San
Ignacio y San Francisco
¿Puede un viaje durar sólo nueve
horas y enriquecer nuestro espíritu como si la andadura llevara años? ¿Podemos
encontrar maravillosas novedades en la Ciudad en la que hemos vivido siempre cuyos
tesoros no solemos ver en el trajín cotidiano? Los lectores que suelen
frecuentar los apuntes de este Recopilador, pueden imaginar qué puedo responder;
pero, de todos modos, quiero invitarlos a encontrar sus propias respuestas a
partir de las notas que siguen. Se trata de una recorrida por el siglo XVIII en
el bajo del barrio de Monserrat… Sí, sí, en Buenos Aires.
La idea surgió
en una comida que compartimos, en casa, con nuestros amigos Marta y José. Pretendo
mostrarles aquí algunas de las cosas que vimos… sólo les pido que no esperen textos
eruditos de historiadores del arte, ni recetas útiles de guías de turismo; sino
simplemente algunas impresiones personales con mayor carga sentimental que
intelectual.
I Culto a la
austeridad en San Ignacio
El que escribe estas notas ha permitido
que, en su formación juvenil, influyeran ciertas prácticas personales de algunos
individuos significativos en la formación de la fe católica en general. He rescatado
el llamado a la pobreza espiritual y la austeridad material que promovieron San
Francisco de Asís y sus seguidores, el culto al saber científico propiciado por
los hijos espirituales de San Ignacio de Loyola y la condena de San Ambrosio de
Milán a las atrocidades cometidas por algunos dirigente del Estado.
Yo, que vivo en la parroquia de San
Ambrosio, concebí este viaje al siglo XVIII como una oportunidad para
reencontrarme con la presencia histórica del carisma de San Ignacio, San
Francisco, y por qué no, de Santo Domingo, en Buenos Aires, mi Ciudad.
Para darle
identidad al recorrido que elegimos, debo aclarar que, en La Argentina, hay
cinco órdenes religiosas de la Iglesia Católica consideradas, fáctica y
legalmente como pre constitucionales. Las iglesias de las mismas se erigen en
las capitales argentinas fundadas en el siglo XVI. A las que ya he mencionado
como destino de nuestro viaje, ubicadas en el barrio de Monserrat, deben
agregarse los templos de La Merced en el barrio de San Nicolás y de El Pilar en
el barrio de Recoleta, en su origen perteneciente a la Orden de San Agustín (de
las cinco congregaciones, es la que tiene un menor despliegue en el interior de
nuestro país). Seguramente haremos otras expediciones para llegar hasta ellas.
La cita para el encuentro, y punto
de partida de nuestro viaje, fue en la confitería London City de Perú y Avenida
de Mayo. Sí, en el mismo rincón de la Ciudad en el que se convocó a ciertos
viajeros que harían un recorrido surrealista por el Río de La Plata, y algo más
allá, a principios de los años sesenta del siglo pasado. Pero las
circunstancias eran bien distintas. Nadie nos había convocado, sino nosotros
mismos; no era una mañana de domingo, cuando la desolación reina en esa esquina,
y al único premio al que aspirábamos eran un sol radiante y una singladura
venturosa… y allí estuvimos con Haydée alrededor de las once de la mañana de un
día martes.
Íbamos sobre
seguro, teníamos una meta y un camino parcialmente diseñado, eran las once de
la mañana de un día laborable, la esquina bullía y sin embargo… Si bien es
verdad que José tenía el viaje más pensado que el resto, el asombro nos seguía
a todos a cada paso, y a veces se nos adelantaba un poco, como una sombra fiel.
Comenzamos la andadura por la calle
Perú y, al llegar a la Manzana de las Luces giramos por Alsina para alcanzar
nuestro primer objetivo, la iglesia de San Ignacio.
Llegamos y vimos que, en la esquina
de Bolívar y Alsina, había más sitios de interés para contemplar más allá de las
puertas abiertas del templo que visitaríamos. Sí claro, frente a la iglesia
está la Librería del Colegio con sus anaqueles más que centenarios y libros
carísimos, algunos de ellos difíciles de encontrar en otros sitios de la
Ciudad. Pero también había algo que yo no esperaba encontrar a pesar de haber
transitado el barrio en innumerables ocasiones en los últimos años. En la
vereda de la iglesia han instalado un cruzeiro del Camino de Santiago. Es bello
y emotivo y, seguramente atraerá la atención de los amantes de esa
peregrinación notable.
