sábado, 14 de noviembre de 2020

La cápsula de media mañana

 

Por Aldo Barberis Rusca (1)

No es un antibiótico ni un antiinflamatorio, no se toma con agua ni cada seis ocho o doce horas. Tampoco es la de las balas ni la del tiempo. La cápsula de media mañana nos traga a nosotros y nos deja en un estado raro, como fuera del mundo.

Existe en el bodegón un momento mágico; un rato cada mañana en que el tiempo parece detenerse y el viejo salón familias se convierte en una cápsula, aislada del mundo que transcurre al otro lado de las ventanas guillotina, como una realidad paralela.

El desayuno comienza muy temprano y culmina alrededor de las 9 de la mañana. Es un momento ajetreado pero con cierta carga de melancolía; al parecer nadie quiere estar realmente allí. El desayunador suele ser un hombre solo, presuroso; que apura su café con leche o su cortado acompañado solamente por su medialuna y su diario.

La imagen pertenece a El Recopilador de sabores entrañables

Durante estas dos o tres horas son muy pocas las conversaciones que se escuchan; normalmente los hombres entran y salen en muy breves minutos, hombres apurados por tomar el tren o el subte, que llegan tarde a la oficina o a la obra.

De vez en cuando aparece un tipo con uno o dos pibes somnolientos y el solitario desayunador lo imagina separado, llevando la carga de la visita pautada, dos veces por semana y fin de semana por medio, con más resignación que ganas. Y a los pibes cansados de salidas interminables y a las sesiones de TV en el minúsculo departamento o en la casa de la tía o la abuela.

El desayuno es un momento silencioso de voces, solamente el tintinear de las tazas y las cucharitas, la voz del mozo cantando los pedidos y el crujir de las página del diario se mezcla con el monótono discurso de Crónica TV. A esta hora en el bodegón no hay risas ni peleas; sólo caras largas, ojos entornados y una tristeza que chorrea sobre las tazas, las mesas y ensucia el piso.

Pero a las nueve comienza un remanso, un paréntesis que se extiende hasta pasadas las once, la hora del almuerzo.

Ya hace un buen rato que el bodegón esta fragante de orégano y romero, perfumes que ya son clásicos de la gastronomía popular: ternerita con arroz, lentejas, buseca, estofados.

Si el desayuno es melancólico y triste; el almuerzo es, por el contrario, bullicioso, extrovertido; es el tiempo de hablar de fútbol, de criticar al jefe. El almuerzo es el momento esperado durante horas, saboreado de antemano durante toda la mañana.

Y ahora está ahí, hay que comer rápido para poder sentarse tranquilo, con las piernas estiradas bajo la mesa, el palillo en la comisura de la boca y gozar de este momento de relax antes de volver al yugo.

En el bodegón el almuerzo supo ser en un momento igualador de clases, aquí comieron juntos el obrero y el gerente. Tal vez se diferenciaban en la comida; el gerente pedía un bife y el obrero un guiso, pero ambos comían, y comían juntos.

Recuerdo un bodegón de barracas, donde me llevaba mi viejo, que tenía una sola mesa. Una única mesa compuesta por distintas mesas; de comedor, de cocina, redondas, rectangulares, caballetes; y a esa única mesa se sentaban juntos hombres de todas las empresas de la zona sin distinción de clases ni de jerarquías; igualados por la mesa y por la sopa. Por que la sopa era imposible de evitar.

La imagen pertenece al autor

La Argentina de los setenta aún daba para estas cosas y mi viejo, gerente de una empresa gráfica, podía emocionarse ante la clientela variopinta de ese bodegón. Eran los tiempos en que los asados de la obras en construcción aromaban los mediodías porteños con un perfume que jamás asado alguno podía reproducir y que hizo que mi amigo Hugo Díaz Cárdenas, exquisito guitarrista radicado en París, entrara a una carnicería, comprara una tira y entrara a la obra a comer con los muchachos (¿Hay en París, Huguito, obras, obreros y asados? Por que acá siguen esperándote unos pollos)

Pero entre la melancolía del desayuno y el bullicio del almuerzo, el bodegón es de los que no tienen apuro, de quienes se sientan en la mesa de la ventana, de los que llevan un libro o un cuaderno, pero no leen ni escriben.

Una mañana de invierno, alrededor de las diez, el frío cala los huesos a pesar del cielo limpio y del sol que brilla como si fuera nuevo; es el pampero que sopla trayendo el frío de la patagonia, pero también el buen tiempo.

Los chicos ya están en el colegio, los trabajadores en sus oficinas y en la calle andan las viejas con sus changuitos llenos de lo que yo imagino son verduras y osobucos para la sopa. Andan con sus chalones y sus pañoletas y sus tapados de paño siempre marrones, siempre grises; del carnicero al verdulero, del almacén al mercadito.

