Por Raquel Incaminato
Vivía dentro de una familia de muchos
hermanos, pero mis recuerdos comienzan cuando ya éramos tres mujeres, yo la
mayor de las tres, obviamente por ser la mayor y, por ende, supuestamente más
responsable, a veces cargaba con la responsabilidad del cuidado de las nenas. Sí,
las nenas eran ellas a pesar de que yo tuviera 5 años y ellas, 4 y 3…
Yo jugaba a la mamá, no sé por qué, pero
era así. De las tres hermanas, era la que no tenía demasiados problemas a la
hora de comer, era “normal”. Mis hermanas eran extremadamente delgadas y mi mamá
las veía frágiles. Así yo, a los ojos de los de afuera, era, además de más
fuerte, la más dispuesta a los quehaceres domésticos, en especial en la cocina.
Siempre me ofrecía a colaborar. Cuando mi mamá no estaba, porque iba en la
escuela a dar clases, lo hacía con la chica que trabajaba en mi casa… y la
cocina era el lugar en que más cómoda me sentía.
Recuerdo que, en la cocina, había un
armario empotrado donde se guardaban diferentes alimentos. Éramos varios y mi
madre almacenaba muchas cosas (creo que se relaciona con las peripecias que
pasaron los abuelos en tiempos de guerra). Detrás de la puerta de ese armario
había un papel blanco grande donde mi mamá escribía el menú semanal con
minucioso detalle para el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena. Muchos
de los insumos que consumíamos provenían de la chacra de mi abuela y, el resto,
de chacras vecinas. Productos que eran repartidos por el pueblo por los mismos
productores. La leche se la comprábamos a doña Manuela que además de volcar de
8 a 10 litros de leche en una olla inmensa nos daba la yapa. Es como si la
viera, una mujer fuerte con un tarro de leche tan grande como ella. Era una
mujer seria, pero muy bondadosa, siempre con un pañuelo en la cabeza.
La carne se compraba en la carnicería y
mamá solicitaba cortes que el carnicero no entendía de qué se trataban. Mi mamá
había vivido en Capital Federal y luego de recibirse de maestra se instaló en una
colonia cercana a un pueblo que se llama Juan A Pradere, en el Partido de
Carmen de Patagones en el sur de la Provincia de Buenos Aires.
En la carnicería del pueblo se pedía
pulpa, puchero, milanesas o carne para guiso, pero de los nombres de los cortes
ni hablar. De a poco se fueron incorporándolos, porque si algo tenía mi vieja es
que era obstinada y las pocas veces que iba a la carnicería ponía énfasis en
que el carnicero llamara a cada corte por su nombre. La recuerdo a mi madre
hablando al carnicero y diferenciando lo que era la nalga del cuadril y de la
bola de lomo… Así pasaba que nosotras íbamos a la carnicería con indicaciones
precisas y si veníamos con algo diferente, Teníamos que ir a devolverlo. Moríamos
de vergüenza, pero hoy, a la distancia, imagino que el carnicero no se atrevía
a contradecir a la Sra. Maricel (así se llamaba mi mamá), así que volvíamos a
casa con el corte correspondientes.
Para mi mamá las milanesas eran de nalga
o bola de lomo, en ocasiones y si no había otra, de cuadrada y luego, con el
tiempo, de peceto, pero éste se usaba generalmente para comer mechado en el
tuco o al horno.