Sabía yo que la calle Alsina, entre
Perú y Balcarce, es la que concentra la mayor cantidad de edificios y
construcciones del siglo XVIII de toda la Ciudad, que la casa conocida como los
Altos de Elorriaga (Alsina y Defensa) es el edificio civil en pie más antiguo
de esa calle y de Buenos Aires toda (es de principios del siglo XIX). También
sabía que la iglesia de San Ignacio tiene algunos sectores que los arqueólogos reconocen
hoy como las edificaciones en pie más antiguas de la Ciudad (algún sector de
los muros, por ejemplo, fueron levantados en el siglo XVII)… y recordaba que la
última vez que entré, hará poco más de seis años, estaban restaurando el
retablo del altar central y algunos de los correspondientes a las capillas
laterales.
A punto de ingresar al templo, y con
todos esos antecedentes, imaginé que encontraríamos un interior en condiciones
aceptables de conservación… a pesar de ello, inesperadamente para mí, el
interior exhibía una belleza, pulcritud y esplendor con los que no contaba.
Todo se veía luminoso e iluminado, y a la vez austero… eso mismo, el ambiente
exhibía austeridad.
¿Austeridad, me dirán, con todos
esos retablos finamente trabajados con antiguas obras de arte? Sí, esa fue mi
percepción. No sé, tal vez por la luz que entraba a raudales y se reflejaba en
paredes blancas, en la amplitud de las naves y en las líneas simples, sin
ornamentos excesivos, de los arcos… ¿Es esto lo que uno espera en un edificio
barroco, tal y como nos lo anticipa el pórtico? Esa austeridad se asemeja, por
ejemplo, a cómo vemos hoy, en Cabildo de Buenos Aires que, hace algo más de
ochenta años, reconstruyó, tratando de recuperar la impronta original del
edificio, el arquitecto Alejandro Bustillo.
Hicimos una aplicada recorrida, no
tan minuciosa como puede hacerse, pero más intensa y profunda de lo esperable
para ese tipo de recorridas con tiempos limitados. Nos detuvimos a contemplar
algunos rasgos de esos altares, tanto desde la perspectiva artística, como
desde la memoria hagiográfica. Junto a los altares, hay información sobre ambas
disciplinas. Ninguno de los cuatro nos hemos dedicado a profundizar en todas ellas,
pero nos detuvimos a contemplar las que podían resultar más significativas para
cada uno (método que adoptamos luego para todo el recorrido). Por ejemplo,
sobre el altar mayor hay una roseta por la que penetra una luz intensa… Marta
quedó intrigada por la fuente de luz que le da origen.
Comentábamos lo que veíamos,
enriqueciendo la información contenida en el templo con las referencias adquiridas,
en materia de arquitectura y arte, en lecturas previas y en los viajes que cada
uno atesoró en su vida y, en materia hagiográfica, con las aisladas lecturas
que alguna vez tuvimos.
Este edificio merece ser recorrido por todos aquellos que visitan con placer y curiosidad las iglesias y los museos en Europa y en Nuestra América, en donde el barroco y el neo clásico españoles han adquirido una conformación particular. También aquí, en la Buenos Aires, hay mucha información disponible para este tipo de viajeros. El lector que se anime a recorrer este sitio y los otros que describo a continuación podrá detenerse en cada aspecto con la mayor dedicación, si así lo desea. Yo, en cambio, en la oportunidad, me he dedicado a una percepción sensual y holística de lo que creí ver y, como consecuencia, apuntando a los extremos, es decir, la imagen global del sitio y la contemplación particular de pequeños detalles que me llamaban la atención por alguna razón aleatoria que se imponía en mi espíritu. Espero que estas notas reflejen algo de lo que viví ese día.
Es parco y sucinto lo que voy a
decir; pero, entre los altares laterales, el primero de la izquierda más
cercano a la imagen central fue el que más atrajo mi atención, y no tanto por
la potencia de la imaginería; sino porque, en ese retablo hay una imagen de
Santo Domingo de Guzmán recibiendo el Santo Rosario de manos de la Virgen María.
Se agolparon en mi cabeza las evocaciones conceptuales de los conflictos
políticos y los debates teológicos en el siglo XIV, entre los hijos de
Francisco de Asís y los de Domingo de Guzmán. (1)
En esos conflictos, a veces con consecuencias sangrientas, nació la modernidad en el Occidente Cristiano. Me pregunté di tenía sentido la imagen de Santo Domingo en esta iglesia. Me respondí que mis evocaciones eran muy limitadas porque referían a un único punto del pasado y que ese conflicto tan remoto parecía ya no existir en nuestro presente, sobre todo después de tantos siglos transcurridos. Lo cierto es que allí estaba Santo Domingo recibiendo el Rosario de manos de la Virgen, episodio de la vida de ese gran hombre que se repite, no sin cierta idealización ficcional, en la imagen de la Virgen de Pompeya cuya réplica se exhibe en la iglesia que, en el barrio homónimo de Buenos Aires, templo y convento que pertenecen a la Orden de San Francisco.
Saliendo del edificio, una puerta
lateral, ofrece una vista que da a la medianera del Colegio Nacional de Buenos
Aires. Entre ambos edificios que conforman el lado este de la Manzana de la
Luces, hay un espacio. En él, se pueden apreciar unas arcadas. Son los restos
de lo que fuera el claustro conventual de la iglesia original y que las
necesidades de construcción del Colegio había mutilado… En realidad fue eso lo
que imaginé, ya que no contaba, ni cuento ahora, con información más precisa.
Sin embargo, sin importar demasiado la circunstancia de la mutilación, la
visión de esa estructura real remanente de aquel otro tiempo, me dije, nos
permite intuir la ocupación espacial de esa manzana porteña en el siglo XVIII.
Sólo unos
minutos más bajo el sol intenso de mediados de noviembre en esa esquina, una
mirada curiosa del interior de la Librería del Colegio y ya emprendimos la
marcha, por calle Alsina hacia el este para encontrarnos con la siguiente meta.
II La pulcra
espiritualidad de San Francisco y el misterio de Fernando III, el santo
Efectivamente, anduvimos cien
metros y ya estuvimos frente al atrio compartido por las iglesias de San Roque
y San Francisco situado en el extremo noroeste de la denominada Manzana
Franciscana. Nuestro plan era recorrer ambos templos e ingresar en el museo que
la Orden de San Francisco tiene en ese predio.
Lo primero que hicimos fue dar una
miradas a la esquina, cambiando la perspectiva. Ahora, el atrio a nuestras
espaldas ubicaba la iglesia en la esquina sureste de la intersección de Alsina
y Defensa. La recorrí con la mirada. En la esquina suroeste estaba el edificio
de la vieja Farmacia la Estrella (de fines del siglo XIX) que fue la sede original
del Museo de la Ciudad. En el noroeste, la casa de los Altos de Elorriaga, el
edificio civil conservado en pie más antiguo de la Ciudad. Finalmente, en la
esquina noreste, se ve la plaza seca en el predio de lo que fue el edificio del
Banco Hipotecario Nacional (sede actual de la ARCA (ex AFIP)).
Hiere la vista, la mía por lo
menos, que, en la planta baja de los Altos de Elorriaga, haya un café demasiado
visible desde afuera. Pero es moneda corriente en los sitios de interés
turístico en muchas ciudades del mundo. En el centro de Perpiñán, por ejemplo,
hay un edificio civil gótico del siglo XIV muy bien conservado. Los vanos de
las ojivas de frente están cubiertos con puertas de vidrio laminado (en ese
caso, polarizado), y, detrás de ellos, hay una pizzería.
Hiere los oídos, los míos por lo
menos, que los que trabajan allí, en el bar los Altos de Elorriaga, digo, no
tengan la menor idea del sitio en donde están trabajando. También me pasó en
Europa alguna vez. En Burgos, por ejemplo, en la célebre estatua ecuestre del
Cid, el Campeador estaba cubierto por una remera deportiva (luego supe que se
trataba de la camiseta del equipo local de básquet), nadie pudo explicarme, en
2018, el por qué, es más casi nadie la había visto.
Pero, en fin contrastes de la vida
moderna, o mejor dicho posmoderna. Andamos por barrios en los que vivimos o
trabajamos, sin tener mucha conciencia de la tierra que pisamos y de la
historia que la constituye.
