viernes, 9 de diciembre de 2011

Aromas y sabores de ese rincón de Mataderos


Siempre he cocinado. Pero, la sensación de cierto dominio sobre las técnicas es más reciente. ¿Cómo empezó todo? Simplemente buscando el camino de regreso a la cocina de la infancia.
Hace algunos años, ocho o diez tal vez, empecé con la obsesión de recuperar el sabor perdido de un plato rústico que hacía mi vieja. Ella lo llamaba minestrum de verduras. Empecé rehogando en orden distintas verduras para luego agregarles un poco de agua, sal gruesa y servirlas cuando estuvieran cocidas. Recuerdo que, en un principio, utilicé algunos productos que hoy juzgo improbables en la cacerola de mi vieja y con otros que indudablemente estaban en aquella receta. Ponía cebolla cortada en pluma, zanahorias rayadas y morrones (verde y rojo) cortados en juliana. Como nunca estaba satisfecho con el resultado, fui agregando otros elementos. Primero, legumbres, básicamente arvejas o garbanzos; en otra oportunidad agregué papas, cocidas aparte, agregándolas poco antes de servir; finalmente se me ocurrió poner un puñado de fideos (de esos que antes llamábamos mostacholes y ahora pennes). Ningún sabor me conformó hasta que agregué chorizo colorado a esas últimas combinaciones. ¿Era ese el gusto exacto del minestrum que ella preparaba? No lo sé, pero a mí me parecía que sí, que ese plato tenía el sabor entrañable de la cocina de la infancia...

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La búsqueda fue bastante torpe porque descuidó otras comidas que preparaba sin rodearla de la mística con que me empeñaba en una búsqueda ilusoria. Suele pasar con el carácter sobreactuado de los rituales, no vemos ese objeto de la realidad que tenemos frente a nuestros ojos porque creemos que buscamos otra cosa en lugares misteriosos. Mientras ensayaba por ahí con el minestrum, cada tanto preparaba unos bifes a la criolla. Si tengo que pensarlo ahora, los bifes a la criolla que hago, se parecen mucho más a los recuerdos de la cocina de mi vieja, que mis ensayos estériles con la sopa de verduras. Además, el minestrum me gustaba poco en aquellos lejanos días de la niñez, en cambio, los bifes a la criolla me encantaban. Cuando pude reconocer esta cercanía, advertí el sinsentido de esa búsqueda obsesiva y me dediqué a otras aproximaciones más relajadas. Ya no era necesario encontrar ese sabor preciso que mi memoria era incapaz de reconocer. Con una aproximación que me diera gusto reproducir en el presente, estaría muy bien, además de experimentar el placer de introducir pequeñas modificaciones personales o de encarar recetas similares, pero encontradas en otras evoluciones, en otras identidades.
Las experiencias me llevaron por caminos diversos, pero jamás dejé de caminar... jamás dejé de buscar. Ahora, ya con una mínima madurez técnica en las manos, y habiéndome quitado una mochila innecesaria, me propongo esta exploración que parte de esa cocina de la infancia y se proyecta en un recorrido por el comer de los porteños en los años sesenta del siglo XX.
Mi vieja era una gran planificadora. Todo era orden en su cocina. Lunes, miércoles y viernes al mediodía había puchero; sábados, medio día y noche, milanesas con puré y domingos, pasta asciutta con estofado de carne. Del puchero surgía el caldo para la sopa de todas las comidas. Siempre había sopa. Lo que no puedo recordar es cómo preparaba el caldo para las comidas del domingo. El puchero era casi siempre con falda; pero cada tanto había uno con rabo y, excepcionalmente, con gallina (gallina de verdad, casi siempre proveniente de un gallinero cercano que pertenecía a la familia o a un vecino). El estofado del domingo era de carne, generalmente carnaza o roast beef, muy excepcionalmente de pollo. Lo preparaba en una larga cocción en una olla de hierro fundido de uso exclusivo para este menester. Llevaba invariablemente mucho tomate para usar como tuco y salchichas que hacían la delicia de los niños.
El resto de las comidas incluían carne vacuna grillada o en guisos y comidas de cuchara o pescados en frituras con guarniciones varias. El pollo fue accesible, por su precio, recién a mediados de los años sesenta.
Las carnes ofrecían algunas variedades; pero el centro lo ocupaban los bifes anchos (a veces angostos, muy rara vez con el lomo) o churrascos de cuadril grillados en una plancha y acompañados con puré o ensaladas. Lo del bife con lomo era un alarde de gasto que mi madre hacía cuando podía por recomendación del médico de la familia (no entiendo cómo, existiendo siempre este corte, mucho argentinos lo han descubierto muy recientemente en el t-bone de la cocina norteamericana). Otros de sus platos frecuentes eran las albóndigas que, al mediodía preparaba en una salsa, una especie de estofado con papas, y a la noche como hamburguesas. En realidad, la vieja no las denominaba así, ni tampoco bismarck, sino simplemente albóndigas, aunque las achataba y las grillaba en la plancha (tengo un vago recuerdo de la delicia que representaba el ajo dorado en mi madre agregaba bien picado en la carne). Alternaba estas comidas con filetes de merluza fritos a la romana. En Semana Santa, era habitual que hubiera bacalao. No recuerdo como lo hacía, pero creo que era en una salsa que la vieja llamaba portuguesa que también usaba para los bifes.
Los guisos y las comidas de cuchara eran más frecuentes en invierno. Se destacaba el minestrum de mi obsesión, pero también había guiso de lentejas y un potaje que simplemente llamaba guiso (obviamente, llevaba más carne que minestrum). Un lugar importante tenían otras preparaciones con carne picada. El pastel de papas y las empanadas, para estas últimas creo que compraba tapas en la panadería. Lo que me fastidiaba es que ambos rellenos contenían pasas de uva. También recuerdo que había lugar para la polenta.
Las guarniciones solían ser ensaladas de lechuga, tomate y cebolla; arroz; papas al natural, en puré o fritas (menos frecuentes). En verano preparaba una ensalada fría de porotos y cebolla. Otras variantes de ensaladas que solía llevar a la mesa eran las de hinojos, pepinos o zanahorias rayadas cada una preparado a solas con una vinagreta (vinagre y aceite mezcla). La ensalada rusa, siempre con mayonesa casera, se reservaba para las celebraciones. Del mismo modo ocurría con el pollo y los ravioles (mi madre no amasaba y se compraban en fábricas de pasta cuando estas aparecieron en el barrio) que eran consideradas comidas de lujo. Otro plato exquisito que preparaba de tanto en tanto, eran los niños envueltos; pero su descarte de la lista de los platos más habituales no se debía al lujo que representan, sino a la complejidad de su elaboración. También preparaba tomates y zapallitos rellenos. Los primeros, sólo en las fiestas que era cuando batía mayonesa (la mayonesa industrial llegó muy tardíamente a nuestra mesa). Los zapallitos, en cambio, eran una comida frecuente en el verano. Lo rellenaba con su propia pulpa mezclada con carne picada, pan mojado en leche y pan rayado.
He dicho que la vieja no amasaba. Bueno, la afirmación no es rigurosamente cierta. Se mandaba sus bizcochuelos para las tortas de cumpleaños y, de tanto en tanto, le entraba a los ñoquis. Cuando la industria alimentaria produjo los preparados para bizcochuelos, cortó por la más fácil y se dedicó a ellos con un empeño que no ponía en otros productos de la misma procedencia, como por ejemplo, las sopas instantáneas o la mostaza.
Sus habilidades culinarias se completaban con algunas conservas como dulce de zapallo (con los trozos de zapallos curados en cal viva) y escabeches de berenjenas o de carne de caza menor (liebres y perdices), cuando las había.
Como digo una cosa, digo la otra. La vieja retaceaba los huevos fritos a los niños de la casa por prescripción médica. Pero en la casa de mi abuela Agustina, en la chacra en que vivía en 12 de Octubre, Partido de 9 de Julio, tenía una compensación.
Asumo como desafío pendiente dar con la preparación de los bocadillos de acelga que mi vieja también preparaba como guarnición para algunas comidas.
Los recuerdos de la cocina familiar no se limitan a mi madre. Mis tías y mi abuela tenían particularidades muy atractivas.
Mi tía Ñata y mi tía Maruca amasaban. La primera preparaba un fileto memorable (de aspecto desleído, pero de un sabor increíble) y, de tanto en tanto, preparaba ravioles con rellenos hoy exóticos, como los de seso. La otra, también era una maestra con las pastas, pero su plato más apreciado era unos escalopes de ternera que ella llamaba marineras que incluyo en otra parte. Era un placer verlas estirar la masa, luego enrollarla y cortar los tagliatelle (nosotros los denominábamos castizamente: tallarines) con una cuchilla afilada y verlos salir parejitos. Ambas aceptaron con gusto la incorporación de la máquina Pastalinda entre los utensilios de su cocina. A su vez, mi tía Nena aportaba las novedades de la industria alimentaria: cubitos de caldo, aderezos y salamines milaneses industrializados. Las picadas de los domingos en su casa, antes del almuerzo, eran memorables.
Mi abuela, en el campo, cocinaba con un sabor muy especial. En mi fantasía mítica, un algo importante de ese sabor era aportado por la cocina económica que funcionaba enteramente a leña. Lo cierto es que los huevos fritos con tocino que preparaba en esa cocina y servía en una sartencita individual eran una compensación enorme de la restricción materna. Era un placer desayunar en esa cocina, sobre todo cuando hacía frío. El tazón enorme con leche recién ordeñada, la manteca y el chorizo seco caseros y la galleta trincha (único pan que puede ser denominado con justicia “pan de campo” en La Argentina) configuran un complejo escenario de aromas y sabores, en el calorcito ambiental de la cocina que retengo en la memoria.
Todavía en la primera mitad de los noventa, había en la calle Esmeralda, en el Centro de la Ciudad de Buenos Aires, un viejo local de la cadena de lecherías de La Martona. Allí servían huevos fritos en tocino en unas sartencitas muy parecidas a la de mi abuela. Yo disfrutaba el reencuentro con aquellos sabores; pero el supuesto de un exceso de colesterol que esa comida debía provocar en el trajín de la vida urbana moderna, tornaron extemporáneo ese plato en ese sitio... pronto cerró.
Mis abuelos eran españoles, de La Rioja. Doña Agustina y don Eugenio hacían honor a la tradición de la huerta riojana. Voy a hacer pizza, decía mi abuela, y preparaba un engrudo chirle sobre una asadera con harina leudante. Luego marchaba a la huerta y recogía unos tomates muy maduros y los cortaba, usando la mano izquierda como tabla suspendida en el aire sobre la asadera. Cuando todo iba al horno, los jugos del tomate penetraban la masa antes de que ésta terminara de cocinarse y el plato emergente era una extraña exquisitez.
Con las conservas, su maestría era extraordinaria. Aprovechaba todo el cerdo, cuando sacrificaban uno para hacer las facturas: sus chorizos secos eran memorables; pero también había morcilla (sobre todo morcilla dulce, también llamada morcilla vasca) y queso de chancho con todos los recortes de carnes y cartílagos que podía reunir. Preparaba quesos, dulce de leche, dulces varios (en especial con zapallo curado en cal viva) y escabeches con carne de caza menor o con berenjenas.
Para los hombres que casi nunca cocinaban, estaba reservado el asado. Hablaré de ello in extenso en los comentarios de las recetas. Mi viejo practicaba una única excepción. Preparaba las mejores natillas con canela de las que tengo memoria.
Chorizos secos y natilla, parte fundamental de la herencia riojana, configuran texturas y sabores recordables que busco recuperar en cada oportunidad. Con respecto a los primeros, tengo un enemigo poderoso, la cultura de la comida light que presiona sobre la composición del relleno con el agregado de carne vacuna, aún en las producciones caseras. Es muy difícil encontrar chorizos secos, condimentados a la manera española, que estén preparados enteramente con cerdo.
Algunas cosas más siempre había en la memoria del país de origen de mis abuelos. Hay un plato característico en la cocina riojana que tenía algún reflejo en la comida familiar: la cazuela de conejo con caracoles. Nunca recuerdo haber probado esa combinación; pero sí recuerdo el placer que le daba a mi abuelo comer caracoles (sobre todo porque no se trataba de una comida frecuente). En mis recuerdos de la infancia, tengo la imagen del conejo más como animal doméstico que como presa para nuestras viandas. Cada tanto aparecía un conejo en una jaula, venía con una voracidad desmesurada, con un crecimiento perceptible por su rapidez y con la broma sádica de algún tío: “lo engordamos un poco más y... a la cacerola”. No recuerdo haber comido conejo en mi infancia. Sí he comido liebre, como ya he dicho, en escabeche, pero también en cazuela. Recuerdo con placer que la carne se parecía a la del pollo, pero era más oscura y tenía un gustito salvaje que me encantaba (era toda una celebración encontrar algún perdigón en el plato).
Ya comiendo en restaurantes, hay un plato que me recuerda poderosamente la cocina de mi madre y de mi abuela, las costillas de cerdo a la riojana, también atacadas por la moda light que induce a los cocineros a reemplazar el tocino por jamón cocido. Esa combinación del cerdo, con panceta incluida, el huevo y las papas fritas, las verduras y las legumbres es uno de los platos de restaurante en que más palpo la cocina familiar.


¿Qué es una cocina con identidad?


Estoy un poco cansado de una actitud frecuente en los porteños que consideran que nada tenemos que sea propio o que lo poco que tenemos de identidad es despreciable. No soy de esa partida, por supuesto. ¿Qué ganamos envidiando a uruguayos y chilenos y sosteniendo que somos una m.....? ¿Qué culpa estamos pagando rezando arrodillados sobre semejante vidrio molido? ¿Por qué no confiamos en el valor de lo que nosotros mismos producimos en la cotidianeidad que nos da el simplemente vivir en argentino?

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Entrando un poco en tema, ¿sólo se puede hablar de identidad en aquellas tradiciones culinarias que están arraigadas y tienen antecedentes en el terruño en que se consolidan? ¿Y qué hay de la capacidad de intercambio en los grandes puertos de mar, de los aportes de las migraciones y algunos etcéteras más?
Profiero una osadía, deseándola un conjuro: La cocina porteña, esa que alimentó mi infancia, pero también las anteriores, las de hoy y las que vendrán configuran una identidad sin raíces propias, pero firme y gorda. En realidad, no se trata de una ocurrencia enteramente propia. Algo significativo nos dice Víctor Ego Ducrot con su concepto de cocina cocoliche(1) o nos deja entrever Dereck Foster porque su escepticismo radical se sostiene sobre inconsistencias conceptuales que ponen a la luz lo que parecen ocultar.(2)
Negar la identidad de la cocina porteña es como negar la identidad del tango, una música sin raíces autóctonas en el suelo en donde se desarrolló con total plenitud, la Ciudad de Buenos Aires. Nuestra música ciudadana, es producto de un variado abanico de influencias: la habanera y el candombe, primero, la lírica nostalgia de los italianos, después, el jazz y las fusiones urbanas, recientemente. ¿Dónde está la identidad del tango? En esa capacidad permanente de recrearse, con cada influencia que lo roza, en una mezcla nueva. ¿Dónde encontrar, dónde palpar esa identidad? En la cintura de la compañera cada vez que suena un tango concreto y uno sale a la pista.
¿Por qué no pensar que con la comida porteña pasa otro tanto? La pizza, oriunda de Napoles, reinterpretada por un gallego de A Coruña... notable, ¿no?
Tomemos un ejemplo que veneramos: la gran identidad de la cocina peruana. ¿Acaso esa cocina representa una única tradición culinaria con exclusivas raíces aborígenes? Caramba, si así fuera ¿qué haríamos con el chaufa?
Esa identidad se ha ido construyendo en el tiempo y, como el tango, resulta de experiencias de fusión que se balancean entre un tradicionalismo conmovedor por su estéril pertinacia y la expresión constante de una vocación tilinga de apertura internacional que sólo ama la novedad y las modas. ¿Quién puede afirmar hoy que el sushi que vemos proliferar en todos los rincones de la Ciudad no adquiera, en ciertas formas específicas, en un futuro indeterminado, carta ciudadanía porteña, como ocurrió con la pizza y el Shepherd's pie?
Notas y bibliografía:
(1) 2010, Ducrot, Víctor Ego, Los sabores de la patria, Buenos Aires, editorial Norma.
(2) 2001, Foster, Dereck, El gaucho gourmet, Buenos Aires, EMECÉ.




Los sabores de la Patria de Víctor Ego Ducrot(1)


Este libro es uno de los pocos que intentan dar cuenta de una historia integral de la gastronomía nacional. Por carecer de profusos antecedentes posee la gran virtud de iniciar un camino con más entusiasmo que sistema. Si bien, uno de sus mayores defectos es la escasa erudición con que se soportan los hechos con que se compone el relato central, posee otra virtud que es necesario destacar: intenta desplegar los hechos sobre un marco teórico conceptualmente consistente. Los capítulos se suceden como si se tratara de artículos escritos aisladamente y dispuestos cronológicamente; corriendo por cuenta del lector, lograr que el marco teórico produzca la inteligibilidad del conjunto. Dicho de otro modo, se parte de una elaboración teórica sólida; pero no se disponen las piezas de modo tal que nos permita tener una idea de comprensiva del conjunto. En el sentido inverso, si lo que se busca es identificar aspectos parciales de nuestra historia culinaria, aún con estas limitaciones, su lectura es el insoslayable punto de partida.
El marco teórico
El Prólogo de la obras consiste en la reproducción parcial de “El consenso del sabor”, artículo del autor publicado por la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la Universidad Nacional de La Plata en ¿Qué comemos cuando comemos?. En una apretada síntesis de definiciones sustanciosas, realiza un aporte interesante en materia de gastronomía. Comparto muchas de las visiones que Ducrot posee, por lo que me limitaré a describir su pensamiento y subrayar alguna divergencia.
El punto de partida es la siguiente definición:
Gastronomía es el conjunto de saberes y experiencias acumuladas y transmisibles, mediante las cuales el Hombre tiende a convertir su necesidad de alimentos en placer, en goce.(2)
Esa definición se despliega en otras más precisas, todas soportadas sobre los fundamentos de una ética hedonista y materialista basada en el pensamiento de Michel Onfray que puede sintetizarse en la expresión: “El regocijo del otro induce al mío; el disgusto del otro causa el mío”.(3)
Aplicadas estas ideas al concepto de gastronomía supone para el autor una ampliación del habitualmente utilizado (recetas, técnicas y crónicas sobre restaurantes, vinos y tendencias), al incluir cuestiones de carácter cultural, política y económica. Algunas de ellas se expresan en conceptos tales como desarrollo de un modelo gastronómico sustentable (políticas y conductas sociales destinadas a la preservación de los recursos naturales) y democrático (un ámbito político y social que permita planificar y ejecutar estrategias alimentarias de calidad para el conjunto de la población). Estas ideas se enlazan con pensar la gastronomía como patrimonio cultural intangible (costumbres, hábitos y procesos creativos de la población que no ofrecen materialidad, pero que constituyen y expresan identidad). Finalmente, utiliza el concepto de soberanía alimentaria, definido como el marco conceptual mediante el cual determinada comunidad puede establecer su política alimentaria. La soberanía alimentaria sólo es posible, para el autor, en el marco de una democracia participativa.
La definición ensayada de gastronomía (arriba trascripta) alude a lo específicamente humano, en la medida en que la alimentación en la animalidad se limita a la satisfacción de una necesidad biológica y en el Hombre se expresa como placer y goce. Estos atributos que transforman el acto biológico de ingerir alimentos en el cultural que supone la gastronomía, provoca un enfrentamiento entre la tradición filosófica epicúrea, materialista y hedonista, con el idealismo hegemónico del capitalismo, debido a que la primera procura el placer-goce colectivo (“el regocijo del otro induce al mío”, lo que supone pensar un “banquete para todos”), y la segunda lo restringe a los que tienen capacidad para disfrutar del goce, es decir, a la elite dominante.
Aunque es más que evidente la honestidad con que manipula los materiales (menciona autores y libros), las citas son siempre imprecisas, no se sabe a ciencia cierta de dónde toma exactamente las ideas que expone. Recorre textos de Marcelo Álvarez y Patricia Aguirre, documentos de la UNESCO y recala en las corrientes de los países hegemónicos que ponen el acento en la sustentabilidad culinaria (pone por ejemplo el movimiento slow food) que reacciona contra los efectos degradantes de una cocina que no cuida el medio ambiente. Considera que estas propuestas se aproximan sólo en apariencia al concepto de soberanía alimentaria, porque se trata de un movimiento elitista que limita su propuesta a la educación de la población en las sociedades ricas. La soberanía alimentaria está asociada, en cambio a un modelo contra-hegemónico, que se constituye para producir una nueva hegemonía, un nuevo consenso social. En este marco, a lucha entre los dos modelos es presentada como antagónica.(4)
Finalmente, después de señalar que el consenso social es un concepto clave en materia de definir una identidad gastronómica, concluye el prólogo con la siguiente definición:
¿Cuál es el plato de los argentinos (o de los chinos, no importa)? Planteado de otra forma, ¿cuándo un plato, un comer, un sabor puede identificarse con una cultura, con una sociedad en particular?
Cuando entre los integrantes de esa cultura, de esa sociedad, existe un consenso de que el plato, el sabor en cuestión, les es propio.
¿El asado y las empanadas, son platos argentinos?
Por supuesto que sí. No porque sean comeres que se concibieron y produjeron por primera vez en la Argentina, sino porque generaciones de argentinos construyeron el consenso de que se trata de platos propios, de sabores propios.”(5)
Comparto vis a vis esta última conceptualización y, aunque sostengo que puede accederse a ella desde otras corrientes de pensamiento, los que creemos en la existencia real de una gastronomía nacional, podemos tomarla como punto de partida.
Bases de una divergencia
No es necesario recurrir a una tradición materialista para sostener el concepto humanista de la gastronomía. En contra del idealismo capitalista también se erige otra tradición que no es materialista, sino espiritualista. No soy un especialista, ni siquiera un modesto lector de filosofía; pero recuerdo que Antonio Negri, por tomar a un autor reconocido, en su libro Imperio, rescata algunos pensadores que proyectan esa dirección. Así, por ejemplo, coloca en un lugar destacado a Baruc Spinoza.(6)
En otro andarivel, para los católicos la gran celebración religiosa asume la forma de un banquete de humildes trabajadores que comparten el pan, lo que los transforma en compañeros, y el vino que representan el acceso a una vida llena de gozos y esperanzas. En el mismo sentido la constitución Pastoral Gaudium et spes (Concilio Ecuménico Vaticano II), comienza diciendo: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.”(7)
El hedonismo materialista del autor, muy respetable por cierto porque ha sido expuesto en su dimensión ética, conduce a un antagonismo fundamentalista que nos pone en una actitud irreconciliable con expresiones intermedias que pueden coincidir, aunque más no sea parcialmente, con nuestros conceptos y que tienen un desarrollo histórico más consistente que las tendencias gastronómicas de moda. Por otra parte, esta posición lleva de suyo, también, en mi modesta opinión una reducción de la capacidad crítica que se evidencia cuando el autor reflexiona acerca del movimiento slow food que también promueve una idea de gastronomía sustentable. Decir que ese movimiento se diferencia de la idea de soberanía alimentaria por su condición de elitista es una reducción abstracta que nos impide realizarle otras críticas, como por ejemplo, el extremo dogmatismo sobre las distancias en las que deben conseguirse los productos que se habrá de cocinar, distancias inaplicables en América porque fueron concebidas para la Europa occidental. No señala tampoco una idea que me parece central que es que el impacto fundamental de estas tendencias foráneas no reside en ellas, sino en la apropiación acrítica de las mismas por parte de las clases medias urbanas (esta falencia crítica del autor está matizada por la definición final que he transcrito).
En ese sentido, acuerdo plenamente con el concepto de gastronomía argentina (patrimonio cultural intangible democráticamente constituido) y la definición final que establece claramente el sentido que busco con estos escritos: la gastronomía argentina está constituida por todas aquellas preparaciones que, en un consenso intuitivo y transgeneracional, consideramos tales.
¿Cuándo comienza la historia de la gastronomía argentina?
La pregunta se responde respondiendo otra: ¿cuándo comienza lo que podemos llamar con propiedad la historia de La Argentina?
El relato de Ducrot comienza con las invasiones inglesas, ¿y el período anterior? Le dedica un pequeño capítulo, el segundo de la serie, que plantea casi como una digresión. Solicita permiso para dejar un rato a la Buenos Aires prerrevolucionaria para “iniciar un viaje a vuelo de pájaro por el tiempo y el espacio del Nuevo Mundo que conquistaron los españoles”.
Registrar el hecho no es ocioso, porque otros autores enlazan la historia de la gastronomía con la historia de la de España (Dereck Foster, por ejemplo).(8) Si bien, el autor reconoce una filiación entre la gastronomía rioplatense de principios del siglo y la española; señala la ruptura que las invasiones inglesas provocaron en ese continuo y las primeras influencias francesas sobre la burguesía porteña. Se demorará, por ejemplo, en las capacidades de Ana Perichon, la amante del Virrey Liniers, como anfitriona y cocinera y el talento de Monsieur Ramón, primer maestro de cocineros de Buenos Aires (pp. 56-61).(9)
Escasa erudición.
El principal defecto de la obra es la escasa erudición sobre la que se sostiene el relato. Esta fallas se expresa de distinta manera. Es probable que ellas estén relacionadas con la condición de periodista del autor. El periodista tiene derecho a la reserva de sus fuentes de información, en cambio el historiador debe revelarlas con la mayor precisión posible. En el caso del periodista, esta reserva está relacionada con posibles perjuicios que pudieran ocasionarse al informante o a terceros. Esa reserva constituye una de las garantías básicas de la libertad de expresión. En el caso del historiador, la precisión de las citas es la única base posible para establecer la veracidad de los hechos. Esta diferencia es posible porque puede darse por supuesto que el transcurso del tiempo disuelve la amenaza de posibles perjuicios. Es por esta lógica divergente que a los periodistas les cuesta tanto la producción historiográfica, aunque sus procedimientos sean tan éticos como los del historiador. Como consecuencia de todo ello, cuando se leen los informes periodísticos la confianza en la honestidad del periodista es fundamental. En el caso que nos ocupa, Ducrot aparece a todas luces como un periodista honesto que sustenta sus opiniones en una diversidad de lecturas. Algunos de los libros consultados aparecen en la bibliografía general que, aunque escueta, es ilustrativa de los recorridos intelectuales del autor. En los siguiente párrafos propongo una clasificación de las imprecisiones y en los siguientes parágrafos intento aprovechar esta clasificación para extraer lo más valiosos de la obra.
