18 y 19 de octubre de 2014
“Santa María linda,
ay, tus mujeres qué bellas son,
que bailando la cueca
ponen donaire y el corazón.
...
”Recuerdo yo, cuando era niña
vidala y chaya me iba cantando
para la viña.
Nunca te olvidaré
Santa María de mi niñez.”
(Palacios, Margarita, “Recuerdos de mis
valles”)
I Una provincia hospitalaria
Apenas si me asomé por la ventana para espiar Catamarca. Tenía
deudas pendientes con esa provincia argentina, jamás había pisado su suelo.
Santa María, en el extremo sur del Valle Calchaquí era una oportunidad para
saldarla... Fui a pagar... pero ahora debo más que antes. Es que esta tierra
enamora y sus gentes sólo anhelan que la conozcas y que te sientas bien en
ella... Tendré que volver.
Las imágenes pertenecen al autor
Ya me había pasado en Buenos Aires. La información de turismo de
la Casa de la Provincia parecía amateur al lado del despliegue de las de
Tucumán y Salta. Y, sin embargo, doña Rosa, nacida en Monte Quemado, me atendió
con dulzura y me hizo sentir que si iba a Catamarca, estaría como en el patio
de mi casa... y así fue, no más. En la oficinas turísticas de distintas
localidades de Tucumán y Salta recibí mucha información (buena, regular y mala
también) y fui atenido muchas veces con deferencia, y otras con desidia. Pero,
en la oficina de información turística que está en la plaza de Santa María,
Luis no sólo nos propuso que nos quedáramos más tiempo en la ciudad... sino que
lo consiguió. Usó la misma técnica que doña Rosa en Buenos Aires: encantar con Catamarca
al interlocutor.
II Las Mojarras y el Cerro Pintado
Hay dos maneras de llegar a Santa María desde Cafayate. Una es
abandonar la Ruta Nacional 40 poco después de Quilmes y cruzar por Amaicha del
Valle. La otra es seguir por la 40, dejando el camino de asfalto. La primera
vez fuimos por allí.
Son unos 20 km de ripio que nos conducen, por la margen izquierda
del Río Santa María, la ciudad está cruzando un puente, en la otra margen. Por
ese camino que aparenta desolación, se abandona la provincia de Tucumán y se
accede a Catamarca a través del pequeño municipio de Fuerte Quemado. Allí hay un importante yacimiento arqueológico que
culmina en un sitio que llaman La Ventanita. Llevábamos la información de que
allí no se podía acceder. De modo que decidimos seguir de largo y llegar hasta
un objetivo más accesible en Las
Mojarras, un barrio de Santa María que está antes de cruzar el puente.
Atravesamos el antiguo, humilde y silencioso pueblo de Fuerte
Quemado, un lugar maravilloso, por cierto. Los faldeos de la Sierra del Cajón
que, en Tucumán estaban a cierta distancia del camino, se nos acercaron en una
especie de angostura del camino. A poco de andar 5 km más, dimos con Las
Mojarras. Teníamos que buscar a don Vicente Cruz. Llevábamos señas de que vivía
en frente de la escuela y de que era el encargado de guiarnos por el
yacimiento arqueológico de Cerro
Pintado.
Llegamos hasta la escuela y, luego de preguntar, encontramos la
casa de don Vicente. Nos recibió su hermano y nos dijo “recién acaba de subir,
venga que le aviso que los espere”. Pasamos al patio trasero. Allí mismo
empieza el sendero que sube al cerro. Nuestro guía había comenzado el recorrido
con una pareja de jóvenes santafecinos que llevaban años afincados en
Catamarca. Llevaban un niño de dos años del que estaban orgullosos porque era
su primer hijo y porque era catamarqueño. Luego de andar agitadamente unos 200
metros, no unimos a la excursión.
La experiencia fue notable. Vicente matizaba sus explicaciones
sobre lo que íbamos viendo con relatos familiares y reflexiones religiosas.
Sobre el faldeo y hasta la cima se desplegaban las ruinas de un pueblo que,
según su relato, era asiento de los indios yocaviles (imaginé una parcialidad
de los indios diaguitas). El hombre desconocía la antigüedad del asentamiento,
pero yo la estimé en alrededor de mil años. El lugar había sido ocupado por los
ejércitos de los Incas, primero, y desalojado de españoles al término de las
guerras calchaquíes, a finales del siglo XVII.
Lo curioso de este yacimiento es que, a diferencia de otras
ciudades calchaquíes, la fortaleza defensiva (pucará) está por debajo de la
ciudad. Desde arriba puede observarse perfectamente el Valle. Hacia el norte,
la dicha angostura que conduce a Fuerte Quemado. A simple vista, en la misma
dirección, el cerro en donde se encuentra La Ventanita. Hacia el sur, una nueva
angostura que conduce al puente. En frente nuestro, hasta llegar al río, una
prolija sucesión de parcelas sembradas.
Cada tanto nos detenemos para no cansarnos demasiado. Vicente usa
esos momentos para dar sus explicaciones. Pero, en una de las paradas, me
abstraigo de sus palabras, miro el valle y me imagino cómo sería la vida hace
800 o 900 años. Imagino que las parcelas eran mucho más pequeñas y que donde no
había campos de cultivo, había un monte piedemontano. Imagino hombres y mujeres
preparando la tierra y luego sembrando. Imagino hombres cazando en el monte y
guerreando para defender el territorio. Imagino mujeres recolectando frutos del
monte, cosechando y moliendo harinas en los morteros comunitarios. Imagino
hombres construyendo vasijas de barro... Imagino, imagino y las palabras del
capítulo 3 del Eclesiastés que había leído en la noche anterior en la catedral
de Cafayate, vibraban ferozmente en mi corazón... Me sentí pleno porque nada de
lo humano me resultaba ajeno en ese momento... De pronto, Haydée me tendió la
mano y seguimos caminando.
Llegamos a la cima. Un patio ceremonial se abrió ante nuestros
ojos. Los jóvenes que nos acompañaban le enseñaban a su hijo el amor a la
tierra en que había nacido. Apartado del patio, en el lugar más alejado de la
ciudad en la cima, hay una construcción cuadrangular pequeña, una verdadera
originalidad de ese asentamiento. Vicente nos contó que los arqueólogos no se
ponían de acuerdo sobre su finalidad. No sabían si era un depósito, una cárcel
o la sede de los rituales secretos del chamán... dejamos el misterio y
emprendimos el descenso.
Debo confesar que, salvo en los primeros doscientos metros, no nos
faltó el aire ni nos venció el cansancio. Don Vicente con conocimiento y
prudencia hacía las pausas necesarias para que estuviéramos bien. En una de
ellas nos contó que era nacido y criado en Las Mojarras y que había estudiado
en la escuela, muy bien conservada, por cierto, que había sido construida
durante los gobiernos del General Perón. Recordaba, por ejemplo que, siendo muy
niño, no había puente para acceder a Santa María. En una oportunidad, estaba
enfermo y su padre lo llevó en andas, cruzando el río a pie. Su padre había muerto
hacía pocos días y él lo recordaba con afecto. Nos contó muchas cosas de su
vida; pero la que más nos impresionó fue el relato de qué aprendió acerca de
los indios diaguitas cuando era niño. Las maestras le explicaban, siguiendo los
manuales; pero él no logró conectar, en esas enseñanzas, lo que las maestras le
explicaban con lo que él veía en sus juegos en las laderas de Cerro Pintado.
Volvimos a su casa y nos pidió que firmáramos el libro de visitas.
El tramo del sendero más cercano a su
casa está señalizados con carteles que él mismo confeccionó y arreglado con
piedras que trae con una carretilla desde el otro lado de la montaña. Nos
aseguró que la única intervención moderna que tiene el asentamiento es el
sendero que se construyó hace 22 años, que el resto está sin tocar.
Nos despedimos de Vicente y decidimos llegar a Santa María,
conmovidos y satisfechos por la experiencia, por ese contacto tan vital con el
pasado...
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