflexiones de Brillat Savarin, puede haber algo más serio que el comer.
Aquel filósofo, inmortal en su género, tiene dos aforismos que podían parafrasearse aquí, diciendo: Dime lo que bebes, te diré lo que eres; el destino de las naciones depende de lo que beben.
Manuel Gascón ha de pretender a priori y a posteriori , que para él el problema está resuelto, sosteniendo que de todas las bebidas la mejor es el agua.
Digo que esto depende de las circunstancias, como que no haya visitas, y prosigo.
Los indios beben como todo el mundo, por la boca. Pero ellos no beben comiendo.
Beber es un acto aparte.
Nada hay para ellos más agradable.
Por beber posponen todo.
Y así como el guerrero que se apresta a la batalla prepara sus armas, ellos, cuando se disponen a beber, esconden las suyas.
Mientras tienen qué beber, beben; beben una hora, un día, dos días, dos meses.
Son capaces de pasárselo bebiendo hasta reventar.
Beber es olvidar, reír, gozar.
No teniendo aguardiente o vino, beben chicha o piquillín.
Esta vez estaban de fiesta con vino.
El acto está sujeto a ciertas reglas, que se observan como todas las reglas humanas, hasta que se puede.
Se inicia con un yapaí , que es lo mismo que si dijéramos: the pleasure of a glass of wine with you , para que vean los de la colonia inglesa que en algo se parecen a los ranqueles.
Pero esta invitación se diferencia algo de la nuestra.
Nosotros empezamos por llenar la copa del invitado, luego la propia; bebemos simultáneamente haciéndonos un saludo más o menos risueño y cordial, espiándonos por sobre el borde de la copa, a ver quién la apura más; y es de buena educación de estilo clásico, no beberla toda, ni tampoco que parezca se ha aceptado el brindis por compromiso; como que él significa: a la salud de usted, cuando no se ha propuesto uno por la patria, por la libertad o por el Presidente de la República.
Los indios empiezan por decir yapaí , llenando bien el tiesto en que beben, que generalmente es un cuernito.
La persona a quien se dirigen, contesta yapaí.
Bebe primero el que invitó, hasta poder hacer lo que los franceses llaman goutte en l'ongle, es decir, hasta que no queda una gota, llena después el vaso, copa o jarro o cuernito exactamente como él lo bebiera, se lo pasa al contrario, y éste se lo echa al coleto diciendo yapaí.
Si el yapaí ha sido de media cuarta, media cuarta hay que beber.
Por supuesto que no conozco nada peor visto que una persona que se excuse de beber, diciendo:
-No sé.
En un hombre tal, jamás tendrían confianza los indios.
Así como en toda comida bien dirigida, hay siempre un anfitrión que la preside, que hace los honores, que la anima, así también en todo beberaje de indios hay uno que lleva la palabra; es el que hace el gasto por lo común.
Esta vez, el que hacía el gasto ostensiblemente era Mariano Rosas, en realidad el Estado, que le había dado sus dineros al padre Burela para rescatar cautivos.
Pero aunque Mariano Rosas hacía el gasto y era el dueño de la casa, Epumer, su hermano, era el anfitrión.
Epumer es el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su demencia cuando está beodo.
Es un hombre como de cuarenta años, bajo, gordo, bastante blanco y rosado, ñato, de labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en el vestir, que parece tener sangre cristiana en las venas, que ha muerto a varios indios con sus propias manos, entre ellos a un hermano por parte de madre; que es generoso y desprendido, manso estando bueno de la cabeza; que no estándolo le pega una puñalada al más pintado.
Con este nene tenía que habérmelas yo.
Llevaba un gran facón con vaina de plata cruzado por delante, y me miraba por debajo del ala de un rico sombrero de paja de Guayaquil, adornada con una ancha cinta encarnada, pintada de flores blancas.
Yo llevaba un puñal con vaina y cabo de oro y plata, sombrero gacho de castor y alta el ala; no le quitaba los ojos al orgulloso indio, mirándole fijamente cuando me dirigía a él.
Bebíamos todos.
No se oía otra cosa que ¡ yapaí, hermano! ¡ yapaí, hermano!
Mariano Rosas no aceptaba ninguna invitación, decía estar enfermo, y parecía estarlo.
Atendía a todos, haciendo llenar las botellas cuando se agotaban; amonestaba a unos, despedía a otros cuando me incomodaban mucho con sus impertinencias; me pedía disculpas a cada paso; en dos palabras, hacía, a su modo, y según los usos de su tierra, perfectamente bien los honores de su casa.
Epumer no había simpatizado conmigo, y a medida que se iba caldeando, sus pullas iban siendo más directas y agudas.
Mariano Rosas lo había notado, y se interponía constantemente entre su hermano y yo, terciando en la conversación.
Yo le buscaba la vuelta al indio y no podía encontrársela.
A todo lo hallaba taimado y reacio.
Llegó a contestarme con tanta grosería que Mariano tuvo que pedirme lo disculpara, haciéndome notar el estado de su cabeza.
Y sin embargo, a cada paso me decía:
-Coronel Mansilla, ¡ yapaí!
-Epumer, ¡ yapaí! -le contestaba yo.
Y llenábamos con vino de Mendoza los cuernos y los apurábamos.
Mis oficiales se habían visto obligados a abandonar la enramada, so pena de quedar tendidos, tantos eran los yapaí.
Los indios, caldeados ya, apuraban las botellas, bebían sin método: -¡Vino! ¡Vino!-, pedían para rematarse , como ellos dicen, y Mariano hacía traer más vino, y unos caían y otros se levantaban, y unos gritaban y otros callaban, y unos reían y otros lloraban, y unos venían y me abrazaban y me besaban, y otros me amenazaban en su lengua, diciéndome winca engañando.
Yo me dejaba manosear y besar, acariciar en la forma que querían, empujaba hasta darlo en tierra al que se sobrepasaba demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto a todo. Pero con bastante calma para decirme:
-Es menester aullar con los lobos para que no me coman.
Mis aires, mis modales, mi disposición franca, mi paciencia, mi constante aceptar todo yapaí que se me hacía, comenzaron a captarme simpatías.
Lo conocí y aproveché la coyuntura.
La ocasión la pintan calva.”
Notas y bibliografía:
(1) Mansilla; Lucio V.; Una Excursión a los Indios Ranqueles; cap. XXVI, 3° edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890, leído el 10 de setiembre de 2011 en Proyecto Biblioteca Digital Argentina, http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_00indice.html.

2 comentarios:

  1. Que relato extraordinario....! Todo un compendio etnográfico.... Yapai !!

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    1. Gracias, Fernanda, por tu comentario.
      El texto está tomado de un libro magnífico.
      Pienso que, si uno quiere entender La Argentina, Una excursión a los indios ranqueles, es uno de los textos básicos que debe leer.

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