sábado, 24 de marzo de 2012

Tres textos Amalia de José Mármol


José Mármol (1817-1871) fue un escritor y periodista argentino. Amalia, novela enjundiosa, fue escrita para denostar a un hombre y a una época que se veía representada por el gobierno de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires.
Los textos que se exponen a continuación reconstruyen escenas imaginarias. Están incluidos en una novela y corren con todos los atributos de la ficción. Además, el autor estaba exiliado en Montevideo y no tenía vivencia directa de lo que ocurría en Buenos Aires. Sin embargo, las referencias culinarias las podemos aceptar como verdaderas por dos razones: (uno) forman parte de un sustrato cultural que el autor conocía perfectamente, y debemos reconocer que la evolución de las modas en materia gastronómica casi no semodificaron en la primera mitad del siglo XIX(1) y (dos) sirven para aumentar la verosimilitud del relato que se propone desplegar una historia de amor en un ambiente político y social real. El contraste entre el primer texto y el último pone en evidencia la diferente composición de la dieta diaria entre la campaña gaucha (Rosas come carne asada) y ciudad afrancesada (Amalia y sus amigos comen carne de ave y toman vino de burdeos) y, el que se produce entre el segundo texto y el último, la pretensión de refinamiento de la burguesía urbano del Río de la Plata.
Imagina como cenaba Rosas(2)
De una situación semejante sólo la fortuna podía libertar a Rosas; pues de aquélla no se podía deducir lógica y naturalmente sino su ruina próxima.
Él trabajaba, sin embargo; acudía a todas partes con los elementos y los hombres de que podía disponer. Pero se puede repetir que sólo esa reunión de circunstancias prósperas e inesperadas que se llama fortuna era lo único con que podía contar Rosas en los momentos que describimos: tal era pues su situación en la noche en que acaecieron los sucesos que se conocen ya. Y es durante ellos, es decir, a las doce de la noche del 4 de mayo de 1840, que nos introducimos con el lector a una casa, en la calle del Restaurador.
/…/
-¡Manuela! -gritó Rosas luego que salió Corvalán, entrando al cuarto contiguo, donde ardía una vela de sebo cuyo pabilo carbonizado dejaba esparcir apenas una débil y amarillenta claridad.
-¡Tatita! -contestó una voz que venía de una pieza interior. Un segundo después apareció aquella mujer que encontramos durmiendo sobre una cama, sin desvestirse.
Era esa mujer una joven de veintidós a veintitrés años, alta, algo delgada, de un talle y de unas formas graciosas, y con una fisonomía que podría llamarse bella, si la palabra "interesante" no fuese más análoga para clasificarla.
/…/
-¿Quiere usted comer, tatita?
-Sí, pide la comida.
Y Manuela volvió a las piezas interiores, mientras Rosas se sentó a la orilla de una cama, que era la suya, y con las manos se sacó las botas, poniendo en el suelo sus pies sin medias, tales como habían estado dentro de aquéllas; se agachó, sacó un par de zapatos de debajo la cama, volvió a sentarse, y, después de acariciar con sus manos sus pies desnudos, se calzó los zapatos. Metió luego la mano por entre la pretina de los calzones, y levantando una finísima cota de malla que le cubría el cuerpo hasta el vientre, llevó la mano hasta el costado izquierdo, y se entretuvo en rascarse esa parte del pecho, por cuatro o cinco minutos a lo menos; sintiendo con ello un verdadero placer, esa organización en quien predominan admirablemente todos los instintos animales.
No tardó en aparecer la joven hija de Rosas, a prevenir a su padre que la comida estaba en la mesa.
En efecto, estaba servida en la pieza inmediata, y se componía de un grande asado de vaca, un pato asado, una fuente de natas y un plato de dulce. En cuanto a vinos, había dos botellas de Burdeos delante de uno de los cubiertos. Y una mulata vieja, que no era otra que la antigua y única cocinera de Rosas, estaba de pie para servir a la mesa.
/…/
-¿Quieres asado? -dijo a Manuela cortando una enorme tajada que colocó en su plato.
-No, tatita.
-Entonces come pato.
Y mientras la joven cortó un alón del ave y lo descarnaba más bien por entretenimiento que otra cosa, su padre comía tajada sobre tajada de carne, rociando los bocados con repetidos tragos.
/…/
Y se echó un vaso de vino a la garganta, mientras su hija, colorada hasta las orejas, enjugaba con los párpados una lágrima que el despecho le hacía brotar por sus claros y vivísimos ojos.
