Por Guillermo Gómez
Existen regiones y peripecias que quedan
desprovistas de memoria, por eso debemos evocarlas con nuestra pluma en los
pergaminos.
Estimado lector con estas solemnes palabras quiero
dar inicio a mi memorable narración, célebre relato épico, que conmemora mi
primera gran travesía en la alta montaña.
Mi vida militar en Puente del Inca, Mendoza,
Argentina, era un tedio angustiante y predecible.
Para un espíritu inquieto e impaciente como el mío, amante
pertinaz de las asimilaciones instructivas, perpetuarse en un lugar donde nada
se agitaba, donde nada acontecía, era devastador.
Territorio insulso e insubstancial, donde no se
veían lectores, ni libros, ni tertulias de alto vuelo, ni agrado por la música
erudita.
Para mí, esa “Compañía de Esquiadores de Alta
Montaña 8’’ era el fin del mundo... Todos los días el mismo aburrido y
artificial protocolo, la misma estúpida ceremonia castrense.
Teniendo que doblegarme siempre a la misma
gritería prosaica de los atolondrados y mal alfabetizados suboficiales.
Mientras que, por el otro lado, pretendían distinguirse las impertinentes
estrellas de un puñado de presumidos e incultos oficiales.
Teníamos que hacer parte de la misma hilera fría de
la mañana para el jarro con mate y pan. Así repetíamos hasta el hartazgo, las
mismas adulaciones a las jerarquías, las mismas cortesías mecánicas, las mismas
estúpidas subordinaciones.
En fin, y ahí estaba yo, estimado lector, en medio
de toda esa sandez organizada con dinero público del Estado Argentino.
No les conté a mis distinguidos e ilustres lectores,
lo que era ese triste e inmerecido comedor, que siempre disgustaba a mi ávido
apetito. Siempre la misma polenta amarillenta y grasienta, siempre el malísimo
arroz inexpresivo, los mismo repulsivos fideos, y el mismo caldo nauseabundo y
desabrido…
Pero el problema no era sólo la comida, estimado lector. Mis manos estaban laceradas, ellas sufrían por la ausencia de humedad, y por frio excesivo, ellas se resecaban hasta producir fisuras en las palmas, que fustigaban como si fuesen heridas de incisión.
Pero lo que más me perturbaba, estimado lector, no
era ni el puchero sin gusto, ni la temperatura extrema, ni los inconvenientes
físicos. Lo que más me afligía era la pereza intelectual de los milicos, la
deserción declarada a la lectura de libros, y la ausencia absoluta de
pensamiento reflexivo.
Por eso, un día me indigné con todo y todos, y me
ofrecí como voluntario para ir al Aconcagua.
Lo hice para salir de ese aborrecible lugar, donde
tenía que ver siempre las mismas faldas amarronadas y ambarinas de las
montañas.
Así fue, una mañana muy temprano partí con cuatro
mulas y un suboficial, para un encuentro histórico con el centinela de piedra.
Nunca en mi vida me había montado a un animal cuadrúpedo.
Pero mi pasión por enriquecer mi biografía, por
nutrirla de aventuras, no tenía límites. Por eso me sumé a ese singular
desplazamiento, para conocer un escenario único en el planeta tierra.
Pasamos la laguna de Horcones, cruzamos el río del
mismo nombre y en una elevación tiré de las riendas resuelto para hacer una
merecida pausa con mi rocinante.
Considerado lector, me puse a contemplar la pared
sur del Aconcagua, mientras el suboficial gritaba como descocido que continuáramos
la marcha. Pero a esa altura de la travesía, mi mula y yo, ya habíamos quebrado
con todas las cadenas de mandos del ejército argentino, nuestra desobediencia
era absoluta.
Conjeture mí estimado lector: Estaba inerte,
bastante impresionado, con apenas 18 agostos, lo hacía contemplando aquel
levantamiento tectónico gigantesco, la mayor elevación del planeta tierra
después del sistema del Himalaya.
Macizo colmado de hazañas, reverenciada montaña que
ha dado tantas celebres páginas a la literatura. Pero un suboficial
deficientemente alfabetizado y atrevido, pretendía con sus gritos desafinados
interrumpir aquel descomunal encuentro, aquel sublime recogimiento ¡Que
absurdo!
Su belleza, fama y grandiosidad eran y son sólo
semejantes a la novena sinfonía de Beethoven. Me conmovió la textura rocosa con
esos glaciares colgados, amenazando mega-deslizamientos, sus matices llenos de
soberbia e intensidad.
Ella se inicia de forma poderosa, totalmente
sorprendente con escalas y variaciones trepidantes. El Aconcagua y la sinfonía
de Beethoven ostentan una intensidad titánica, un volumen brutal.
De pronto vi desprenderse una masa de hielo de un
glaciar, lo hacía para precipitarse y estrellarse en la falda de la montaña.
Escuché tantos estallidos extraordinarios y retro
sonidos descomunales. Entonces me juré, que de salir vivo de ese escenario
formidable, lo narraría en mis conspicuas memorias para la ingrata posteridad.
Después salimos de la confluencia de dos ríos, y
avanzamos por los depósitos glaciares de Playa Ancha. Nos esperaban todavía más
de mil metros de desnivel y 20 km por recorrer hasta Plaza de Mulas, que está a
4.310 metros de altura.
Hoy vi, por la internet, una foto del abrigo de
ladrillos donde me hospedé en Plaza de Mulas, fue totalmente destruido por un
alud.
Es así de implacable la travesía de la vida. El
tiempo a todo lo desarraiga, a todo lo agita.
Somos apenas inestables cantos rodados en el fondo
de un furioso río.
Guillermo César
Notas y referencias
(a) https://oftours.com/aconcagua/trek-plaza-de-mulas/