Aparecen expresiones atribuidas a distintos personajes, sin que se sepa o se puede intuir siquiera las fuentes de donde las obtuvo. Por ejemplo, en la pag. 21, leo que Mariquita Sánchez de Thompson “dijo muy suelta de cuerpo, que los invasores británicos habían empezado a pagar sus culpas comiendo lo malo que aquí se comía.” También la apreciación de Sarmiento que sostenía que la sociedd porteña todos eran gordos y culonas.(10) En el mismo sentido, hace referencias históricas sobre determinadas circunstancias políticas o gastronómicas sin que podamos identificar sus fuentes. Por ejemplo, sostiene que los platos principales de los porteños en el 1800 era el puchero que entonces era conocido como “olla podrida”, la carne asada y la mandioca.(11)
En otros casos, se puede intuir la fuente si se consulta la bibliografía que se incluye en la páginas finales de la obra. El ejemplo más claro es que dedica mucho espacio a Ana Perichon de O'Gorman. Casi todo el capítulo 3 que va desde la página 42 a la 61 gira en torno de la relación de esta mujer con la cocina y con las intrigas políticas. Entre los libros que se citan en la bibliografía encontramos mencionado el libro Liniers de Bernardo Loizier Almazán, editado por EMECE en Buenos Aires en 1989. Resulta una tentación inevitable asociar ese capítulo del libro de Ducrot con el contenido de este libro. Sin embargo, tendría que leerlo en su integridad para establecer el vínculo indudable porque, como se verá abajo, puede que el recurso bibliográfico sea tomado parcialmente por el autor
Nos encontramos, en otro formato posible, con autores citados en el texto, sin que se haga referencia a la obra que sirvió de fuente (algunas de las citas, incluso, son transcritas), ni en el texto ni en el listado de bibliografía consultada. Ejemplificaré con el caso que me resultó más significativo: transcribe párrafos del capitán Alexander Gillespie sobre la primera invasión inglesa a Buenos Aires sin mencionar la obra.(12)
Finalmente debo señalar que existen casos en donde el autor y la obra son identificados en el texto, sin ninguna referencia de edición, como es el caso de las citas del libro Viaje al Río de la Plata de Ulrico Schmidel (pag. 23, 36, etc.).(13)
Conceptualización limitada
Si bien el libro se inicia con un marco teórico que ya hemos analizado, su utilización en el texto es abstracta y no permite una intelección comprensiva de la historia gastronómica argentina como sí leemos en otras autores (el caso emblemático es el de la antropóloga Patricia Aguirre). Podré un ejemplo para que mis apreciaciones críticas dejen de transitar el estéril desierto de la abstracción:
/.../ ingleses y criollos fueron testigos y víctimas del mal comer que reinaba en aquella capital de Virreinato asomada a la revolución. ¿Por qué ese goce tan pagano como sagrado que es la buena cocina y el de la mejor mesa se había convertido en un fruto prohibido para los porteños, si como se asegura desde el tiempo de los primeros cronistas, el extremo sur de la América colonizada por los primeros españoles fue tierra de comidas abundantes y baratas.
Sucede que ese extremo sur de nuestra América siempre formó parte de la Historia, y esta enseña que los principios de verdad son mitos. En el sur de aquellos tiempos, como en el sur del presente, algunos pocos gozaban mientras otros muchos trabajaban para el disfrute ejeno.”(14)
Este párrafo, en donde se refleja la idea de consensos antagónicos que se expone en el Prólogo, es absolutamente abstracto porque nos se identifican los actores. No podemos saber quiénes eran esos pocos que gozaban en una ciudad en las que todos comían mal, hasta los invasores.
Hallazgos significativos
Tengo razones para impulsar la idea de que el soporte erudito es indispensable en la historiografía gastronómica, y aún en la crítica, y otras para criticar su ausencia concreta en el libro de Ducrot. Pero antes de exponerlas quiero aclarar que no debe confundirse erudición con citas bibliográficas académicamente formuladas. Cuando se habla del pasado, el lector debe tener la opción de estar al tanto de las fuentes, aunque no haya citas a pie. Una bibliografía minuciosa incluida sobre el final del libro y leves alusiones en el texto pueden ser el camino cuando un autor elige una exposición con la intención de divulgar la información masivamente. Borges, en Evaristo Carriego, es un claro ejemplo de cómo se puede hacer para dar cuenta del soporte erudito sobre el que se ha trabajado sin resentir la calidad de la prosa.(15)
En primer lugar, es necesario tener en cuenta que la erudición no sólo respalda la veracidad de lo que se cuenta; es también la fuente en la que abrevan otros tantos interesados en seguir indagando en el pasado. Es que ninguna obra debe concebirse como punto culminante y definitivo. En segundo lugar, cuando se va en la búsqueda de una identidad, la aproximación al pasado no es ociosa, es indispensable. La distinción racional de las notas de una identidad comienza por la búsqueda de como las cosas han llegado a ser lo que son.
No voy a reflexionar sobre la importancia de búsqueda del origen de las cosas, no sólo porque nos apartaríamos del tema, sino porque carezco de solvencia para encararlo con seriedad. Sin embargo, quiero dejar apuntado que en este tiempo en que la globalización nos induce a vivir en la superficie de las cosas, el tema no es menor. El texto de Víctor Ego está directamente dirigido a oponer profundidad propia a esa superficialidad, por eso es su deber mejorar la exposición del soporte erudito sobre el que trabajó. Tiene una responsabilidad de ejercer una actitud solidaria con quienes queremos profundizar estos temas y una obligación formal por pertenecer a una cátedra libre en la Universidad Nacional de La Plata, una de las más prestigiosas del mundo.
Con toda esta crítica, ¿tengo algo que rescatar de la obra? Sí... y mucho. Por empezar, la obra misma y el esfuerzo de dar cuenta de una identidad asociada a una fuerte vocación de justicia social (saludo que el autor, el arroyo de la sierra lo atraiga más que la mar). Pero además un puñado, o dos, de hallazgos valiosos que incitan mis búsquedas. Como no son pocos, señalaré los más significativos.
La referencia imperfecta al capitán Alexander Gillespie me condujo a leer su libro. El capitán Gillespie formó parte de las tropas inglesas que invadieron Buenos Aires en 1806. Fue tomado prisionero e internado en el país. Con otros camaradas llegó hasta las estancias de los jesuitas en el Valle de Calamuchita. En 1818 escribió un libro que se publicó en castellano con el nombre de Buenos Aires y el interior.(16) El texto contiene ricas impresiones políticas, sociales, culturales y, dentro de ellas, gastronómicas. Ducrot sostiene que el texto da cuenta de la connivencia del dueño de la Fonda de los Tres Reyes, el señor Bonfiglio, con los soldados británicos; pero no dice nada del enojo de su hija con la cobardía de los oficiales españoles que no supieron defender la ciudad. La lectura de Gillespie, me condujo a indagar en otros viajeros.
En el capítulo 3, como ya lo he expuesto, cuando habla de Ana Perichon y de Monsieur Ramón, da cuenta de la influencia francesa en las mesas de la burguesía porteña en la primera década del siglo XIX. Es un tema para investigar de sumo interés porque la constitución de un afrancesamiento culinario se puede rastrear en las costumbres de la clase alta de la ciudad entre por lo menos 1851 (cuando José Mármol publica su novela Amalia)(17) y 1946 (cuando José Eyzaguirre publica su recetario, El libro del buen comer)(18). El gesto de José Mármol no puede haber nacido ex nihilo, debe tener sus antecedentes y Víctor Ego arroja una pista nada despreciable.
Algunos temas que han despertado mi interés para indagaciones futuras: Afirma que Buenos Aires tenía provisión de pescado de mar en los primeros años del siglo XIX,(19) no da indicios de donde sacó la información ni detalles de cómo se abastecía la ciudad de tales productos. Asegura que los revolucionarios de Mayo y sus seguidores, los jóvenes de la generación del '37, no le dieron la importancia a la gastronomía que sí le dieron los burgueses de Francia, desde la revolución hasta Luis Felipe.(20) Esta apreciación se contradice con algunas ideas de Patricia Aguirre y con algunos textos que conozco (la “Apología del matambre” de Esteban Etcheverría(21) y algunos pasajes de Amalia, la ya citada novela de José Mármol).
Con todo, el hallazgo más notable lo tenemos en el Capítulo 12 “Evita cocinera... papas y asado urbano”. Evita quería que el gobierno instruyese a las amas de casa en el buen hacer de la cocina y tomó la iniciativa, en 1951, promoviendo la publicación de un folleto que contenía recetas con papa. El autor sostiene que fue una “ocurrencia oportuna en lo político si se tiene en cuenta que ya habían comenzado los tiempos del desabastecimiento y de las restricciones al consumo de carnes”.(22) Lo cierto es que el folleto fue publicado por el Ministerio de Asuntos Agrarios de la Provincia de Buenos Aires. Los ficheros de la Biblioteca del Congreso Nacional adjudican la autoría de la obra a Eva Duarte de Perón.
Ducrot señala como antecedente del folleto los escritos de Parmentier, alentado y apoyado por Luis XVI, sobre la papa y la alimentación popular. Seguramente hay otros antecedentes. Nos cuenta Apicius, por ejemplo, que “En el tercer año de la república aparece un recetario "La cuisiniere republicaine" que aunque es anónimo, parece que fue escrito por madame Merigot, esposa del editor del libro. Una cosa curiosa de este libro es que en el aparecen casi todas las preparaciones hoy conocidas de la patata, desde las patatas al rescoldo, en ensalada, con mayonesa (lo escribió un francés), o salsa blanca, pasando por el puré de patatas hasta las patatas a la polaca.”.(23)
Una tesis central: cocina cocoliche
El autor sostiene que la verdadera revolución en el comer de los argentinos fue producida por la presencia de la inmigración italiana a fines del siglo XIX y principios del XX. El idea de cocina cocoliche como expresión de una identidad culinaria nacional es un gran aporte de la obra, diría además el eje sobre la que se construye. El término cocoliche alude al impacto de la mencionada corriente migratoria, aunque no desconoce la influencia de las demás.
No comparto plenamente la caracterización, pero mis diferencias se basan simplemente en matices. Con todo,el concepto que ensaya Ducrot es muy interesante porque no limita la búsqueda de una cocina nacional en donde no se la puede encontrar más que parcialmente, esto es en la cocina aborigen o en la cocina criolla de los tradicionalistas (esta que se expresa, por ejemplo, en los textos que Juan Carlos Martelli y Beatriz Spinosa.(24) Para ellos, lo criollo aparece ligado solamente al ideal del gaucho). Pero América es la tierra de lo hóspito, como dice Alberto Buela en sus ensayos.(25) Este continente ha recibido poblaciones de todas partes del mundo a lo largo de 25 mil años, pero ha ido formando un carácter propio con ellas. Desde este punto de vista de la construcción del mestizaje americano, criollo y cocoliche (si matizamos la fuerte denotación de italianidad de este último término) son sinónimos: ambas son expresiones de cómo lo genuinamente americano se dio en América. De ello forman parte tanto la manera de asar de los gauchos de la primera década del siglo XIX de clara influencia árabe, como la pizza de molde porteña de igualmente clara influencia gallega.
Víctor Ego Ducrot tiene que aceptar que Los sabores de la Patria es un libro de historia y no una colección de artículos periodísticos. Es deseable que, en las nuevas ediciones que el libro se merece, corrija los defectos de su soporte erudito.
Notas y bibliografía:
(1) 2010, Ducrot, Víctor Ego, Los sabores de la patria, Buenos Aires, editorial Norma.
(2) idem, pag. 12, (todos los subrayados en textos del autor que se incluyen en el parágrafo ha sido tomados de la propia obra).
(3) 2007, Onfray, Michel, La potencia del existir, Buenos Aires, Ediciones de la Flor.
(4) La cita reconstruida por mí es: 2005 Álvarez, Marcelo, “La cocina como patrimonio (in)tangible” en AAVV, La cocina como patrimonio (in)tangible, Primeras jornadas de patrimonio gastronómico, Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 11-25.
(5) Ducrot, op. Cit., pp. 19-20.
(6) 2000, Negri, Antonio y Hardt, Michael, Imperio, Buenos Aires, Paidós, 2002.
(7) Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Pastoral “Gaudium et spes” (Sobre la Iglesia en el mundo actual), leída el 27/11/11 en http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html.
(8) 2001, Foster, Dereck, El gaucho gourmet, Buenos Aires, EMECÉ.
(9) Ducrot, op. Cit., pp. 56-61.
(10) Idem, pp. 26-27.
(11) Idem, pp. 25.
(12) Idem, pp. 22-23.
(13) Idem, pp. 22, 36.
(14) Idem, pp. 23-24.
(15) 1928, Borges, Jorge Luis, Evaristo Carriego, Buenos Aires, EMECÉ, 1975 (1° edición de 1928).
(16) Ducrot, op. Cit., pp. 22.
(17) 1855, Mármol, José, Amalia, Proyecto Biblioteca Digital Argentina, http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/novela/amalia/b-266129.htm (Fuente: Segunda edición, Buenos Aires, Imprenta Americana, 1855)
(18) 1946, Eyzaguirre, José, El libro del buen comer, Buenos Aires, Editorial Saber Vivir.
(19) Ducrot, op. Cit., pp. 76-77.
(20) Idem, pp. 80-88.
(21) 1837 c., Etcheverría, Esteban, “Apología del Matambre”. Fuente: Juan María Gutiérrez, Obras Completas de D. Esteban Etcheverría, Carlos Casavalle Editor, Buenos Aires, 1870-1874. Leído el 5/09/10 en http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/miscelanea/matambre/matambre.htm
(22) Ducrot, op. Cit., pp. 167.
(23) 2005, Apicius, Recetas con historia e historia de la gastronomía, http://historiasdelagastronomia.blogspot.com/2006/09/patata-hablando-de-la.html, leído el 20 de agosto de 2011.
