sábado, 9 de mayo de 2015

Buenos Aires y los arrabales de Ítaca (...y se va la tercera)

7 de julio de 2014
Constantino Cavafis recomienda que en los viajes, “...hazte con hermosas mercancías, / nácar y coral, ámbar y ébano / y toda suerte de perfumes sensuales, / cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.”(1).
Las imágenes pertenecen al autor 
Y yo me creí que me había hecho de todos los perfumes sensuales posibles de encontrar en los nuevos rincones de la ciudad con las especias que compré en el mercado boliviano de Liniers y con el olor característico de los salones en los restaurantes chinos... Ocurrió que en abril tomé unas vacaciones que dediqué a recorrer los barrios de la ciudad con ojos de extranjero, tomando como guía el poema de Cavafis. Anduve por San Telmo, Belgrano, Colegiales, Mataderos; pero cuando llegué a Liniers me di cuenta que había estado recorriendo buena parte de los rincones de la ciudad en que las nuevas colectividades de inmigrantes adquieren visibilidad.
Pero los barrios de las nuevas inmigraciones no se agotan en el Barrio Chino de Belgrano y ese fragante mercado boliviano de Liniers... En el barrio de Flores hay algo más... De modo que aproveché unos días que me quedaron de vacaciones para completar el recorrido.
V En el barrio de Flores han tenido residencia, desde hace muchos años, núcleos importantes de las colectividades judía y árabe. Más recientemente, es, también el habitat de numerosas familias coreanas.
Los coreanos que se instalaron en nuestro país ejercen el comercio de indumentaria como actividad principal que los identifica. De modo que se superpusieron con la actividad principal de muchos descendientes de Israel. Quiere afirmar una historia, con visos de leyenda urbana, que disputaron territorio. Primero en el Once y luego en el sector de Flores que linda con el barrio de Floresta, haciendo eje sobre la Avenida Avellaneda. Lo cierto es que, en ambos barrios el desarrollo del comercio en el mencionado ramo es profuso y que en ambos barrios ambas colectividades están presentes ejerciéndolo. Intuyo que se ha alcanzado un equilibrio “ecológico” y que los judíos predominan en el Once y los coreanos en Flores; pero sólo se trata de una especulación sin más fundamentos que algunas observaciones directas que pueden hacerse si se recorren las calles de ambos barrios.
El lunes 7 de julio fui a recorrer Avellaneda, nombre con que empieza a identificarse ese sector de los barrios de Flores y Floresta. No fui a comprar nada, sólo fui a ver de qué se trata y a buscar algún restaurante coreano con la finalidad de echar una primera mirada a esa gastronomía.
Entré en el barrio por la calle Concordia. Apenas se cruzan las vías del Ferrocarril Sarmiento se ingresa en un extenso centro comercial a cielo abierto. Son como setenta manzanas en las que se disponen una apretada secuencia de locales comerciales. La mayoría de ellos se presentan desde frentes pequeños. En las cuadras de mayor densidad, pude sumar más de ochenta locales sobre las dos aceras.
En esa primera cuadra de Concordia hay una fuerte concentración de negocios que venden equipamientos e insumos para la producción de indumentaria (máquinas de coser, hilados, botones, telas, etc.). El día se presentaba frío, pero soleado. Más de una vez he sentido que cuando hay sol la vida bulle. La febril actividad que vería en el barrio a lo largo de toda mi recorrida mostraba ese bullicio que ponía en primer plano la esperanza de una vida mejor cifrada en el trabajo en el que todos parecen tener un lugar digno. Sin embargo, tuve que andar varias cuadras para que se borrara la primera impresión que me causó ese recorrido por la calle Concordia entre Venancio Flores y Bacacay... Es que hay viejas historias en el barrio sobre trabajo esclavo. Historias que primero se constaban en voz baja y luego llegaron a las páginas de los diarios y a los estrados judiciales.
En fin, eso es parte de la realidad, un parte que no hay que negar, pero no es toda la realidad. La imagen predominante que me dejó barrio es la de una raro y respetuoso equilibrio entre todos los que allí trabajan. La sucesión de negocios, las galería, los manteros y los vendedores de comida callejera conviven en aparente armonía y, aunque seguramente habrá tensiones ocultas, nada hubo que desmintiera esta imagen en las dos horas que estuve recorriendo las calles.
Los negocios siguen una cierta regularidad, cuatro metros de frente y una disposición en profundidad hasta donde cada solar lo permite. Fuera de eso, todo es una mezcla abigarrada de estilos. Muchos ofrecen a la vista un diseño minimalista, racional, moderno que los asemejan a los comercios de los grandes shoppings de la ciudad. Otros ofrecen con sencillez sus mercaderías. Algunos hay, también, en donde predomina el desorden. Casi todos exhiben un nombre y un logo que los identifica. No he podido verificar cuántos de estos logos representan una protomarca que se estampa también en las prendas que venden. Cada tanto, pueden verse pequeñas galerías, algunas algo oscuras, otras luminosas. En ellas, los negocios son más pequeños y la ropa se exhibe amontonada. Finalmente, hay una extraordinaria cantidad de manteros que también ofrecen sus cosas que se ofrecen en aparente amontonamiento y desorden mayor que en las galerías. El barrio es la viva imagen cinematográfica de un mercado oriental...
...de un mercado oriental que está en el cruce de los caminos de las caravanas. Los rostros se comunican a través del lenguaje universal del comercio en una auténtica algarabía de palabras. Recorro y escucho voces que hablan idiomas incomprensibles. Los coreanos ponen lo suyo, pero también los senegaleses, los bolivianos intercambian expresiones en aymara y los árabes y judíos, la media lengua que aún conservan sus ancianos. La mezcla se ve en todo, hombres y mujeres que salen de sus viviendas, algunos rostros de ojos rasgados del lejano oriente y algunas mujeres con la cabeza cubierta (¿judías o musulmanas?) y hombres de largas guedejas y quipá de un oriente más cercano... ¿Un auténtico mercado persa o el paisaje de un barrio porteño? Esa mezcla rara me trajo a la memoria el bar Ismir en el Villa Crespo de mil nueve vientipico que describe Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres.
No parece haber un orden. Intento ver una regularidad. Una mayor concentración de negocios coreanos en la calle Morón, aunque también en la Avenida, se los ve; los senegaleses son manteros, pero también hay otros manteros; los bolivianos que venden comida callejera (salteñas, sopas, tamales); los judíos sobre en la parte sur del barrio; los árabes en Bogotá, pero también por Ibarguren... No, desisto, hay preferencias, pero hay una mezcla auténtica, una armónica heterogeneidad.
Hace unos diez años anduve por este barrio en algunas oportunidades. Entonces el centro comercial de indumentaria apenas se insinuaba en algunas pocas cuadras sobre la Avenida Avellaneda. Ese rincón de la Ciudad era sede de instituciones de la comunidad musulmana. Ahora volvía a recorrer la calle Bogotá para ver el frente del Instituto Árabe Islámico, una escuela incorporada a la enseñanza oficial. Me costó dar con él, rodeado como está de negocios, inmerso en el centro comercial que ahora se ve tan extendido. ¿Es lo único que queda de la colectividad árabe islámica del barrio? No, a simple vista, y sin buscar más, pude ver la panadería árabe llamada Fatay en la calle Felipe Vallese; el almacén que funciona como bar y sandwichería que exhibe un banderín de El Líbano en sus estanterías (se llama Almacén de Julio y está en la esquina de Aranguren y Concordia) y un restaurante en la calle Morón entre Argerich y Helguera. Creo que buscando con mayor dedicación, se pueden encontrar otros sitios en donde esa colectividad se encuentra aún muy visible en el barrio.
Alguna vez escuché una teoría que sostiene que lo masculino y lo femenino reconocen una estructuración atávica formada antes de la revolución neolítica, es decir, hace más de 8000 años. Las responsabilidades para la subsistencia se dividían. Los hombres cazaban las presas más sustanciosas y las mujeres recolectaban los mejor frutos, los más nutritivos. No sé, pero se me ocurre que si vamos a un centro comercial podemos ver que la mayoría de las mujeres recorren muchísimos locales antes de comprar algo. En ese recorrido miran lo que necesitan, y lo que no, también y llevan un minucioso registro de calidades y precios. En cambio, la mayoría de los hombres sólo dirigimos la mirada hacia lo que necesitamos. No puedo generalizar indebidamente, por ello hablo de la mayoría de cada género. Sin embargo, Haydée y yo no escapamos de esa generalidad y, como mi presa era la cocina coreana en el marco de la vida cultural del barrio, me declaro inhábil para hablar de la calidad de los productos; pero no para señalar quienes son los principales compradores.
Hay algunos signos que los identifican. En varios lugares del barrio, pueden verse micros de larga distancia estacionados y por todas partes se encuentran compradoras, y también compradores, cargando carros sombre los que portan enormes bolsones, generalmente azules, o arrastrando valijas de gran tamaño. Sí, compran al por mayor para abastecer locales de venta minorista. ¿Dónde? En el conurbano bonaerense, en la ciudades de la Provincia de Buenos Aires... En un rincón de mi recorrido, pude observar como cargaban los bolsones azules en el maletero de uno de los colectivos. Pasé por entre esos compradores cuando un acento inconfundible llamó mi atención. Me dirigía al hombre y le dije “Córdoba”... “Córdoba Capital”, me respondió.
VI Caminé por esas calles con la idea premeditada de abrir un postigo y asomarme a los aromas, sabores y texturas de la cocina coreana. Llevaba una lista de restaurantes que elaboré trabajosamente a partir de varias consultas en la Internet y de la invalorable guía de Pietro Sorba(2).
Andaba, miraba, registraba la mezcla de colores e idiomas que el barrio ofrece... y también de aromas y sabores porque también ofrece una gran cantidad de puestos de comida callejera. Criollos vendiendo sandwiches de fiambres artesanales, o que por lo menos lo parecían, pancherías, cocineras bolivianas vendiendo “salteñas” y sopas, y hasta un señor con un carrito vendiendo tamales. De modo que la oferta es variada.
Hay locales de comidas rápidas como el citado Almacén de Julio que ofrece café con medialunas, sandwiches y empanadas o como el local de comidas rápidas en Concordia al 600. Este último, muy a tono con el carácter misturado del barrio, hace alarde de cocina fusión en un volante de publicidad (arroces orientales, empanadas criollas, sushi, milanesas, arrolladitos primavera, rabas, etc).
Pude identificar la dirección de todos los restaurantes coreanos de mi lista. Pero no pude establecer con certeza qué tipo de cocina hay en esos lugares. Salvo un par de casos en que hay un cartel que anuncia que allí hay un restaurante de cocina coreana, el resto se divide en dos tipos de locales. Por un lado, aquéllos que se alojan en locales abiertos que uno puede identificar como una casa de restauración por el mobiliario que puede verse a través de las ventanas. Por el otro, aquéllos en los que la dirección coincide con una casa. Tengo la certeza de que hay restaurantes allí, las guías de la Internet los identifica con nombre y teléfono, como si fueran restaurantes de puertas cerradas; pero a diferencia de ellos, las guías indican también la dirección y no aluden a ninguna regla que establezca el requisito de reserva previa. Iba con la idea precisa de comer en Singul Bongul, es decir, iba sobre seguro... pero este fenómeno es digno de una segunda exploración.
¿Cómo llegué a Singul Bongul? A través de la guía de Pietro Sorba. Quise ir sobre seguro e imaginé que el tripazai xeneize hace un relevamiento y una cuidada selección antes de incluir un restaurante en sus guías. Sus críticas siempre me han transmitido confianza porque comparto buena parte de las reflexiones que realiza acerca de la cocina argentina.
Accedí al local cuya decoración se destaca por la extremada sencillez y asepsia. Sobre las mesas de fórmica sin mantel, una caja de madera contiene los cubiertos: palillos de metal y cucharas. Durante el servicio traen también cubiertos occidentales, pero imagino que sólo los ofrece a los comensales que no son paisanos.
Para elegir la comida pedí asesoramiento a un joven en apariencia argentino por su registro de habla y coreano por los rasgos de su rostro. Me explicó cuáles eran los platos más populares. Entre ellos elegí uno cuyo nombre en la carta es “dolsotbibimbad” y que consiste en una base de arroz, que me pareció similar al arroz gohan de los japoneses, y sobre ella verduras y carnes salteadas, todo coronado con un huevo frito. El plato lo sirven en un tazón de piedra que conserva el calor. Simultáneamente traen a la mesa una picada de ochos platitos, un caldo de carne con cebolla de verdeo y una salsita picante. La picada tiene algunos productos notables como repollo fermentado servido en salsa agridulce, unas tiritas de carne salteada, unos trozos de “panqueque de huevo”, brotes y verduras de hoja salteadas. Todo estaba aderezado con condimentos fragantes, salsas con una inclinación a lo que solemos denominar agridulce y semillas. Al plato principal se le puede agregar picante (no sé si este servicio es el usual o se trata de una práctica conveniente por la inserción del restaurante en Buenos Aires). Como dato interesante, noté una predominancia en la proporción de las verduras sobre las carnes.
Muy satisfecho con lo que comí, me fui yendo del barrio. Volví al subte por la calle Morón hasta Nazca, y por esta avenida hasta Rivadavia. A pesar de que tenía casi agotada mi capacidad de asombro, la caminata me deparó algunas sorpresas todavía. Por Morón, entre Helguera y Argerich, un extraño local totalmente abierto a la calle y sin carteles que anuncien nombre o identidad de lo que allí podía esperarse, disponía algunas mesas donde los parroquianos se deleitaban con platos de la culinaria árabe (casi le manoteo una pieza de sarma que se veía apetitoso al comensal que estaba más próximo a la vereda). Al lado, un local exhibía carteles indicativos de la comida coreana que ofrecía. Me pareció todo un símbolo de lo que había visto y vivido esa mañana de sol en el barrio de la Avenida Avellaneda. Pero nada es tan contundente allí como para quedar así, tan cerrado y prolijo. Poco antes de llegar a Nazca, un cartel anunciaba que el local que presidía se llamaba Pizza Casher Soultani... En la esquina de Yerbal y Nazca, un restaurante de comidas rápidas bolivianas indicaba que allí se podía comer pollo broaster como en La Paz o en el barrio de Liniers.
Notas y referencias:
(1) Cavafis, Constantino, Ítaca, leído el 27 de junio de 2014 en http://www.pixelteca.com/rapsodas/kavafis/itaca.html.
(2) 2011, Sorba, Pietro, Restaurantes de las colectividades de Buenos Aires, Buenos Aires, Planeta, pp. 148 y ss.


2 comentarios:

  1. un barrio demolido,para hacer un centro clandestino de confeccion boliviano,el patrimonio arquitectonico destruido por nada,la pura maldad

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    1. Gracias, Hellraiserball, por sus comentarios.
      Según dicen, no son sólo bolivianos los dueños de los talleres clandestinos. Hay también encumbradas figuras de la burguesía argentina que son dueños.

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