Por Aldo Barberis Rusca (1)
Algunas noches, después de que el último parroquiano abandona
el boliche y las persianas metálicas se cierran, el gallego recorre el salón
pasando el lampazo sobre las corroídas baldosas en damero blanco y negro y se
detiene junto a las mesas mirando y repasando con la mano cada marca, cada
astilladura de la madera, cada quemadura de cigarrillo; intentando recordar los
rostros de quiénes estuvieron sentados en esos lugares.
No se trata de recordar a los clientes habituales, aquellos
que por fuerza de persistencia ya pasaron a formar parte del mobiliario del
boliche. Ni siquiera aquellos que de tarde en tarde se caen a tomar un café o a
comer un sándwich
El gallego intenta recordar aquellos que han pasado una vez a
las apuradas a tomar un café con leche con medialunas después del ayuno
obligado por un análisis de sangre, aquellos que se sentaron a tomar un agua
sin ganas haciendo tiempo entre dos trámites, aquellos que simplemente
necesitaban de una mesa para anotar un pedido o hacer una factura.
En esas recorridas, trata de emparejar aquellas caras
fugaces, apenas recordadas, con las marcas perennes de las mesas
Acaso aquel hombre que transcribía con letra prolija sobre
una planilla unas notas tomadas rápidamente en una libreta fue el responsable
de esa quemadura de cigarrillo? Acaso esa mujer que hablaba nerviosamente por
teléfono dejó marcada sus uñas en el borde de madera? O fue el niño pelirrojo y
maleducado el responsable de ese rayón azulado que cruza la mesa de punta a
punta?
El gallego recorre el salón intentando empatar cada marca con
una cara hasta llegar al fondo, a aquel rincón sombrío cerca de la puerta del
baño donde se pueden ver un poema enmarcado y una foto grupal de un tiempo
imposible de determinar.
En aquel rincón hay una mesa qué rara vez se ocupa, solo
cuando el salón está completo; cosa que nadie recuerda haber visto jamás, o
cuando algún viandante requiere de una ubicación que demande una discreción
extrema.
La cercanía de la puerta del baño y la lejanía de las
ventanas, sumado a la mugre acumulada sobre las lámparas le dan a esa mesa unas
cualidades que la hacen casi ajena al resto del boliche y favorece a que la
ocupen hombres mal entrazados, de aspecto sombrío y miradas torvas que hablan
en voz baja.
Es en aquella mesa que el gallego se detiene con mayor
interés, donde la marca que llama su atención se encuentra más fuera de lugar.
Sobre la mesa del fondo del boliche, la más oscura, la más
inhóspita; grabado con un punzón o con la punta seca de un de un compás un
corazón encierra dos nombres: Lolo y Ramona.
El Gallego, el de la memoria prodigiosa, el hombre capaz de
recordar decenas de pedidos distintos y repartirlos sin equivocarse en ninguno
es incapaz de emparejar aquella marca con algún rostro almacenado en su inmenso
archivo de caras.
Fue acaso esa pareja de adolescentes, casi niños, con sus
uniformes escolares que se miraban fijamente a los ojos sin dirigirse apenas la
palabra? O fueron aquellas dos chicas que luego de muchas dudas finalmente se
tomaron las manos?
Centenares de rostros, de parejas felices, infelices,
desesperadas, dichosas pasaron por las mesas del boliche, pero ciertamente
ninguna recaló en la mesa del fondo, aquella tácitamente reservada para oscuros
negocios y relaciones clandestinas.
El gallego imagina alternativamente felicidades y desdichas
casamientos, separaciones, hijos, nietos, soledades, etcétera.
Parado solo en medio de la penumbra del salón ve pasar frente
a sus ojos miles de caras que aparecen y desaparecen fugazmente y es un
inventario de cada marca de cada huella que ha quedado durante tanto tiempo.
Y es entonces cuando el gallego comienza a pensar si el
boliche no será nada más que una acumulación de marcas qué han ido dejando a su
paso miles de personas anónimas y olvidadas.
Quizás, piensa, el destino del hombre sea pasar dejar una
marca y ser olvidado, ya que todos, de una forma u otra, seremos olvidados en
algún momento.
Sin embargo hay quienes niegan todo esto basándose que el
gallego es incapaz de elucubrar pensamientos de ese tipo bien que el piso del
bodegón jamás conoció el paso de un lampazo
Sin embargo
alguna vez se lo ha escuchado decir, mientras acomodaba los pocillos de café
boca abajo sobre la Pavoni, "vivimos para ser olvidados"
Notas y referencias
(1) Texto inédito del autor que
inaugura una nueva serie de “Reflexiones desde un bodegón”.
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