Por Mario Sorsaburu
(publicado inicialmente en “Buena Morfa Social Club”,
Grupo Privado de la red social Fecebook,
el 2 de agosto de 2018)
Para fines de los años cuarenta es que los
bodegones se afianzaron, con el advenimiento de una gran población de clase
media trabajadora que debía comer al medio día, y muchos a la noche;
oficinistas, periodistas, profesionales, incipientes ejecutivos y vecinos
nuevos que iban llegando. Paso intermedio entre la fonda/almacén barrial y los
restaurantes que iban poblando la ciudad desde el centro a los barrios y con un
precio más acomodado respecto de esos restaurantes de la época, se nos metieron
en el alma para siempre.
Las imágenes pertenecen a Mario Sorsaburu
Las familias, las parejas de novios, los grupos de
amigos, como una moda, comenzaron a frecuentarlos hacia los setentas, en que
una ola de recuerdos y fantasías de las comidas caseras del ayer prendió fuerte
en toda la población de la Capital y las áreas suburbanas. Esa nostalgia se
mantiene hasta hoy, haciéndonos frecuentadores de esos lugares mágicos y
dilectos, dónde se come bien, platos servidos con ganas, sin pretensiones
pitucas, de manera satisfactoria. El bodegón es para mí sinónimo de humanos con
ganas de juntarnos mientras comemos algo rico y nuestro, sin pose ni relato.
Por esas cosas de la edad, de mi viejo y de un tío
amado, ambos salidores y conocedores de fondas, parrillas, bodegones, copetines
y cafés/bares de aquellos tiempos 1930/1957, en plena expansión de la clase
media. Llegué a disfrutar algo de esos primeros tiempos entre 1951 y 1957,
digamos, fecha en que mi viejo murió, y como sabemos, todo aquello compartido
con felicidad por un pibe y sus viejos, se pega en el ADN para siempre. Desde
luego que para adelante con mi madre, tías, amigos, primos la continuidad se
dio de manera normal. Lo único distinto en mi caso fue la pizza y pizzerías, a
las que se les daba poca bola en mi casa y no frecuentábamos, más allá de
algunas porciones de chico, al salir de la función matiné de los cines
Avellaneda, Rivera Indarte o el Pueyrredón en Flores con mi primo y luego en el
25 de Mayo, 9 de Julio o Edén en Urquiza. En casa no se comía pizza, y de
muchacho casi nunca iba a una pizzería. Sí, compraba alguna para llevar, pero
para mí, frecuentar pizzas y pizzerías, excepto un par por el Centro, por
Flores o Boedo cada tanto, comenzó con Mora.
Mi viejo era un hombre culto, sabio y conocedor,
sabía contarme y explicarme esos fenómenos culturales sociales al tiempo que
los vivíamos, lo mismo que sobre el tango, el bolero o el jazz. De manera que
conocía bien esos lugares, sus dueños, mozos y algunos clientes habitué, y
desde luego sus amigos de riguroso traje y moño, volanta o corbata que sabían
caer a comer, y no pocas veces en la trastienda había barajas para pasar el rato.
La relación permitía llegar un rato con ¨el purrete¨ y sentarme al lado de
ellos, siempre callado y atento a comer algo o tomar una bebida con un plato de
queso y jamón crudo, el cocido llegó más tarde, y riquísima mortadela en dados,
rodajas de salame y, a veces, fetas de matambre casero finito, y siempre, mis
preferidos maníes, que eran tostados con cáscara que había que frotar y soplar
para dejar que caiga en el plato para no ensuciar. Luego mi padre me hablaba de
algunas cosas que sabía me habían quedado sin comprender y de esa manera al
morir él yo parecía alguien de veinte y no de doce.
El bodegón era ese olor a piso de madera y vino,
barra de estaño con pico cervecero, mantel de papel, cuenta sobre el mismo
(nadie estaba atento a si pagaba impuestos) con el lápiz del mozo/dueño muchas
veces. Hombres solos comiendo, clientes diarios, ventiladores de techo de
hierro negro, algunos con baños exteriores, aserrín sobre los pisos, donde al
costado se apilaban cajones de cerveza, sifones y botellas de vino vacías,
cuando no alguna bordelesa. La cocina con alguna mujer que aportaba el toque
femenino, el sello de ¨casero¨ que no se veía, en general, en bares ni
confiterías.
El olor a comidas reconocibles a distancia.
