17 a 19 de octubre de 2014
“Arenosa,
arenosita
Mi tierra cafayateña
El que bebe de su vino
Gana sueño y pierde pena.
Mi tierra cafayateña
El que bebe de su vino
Gana sueño y pierde pena.
...
”Arena, arenita
Arena, tapa mi huella
Para que en las vendimias
Mi vida yo vuelva a verla.”
Arena, tapa mi huella
Para que en las vendimias
Mi vida yo vuelva a verla.”
(Castilla, Manuel J., “La Arenosa”)
I Intensos cambios en esta ciudad
Arribamos a Cafayate hacia la tardecita. El curso que tomó nuestro
viaje en esos días se encaprichó con que viviéramos casi exclusivamente de
noche en esta ciudad. Nos instalamos en el hotel y nos fuimos al Museo del Vino
con tiempo suficiente para recorrerlo.
Las imágenes pertenecen al autor
El primer impacto fue muy favorable. La ciudad es pequeña, pero
tiene más conciencia de su valor patrimonial que San Miguel de Tucumán. Se sabe
dueña de unos vinos notables, de una gastronomía más que razonable y del
encanto del Valle que se expresa en música folklórica en todos lados (incluso
en un bar de tragos modernoso). No todo es bueno y homogéneo en la ciudad, pero
ha crecido en atractivo desde la última vez que estuvimos allí en 2006.
Uno de los cambios más importantes es que Cafayate dejó de dormir
la siesta para atender a los turistas. Hoy tanto los comercios de la plaza como
el museo están abiertos de manera continua desde la mañana a la noche.
En 2006, llegamos a Cafayate poco antes del mediodía. Recorrimos
la ciudad, fuimos a la bodega Domingo Hermanos y se nos hizo la hora de
almorzar. Luego de tomar nuestras viandas salimos a la calle y encontramos todo
cerrado, serían las 14 y 30 horas. En información turística nos habían dicho
que el museo estaría abierto, de modo que allí fuimos. Efectivamente estaba
abierto. A poco de entrar había un escritorio y sobre él se disponían una radio
que estaba encendida, un libro de visitas, un bolígrafo y un talonario con los
bonos para la entrada... pero no había nadie para atendernos. Recorrimos las
instalaciones, poco más de veinte minutos, y nadie vino a cobrarnos. Tuvimos
que esperar a que la ciudad despertara, como a las cinco de la tarde, en el
único bar abierto, poco antes de emprender nuestro regreso a la ciudad de
Salta.
Ahora el museo tiene personal que lo atiende en horario corrido y
los negocios de la plaza abren desde las 10 de la mañana a las 10 de la noche.
En aquel viaje no pudimos ni entrar en la catedral porque estuvo cerrada todo
el tiempo de nuestra visita (fue un día viernes de octubre).
El museo está ubicado en el predio en que desarrollaba sus
actividades la desaparecida Bodega Encantada de la familia Coll. En nuestra
visita anterior se reducía a un galpón en el que se habían acumulado, con
algunas escasas infografías, objetos y maquinarias vinculadas con la industria
del vino. El predio tenía un gran playón y en un rincón se disponían las viejas
piletas de fermentación que no estaban habilitadas a los visitantes.
Hoy, el Museo de la Vid y el Vino ha sido refaccionado
enteramente. Sobre el playón se construyó un pabellón nuevo, la sala uno que
está dedicada al cultivo de la vid. Las piletas de fermentación sirven de
pasaje a la sala dedicada al vino, ubicada sobre el galpón que constituía el
viejo museo. Nuevas tecnologías audiovisuales nos introducen en esta industria
en un recorrido lleno de poesía que complementa la información profusa expuesta
en el recorrido. Se inician con la cueca La Arenosa de Manuel Castilla y
Gustavo Leguizamón (puede escucharse una versión maravillosa de esta canción
mientras se inicia el recorrido) y termina con el Soneto del vino de Jorge Luis
Borges (“¿En qué
reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa / conjunción de los astros, en qué
secreto día / que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa / y singular idea
de inventar la alegría?”).
Volvimos a la plaza de noche. Era viernes y todo era bullicio en
ella. Nos sorprendió ver abierta la catedral. Fue una invitación a entrar.
También nos sorprendió ver colas de fieles frente a los confesionarios (luego
sabríamos que el sábado por la tardecita tendría lugar una ceremonia de las
Confirmaciones). Estábamos relajados después de una jornada intensa.
Recorreríamos los puestos de artesanías e iríamos a comer en esa ciudad que, a
pesar del bullicio, sentíamos apacible.
La catedral nos confirmó en ese sentimiento, la vimos
sencillamente hermosa. En un altar lateral, había una Biblia abierta en el
capítulo 3 del Eclesiastés. Lo leí en voz alta. Sé que es casi imposible que
Haydée se conmueva con las escrituras y a mí, en contadas ocasiones. Pero este
fue, desde siempre, uno de mis pasajes favoritos porque sentí vibrar esas
palabras como verdades indiscutibles a lo largo de mi vida. Rechazar la vanidad
porque perseguirla es como correr detrás del viento y disfrutar el momento
porque todo tiene un tiempo bajo el sol. En un ritual íntimo, le di al pasaje
un sentido oracular... lo sentí como un mensaje que daba sentido a lo que
estaba viviendo en este viaje. De modo que fui, en la mejor compañía, a
disfrutar de un buen plato y de un buen vinito y a prepararme para el contacto
con la madre tierra que esperaba alcanzar en Santa María de Yocavil el día
siguiente.
II Las noches en Cafayate
Decía arriba que no todo es bueno y homogéneo en la ciudad. ¿Qué
lugar del mundo lo es? Aunque no me crean, también vi algunas cosas feas en
París, empezando por la Tour de Montparnasse.
En Cafayate, no nos gustaron mucho las artesanías. En rigor, no
nos parecieron muy artesanales, sino más bien el producto de una industria mala
y barata. El sábado vimos a una tejedora de verdad en Santa María (en el Telar
de Suriana) y, por la noche, no podíamos creer lo berreta que eran los ponchos
que nos ofrecían. Es un dato positivo que la ciudad no duerma la siesta para
ofrecerse a los turistas, pero no está tan bueno la ausencia de autenticidad en
la mayoría de los productos que están a la venta.
En cuanto a los restaurantes, la oferta es despareja. Los hay muy
buenos, pero algunos con escasa predisposición a la cocina regional. Con todo,
ya hablaré con más detalle en otro artículo, pude disfrutar de un “tamal de
chicoana” en el restaurante Orujo, a 50 metros de la Plaza. En mi ignorancia,
pregunté de qué se trataba. Me dijeron que eran típicos de la ciudad de
Chicoana en el Valle de Lerma y que su característica era que estaban hechos
con charqui... ¡Por fin algo de la comida regional que no ha llegado aún a
Buenos Aires... estaban muy buenos y me dieron ganas de comer tamales de chicoana
en Chicoana...!
Las noches del viernes y el sábado nos mal acostumbraron en
Cafayate. El domingo todo fue diferente. Los principales restaurantes estaban
cerrados. Terminamos comiendo empanadas en Las Chuecas, local que nos dejó la
imagen de una propuesta fraudulenta, en otra parte cuento por qué. Pero no nos
preocupamos demasiado, lo explicamos por tratarse del Día de la Madre (no sé si
era cierto o si nos traicionó el encanto con que nos tenía sometido la Hermosa
como la calificó Horacio Guarany). Además estábamos pensando en una comida
rápida porque al día siguiente tendríamos que salir temprano hacia el norte del
Valle.
Tres noches estuvimos en Cafayate, pero la
atracción que nos produjo Santa María de Yocavil, nos impidió recorrer los
alrededores (estoy pensando en El Divisadero o en San Pedro de Yacochuya) o
disfrutar de un atardecer en la plaza de San Carlos... pero ya estábamos
habituándonos a las sorpresas que el andar los caminos del Valle nos iban
deparando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario