sábado, 10 de febrero de 2018

Diálogos sobre una identidad culinaria: II El bodegón y el restaurante porteño


Héctor Zancada y Mario Aiscurri
Buenos Aires 15 de julio de 2016
Asunto: Un nuevo tema
Querido Héctor:
Veo que proponés un nuevo tema que tenía en carpeta y no quise desarrollar en la mía del 6 de julio para no abrir demasiado el abanico. Sin embargo, voy a entrarle para que no quede picando.


Mi descubrimiento de la existencia de un restaurante porteño típico, diferente a los bodegones de barrio, es reciente. Mi acceso a él ha sido libresco porque tengo una historia familiar muy particular en relación con restaurantes. En casa, se hacia un culto de la cocina hogareña. Provengo de familias de trabajadores urbanos y rurales de bajos recursos. Pero, cuando ya la situación de la economía familiar era potable, el ritual de la mesa de familias pobres impidió que en casa se viera con atractivo salir a comer “afuera”. Durante mi infancia, alguna vez he ido a comer a una cantina de La Boca o del Abasto o a comer una porción de pizza de parado en el Centro y nada más.
De modo, que accedí a comer afuera siendo más grande. Mi predilección por la pizza, el asado y, en alguna medida, la cocina salteña hizo que mis salidas veinteañeras tuvieran un destino sesgado. La parrilla el Mirasol en el barrio de Boedo (al que fui buscando un sucedáneo de un restaurante salteño que frecuentaba en Vicente López) y La República de Mataderos y la Ponderosa en el barrio de Mataderos fueron mis predilectos por años. El primer bodegón que conocí fue el que tenía don Mendoza en Franco, entre Helguera y Cuenca, en Villa Pueyrredón. Iba allí con mis amigos a tomar un vinito en las tardes de verano cuando tenía 20 años. Algunos años después conocí Spiagge Di Napoli, cuando ya tenía 25. Un poco después comencé a frecuentar un restaurante porteño, Pepito en la calle Montevideo a pocos metros de Avenida Corrientes.
Fue recién en los años noventa que empecé a recorrer algunos restaurantes de Recoleta y Puerto Madero. Pero fue precisamente en esa época, cuando el bodegón empezó ser una imagen nostálgica del pasado al tiempo en que el restaurante porteño entró en crisis. Nunca fui a La Emiliana o a Lo Prete y cuando fui a Zum Edelweiss, ya estaba en decadencia.
De modo que, cuando comencé a realizar mis investigaciones sobre la cocina argentina, mi primer interés, siguiendo los rituales de infancia, se centró en la cocina familiar antes que en la restauración (aún sigue interesándome más la cocina familiar, pero ya por otras razones).
En mis primeras lecturas, algunas confusiones a veces involuntarias, y otras no, me llevaron por senderos esquivos, alejados del pasado real, y aún más del verdadero. Dereck Foster, por ejemplo, en su recordado Gaucho Gourmet (2000), cuestionaba la categoría de “cocina porteña” que otros críticos gastronómicos utilizaban con eficacia (v. g., Fernando Vidal Buzzi).
El mayor aporte a la confusión lo aportó Pietro Sorba. Este crítico xeneize intervino intensamente en el rescate de la cocina de los bodegones, contribuyendo significativamente en la formación de la tendencia que instauró el regreso de los bodegones en las preferencias de los porteños, como contra partida a los años noventa que fueron el reino de la nouvelle cuisine y los primeros años del siglo XXI en los que la cocina étnica (no la de los colectividades, sino la de los cocineros especializados), la cocina creativa (también llamada de autor), e incluso la cocina vegana impusieron tendencia importantes alejándonos de la identidad de lo propio.
En 2009, su guía Bodegones de Buenos Aires causó un impacto importante y, si bien pudo publicar un recetario recién en 2015, esa obra contiene, además de una teoría acerca del origen de estos restaurantes, un listado básico de qué piezas debieran componer la colección de recetas que los identificara, al sugerir su plato predilecto dentro de cada uno de los establecimientos reseñados. Algunas de estas recetas son clásicas de bodegón (v. g., los fusilli al fierrito que ofrecen en varios restaurantes, Spiagge Di Napoli, Chichilo, etc.), otras conducen a la confusión (v. g., Pavita en escabeche en Margot o Jamón crudo con queso Gruyere en Cervecería López).
Particularmente pienso, con Sorba, que el recetario de los bodegones es consecuencia del intercambio, la mezcla, la fusión, es decir, el mestizaje de fórmulas de diversas procedencias. También pienso que la confusión de don Pietro se origina en que el restaurante porteño, en crisis y poco visible, construyó su recetario del mismo modo, aunque el mestizaje fuera producto del diálogo entre otras procedencias, no sólo nacionales, sino también sociales.
También creo que el mítico bodegón resurgido en los últimos años como tendencia gastronómica local es el refugio de una historia de restauración popular que se inicia en las postas y pulperías del siglo XIX y, a la vez, del restaurante porteño invisibilizado por su decadencia. De modo que lo que aparece es una fusión del viejo bodegón con el restaurante porteño, a la que se suma la profesionalización de los cocineros y su vocación de creatividad y refinamiento.