Las viejas conocen a los comerciantes por su nombre, se llaman Alberto y Cacho y son los hijos y los nietos de otros Albertos y Cachos que les daban la yapa cuando eran chicas y las madres las mandaban a comprar fideos, arroz o azúcar que traían en unos paquetitos de papel con dos orejitas retorcidas. O se llaman Sergio como el señor que me vendía las botellitas de colección en una galletitería de Asamblea entre Centenera y de las Garantías; o don Baldomero que cuando cerraba el almacén atendía por el despacho de bebidas en la esquina de San Juan y Treinta y tres. Hubo, también, un Oscar Arduca que cantaba tangos con voz de barítono profundo detrás del mostrador de una despensa en la calle Pedro Chutro.

La media mañana es un territorio extraño, temprano para ser tarde y tarde para ser temprano; es el territorio de los excluidos, de los que nada tienen que perder; la hora en que los pibes que se ratean del colegio comienzan a lamentarlo.

Claro, ya pasó la emoción de no entrar, de la pregunta obligada ¿entrás hoy, o no entrás? Ya dejamos los libros en el kiosco, ya nos fumamos todos los cigarrillos que nuestros jóvenes pulmones aceptan a esta hora y con el estómago vacío, ya jugamos todos los partidos de billar, pool y metegol que nuestros flacos bolsillos nos permitían y ¿ahora, qué?

Solamente queda esperar, esperar a que se haga la hora de buscar los libros y volver a casa, esperar que el preceptor haya sido “gamba” y no haya llamado para informar el ausente, esperar que la de historia pase la prueba para otro día sabiendo que tampoco voy a haber estudiado.

Por que ¿de qué vale estudiar cuando Alejandra Vidal Olmos esta lentamente enloqueciendo en el mirador donde una vieja tía guardó la cabeza de su padre cortada por los mazorqueros de Rosas; y yo se que ese mirador está ahí, en Loria e Hipólito Irigoyen, o por lo menos eso dicen?; ¿de qué sirve estudiar si Harry Haller está a punto de entrar a un teatro mágico “solo para locos”, si Rocamadour está cada vez más enfermo pero La Maga sigue haciendo ovillitos de hilo rojo como si no se enterara?

Las diez y media, ya es tarde para todo, el aviso clasificado que no estaba a las seis no estará ahora tampoco, pero seguimos aferrados al diario, leyendo y releyendo birome en mano, esperando que aparezca lo que no está; sabiendo que el café que nos tomamos implica volver a casa caminando pero, qué importa. Caminar nos dará tiempo para encontrar alguna razón que nos justifique que vender celulares, AFJP o créditos para jubilados no es algo que podamos ni que debamos hacer. Pero la plata hace falta y la indemnización se acaba.

Pero por el momento acá adentro no hace frío y nadie pregunta nada, y por la ventana se ve el mundo pasar como si fuera en otro lado, lejano y ajeno.

Van a ser las once y hasta que llegue el primer almuerzo el bodegón se mantendrá entre paréntesis, colgado entre la melancolía y el bullicio; refugiando a todos lo que no están afuera ni adentro; a los que no han llegado, a los que no se han ido.

El bodegón a media mañana es un espacio metafísico que no pertenece a ningún lugar ni tiempo, donde cada uno de los parroquianos está solo, sentado en la mesa de la ventana esperando que pase Scalabrini.

Pero de pronto entra un hombre, un hombre cualquiera, se sienta en una mesa cualquiera y pide una ternerita con arroz, o una napolitana con fritas, o un tallarín con estofado, y la magia se rompe y las viejas vuelven a sus casas y los rateros, los desocupados, los jubilados y los poetas, pagarán su café y saldrán al frío que ya no será tan frío.

Notas y Referencias:

(1) 2005-2007 c, Barbieri Rusca, Aldo, “Hoy salpicón”, El barrio Villa Pueyrredón, sección “Reflexiones desde un bodegón”.

 

6 comentarios:

  1. Maravillosa descripción de ese tiempo sin tiempo, esa esperanza sin esperanza y esa soledad tan solitaria . . .
    Me emociona palpar ese clima que alguna vez viví y que tanta tristeza causa o la causa.
    Tremenda situación que puede rayar con la idea del suicidio ya que no hay horizonte, para ningún lado.
    El vacío que rodea es espeluznante ya que no se sabe qué hacer para superar ese "status quo" tan opresivo como contenedor. No saber cómo salir, porque no se sabe para qué salir.

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  2. Muy buen relato, excelente descripción de agudo observador que lo ha vivido y padecido y disfrutado, relato de alguien que ha leído y sabe que la vida es también una herida absurda y esos tristes bodegones residuales son hoy día refugio de perdedores, salvo alguna excepción romántica o nostálgica. Aldo es un escritor de agua fuertes artlianas en este caso y nos deja pensando en un tiempo que se fue, en un mundo que ya no añoran las nuevas generaciones. Abrazo a los dos. Salute.

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