Aquellas milanesas grandes y una fuente de fritas de secciones enormes y algo
aceitosas, cuando la doble cocción era inexistente (pues las freidoras recién a
fines de los cincuenta fueron de la partida generalizada), escabeches, bife
ancho con puré, sopa todos los días, zapallitos rellenos, albóndigas con arroz
o puré, hígado a la veneciana, guisos de lenteja y mondongo, lasagnas,
canelones y cintas, o tallarines, con salsas que casi siempre eran modestas y
regulares, en algunos, bolognesa.
En Pippo, nació la combinación con el pesto que
hasta 1965/6 tenía albahaca. Cuando también aparecerían los vermicelli,
foratti, forattini, moños y mostacholes (hoy penne rigate o lisce), todavía los
fideos se compraban en paquetes de diez kg y/o sueltos en el almacén, guardados
en cajoneras con frente de vidrio y eran largos, de 60 cms, en dos o tres
variedades. Más tarde, a principios de los cincuenta, llegarían los paquetes de
½ kg y de medidas que conocemos hoy, con más variedades, y los de sopa (letras,
ave maría, municiones y dedalitos, entre finos y nidos).
El aceite de oliva era en latas e importado y
recién a mediados de los cuarenta comenzaba la venta de aceite nacional de
girasol puro, en botellas, que sus productores (la mayoría inmigrantes judíos)
lo traían casa por casa y regalaban unos vasos a quienes compraran. Así de
artesanal fue la introducción y cambio de paladar; desde luego a un décima
parte del costo que el otro.
También en latas de 5 kg venían las galletitas en
el almacén (bizcochitos Dujo, las de Maizena, cabellos de ángel, alfajorcitos y
palmeritas) y se compraban por ¼ o ½. Hasta 1952/3, eran de media calidad
industrial, sin grandes selecciones, excepto un par de Bagley y, luego del
éxito arrasador, las Lola que lideraron el mercado durante años y que por ello,
mi abuela paterna siempre fue Mamá Lola, porque traía esas galletitas a mi
primo mayor y a mí. Con Terrabussi comenzarían la gran lucha, que casi deja a
Bagley knock out, pero logró recuperarse y fueron siempre parejas en calidad y
pioneras del packaging (Criollitas, Manón, Ópera, Melba, Boca de dama, y Boca
de dama recubiertas de chocolate Kokoa), que eran lo más y que yo comía ¼ o más
de una sentada. Algo después conocimos el marshmallow cuando aparecieron las
Merengadas.
Lo mismo ocurría con el azúcar, la yerba, las
legumbres, todo suelto x kg. Al peso, y el café que se vendía en casas de café,
recién molido ¨a la vista¨ y no se tomaba casi en ninguna casa de trabajadores.
Luego llegarían los paquetes envasados a los almacenes y como una locura
novedosa, cerca de 1957/8, el Nescafé. La costumbre citadina era “café con
leche” en el desayuno o merienda y el té con leche, aunque menos. Cocoa, Toddy,
Vascolet, para los pibes, en mi caso Ovomaltina; también mate cocido y
cascarilla en casa de laburantes algo más humildes.
Hago esta introducción intentando que sea corta, ya
que podría escribir un libro al respecto, como para que se den cuenta qué me
dispara un bodegón, que revolución del alma y los sentidos significa para un
hombre que conoció todo eso de primera mano y tiene los recuerdos tan frescos
como el postre del vigilante que servían en todos sin excepción y casi en
exclusividad, salvo alguna ensalada de frutas en verano. Después apareció el
budín de pan, el flan y la tarantela. Los hombres, mayoritaria clientela, no
comían postre.
El monopolio de los postres los tenían las
confiterías y algunas pizzerías de nombre: tortas de ricota, pasta frola de
membrillo, suppa inglesa bien cremosa y borracha, merengues con chantilly o
dulce de leche, flan mixto y alguna variedad cremosa con el nombre del lugar.
Un buen mix de bodegones, cantinas y comederos en
que criollos, españoles e italianos acriollados, capaces de preparar con buen
gusto y amor recetas sencillas y cotidianas, favorecidos por la abundancia de
nuestra geografía y el precio barato de los productos en general, sumado a la
nueva costumbre de “salir a comer afuera”. Las clases sociales más modestas
ascendientes, ya empleados, trabajadores de oficina y ejecutivos que almorzaban
cada vez en mayores cantidades en Capital y áreas suburbanas, fueron la leña
que alimentó ese fuego nuevo que pobló el Centro y los barrios, y las
estaciones de trenes suburbanos.