(24) Martelli
(25) 2006, Buela, Aberto, sin título, leído el 17/09/11 en http://www.agendadereflexion.com.ar/2008/04/14/433-el-tiempo-americano/. Recibí los textos, enviados por el autor por correo-e en 2006.


El asado y el asador


El asado se ha constituido en la familia como el lugar en que los hombres cocinan, y esto es así desde mi infancia. Ahora bien, si se consulta la receta que ofrezco, se podrá percibir que no hay receta; sólo, un listado de lo que se puede llevar a la parrilla, casi como si fuera el resultado de la profecía hernandiana que se resume en el famoso dístico: “todo bicho que camina / va a parar al asador”... y algo más, porque los vegetales que propongo asar no caminan. En cuanto a las técnicas para manejar los fuegos, hay tantas como asadores por eso no merecen un registro, es más, no debieran ser llevados a registro. Sólo diré que uno debe ser siempre fiel a la técnica que utiliza. Por ejemplo, los chorizos pueden pincharse antes de ser colocados en la parrilla para que se desgrasen o sumergidos en agua para que se cocinen en el caldito que, en su interior, formarán el agua absorbida y la grasa que se derrite con el calor. Lo que no debe hacerse nunca, si se ha elegido esta última técnica, es pincharlos en la mitad de la cocción. Sostengo que la técnica del manejo de los fuegos es enteramente personal, sostengo que debe respetarse, en cada asador, la fidelidad con su experiencia... todo debiera ser fácil sobre la base de este respeto y, sin embargo, el tema desata controversias porque siempre hay un comedido que leyó parcialmente el Martín Fierro y se quedó en la vindicación de Vizcacha (“Primero lo maldecía...” et cétera).(1)
Grandes debates desata el asado, además del mencionado arriba: ¿Cuál es la parrilla genuina para el asado, la de varas enlozadas con perfil en “v” o la de los fierritos de obra? ¿Cuál es el punto de cocción genuinamente argentino de las carnes? Para los debates así planteados, no hay señal ética ni lógica de veracidad que pueda resolverlos con facilidad, por lo que me meteré en ellos desde una visión personal.

Si llegó hasta aquí, es porque le interesa el tema. Encuentre el desarrollo completo de estas ideas en Sabores entrañables, el libro de este Recopilador.


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El primer debate no parece tener sustancia en lo genuino, en términos de qué es lo propio y característico. Las parrillas argentinas con las varas en “v” enlozadas y un receptáculo que recoja la grasa son una creación muy reciente (¿Cincuenta años?, creo que menos). Desconozco el origen temporal de las otras, aunque sé que son muy utilizadas en la República Oriental.
Según Víctor Ego Ducrot,(2) la parrilla es una incorporación inglesa al arte de cocinar la carne a las brasas que data de fines del siglo XIX. Su difusión masiva en la ciudad de Buenos Aires está relacionada con la década peronista (1944-1955).
Hay un libro, escrito y publicado por “Un Inglés” en 1825. Tomamos de él unos textos que, sin dar la prueba del aserto de Víctor Ego con relación a la importación del adminículo, da testimonio de la carencias de utensilios apropiados en la ciudad de Buenos Aires y del modo en que se resuelve el tema en la campaña para comer la carne asada en un modo tolerable para las maneras inglesas. Dice el autor:
La carne de vaca es buena, pero inferior a la nuestra, y la manera de prepararla le confiere un sabor semejante al del carbón y leña, bastante insípido por cierto. No les pasa por las mentes que pueda usarse el espetón /.../ Los gauchos de la campaña se alimentan de carne: el pan es para ellos un lujo. Como no tienen hornos se ven obligados a asar la carne en estacas clavadas en el suelo. Me agradaría que hiciesen lo mismo en Buenos Aires: /.../”(3)
Con relación a la masificación del asadito en el ámbito urbano en la primera década peronista, hablo de un mito y de un ritual En el mito anti-peronista, las brasas era obtenidas de quemar el parqué de las viviendas populares que el gobierno construía con finalidad social. En el ritual peronista, por su parte, las fechas más propicias para un asado eran el 25 de mayo y el 9 de julio, siempre que el día fuera peronista, es decir soleado (la expresión “día peronista” para referirse a un día soleado ha sido atribuida al relator de carreras de automóviles Luis Elías Sojit).
En mi experiencia personal, nací a fines de la mentada década peronista, en diversas oportunidades he entrado en departamentos del barrio Los Perales, en Mataderos, y siempre pisé un parqué original en estado impecable en departamentos que llevaban más de 20 años de habitados. Ese era uno de los barrios en que se atribuía a sus residentes la práctica denunciada. ¿Qué bases fácticas tiene ese mito? No lo sé, pero imagino que se estableció a partir de la novedad suburbana: el asadito al aire libre que los nuevos habitantes de la ciudad impusieron. Recuerdo haber hablado con una amiga anti-peronista que daba prueba de la certeza del relato diciendo “uno iba por esos barrios y veía el humito”. Lo novedoso, e irritante por inesperado y entrometido, era el humito, desde allí, la mente rápida se preguntaba ¿de dónde sacarían la leña para hacer el fuego, si no era del parqué?
Lo que recuerdo de mi infancia es que, cuando volvíamos del acto escolar con mi madre (ateridos de frío porque entonces estaba casi prohibido cubrir el guardapolvo blanco con un abrigo en los actos escolares del 25 de mayo y el 9 de julio), el viejo nos esperaba con un asadito. La parrilla de casa era un enrejado de metal similar al elástico de una cama, pero con cuatro patas de hierro (ni varas enlosadas ni hierros de construcción). Mi viejo regulaba el calor agregando o quitando ladrillos que usaba como soporte de las patas o agregando y quitando brasas de las distintas áreas de la parrilla. En casa, el fueguito se hacía en un sector del patio pavimentado con ladrillos. No era necesario levantar el parqué que teníamos en el piso de las habitaciones porque mi abuelo compraba bolsas de más de 50 kg de carbón, costumbre que provenía de una época anterior a la cocina de querosene, tecnología que se usaba en casa antes de que se instara el gas. La primera parrilla de varillas enlosadas con sección en “v” que se compró en casa data de 1970.
La parrilla oriental, la de los fierritos, tiene un alarde de sofisticación gourmet. El vapor de las gotas de grasa que caen sobre las brasas mejora el sabor de la carnes, sobre todo si la parrilla tiene leñero (una cunita de fierros levantada del piso), lo que permite hacer el asado con leña dura, reduciendo el tiempo para la obtención de las brasas (otro elemento que mejora el sabor de las carnes).
Ahora bien, si nos preguntamos, cuál era la manera genuina en que los gauchos asaban la carne, debemos darle la palabra a un inglés. El capitán Alexander Gillespie formó parte de las tropas de Beresford en la primera invasión inglesa (1806). Fue tomado prisionero e internado en el territorio, llegando al Valle de Calamuchita. Escribió un libro que se conoció en castellano como Buenos Aires y el Interior, de allí extraemos esta referencia que nos da un testimonio bastante parecido al que ya hemos trascripto:
/.../ La tarde del 13 de octubre las acompañamos a caballo (a las carretas) e hicimos alto en un campo ilimitado de trébol durante la noche. Pronto se encendieron fogones por los carreros, se carneó algún ganado de una pequeña tropa que se nos había unido y se preparó la cena. Nuestros domésticos rondaban las osamentas con ojos de buitres, prontos a lanzarse a los primeros pedazos favoritos, que eran traídos al asador temblando en todos sus tendones. Nuestro refrigerio esa noche se compuso de algunas tajadas delgadas que, ensartadas en un palito con punta en ambos extremos, se clavaba en el suelo y ocasionalmente se invertían las puntas, hasta que la carne se asaba, o, más propiamente, se quemaba. El fuego se mantenía encendido con grandes pedazos de gordura echados en las brasas, y de cuando en cuando un poco de matorral o algunos yuyos. La facilidad con que se procura alimento en estas llanuras, la prontitud con que se puede preparar o curar y las privaciones de pan, licores espirituosos y sal, no sentidas por todo sudamericano, lo califica especialmente para todas las operaciones militares. /.../(4)
Como puede verse, el texto da cuenta del comentario arriba citado de Un Inglés. Los gauchos usaban una varita de madera como si se tratara de un espetón.
Durante casi dos siglos se ha intentado cambiar el gusto argentino por la comida. La pizza debe ser flexible como en Napoles o New York y la carne debe comerse extremadamente jugosa como en Francia. Pero aquí que seguimos la búsqueda de lo genuino y podemos indagar sobre el origen del gusto actual, nos preguntamos, ¿cómo comía el asado el gaucho? Si releemos el texto trascripto, vemos que dice que sometían la piezas al fuego “hasta que la carne se asaba, o, más propiamente, se quemaba”. Lo repetiré incansablemente en este texto: cada vez que me pidan un trozo de carne cocido, o una porción de pizza crocante, lo haré con placer y diré “al gran gusto argentino, salud”.
Ahora bien, el comentario no es concluyente. Aunque el gusto argentino coincide con las apreciaciones de Gillespie, Dereck Foster trascribe dos testimoniossss:(5) el de Cayetano Cattaneo sj, que recorrió nuestro país a principios del siglo XVIII y el Concolorcorvorvo (1715-1783). Ambos coinciden en que el paisano comía la carne apenas cocida, casi cruda. El problema es que el libro de Foster carece de erudición, lo que nos dificulta buscar los textos de estos autores para verificar el contexto en que fueron producidos. El tema de la formación del gusto argentino en materia del punto en que se debe comer la carne asada es, pues, un debate abierto cuyas piezas vale la pena desplegar.

Asado
Fuente (fecha)
De la experiencia propia y ajena, de mirar y preguntar (desde siempre)
Ingredientes
Carnes que me gusta azar: colita de cuadril, riñonada de cuadril, ojo de bife entero, vacío, asado de tira de costilla ancha, entraña, chuletas (bifes anchos y angosto y chuletas de cerdo), bondiola de cerdo, pescado (especialmente filete de salmón), pollo (especialmente cuartos traseros).
Achuras: mollejas, chinchulín y riñón.
Embutidos: chorizo, morcilla, salchicha parrillera, morcilla vasca.
Vegetales: papas, batatas, ajíes morrones, berenjenas, calabaza, zucchini, endivias, zanahorias, hinojo, tomate y cebolla.
Preparación
Es imposible describir como se debe hacer. Pero debo resumir la receta diciendo que todo es cuestión de bien tratar al fuego. La base tiene que ser un fuego grande, el calor se regula con la altura de la parrilla y la distribución de la brasas.
Ajuste personal
Todo es personal.
Algunas preferencias personales:
  • En cuanto al manejo de los fuegos, no debe temerse que la carne se arrebate por exceso de calor, sino que se sancoche por defecto.
  • Guarniciones que me gustan además de las verduras asadas: ensaladas varias y tortilla de papa. A la ensalada mixta de lechuga, cebolla y tomate y al morrón rojo asado condimentado con ajo y aceite de oliva no hay con que darle.
  • Todo buen asado comienza con una picada (fiambres, quesos, aceitunas, papas y otras piezas de copetín, pickles, frutas pasas y frutos secos). La morcilla fría cortada en rodajitas y unos choricitos tempraneros con vermouth son mis preferencias más destacadas.
  • No salo la carne antes de cocinarla y personalmente me gusta comer algunos cortes sin agregar sal (la bondiola de cerdo hasta parece, en muchas oportunidades, estar salada naturalmente).
  • El chimichurri y los aderezos son opcionales. Personalmente me gusta el chimichurri, pero de manera selectiva para algunos bocados. Agregar chimichurri a una entrañita cuando apenas se la ha dado vuelta es, para mi gusto un manjar apetecible. También se puede usar el chimichurri para marinar las piezas de carne, lo que los paisanos llaman adobar.
  • Otro aderezo adecuado para el asado es la salsa criolla. La preparo con morrón colorado, cebolla y tomate cortados en brunoise condimentados con una vinagreta (la mía lleva aceite de oliva y salsa worcester).
  • Aunque puedo comerla jugosa en el punto francés, me gusta la carne jugosa en el punto argentino. En rigor, en la gastronomía argentina se conocen tres puntos, a saber: jugoso (cuando larga un líquido incoloro y no quedan sectores rosados), a punto (cocida) y cocido (seco, casi quemado), con lo cual, los puntos franceses ofrecen dos instancias más hacia lo jugoso.
  • He agregado dos elementos extraños a la tradición en mis asados (no hago algo muy diferentes del que incorporó los morrones asados y la provoleta), a saber: (1) el chutney de manzanas como aderezo y (2) y de terrina de hongos e hígado de pollo en la picada. Es más, en un par de oportunidades reemplacé la picada por una entrada de terrina con chutney, servidos sobre una hoja de lechuga.
Notas y bibliografía:
(1) 1879, Hernández, José, La vuelta de Martín Fierro, primera edición en Buenos Aires, Librería del Plata, leído el 26 de Noviembre de 2011 en http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/gauchesca/lavuelta/lavuelta_00indice.htm
(2) 2010, Ducrot, Víctor Ego, Los sabores de la patria, Buenos Aires, editorial Norma, pp. 97
(3) 1825, Un Inglés, Cinco años en Buenos Aires (1820-1825), publicado por Hyspamérica en 1986, pp. 93-95
(4) 1818, Gillespie, Alexander, Buenos Aires y el interior, Hyspamérica, 1986, pp. 106.
(5) 2001, Foster, Dereck, El gaucho gourmet, Buenos Aires, EMECÉ, pp. 80-81.