Completa la
esquina noreste, como ya he dicho, una plaza seca dedicada a recordar la Gesta
de Malvinas. Está ubicada en el predio restado al edificio que fuera sede de la
AFIP (y anteriormente del Banco Hipotecario Nacional). El sitio está medio
desangelado después de que cuatro esculturas que embellecían la plaza fueron
removidas de ahí. Me pregunté en voz alta qué habría sido de ellas. José me
dijo que estaban en la Pirámide de Mayo. Me pareció una revelación increíble.
Claro que tenía sentido, habían embellecido la Pirámide de Mayo a fines del
siglo XIX. Con todo, no recordaba haberlas visto recientemente allí… y lo dicho
me pasó a mí, andamos la ciudad casi sin tener conciencia de lo que vemos y
pisamos (hiere mi conciencia, mi propia ignorancia). Volveré sobre las estatuas
de la discordia, porque a raíz de ese comentario, decidí que,
independientemente de lo que hiciera el resto de la compañía, terminaría mi
viaje en el centro de la Plaza de Mayo. (2)
Ingresamos al atrio. La iglesia de
San Roque estaba cerrada, en contrario con la información publicada en la Web.
Planeamos entonces visitar el museo en primer término, para ingresar en el
templo luego. Pero antes, elevamos la mirada al cielo intensamente azul. José
nos explicó quiénes eran los personajes del grupo escultórico que corona la
fachada principal de la iglesia (obra del escultor alemán Antonio Voegele).
Efectivamente, allí se ve a San Francisco cobijando a tres personas, con los
brazos abiertos en señal de protegerlos. Dos de las figuras están de pie (son
el Giotto y el Dante) y una, arrodillada (Cristóbal Colón). Los tres eran
terciarios franciscanos, dijo nuestro amigo… Por un instante recordé, que tenía
algo pendiente, desde hacía más de cuarenta y cinco años, con una de la
imágenes que se exhibían en la nave principal. ¿Seguiría estando allí el Rey
Fernando III (San Fernando)? Si efectivamente seguía allí, ¿qué tenía que ver
su presencia en ese templo?
Dejé de pensar en ello, seguí al
grupo e ingresamos en los despachos parroquiales, buscando el acceso al museo. Dimos
con el acceso cerrado, también en contrario con la información recibida, esta
vez por vía telefónica. De modo que nos dirigimos directamente al interior del
templo.
Con todo, un detalle me detuvo unos
segundos. A la vista de quien entrara en los despachos que estábamos
abandonando, había un trozo importante de madera quemado. Tenía la forma de una
columna cimbada al estilo de las ornamentaciones barrocas y un cartel que
explicaba que era un resto del retablo principal sobreviviente de la quema de
la iglesia ocurrida en 1955.
Efectivamente, el 16 de junio de
1955 ocurrieron los hechos más funestos de la historia argentina. Naves de la
Aviación Naval y de la Fuerza Aérea Argentina bombardearon y ametrallaron la
Plaza de Mayo amparados en la consigna “Cristo vence”. Ese fue el bautismo de
fuego de nuestras armas del aire. Dejó el saldo luctuoso de más de trescientos
muertos, casi todos transeúntes, y provocó una escalada de violencia que siguió
hasta la noche. Una de las consecuencias inmediatas de esa violencia fue la
quema de varios templos de la iglesia católica, siendo el de San Francisco, uno
de los más afectados. El ignominioso bombardeo y la injuriosa reacción son
hechos igualmente condenables. Las caras de los pilotos fueron exhibidas con
orgullo por el gobierno siguiente, pero la de quien encendió el primer fósforo,
no.
En una jornada tan bella y cálida
con un sol radiante y un cielo intensamente azul, la evocación que nos daba ese
trozo de madera era lo último en lo que yo quería pensar. Por fortuna, la
iglesia fue reconstruida y, ocho años después, el retablo fue reemplazado por
el maravilloso tapiz denominado “Glorificación de San Francisco”, obra de
Horacio Butler que mide doce metros de alto por ocho de ancho.
Si bien pasé por esa esquina
infinidad de veces en mi vida, era la segunda vez que entraba en el templo.