Fue leyendo a Sorba que intenté, entre 2012 y 2014, reconstruir tímidamente el recetario de los bodegones porteños, sin darme cuenta que lo que estaba a haciendo era identificar las piezas que conforman el recetario del restaurante porteño, en el que la influencia del bodegón es tan solo una pequeña parte.
Ya hablé demasiado, te toca el turno. Elegí uno de los temas y empecemos por allí. Un abrazo, Mario.
Buenos Aires 26 de julio de 2016
Asunto: Re: Un nuevo tema
Querido Mario, ya que se ha dado este tema como comienzo de un intercambio donde se busca el enriquecimiento de ideas, me parece oportuno continuar con él.
Tuve una sospecha de dónde provenía la confusión al leer en tu blog El recopilador de sabores el listado de platos que vos enumerás dividido por estaciones del año. Al leerlo pensé: la mayoría de ellos yo los hubiera referido como platos del restaurante porteño y no del bodegón. Así, sin ninguna duda. (1)
Vale como en tu caso dar un poco de antecedentes, provengo de una familia de clase media donde, si bien se valoraba la buena comida casera, no se hacía un culto de ella. Los domingos al mediodía o a la noche, se hacía un culto de comer en familia pero no tenía nada que ver con la calidad de la comida.
Desde mi infancia y adolescencia mi familia vivió el ascenso social de clase media a media alta. Fui a un colegio de clase media alta en Caballito, barrio donde viví hasta bien entrada la edad adulta.
Era costumbre desde que recuerdo salir a cenar una vez por semana, generalmente los viernes o sábados por la noche y a veces más, según el ánimo de mis padres. En aquella época si a mi padre se le hubiera ocurrido llevarnos a un bodegón, mi madre hubiera puesto el grito en el cielo, eso no era una salida familiar. A los bodegones podía ir a almorzar mi viejo los días de semana sin ella.
Claro, fui creciendo, fui viajando y fui ganado en experiencia y cultura gastronómica. Siempre mantuve la costumbre de comer afuera, ya sea con amigos, ya sea con alguna novia.
Cuando me incorporé al mundo del trabajo, ya en mi juventud, trabajaba en Parque Patricios y al mediodía solía almorzar en algunos bodegones de la zona. La frecuencia de visitar bodegones para el almuerzo y de cenar en restaurantes a la noche (con menor frecuencia) me permitió poder discriminar unos de otros sin dudar.
Para ubicarnos en el tiempo, estamos hablando de la segunda mitad de la década del 70 en adelante. Ésta disquisición cronológica me parece importante ya que, en la constante evolución de las costumbres culinarias, estas fronteras se van corriendo o sus límites se van haciendo menos nítidos. A mi entender, es lo que sucede actualmente y de allí provienen las confusiones y la imposibilidad de clasificar, con certeza, algunas propuestas gastronómicas.
Aclarado este punto, debo decir que aquella certeza que yo sentía en poder diferenciar uno de otro era válida para aquel momento y hasta bien entrada la década del 90; no más allá.
Retomando el tema, creo que puedo caracterizar, desde mi experiencia, algunos rasgos típicos de los bodegones de antaño: una carta corta, bien acotada en la oferta de platos y vinos; comida rápida sencilla y casera, sin lujos ni elaboración sofisticada; algunos cortes de carne a la parrilla, alguna pasta rellena (ravioles) y tallarines; algunos guisos en invierno (lentejas, mondongo); en pescados, el clásico filet de merluza a la romana, nada de mariscos (nada, nada: ni mejillones, ni rabas); algunos platos al horno como vacío y pollo con papas o puré; entradas simples como fiambres o matambre arrollado frío; unas pocas ensaladas nada complicadas (lechuga, tomate, cebolla, papas, chauchas, huevo duro); tortillas; postres muy pocos, flan, ensalada de fruta y el clásico queso y dulce; vino de la casa y algún otro de precio módico, con muy poca variedad de bodegas; mesas con un mantel de tela y de papel encima que se cambiaba con cada comensal, cubiertos y vasos de vidrio; eso sí, precios muy accesibles. En mi memoria esto era el bodegón.
Referencia de la imagen (2)
La brevedad de la oferta no le resta méritos, en muchos de ellos se comía muy bien, sin embargo, los veo como hermanos menores del restaurante porteño. No competían, era otra oferta gastronómica distinta.
Ahora, cabe preguntarnos qué sucedió, como fue que se confundieron unos con otros. En mi humilde opinión (no creas lo de humilde) a principios del siglo XXI (2005 aproximadamente) surge en la ciudad de Buenos Aires una explosión de la oferta de distintos restaurantes, los de autor, los de comida étnica, etc. Ello generó que los límites de unos y otros se volvieran difusos. Muchos debieron actualizarse, modificar sus cartas y sus propuestas, para poder seguir en carrera. Los bodegones y los restaurantes porteños y las cantinas (ya volveré sobre ellas) no escaparon a esta fantástica sobreoferta de propuestas. Fijate que lo circunscribo a la ciudad de Buenos Aires ya que, creo, que en otras ciudades el proceso fue más paulatino y lento, donde si bien se actualizó y se amplió la oferta gastronómica no fue con la velocidad y la cantidad de la nuestra.
Seguiré reflexionando sobre estos puntos y te vuelvo a escribir, mientras tanto un abrazo, Héctor.

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