Muchas tardes la merienda consistía en
una taza de té con leche o mate cocido con leche, en pocas ocasiones café con
leche. Se acompañaba con sándwiches de carne, bifes a la plancha, obviamente de
cuadril. Se abría un pan, se untaba con manteca y el bifecito dentro. Creo que
una de las delicias de mi infancia fueros esos bifecitos a la plancha. Cuando
no había bifes, se acompañaba con pan con manteca, casi siempre de elaboración
propia (imagínate la cantidad de crema que se juntaba comprando tantos litros
de leche por día). Además de que la leche era como venía de la vaca “doña
Manuela no la bautizaba”. Pero no bastaba con la manteca sobre el pan sino que,
sobre esa manteca, caía una lluvia de azúcar o miel. Siempre había dulces o
mermeladas que se compraban en latas o cajas de 5 Kg, pero nos gustaba más el pan
con manteca y azúcar o miel. Generalmente, mi mamá estaba en la escuela, así
que, por más que diga el menú que ese día había pan con mermelada, nosotras lo
hacíamos a nuestra manera ya que la chica que estaba a nuestro cuidado nunca
nos cuestionaba nada. ¡Uhhh, me olvidaba! A veces íbamos a buscar a la
panadería el pan recién horneado, lo mojábamos en leche y lo cubríamos con
azúcar… ese era otro manjar…
Hay aromas que aún me invaden. El aroma
a la leche recién hervida y esos bifes sobre la cocina a leña que, además de
servir para cocinar, calefaccionada en invierno la casa. También había una cocina
a gas, pero, en invierno, se priorizaba la leña.
La abuela Ercilia vivía en una chacra
muy cercana al pueblo. Cuando era chica, me parecía que estaba lejos. Eran alrededor
de 8 km que muchas veces lo recorríamos en sulky, porque tuvimos auto cuando yo
tenía 8 años más o menos.
La chacra tenía 27 hectáreas. Era hermosa.
Toda llena de diferentes cultivos. Había una hectárea de frutales (duraznos
ciruelas, manzanas de diferentes tipos viñas, etc., de todo) que se consumía en
la época y, algunas, se secaban al sol que era una forma de conservarlo. Los
frutos que estaban en el piso, eran para los chanchos y/o las gallinas. Recuerdo
que, con mis hermanas y mi abuela, juntábamos lo que estaba en el piso y lo
llevábamos al chiquero, lugar donde estaban encerrados por un lado los lechones
y por otro los chanchos más grandes.
Mi abuela había tenido un solo hijo, mi
papá y había quedado viuda a los 42 años Era una mujer fuerte, o la vida la
hizo así. Tenía peones a su mando. Ordeñaba las vacas muy temprano a la mañana y,
con esa leche, hacía queso, crema, ricota que vendía en el pueblo y obviamente
abastecía a nuestra familia. Era un espectáculo ver esas hileras de quesos con
distintos grados de maduración sobre tablas colgantes en una piecita que tenía
pegada a la casa. Además allí tenía chorizos, pancetas, tocino en salazón,
jamones y cajones y cajones de huevos.
Recuerdo despertarme a la mañana con ese
aroma a leche recién hervida en la cocina calentita, porque hacía varias horas
que la cocina a leña estaba prendida. A la abuela no le gustaba que abriéramos
la puerta de la cocina, por donde ingresaba la leña porque temía que nos
pudiéramos quemar, pero me fascinaba ver esos leños encendidos. En la cocina,
se calentaba el agua en un depósito específico de la misma cocina a leña. Había
siempre agua hirviendo, disponible para pelar un pollo o lo que hiciera falta.
Tomábamos café con leche, o lo que
hubiera, con galleta de campo, siempre había una bolsa con galletas colgada
atrás de la puerta. Comíamos de todo porque había de todo. Por ejemplo, nos
hacíamos cocteles con yema de huevo y azúcar y le poníamos café o sin nada.
A mi abuela le gustaba
mucho cocinar y lo hacía muy bien, tenía sus preciados libros. El de Doña
Petrona y otro que usaba mucho y aun no lo he encontrado, se llamaba El gorro blanco, o algo parecido. Recuerdo
que en la tapa del libro tenía una imagen de un gorro de chef. A mí me
encantaba mirarlos, bucear en esos libros… así me encontraban muchas veces
curioseando en esas páginas.
Llegaba el mediodía y tenía que cocinar
para nosotros y para las personas que trabajaban con ella. La comida era
sagrada. Había que alimentarse bien.
La recuerdo yendo al gallinero a buscar un
pollo o dos, (siempre había pavos y pollos engordando) e inmediatamente carnearlos
para ese momento. Los pelaba con el agua hirviendo siempre lista que estaba en
el tanque de la cocina a leña. Era un ritual fascinante y, en poco tiempo, el
pollo o lo que fuera ya estaba listo para poner al horno con papas o para hacer
un tuco.
En tiempo record, estábamos todos
alrededor de la mesa, donde se servían el pollo al horno las papas o con papas
fritas. Antes de la comida principal siempre había algo para picar: morcilla,
chorizo seco, panceta, algún queso elaborado por ella misma y la infaltable
galleta de campo.
Mi abuela comía bien, allí había
abundancia de todo y había que comer y alimentarse bien, frase que también la
escuchaba decir a mi mamá. Pino uno de los peones del campo era el que pelaba
las papas y otras verduras ayudándole a la abuela. Era un hombre chileno,
flaquito y muy joven. En esa época, la abuela no lo dejaba levantarse de la
mesa hasta que no se terminara todo lo que le había servido.
Mi abuela no era italiana, era hija de
españoles, pero su marido si lo era y ella adoptó la comida italiana como
propia. Hacía la minestra, los malfatti, los tallarines y unos tucos que, al
recordarlos, se me hace agua la boca. Horas de hervir la carne o una gallina
que ya no ponía huevos o que no se ponía clueca, con salsa que ella misma había
hecho y estaba guardada en conserva. Ese era el acompañamiento a los tallarines
que estiraba con palo de amasar y cortaba a cuchillo a la perfección. Recuerdo la
mesa llena de tallarines oreándose y ese aroma del tuco borboteando sobre la
cocina a leña. Los gallos malos o viejos su usaban para hacer en escabeche.
La recuerdo haciendo muchas masas con
levadura. Yo veía a la abuela sacar de la bolsa de harina un envoltorio con una
masa pegajosa. Con eso hacia las masas, a mí me parecía asqueroso hasta que
supe que es lo que era, lo que hoy llamamos masa madre. Utilizaba, para las
masas, grasa de cerdo, a la que le decía manteca de cerdo. La guardaba cuidadosamente
en tarros tapados de 20 kg según la abuela era la grasa más refinada para hacer
facturas y pasteles. Para éstos últimos, pasaba horas estirando y doblando esa
masa. El resultado era increíble, algo que nunca logré hacer.
Con respecto a los quesos, creo que no
llegue a conocer sus secretos. a pesar de que yo ya era grande cuando ella
falleció. Pero estaba en una etapa de mi vida profesional que me impedía
profundizar en estos temas de la cocina. Sin embargo, recuerdo, cuando era
chica, caminando con mi abuela por el campo y viendo cómo ella juntaba algo de
la flor de los cardos que le servía para “cortar la leche” y, desde allí,
comenzar con el proceso de elaborar los quesos. También lo hacía con “cuajo” que
extraía de los animales que debían ser rumiantes, vaca u oveja, que aún no
debían estar destetados.
Además de las especialidades de pastas y
carnes al horno antes descriptas, la abuela cocinaba unos guisos increíbles;
pero eran básicamente arroz con pollo, guiso de carne y choclo y diferentes
verduras. En la época de choclos, ver esas ruedas de choclo impregnadas en el
tuco me encantaban, además del puchero.
Volviendo a mi casa materna. Había, en
ella, mucha influencia de la cocina española, como los potajes y pucheros donde
se incorporaban garbanzos, panceta, chorizo, etc.
Mi mamá hacía las mejores tortillas de
papas. La única pasta que hacía era ñoquis que le salían buenísimos. De las
cosas dulces en las que mamá se destacaba eran la pastafrola y una torta que la
llamaba “torta blanca” que, creo, que hacía sólo con las claras de huevo. Una
de las características era que mi mamá hacia el puchero diferente al resto de
las cocinas que visitaba. Ella decía que el puchero no lleva sólo “papa y
tumba” (carne y papa). Ella le agregaba verduras, como zapallo, choclo (si era
la época) y también repollo, panceta, morcilla, chorizo y garbanzos. ¡Era una
bomba! El día que se hacía puchero a mí me tocaba hacer la mayonesa, una parte
con ajo y perejil para el que le gustara de esa manera, y otra parte sólo
condimentada con sal limón o vinagre. Batía las yemas con un tenedor y, de a
poco, le iba agregando aceite. Un montón de veces se me cortaba y había que
volver a empezar… Condimentaba con limón, si había, y si no había limón, se
utilizaba vinagre. Generalmente se usaba vinagre de vino porque el vinagre de
alcohol se utilizaba para escabeches o para lavar las verduras.
Charlando con mi hermana Edith, ella recordaba
muchas de las comidas que hacía mi mamá. Imposible olvidar la crema catalana,
las natillas que adornaba con copos de merengue, la avena con leche (esa no me
gustaba nada). Para el arroz con leche que creo que era mi favorito, ella
perfumaba la leche con cáscaras de naranja o limón (siempre había cintas
colgadas de naranja o limón que se secaban para estas ocasiones) y, por
supuesto, el arroz con leche era coronado con mucha canela. Hoy la veo a mi tía
haciendo el arroz con leche, cuya receta es imposible imitar, y me emociona
mucho. De vez en cuando se hacía torrejas, generalmente dulces, panqueques con
dulce de leche y masas con levadura. A mí me costó mucho aprender a cocer los
panqueques había que obtener una masa muy lisa sin nada de grumos que se
deslice perfectamente sobre una sartén caliente y que no se pegue.
Mi papá que también era un experto en la
cocina dedicaba muchos fines de semana a la elaboración de pastas, tallarines
con tuco, ravioles, malfatti y lo que sea. Cocinaba muy muy rico, se levantaba
temprano para que la comida estuviera a las 12 en punto en la mesa. La mayoría
de los días amasaba tallarines y los cortaba a cuchillo hasta que compraron una
Pastalinda. A las 8 de la mañana estaban los tallarines hechos pero el tuco
llevaba su tiempo… El tuco se hacía con una carne con hueso y un trozo de carne
mechada, a veces también le agregaba chorizos. Se sellaba la carne y se
retiraba. Freía cebolla ajo, morrón zanahoria y al final se agregaba tomate al natural
y un tarrito de extracto de tomate. Se condimentaba bien se agregaba agua y de
vuelta la carne a la olla… y así hervía durante tres horas a fuego lento,
quedaba un tuco rojo y espeso, una delicia. Se servía por un lado los
tallarines con la salsa y se acompañaba con la carne.
Cuando tuve 5 años nos fuimos a vivir al
pueblo, era un poco más grande que la colonia, pero no tanto. Nosotras deambulábamos
por la casa de los vecinos. La mayoría de ellos habían migrado de diferentes
partes del mundo. Había rusos (alemanes del Volga), turcos (sirios libaneses) y
obviamente españoles e italianos. No todas las cocinas olían igual. Nos encantaba
degustar los platos en cada casa que visitáramos. Muchas veces, cuando mi mamá
viajaba a veces a Buenos Aires a tener su próximo hijo/a o para realizar algún
curso de capacitación, nos quedábamos en casa de algunos de ellos y así fui
descubriendo diferentes aromas y sabores. Doña Aída una señora chilena, hacía
los mejores panes y doña María los mejores Kepis (cocidos o crudos). En casa de
los Vita, descendientes de húngaros, las mejores masas de levaduras rellenas de
cacao, azúcar y semillas de amapola. Lo que era común en todas las casas, eran
los chorizos secos, en invierno se carneaba y se almacenaba para consumo del resto
del año.
Muy lindo tu relato Raquel. Con los detalles propios de buenos recuerdos que adquiriste al vivir en zona rural. Te felicito y en la próxima, espero leer algunas de tus recetas. Atte. Horacio.
ResponderEliminarGracias, Horacio, por sus comentarios
EliminarEl 27 de julio comenzaré a publicar algunas de las recetas de Raquel