Rosas comía entretanto con un apetito tal, que revelaba bien las fibras vigorosas de su estómago, y la buena salud de aquella organización privilegiada, en quien las tareas del espíritu suplían la actividad que le faltaba al presente.
Luego del asado comióse el pato, la fuente de nata y el dulce.”
Festejos del 25 de mayo de 1840
en el fuerte de Buenos Aires
(3)
El sol del 24 de mayo de 1840 había llegado a su ocaso, y precipitado en la eternidad aquel día que recordaba en Buenos Aires la víspera del aniversario de su grandiosa revolución.
/…/
Los vastos salones en que la señora marquesa de Sobremonte daba sus espléndidos bailes, y sus alegres tertulias de revesino, radiantes de lujo en tiempo de la presidencia, y testigos de intrigas amorosas y de disgustos domésticos en tiempo del gobernador Dorrego, derruidos y saqueados en tiempo del Restaurador de las Leyes, habían sido barridos, tapizados con las alfombras de San Francisco, y amueblados con sillas prestadas por buenos federales para el baile que dedicaba al señor gobernador y a su hija su guardia de infantería, al cual no podría asistir Su Excelencia, por cuanto en ese día honraba la mesa del caballero Mandeville, que celebraba en su casa el natalicio de su soberana. Y la salud de Su Excelencia podría alterarse pasando indiscretamente de un convite a un baile, por lo que estaba convenido que la señorita su hija lo representase en la fiesta.
/…/
“Los coches que se dirigían a las casas de los convidados al baile empezaban a correr con dificultad por las calles paralelas a las plazas de la Victoria y de 25 de Mayo; los cocheros tenían que contener los caballos; y los lacayos, que habérselas con esos muchachos de Buenos Aires que parecen todos discípulos del diablo; y que se entretienen en asaltar a aquéllos y disputarles su lugar, en lo más rápido del andar del coche.
/…/
Entretanto, desde las nueve de la noche, los convidados al baile dedicado a Su Excelencia el Gobernador y a su hija, empezaban a llegar al palacio de gobierno, y a las once los salones estaban llenos, y la primera cuadrilla se acababa.
El gran salón estaba radiante. El oro de las casacas militares y los diamantes de las señoras resplandecían a la luz de centenares de bujías, malísimamente dispuestas, pero que al fin despedían una abundante claridad.
/…/
La señorita hija del gobernador acababa de llegar, y estruendosos aplausos federales la acompañaron por las galerías y salones.
Su asiento en la testera del salón quedó al punto rodeado por una espesa muralla de buenos defensores de la santa causa, que alentados con la presencia de la hija de su Restaurador, empezaron a sacarse los guantes que habían encarcelado por tanto tiempo sus manos habituadas al aire puro de la libertad.
/…/
La señorita de Rosas ocupaba una de las cabeceras de la mesa; a su izquierda estaba el señor ministro de Hacienda, don Manuel Insiarte, y a su derecha el señor ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville, que poco antes había dejado en su casa a Su Excelencia el señor gobernador, después de haber tenido el placer de verlo en su mesa en el convite diplomático dado en celebración del natalicio de Su Majestad la reina Victoria, igualmente que al señor ministro Arana, que después del banquete hubo retirádose a su casa, algo incomodado del estómago.
En seguida del señor Mandeville estaba doña Mercedes Rosas de Rivera, y frente a ella su hermana Agustina, teniendo a su izquierda al señor Picolet de Hermillón, cónsul general de Cerdeña; seguían después todas las principales señoras de aquella reunión federal, colocados entre ellas algunos personajes notables de la época, y conservándose los demás caballeros, unos de pie tras las sillas de las señoras, otros formando grupos en los ángulos del comedor.
Frente a la señorita Manuela, en la cabecera opuesta de la mesa, estaba sentado el general Mansilla.
Un silencio, apenas interrumpido por el ruido de la porcelana y los cubiertos, inspiraba un no sé qué de ajeno al lugar y al objeto de aquella reunión, y ponía en conflicto a la parte más crecida de los asistentes, en medio de ese silencio de funerales. ¡Era de verse la pantomima de aquellas señoras esposas de los heroicos defensores de la santa causa, al llevar cada bocado a su boca!
El tenedor se levantaba del plato con una delicadeza tal, que parecía entre los dedos el fiel de una celosa balanza, pronto a inclinarse al más ligero accidente. El pedacito de ave o de pastel era llevado a los labios con la misma delicadeza con que una persona de buen gusto lleva a las narices una delicada flor del aire, y los indecisos labios lo tomaban tiernamente, después que los ojos habían girado a derecha e izquierda para ver si alguien notaba el pecado capital de comer cuando se está para ello en una mesa.
Todos los preceptos de Catón éranse allí escrupulosamente cumplidos: el cubierto, siempre sobre el plato, y sobre el plato siempre lo que en él se había servido; esperando todos que alguien preguntase, para contestar; y como nadie preguntaba, ninguno de los convidados hablaba una palabra.
Había allí, sin embargo, una dama que comía más libremente que las otras; y era la señora esposa de don Antonio Díaz, personaje célebre de la emigración oriental que acompañó a Buenos Aires al ex presidente Oribe. Esta señora, madre de preciosas hijas que allí estaban, se entretenía en comerse medio budín, como postre de una piernita de pavo y de una tierna pechuga de gallina, que había saboreado para quitar de sus labios el gusto salado que habían dejado en ellos dos o tres rebanadas de jamón, con que la señora quiso neutralizar el gusto a manteca que había dejado en su boca un plato de mayonesa con que había empezado a preparar su apetito.
Los coroneles Salomón, Santa Coloma, Crespo, el comandante Mariño; los doctores Torres, García, González Peña; los diputados Garrigós y Beláustegui, eran de los personajes más notables que servían de caballeros federales a las damas de la mesa. Pero los coroneles y el comandante especialmente maldecían con toda buena fe al maestro de ceremonias Erézcano, que los había colocado en aquel lugar en que cada bocado se les atragantaba como una nuez. Salomón sudaba; Santa Coloma se retorcía el bigote y Crespo tosía.
El general Mansilla, que mejor que nadie conocía la ridiculez de aquel silencio y de aquella tirantez aldeánica, se fue de repente a fondo sobre el flanco de sus federales amigos.
-Bomba, señores -dijo levantándose con una copa en la mano, y con esa gracia y zafaduría peculiares al carácter del entusiasta unitario del Congreso.
Damas y caballeros se pusieron de pie.
-Brindo, señores -dijo Mansilla-, por el primer hombre de nuestro siglo, por el que ha de aniquilar para siempre el bando de los salvajes unitarios; por el que ha de hacer que la Francia se ponga de rodillas delante del gobierno de la Confederación Argentina; por el ínclito héroe del desierto; por el Ilustre Restaurador de las Leyes, brigadier don Juan Manuel Rosas; y brindo también, señores, por su digna hija, que en tal día como éste, vino al mundo para honor y gloria de la América.
Las palabras del general Mansilla fueron la mecha, y el pulmón de los ilustres convidados, fue el cañón que dio salida a la detonación de su fulminante entusiasmo.
Se acabó el silencio, se acabó la tirantez, se acabó la aldea; y comenzó el bullicio, la elasticidad y la bacanal.
-Bomba, señores -gritó el diputado Garrigós, poniéndose de pie con la copa en la mano-. Bebamos -dijo- por el héroe americano que está enseñando a la Europa que para nada necesitamos de ella, como ha dicho muy bien hace muy pocos días en nuestra Sala de Representantes el dignísimo federal Anchorena; bebamos porque la Europa aprenda a conocernos, y que sepa que quien ha vencido en toda la América los ejércitos y las logias de los salvajes unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses, puede desde aquí hacer temblar los viejos y carcomidos tronos de la Europa. Bebamos también por su ilustre hija, segunda heroína de la Confederación, la señorita doña Manuelita Rosas y Ezcurra.
Si el brindis del general Mansilla despertó el entusiasmo en el ánimo de los federales, el del diputado Garrigós despertó la locura dormida momentáneamente en su cerebro. Las copas se apuraron, no quedando una gota de licor, ni aun en la del caballero Mandeville, después de esa amable y lisonjera salutación a la Europa y al trono.
-Bomba, señores -dijo el presidente de la Sociedad Popular, después de haber visto las señas que le hacía su consultor Daniel Bello, que se hallaba frente a él tras las sillas de Florencia y Amalia. -Brindo, señores -dijo Salomón-, porque nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes viva toda la vida, para que no muera nunca la Federación, ni la América, y para que... y para que... en fin, señores, viva el Ilustre Restaurador de las Leyes; su ilustre hija que hoy ha nacido; y mueran los salvajes unitarios, y todos los gringos y carcamanes del mundo.
Todos aplaudieron federalmente la improvisación de aquel digno apoyo de la santa causa. El mismo ministro británico, como también el cónsul sardo, no pudieron menos de admirar la espontaneidad de aquel discurso, y dejaron los cálices vacíos del espumoso champaña que contenían.
/…/
Los brindis se sucedieron luego: todos iguales en el fondo, y casi hermanos carnales en la forma.
Los señores Mandeville y Picolet bebieron también a la salud de Su Excelencia el gobernador y su joven hija.
Y como tienen su fin todas las cosas de este mundo, llegó también el de la suntuosa cena del 24 de mayo de 1840.
/…/.”
El refugio de Amalia en Olivos(4)
Siguiendo el camino del Bajo, que conduce de Buenos Aires a San Isidro, se encuentra, como a tres leguas de la ciudad, el paraje llamado Los Olivos, y también cuarenta o cincuenta árboles de ese nombre, resto del antiguo bosque que dio el suyo a ese lugar, en donde más de una vez acamparon en los años de 1819 y 20 los ejércitos de mil a dos mil hombres que venían a echar a los gobiernos, para, al otro día ser echados a su vez los que ellos colocaban.
Los Olivos, sobre una pequeña eminencia a la izquierda del camino, permiten contemplar el anchuroso río, la dilatada costa, y las altas barrancas de San Isidro. Pero lo que sobre ese paraje llamaba más la atención en 1840, era una pequeña, derruida y solitaria casa, aislada sobre la barranca que da al río, a la derecha del camino, propiedad antigua de la familia de Pelliza, pleiteada entonces por la familia de Canaveri, y que era conocida por el nombre de la "Casa sola".
Abandonada después de algunos años, la casa amenazaba ruinas por todas partes, y los vientos del sudoeste, que habían soplado tanto en el invierno de 1840, habrían casi completado su destrucción, si de improviso y en el espacio de tres días no hubieran reparádola, héchola casi de nuevo como por encanto, en toda la parte interior del edificio, dejándole sin mínima compostura en todo su exterior.
¿Quién dirigía la obra? ¿Quién mandaba hacerla? ¿Quién iba a habitar esa casa? Nadie lo sabía ni lo interrogaba en momentos en que, federales y unitarios, todos tenían que pensar en asuntos muy serios y personales.
“Pero el hecho fue que las paredes antes derruidas quedaron en tres días primorosamente empapeladas, asegurados los tirantes, allanado el piso, nuevas las cerraduras de las puertas, y puestos los vidrios en todas las ventanas.
Y en aquella mansión que todo el mundo conocía por el nombre de la "Casa sola", habitada poco antes por algunas aves nocturnas; sobre cuyas cornisas abatidas resbalaban las alas poderosas de nuestros vientos de invierno, mientras que al pie de la barranca en que se levantaba se quebraban en las negras peñas las azotadas olas del gran río, confundiendo su salvaje rumor con el que hacían los viejos olivares mecidos por el viento, y apenas a tres cuadras de aquella solitaria y misteriosa casa; en ésta, decíamos, se veía ahora el sello de la habitación humana; y lo que es más, de la habitación humana y culta.
Las pocas y pequeñas habitaciones estaban sencillas, pero elegantemente amuebladas, y al áspero grito de la lechuza había sucedido allí el melodioso canto de preciosos jilgueros en doradas jaulas.
En el centro de la pequeña sala, un blanquísimo mantel de hilo cubría una mesa redonda de caoba, sobre la que estaban dispuestos tres cubiertos, y cuya porcelana y cristales reflejaban la luz de una pequeña pero clarísima lámpara solar.
Eran las ocho y media de la noche, y la luna, llena y pálida, se levantaba de allá del fondo de las aguas, y por la mano de Dios, y presentada al mundo.
“/.../
Vivo, alegre, desenvuelto como siempre, Daniel entró a la sala de su prima, cubierto con un pequeño poncho que le llegaba al muslo solamente, atada al cuello una cinta negra, sobre la que caían los cuellos de su camisa, descubriendo su varonil garganta.
-Los amantes no comen; y esta bobería es una felicidad para mí -dijo, haciendo desde la puerta una cortesía a su prima, otra a su amigo, y otra a la mesa en que, como sabe el lector, estaban prontos tres cubiertos.
-Te esperábamos -dijo la joven sonriendo.
-¿A mí?
-Con usted se habla, señor don Daniel -dijo Eduardo.
-¡Ah! ¡Muchas gracias! Son ustedes las criaturas más amables del mundo. ¡Y cómo se habrán cansado de esperarme! ¡Qué fastidiados habrán pasado el tiempo!
-Así, así -le respondió Eduardo meneando la cabeza.
-¡Ya! Ustedes no pueden estar solos un momento sin fastidiarse... ¡Pedro!
-¿Qué quieres, loco? -dijo Amalia.
-La comida, Pedro -dijo Daniel, quitándose su poncho, sus guantes de castor, sentándose a la mesa y echando un poco de vino de Burdeos en un vaso.
-Pero ¡señor, eso es una impolítica! Se ha sentado usted a la mesa antes que esta señora.
-¡Ah! Yo soy federal, señor Belgrano; y pues que nuestra santa causa se sentó sin cumplimiento en el banquete de nuestra revolución, bien puedo yo sentarme sin ceremonia en una mesa que es otra perfecta revolución; platos de un color, fuentes de otro, vasos, sin copas de champaña; la lámpara casi a oscuras, y una punta del mantel cayendo al suelo, como el pañuelo de mi íntima amiga la señora doña Mercedes Rosas de Rivera.
Amalia y Eduardo, que sabían ya la aventura de Daniel, dieron libre curso a su risa y vinieron a sentarse a la mesa donde Pedro acababa de poner la comida, a las diez de la noche, en aquella casa en que todo era romancesco y extraño.
-Y bien; antenoche te comprometiste con esa señora a hacerle ayer una visita y oír sus memorias. Según nos lo dijiste anoche, ayer faltaste a tu palabra de caballero, pero supongo que hoy habrás reconquistado tu buen nombre.
-No, mi querida prima -dijo Daniel trinchando un ave.
-Has hecho mal.
-Puede ser; pero no iré a casa de mi entusiasta amiga, hasta no tener el honor de presentarme en ella con Eduardo.
/.../”
Notas y bibliografía:
(2) 1855, Mármol, José (1818-1871), Amalia, Primera Parte, Capítulo IV, Proyecto Biblioteca Digital Argentina, leído el 9 de setiembre de 2011 http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/novela/amalia/b-266129.htm(Fuente: Segunda edición, Buenos Aires, Imprenta Americana, 1855)
(3) Idem, Segunda Parte, Capítulo VI, VII, XI
(4) Cuarta Parte, Capítulo XIII y XIV


4 comentarios:

  1. Interesantes historias. Estás en mi blog roll porque no quiero perder tus relatos.Felicitaciones!
    Cariños desde Mar del Plata

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  2. Gracias, Norma, por tu comentario.
    Gracias también por colocar estas historias en tu blog roll. Es una oportunidad maravillosa para la comunidad de blogueros interesados en la nutrición y la gastronomía.
    Mar del Plata, entre el 1° de marzo y el 15 de diciembre de cada año, es para mí una de las ciudades más bellas del mundo.
    Me gustaría explorar un poco más lo que en ella se vende de lo que se pesca en el Mar Argentino.

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  3. HOla Mario, muy interesante el post. Me llamó la atención lo de la cota de malla que ¨usaría¨ Rosas. Con respecto a los asados coloniales, hay un artículo que salió en Brando.com y tengo el link en mi blog, describe lo que se comía en la estancia de Urquiza, fundamentalmente las palomas. Si te interesa, te lo busco. Que pases un lindo fin de semana, hoy estamos de empanadas con amigos mexicanos, argentinos y una española :)

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  4. Gracias, Myriam, por tu comentario.
    Desconozco el tema de la cota de malla que usaría Rosas. Siempre pensé que ese detalle, en el fragmento de Amalia, era imaginario y que José Mármol pretendía con ello que el lector asociara a Juan Manuel de Rosas con el colonialismo español y con la barbarie medieval que los escritores de su generación le atribuían a los españoles. Pero no estoy tan seguro. En esa época había regimientos de coraceros... no sé, tendría que preguntarle a un amigo que es especialista en temas militares.
    Con relación a las palomas, te cuento que en los años sesenta, yo tendría unos diez años, un tío mío cazaba palomas torcazas que las mujeres las agregaban al estofado (era en una chacra del partido de 9 de Julio en la Provincia de Buenos Aires).

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