Bodegones, cantinas, parrillas y bares al paso
trajeron a consideración, sin lujos y a buen precio, las recetas familiares
para compartirlas con el pueblo, y, desde aquel momento, se han convertido en
lugares dilectos por ser casi extensión de nuestras cocinas fuera de casa. Todo
parecido, pero servido y atendido, sin demasiado precio agregado, fórmula de
éxito, especialmente debido a ese devenir de una nueva clase social con mayor
poder adquisitivo de manera masiva, que hizo abandonar las fondas/almacén,
último escalón de comida para el trabajador.
Bodegones que, junto a las pizzerías, tuvieron
entre 1947/8 y 1990 sus momentos de máximo brillo. Y que ahora volvemos a
buscar cada tanto, para encontrarnos con el ayer, con la comida con los viejos,
con abuelos y amigos, con cierta verdad sin vueltas ni truco. Esos lugares sin
pompa que existen, siempre nos hacen sentir y creer que el tiempo se detiene,
que la vorágine que nos apabulla, llevándonos de la escala humana a la escala
cibernética, no nos alcanza, y que podemos detener el tiempo, volver al ayer, a
los afectos del pasado, a los olores y presentaciones de esas horas felices,
que la evocación agiganta.
En ese sentido, la convocatoria por la semana de
Los Bodegones y Vía Pietro Sorba, en Buena Morfa Social Club por intermedio del
boss no podía ser más atractiva.
Todo esto y algunas cosas más nos hicieron volver,
con Mora, la noche del domingo, luego de una función a beneficio de la orquesta
de niños de la Isla Maciel, con muchos artistas de nombre, entre los que Javier
Malosetti trío, tocando y zapando jazz se destacó, nos emocionó, y llenó de
gozo.
Reservé en uno muy dilecto que frecuentábamos a
menudo entre 1990 y el 2005, dónde siempre comimos muy bien, riquísimo todo,
espléndidamente atendidos, Lo Rafael. Méjico al 1500.
La reserva era para las 21:30 hs. Llegamos
puntuales. El salón a medio llenar, la mesa reservada con un cartelito, el de
la promo, sobre la mesa y nuestro nombre. La camarera atenta y eficaz como
pocas nos contó las opciones mientras nos traía una panera completa y una
cazuela con queso crema para untar, la botella de Valentín Lacrado y agua sin
gas.
Matambre con rusa para mí y mozzarela a la milanesa
con un coulis de tomate para Mora. Ambos cumplían sin aplausos. El vino que
hacía años no tomaba, estaba muy bien, en verdad precio calidad en góndola muy
atinado.
Ambos pedimos los sorrentinos Lo Rafael. Muy ricos,
bien elaborados, muy caseros, la salsa espesa que los hacía untuosos y
perfumados daba gusto.
Los postres bien dentro del esquema bodegón;
brownie con helado, Mora y flan mixto, yo. Ambos en el promedio rico y
abundante, fresco, casero, como en casa de Tía Porota.
Había de bonus una botella chica de vino para
llevarse, que regalé a la camarera por su actitud y buena predisposición. El
costo de $760 con vinos y aguas, es desde todo lugar un regalo. Si hay tiempo y
espacio veremos de ir a alguno más, para traer recuerdos y emociones de ayer,
más que para comer.
Salute.
Notas y referencias:
(1) Leído el 14 de enero de 2020 en
https://www.facebook.com/groups/buenamorfa/search/?query=Lo%20Rafael&epa=SEARCH_BOX
Mario, Gracias por el reconocimiento, nunca más lo había leído, lo encontró Mora y me dijo, en verdad me parece muy digno, con gran parte de mis vivencias y recuerdos a flor de piel. Es comosi me hubiera encontrado con un gran amigo que perdí de vista hace mucho tiempo. Abrazo.
ResponderEliminarGracias, querido amigo, por autorizarme a publicarlo en El Recopilador de sabores entrañables.
Eliminargeniooooo !! impecable como siempre,gracias por ser mi amigo y vecino
ResponderEliminarGracias, Liliana, por sus comentarios.
EliminarPondré a Mario Sorsaburu al tanto del mismo.
impecable como siempre,te leo y me transporto,gracias por ser mi amigo y vecino !!
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