Quedé impactado por su luminosidad que resaltaba la presencia central del
tapiz. Las imágenes de mi primera visita, hace más de cuarenta y cinco años,
eran un poco borrosos; pero no recordaba que la nave fuera tan blanca y
luminosa. Conocía el tapiz pero no recodaba que tuviera esa impactante
centralidad. ¡Qué había ocurrido! Al igual que San Ignacio, la iglesia tuvo una
intensa restauración en las primeras décadas del siglo XXI. Ambas están
espléndidas. El rescate de la centralidad de la luz, en esas obras, pareciera
ser la causa del esplendor que vi en ambos templos. Claro, la luz intensa del
sol al mediodía, colaboraba de manera significativa. Pero las restauraciones
lograron ese milagro, como pudimos comprobar unos minutos después, cuando
entramos en Santo Domingo. (3)
A pesar de que no pudimos recorrer
el museo, el templo nos dio un resarcimiento. No sólo impresionaba la dimensión
de la única nave (San Ignacio y Santo Domingo, tienen plantas de tres naves) y
la preeminencia del tapiz en el altar mayor; sino que también la profusa
distribución de altares laterales que estaban acompañada por infografías que
explicaban el contenido de cada uno de ellos.
Se accede a cada infografía a
través de un código QR tan visible como discretamente dispuesto junto a cada
retablo o cada imagen aislada. De este modo no generan ningún tipo de
contaminación visual. Contienen referencias a la historia, la hagiográfica y la
imaginería que se exhibe en cada altar y, en su conjunto, constituyen una
verdadera visita guiada… ¿tendría una oportunidad, entonces, para esclarecer mi
duda?
En esa gran cantidad de imágenes,
casi no había santos que no fueran franciscanos. Claro que había excepciones.
San Agustín de Hipona, por ejemplo, vivió algunos siglos antes que San
Francisco, de modo que no podría haber sido franciscano, pero allí estaba. Una
de las imágenes imprescindible era la de San Buenaventura, un franciscano que
escribió una Suma Teológica en el siglo XIV, tan oficial para la Iglesia Romana
como la del dominico Santo Tomás de Aquino… y, no sé si tan por supuesto,
también estaba allí una imagen de este célebre teólogo.
Sobre el final, retomé uno de los
aspectos puntuales de mi recorrido íntimo. En mi visita anterior, que fue en
1978, vi con sorpresa la presencia de San Fernando. En esa oportunidad, me
cruce, en la nave, con un monje que seguramente garantizaba el vínculo del
convento, por entonces de clausura, con el mundo. Le pregunté por la razón de
la presencia de ese santo en la Iglesia de San Francisco y me respondió con un
gesto que dude en interpretar entre ignorante y soberbio, “Está aquí porque es
un santo de la Iglesia”. La respuesta clausuraba toda réplica; peor yo no me
quedé satisfecho con la respuesta. Le pregunté a mi profesora de Historia de
España. Pero ella me confesó su ignorancia sobre las razones posibles.
Las explicaciones que me dio aquel buen
monje, casi con la soberbia del que tiene derecho a su propia ignorancia, jamás
me dejaron satisfecho, alguna razón histórica habría para justifica esa presencia.
De modo que, busqué la imagen que, por fortuna, allí seguía estando. Entonces
active la infografía con mi teléfono y obtuve la respuesta que buscaba. Era
simple y concisa: el rey castellano Fernando III, San Fernando, había sido
terciario franciscano… Sí, como Giotto di Bondone, Dante Alighieri y Cristóbal
Colón…
Volviendo al
conjunto monumental, un solo detalle nos pareció inconsistente desde una
perspectiva estética. Por delante del tapiz, pende una réplica del bellísimo
crucifijo de San Damiano. Lamentablemente, la réplica no se percibe
sensiblemente sin hacer un esfuerzo visual y, adicionalmente, irrumpe como una
marca inesperada la contemplación del tapiz.
Salimos del
templo. Ahora nos tocaba caminar un par de cuadras por la calle Defensa hacia
el sur.
Ir a Parte II
Notas y referencias
(1) Las consecuencias políticas y
sociales de esos debates están muy bien pintadas en El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco (1980).
(2) Las cuatro estatuas de mármol
de carrara fueron realizadas por el escultor francés Joseph Dubordieu y
representan La Industria, La Astronomía, La Geografía y La Navegación.
(3) Las tareas de restauración que
devolvieron el esplendor a la Iglesia de San Ignacio fueron realizadas entre
2009 y 2012. En tanto que las últimas tareas de restauración de San Francisco
se llevaron a cabo entre 2017 y 2024, y durante un tiempo prolongado
mantuvieron el templo cerrado al público. Es por ello que, cuando lleve a
recorrer el barrio a Corpus Martínez y Fran López, nuestros amigos de La Rioja
Española, no pudimos ingresar al edificio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario