sábado, 3 de enero de 2015

Los vinos de Rubén Cirocco (II)

I Ya conté, en otro artículo, de la vocación y el talento de Rubén Cirocco para hacer vinos en su casa, siguiendo la tradición de sus antepasados. Mejor dicho, siguiendo, revisando y actualizando esa tradición. La actividad de Rubén no es la de un solitario, ni es exclusiva de un vecino de La Matanza, como apresuradamente había imaginado yo antes de meterme  en el tema. Se trata de un fenómeno social muy extendido en el conurbano bonaerense.
Claro está que, aunque mis vivencias de infancia y juventud con los vinos caseros estaban relacionadas con el barrio de Mataderos y el Partido de La Matanza, bien podría haberme imaginado que la costumbre de hacer estos vinos alcanzaba una dispersión más amplia en el ámbito metropolitano. Hace ya bastantes años supe de la existencia, por ejemplo, de los vinos de la costa. Sabía de las quintas de hortalizas en la ribera del Río de La Plata a la altura de la ciudad de Wilde y de los vinos que allí se hacían. Sabía que esos esforzados quinteros no sólo producían verduras y algunas frutas, elaboraban, también, una cantidad importante de vinos caseros. Lo interesante es que no los hacían con uvas mendocinas (variedades de uvas finas), sino con las que provenían de las parras que los propios quinteros cultivaban para ser vendidas para el consumo de mesa (variedades de uvas criollas, entre ellas, la famosa uva chinche).
Sin embargo, de lo que verdaderamente no tenía oportunidad de haberme formado una idea es de la “movida” que esta actividad genera en la ciudad de Monte Grande (Partido de Esteban Echeverría). Imaginaba que la producción de vinos caseros era una actividad individual, a lo sumo familiar, que sólo encontraba intercambio de experiencias en los momentos de la compra de uva en los exclusivos mercados que las ofrecen. Pero no, hay más fuera de los mercados... y menos también, dentro de ellos. Es que la imaginación es un buen punto de partida, pero para dar cuenta de una historia hay que meterse, de algún modo, en el barro de su quehacer creativo. 
II Rubén cuenta que hay dos mercados en los que compra las uvas. Uno de ellos es el que estaba en los arcos del Puente Pacífico, por Juan B. Justo, entre Paraguay y Santa Fe. Este mercado se mudó a la ciudad de Avellaneda, hoy se ubica en la calle Belgrano de esa ciudad bonaerense. El otro es el que está en Liniers, en la calle José León Suárez, muy cerca de Rivadavia. Agrega que en “el gran Buenos Aires, también compré uvas en Monte Grande y en San Justo. Pero se trata de lugares donde los dueños son familiares de alguien de Mendoza o tienen algún contacto y operan puntualmente en marzo, abril y mayo que son los meses en que se cosecha la uva. Llega un camión con la uva y con una balanza, te la pesan y te la llevás... prácticamente el trato es en la calle.”(1)
Es obvio que, con  la concentración temporal y la cantidad de personas que producen vinos caseros, hay mucho contacto interpersonal en el trasiego de la materia prima. Pero ¿hasta dónde llega el intercambio?
 Veamos lo que nos cuenta Rubén:
El mercado de Liniers, de los que conozco, es el lugar más completo. Te venden la uva, te prestan la máquina para moler, vos elegís si te llevás la común o la que despalilla, te piden un flete y te acompaña algún changarín que te baja los cajones de uva de la camioneta y te los tira en la moledora, a cambio de una propina... y así se lleva de nuevo la máquina para que otro la use (igual tienen varias), te venden los corchos (de muy mala calidad, por cierto). También podés comprar la uva y ellos mismos te la muelen y te llevás sólo el jugo. Un hijo de los dueños ha hecho cursos de enología y responde preguntas o da consejos, incluso me comentó que quería dar cursos, pero los tanos se las saben todas, así que para que van a estudiar...”(2)
Por lo que se desprende del relato, los “tanos” son muy parcos y conservadores con sus secretos familiares. No admiten aprender cosas nuevas y, además... bueno, ya he contado de la experiencia de mi primo Juan Carlos Espada, nieto de españoles, y de cómo esa parquedad se expresaba en una fuerte negativa a revelar secretos. Jamás pudo lograr que le enseñaran, por ejemplo, a elegir la uva, tenía que limitarse a vinificar la  que los “tanos” le elegían. Rubén que es de origen italiano, no logra darnos una imagen diferente de sus paisanos. En el momento de la compra de la uva, no parece haber demasiado intercambio de experiencias... de modo que tengo que remover la idea que había construido mi imaginación sobre los presuntos intercambios de ideas en el mercado... “los tanos se las saben todas” y el que no... una prenda tendrá... Juan Carlos Espada se fue a Berlín y dejó de hacer vinos caseros. Rubén pudo heredar los secretos porque su padre se los reveló; pero, además, buscó otra información que lo alimentara para lograr lo que logra... unos vinos que da gusto tomar.
En la elaboración de los vinos también parece reinar la soledad familiar, aunque Rubén sea una suerte de excepción. Pertenece a la primera generación criolla de la familia, pero admite compartir la tarea y la experiencia, del mismo modo que el hijo del dueño del mercado de uvas en Liniers. Cuando le pregunté quién le ayudaba a hacer los vinos, me contestó “ahora que tengo hijos grandes, me ayudan ellos; pero he llegado a hacer el vino solo o con amigos que también se prendían como para hacer unos litritos para ellos”.(3)
III En cuanto a la “movida” de los viñateros de Monte Grande, Rubén nos cuenta hay un club de italianos que todos los años para octubre o noviembre hacen la fiesta del vino, abierto a todos los que quieran participar.
Le doy la palabra y veamos:
Cada uno de los que quieren participar del evento tiene que llevar una damajuana de 5 litros de su vino. La envuelven en papel, para que no se distingan las damajuanas entre sí, y un grupo de enólogos hacen la cata y eligen los mejores vinos, dando copas y menciones a los ganadores. Se separan los tintos de los blancos, el concurso de blancos lo gana todos los años el mismo tipo. Durante la reunión, se cenan generalmente unos ricos tallarines y cada uno antes de entregar su damajuana, separa en una jarra de un litro de su vino para llevar a la mesa, para acompañar la comida y compartir con los amigos y conocidos los distintos vinos, como para ver también dónde uno está parado.”(4)
Rubén cuenta de esa fiesta anual en la Asociación Italiana de Socorros Mutuos 20 de Septiembre que tiene su sede en la calle Hipólito Yrigoyen de Monte Grande. Habla también de la condición de contrincante imbatible que tiene su vecino Marzon en el concurso de vinos blancos. Pienso que este hombre debe ser un maestro en el arte más difícil de la producción de vinos caseros. Rubén mismo nos ha contado que su padre y sus tíos hacían un vino blanco muy malo porque no resistían la tentación de dejar los mostos en prolongada maceración como si se tratara de uvas tintas.
En un correo, reciente me cuenta, no sin manifestarse asombrado, que los jurados del concurso son enólogos de un organismo oficial de la Provincia de Buenos Aires, aunque no puede darme precisión sobre ese organismo. ¿Cómo habría desarrollado La Provincia este organismo, sin ser un distrito viñatero? A mí no me parece raro que haya un organismo de esa naturaleza en el ámbito bonaerense. La producción de importantes cantidades de vinos de mesa no es ajena a su historia social y económica, sobre todo promediando el siglo XX(5).
En el año 2002, Rubén obtuvo su mayor galardón en ese concurso, sacó  un segundo puesto en la categoría de vinos tintos. Si los vinos de Rubén son equilibrados y sabrosos, no quiero ni imaginarme cómo serán los vinos que han ganado en los últimos años.
Notas y referencias:
(1) 2013, Rubén Cirocco a Mario Aiscurri, correos-e del 28 de agosto.
(2) Ídem.
(3) Ídem. Subrayado mío.
(4) Ídem.
(5) 2014, Rubén Cirocco a Mario Aiscurri, correo-e del 22 de abril.



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